Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 21 de septiembre de 2012

Rubén Cortés sobre Lichi Diego



Por uno de esos errores, seguramente deliberado, reproduje, en el post anterior, el prólogo de Rubén Cortés al libro La vida alcanza (2010) y no el que este certero periodista y escritor cubano, residente en México, escribió para el reciente volumen Viento a favor (2012). En este caso, creo, bien vale el error y la corrección.






Amores con una punta rota


Me resulta imposible hablar en pasado de Eliseo Alberto, aunque sus cenizas reposen en el fondo de un barranco de Cuba, cruzado por un puente férreo donde él, en su niñez, hacía equilibrios sobre las líneas del tren. Ni siquiera los vier­nes por la noche, cuando cubro mis santos con una pátina de humo de tabaco y mi hijo Santino baña con agua de colonia el cristal del retrato de Lichi que tenemos en casa: el aroma delvaho y el sacramento de la loción dilatan la plegaria por nues­tros muertos hacia el inmenso cielo sin nubes de la Ciudad de México.
Porque Lichi, que es sobre todo un escritor urbano (aun con su mar imaginado en Caracol Beach y los caminos de ceni-za que recorre el circo de Asdrúbal, el mago, en La eternidad por fin comienza un lunes) transita un mundo mágico de espíritus y supersticiones arropadas por un sincretismo de dei­dades blancas y negras, colmado de misterios: algo natural en un hombre que vivió sus primeros dieciocho años en un pueblito de las afueras de La Habana, Arroyo Naranjo, rodeado de montes donde en las noches ululaban las lechuzas, esas aves nocturnas a cuyo canto los cubanos temen porque llama a la muerte y porque su preferencia por la oscuridad es interpretada como un rechazo a Dios.
Aquel batir de alas de pájaros de mal agüero sembró en Lichi la semilla que luego agregaría un cuarto enunciado a su condición de escritor, según las facetas anotadas por Nor­man Mailer en su aforístico artículo “The Thousand Words a Minute” (Esquire, febrero de 1963), que distingue tres ca­tegorías del escritor: poeta, novelista y periodista. El caso de Lichi añade otra: “fabulante”, ese término encantador de los psiquiatras locos para referirse a los hombres cuerdos “con hábitos adquiridos de hacer relatos fantásticos extraídos de su imaginación”.
Por eso su santo no puede ser otro que Babalú Ayé, San Lázaro en la religión católica, su venerado viejo de las muletas, favorito de Lichi por algo que él considera mucho más grande que la esperanza o el fanatismo, por algo muchísimo más profundo que la desilusión, por una razón tan misteriosa como la fe y tan íntima como el amor: porque Babalú Ayé lo entiende: “No recuerdo un solo mediodía en que Babalú Ayé me haya fallado, estando yo triste, sin mi isla, mis santos, mis difuntos, ese mar de fantasmas donde naufrago cada domingo sin mí”. A él dedica uno de los fragmentos mejor logrados de la literatura cubana de todos los tiempos, escrito por Lichi en Caracol Beach al estilo de la letanía que tan bien ovilla las pocas ocasiones en que lo utiliza:

A Babalú Ayé lo siguen perros sarnosos, caballos raquí­ticos, gallos roncos, vacas enclenques, jutías sin cola, abejas destronadas, patos con gangrena, loros munda­nos, pavorreales deprimidos, gatos esqueléticos, moscas amputadas, cerdos cascarrabias, mariposas sin alas, lom­brices del pantano, cisnes suicidas, culebras bandoleras, hormigas bravas, pavos desplumados, palomas perdidas, conejas estériles, lobos hambrientos, y a cierta distancia, callados, respetuosos, fieles, compatriotas, miles de cu­banos en solemne procesión, hombres y mujeres, niños y ancianos, pecadores y arrepentidos, vagabundos, leprosos, minusválidos, mongólicos, cojos, ciegos, mudos, tontos, diabéticos, desesperados, tullidos, tuertos, tuberculosos, sordos, lelos, paralíticos, mancos, tartamudos, cardiacos, desahuciados, asmáticos, sidosos, paranoicos, soli­tarios, melancólicos, neuróticos, locos, locos, locos cientos y cientos de pobres locos.

Balaba Ayé también le fascina porque es “el que trabaja con los muertos”, una certidumbre que lo estremeció una noche en el caserón del Pedregal de San Ángel donde vive su maestro Gabriel García Márquez en el Distrito Federal, y donde Lichi pernoctó en 1990, mientras calentaba la billetera para establecerse en México. En la sobremesa, García Márquez solía re-cordar las noches remotas de Aracataca en las que escuchaba a su abuela materna hablar con los muertos.
Una madrugada, Lichi despertó en el caserón del Pedre­gal empapado en sudor, sobresaltado por una epifanía: “tenía delante” a una amiga muy querida que vivía en La Habana y estaba embarazada. Fue a la cocina a servirse un vaso de leche, que siempre ha sido su recurso para recuperar el sueño. Bebía la leche cuando apareció García Márquez en piyama, pues una idea le había impedido pegar ojo toda la noche y quería escribirla antes de que se le extraviara entre las brumas del amanecer.
Lichi le contó por qué estaba despierto: “Llámala ahora mismo por teléfono, porque está pariendo un hijo macho”, le dijo García Márquez, con la misma cara de palo con que su abuela le hablaba de aparecidos en Aracataca, mientras practicaba de memoria la ciencia de los presagios. “Cuando un hombre sueña con una mujer embarazada, es que ella está pariendo un hijo macho”, advirtió García Márquez e hizo que telefoneara a la casa de su amiga. Del otro lado de la línea, la madre de la mujer respondió con alarma: “No, ella no está. La ingresaron de parto en Maternidad de Línea. Acaba de parir”.
—¿Y qué parió? —alcanzó a balbucear Lichi.
—Macho.
Aquella noche todavía faltaban siete años para que suce­diera lo que sucedió después: el enfriamiento de la relación entre alumno y maestro, episodio convertido para siempre en uno de los dos amores de Lichi que tienen una punta rota: el otro es su querer por Cuba.
Su historia con García Márquez empezó un miércoles de 1975 cuando éste tocó con los nudillos la puerta de la casa de los Diego-García Marruz en La Habana, dijo que quería conocer al poeta Eliseo Diego y, al entrar, tuvo una alucinación similar a las de su abuela materna: He estado antes en esta casa y fue de niño y muchas veces y todas para bien, como lo narra Lichi en “Un nuevo libro de Gabriel”, incluido en Viento a favor. La amistad con los Diego-García Marruz resultó instantánea y duradera.
Luego, adoptó literariamente al hijo menor de la familia, quien empezó a llamarlo como lo llamaría siempre: “Maes­tro”. García Márquez lo cobijó con intensidad después de que Lichi fue separado de la emblemática gaceta cultural El caimán barbudo, de la que fue jefe de redacción entre junio de 1982 y junio de 1983. Perdió el trabajo justo a causa de García Márquez, pues publicó una crónica suya aparecida originalmente en el diario español El País en junio de 1981, titulada “Vidas de perros”, donde mostró que en París los pe­rros llevaban una existencia de privilegios. Lichi lo reprodujo por la fuerza dramática del estilo periodístico:

Subíamos en silencio por la vieja escalera mecánica, er­guidos y en orden, como siempre he pensado que se debe subir al cielo, cuando se oyó un chillido espantoso, una explosión como la de una piñata cuando se revienta en una fiesta infantil, y todos corrimos sin saber qué pasaba, pero con el instinto certero de que pasaba algo grave. En la ráfaga de pánico alcancé a ver una señora con un pobre abrigo de primavera salpicado de sangre todavía calien­te, y otra que trataba de limpiar las piernas de su hijo embadurnadas de una materia espesa. Sólo entonces nos dimos cuenta de lo que ocurría: la escalera mecánica ha-bía oprimido entre dos peldaños un perrito pequinés, lo había reventado, y sus vísceras dispersas habían salpicado a los que estaban más cerca. En la escalera vacía sólo quedó el dueño del perrito, paralizado de espanto, mirando con la boca abierta la traílla rota que le quedó colgando en la mano. Esto sucedió el jueves de la semana pasada en un almacén de París, y es uno de los episodios más raros y estremecedores que he visto en mi vida.

Sin embargo, un burócrata del departamento ideológico del gobierno juzgó como elogio imperdonable a la sociedad capi­talista publicar en la prensa del primer país socialista de Amé­rica que en París “los perros llevan una vida de privilegios”.
Gran favor para Lichi, porque entonces García Márquez vivía de tiempo completo en La Habana y lo contrató para que le ayudara a impartir talleres de cine y literatura y hacer guiones en mancuerna. Escribieron tres mil páginas a cuatro manos en temas de películas, entre éstas Cartas del parque (1988), dirigida por el cubano Tomás Gutiérrez Alea, y Me al­quilo para soñar (1989), realizada por el brasileño Ruy Guerra.
Trabajaba en una oficina junto a la del maestro y comenzó a dar los primeros toques a su novela La eternidad por fin comienza un lunes.
—¿En qué tiempo estás escribiendo: en pasado, en tercera persona? ¿Cómo se llama el personaje? —le preguntó García Márquez.
—Una se llama Anabel y otra se llama Aruba.
—¿Cómo le dices a Anabel?
—Bueno, Anabel unas veces, otras veces la modelo, la muchacha, la trapecista, según...
—Tienes que decirle sólo de dos maneras: Anabel y la trapecista. No le digas la muchacha o la modelo, porque la gente se confunde. Y recuerda que las oraciones nunca empiezan con verbo, siempre con artículo, y que en el uso de formas verbales y palabras siempre hay que escoger con cuidado. Como en la carpintería, porque ningún mueble es de una sola pieza.
García Márquez le explicó que para escribir debía usar normas muy simples y que la célula básica de un texto es la oración, que hay que ligar de una manera muy sencilla: el sujeto, el verbo, el predicado, los tiempos verbales y, muy en especial, el uso de los verbos irregulares para evitar la cacofonía.
—¿Y usted, maestro, en qué anda? —preguntó Lichi.
—En una frase: “Fueron felices toda la vida”.
—Oiga: eso no se le puede olvidar, así terminan los libros.
—Pues sí, pero tengo que escribirlo —respondió García Márquez, quien no había escrito otra novela desde que el rey Carlos Gustavo de Suecia le entregara el Premio Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 1982 en Estocolmo.
Por esos días, maestro y alumno eran inseparables. García Márquez le pidió un gran favor: “Empecé a escribir la novela, pero cada día le contaré una versión distinta a todo el mundo de lo que estoy escribiendo. Cuando cuente la misma versión dos veces, tú me avisas. Entonces sabré que ya acabé”.
Tiempo después, durante una comida con el fallecido co­mandante sandinista Tomás Borge, García Márquez contó la novela de la misma manera que lo había hecho tres semanas antes. Luego, a solas, Lichi le avisó: “Maestro, esta tarde contó usted la novela de forma idéntica por segunda vez desde que la está contando”.
García Márquez se encerró a escribir de siete a catorce horas diarias, estudiando, buscando datos y leyendo poesía española para encontrar la fuente, la sonoridad y las palabras olvidadas de la lengua.
Hasta que una madrugada de otoño, en 1985, a las cua­tro, Lichi se desvelaba en la sala de la casa solariega de García Márquez en el antiguo Havana Country Club & Park Lake, un club hípico y de golf para millonarios en la Cuba de los años cuarenta y cincuenta, cuando vio bajar a García Már­quez las escaleras, envuelto en una colcha para ir a su estudio porque había soñado algo y quería escribirlo.
—Acompáñame —apremió a Lichi.
Se sentó frente a la computadora, una Macintosh, y tecleó unas palabras.
—Lee esto —pidió el maestro.
Lichi se situó a sus espaldas, acercó la mirada a la pantalla y leyó:
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
—Toda la vida —dijo.
García Márquez le preguntó a Lichi si había acabado de leer y éste asintió. El maestro se levantó de la silla y se la cedió:
—Ya acabé la novela, Lichi. Se llama El amor en los tiem­pos del cólera. Ponle tú el “Fin”.
Luego tomó un plumón negro y escribió “Para Lichi” en el marco de la pantalla. “Es tuya. Te la has ganado”, dijo. Aquella prehistórica Macintosh está guardada en la casa de los Diego-García Marruz en La Habana.
En 1990, ya instalado en la Ciudad de México, Lichi si­guió cerca del maestro y publicó La eternidad por fin comienza un lunes en una casa editorial —El Equilibrista— donde tenía participación el segundo hijo de García Márquez, Gonzalo. El distanciamiento sucedió en 1997, cuando Lichi publicó su mejor libro: Informe contra mí mismo, un gran éxito editorial, a partir de su catarsis como hijo de la Revolución Cubana —tras la caída del Muro de Berlín— que sintió la necesidad de hacer una revisión crítica del proceso político donde se había formado como un “hombre nuevo”, con una primera oración que lo anunciaba todo:
El primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales de 1978.
La respuesta del gobierno cubano fue previsible: canceló a Lichi el pasaporte que le permitía vivir fuera del país conser­vando todos los derechos de ciudadano cubano dentro de la isla, y a partir de entonces lo consideró oficialmente un “emi­grado”, lo cual, para quienes viajan con pasaporte oficial y no regresan, significa ser un “quedado” o, hablando en plata, un “indeseable”, un “traidor”. La inmensa mayoría en esta situación, como Lichi, puede regresar si está dispuesta, una vez cumplidos los requisitos migratorios, pero sin derechos plenos como ciudadanos cubanos. Lichi se defendió como sabe hacerlo: con el corazón. Dijo: “soy responsable de la escritura del libro, no de sus lecturas; del grito, no del eco”; “reclamo el derecho a estar equivocado”; “que no te obedezca no quiere decir que te traicione”.
En La Habana, Silvio Rodríguez consideró el libro “una mierda”, pero que no decía una sola mentira; Pablo Milanés defendió el derecho de Lichi “a no estar de acuerdo”. El entonces canciller, Robertico Robaina, ordenó a sus asesores que leyeran muy bien el libro para ver cómo rayos lo criticaba en caso de que la prensa extranjera le preguntara al respecto. ¿García Márquez? Pues al maestro le disgustó la publicación de Informe contra mí mismo: no que su alumno lo escribiera, sino que lo publicara. Y puso distancia entre ambos.
Volvieron a encontrarse alguna que otra vez. Una tarde de 2007 coincidieron, junto con el escritor Rafael Pérez Gay y su esposa Delia Juárez, en una comida en la casona de penumbras bondadosas y aires campestres de Héctor Aguilar Camín y Ángeles Mastretta, en la colonia San Miguel Cha­pultepec, cerca del bosque donde García Márquez, una tarde de 1961 —cuando lo visitó por primera vez— vio la lluvia con rayos de sol entre los árboles: quedó tan fascinado con aquel prodigio que su orientación se trastornó y se puso a dar vueltas bajo la lluvia, sin encontrar la salida.
La última vez que se vieron fue en el caserón del Pedregal, una tarde de 2008. Lichi, acompañado por su inseparable amigo Pedro Luis Rodríguez, el pintor Peyi, le llevó un ejem­plar de su última novela, El retablo del conde Eros. Fueron en el Tsuru color crema de Lichi, un carro viejísimo, pero que se dejaba manejar con mansedumbre, pues la máquina era noble y generosa como su dueño. Peyi permaneció en el Tsuru, Lichi tocó el timbre de la puerta. La señora del ser­vicio le pidió que esperara y regresó: “Que pase, por favor”.
Lichi entró al hogar que una vez lo había acogido con generosidad y Gabriel García Márquez, anciano y enfermo, le dijo, con la rotunda energía de los buenos tiempos haba­neros del dúo:
—Las novelas se entregan en la mano, carajo.

* * *
Eliseo Alberto se hizo novelista en México. En Cuba había sido básicamente poeta (Importará el trueno, 1975; Las cosas que yo amo, 1977; Un instante en cada cosa, 1979), periodista y guionista de cine, aunque en 1985 publicó una novela para jóvenes, La fogata roja. Su debut se produjo en México, con La eternidad por fin comienza un lunes (1992) y cinco años después Informe contra mí mismo, que lo entronizó como es­critor imprescindible de la literatura cubana, con un timbre exclusivo: el de la nostalgia sin lágrimas, a partir de la natura­lidad y la elegancia de una prosa con la que inventó una Cuba de bolsillo para los que comparten ese tipo especial de me­lancolía: la del emigrado que regresa a casa siempre que ten-ga dinero y ganas para pagarse el boleto, reconstruyendo su tierra desde la remembranza o la metáfora.
La Habana que recrea Eliseo Alberto es una ciudad idíli­ca que heredó de su entorno familiar de villa en las afueras, primero; y casa y departamento, después, en la zona distin­guida de la capital, rodeado desde pequeño del recuerdo y la presencia física de hombres y mujeres fundacionales de la nación y la cultura cubanas. Una Habana apacible de boleros y deleites conmovedores.
¿Por qué la literatura de Eliseo Alberto alcanza tanta popularidad entre los cubanos del exilio? Lo sabe mejor que nadie otro de sus amigos de todos los días, el musicólogo Carlos Olivares Baró:

La respuesta hay que buscarla en sus gestualidades ex­traliterarias, sus atributos humanos, sus afanes de tener siempre un amigo a su lado, su calidad de cuentacuen­tos natural que le granjeó grandes lectores incondicionales. Gran conversador, anfitrión desmedido, quizás sus mejores novelas fueron las que escribía de tarde en tarde con su tropa, como a él le gusta llamarnos. La novela como la extensión de un bolero (Esther en alguna par-te), como un columpio de maromas y magias (La eternidad por fin comienza un lunes), como ritmo de son montuno (Caracol Beach), como mirada impertinente (La fábula de José), como un vodevil (El retablo del conde Eros), como épica de la devoción (La fogata roja) y siempre como poeta heredero de los folios formales de Cintio Vitier (De peña pobre) y Lezama Lima (Paradiso).

Vale, pues, otra pregunta: ¿es Eliseo Alberto un gran novelis­ta? Sí, pero algo más: Eliseo Alberto es el mejor narrador de Cuba desde Alejo Carpentier, un logro mayor si se tiene en cuenta que lo consigue a partir del sentimiento menos popu­lar: la tristeza. Sólo que Eliseo Alberto la convierte en un tema novedoso y singular, tanto que hace pensar que la literatura cubana es sólo melancolía, dolencia, exilio y congoja de personajes abandonados o huérfanos que buscan redimirse.
Las novelas de Eliseo Alberto defienden de manera per­sistente el derecho al amor desesperado, infortunado, rugoso, húmedo, perdido, arrollador, fantástico. Algo así como el bo­lero que el panameño Carlos Eleta escribió en 1955:

Es la historia de un amor
como no hay otro igual
que me hizo comprender
todo el bien y todo el mal
que le dio luz a mi vida
apagándola después...

Aquí las últimas líneas que recibí de Eliseo Alberto:

Salvaje intento llamarte pero nunca te encuentro. Lláma­me a casa.
Lichi
PD: hoy es sábado, ¿comemos juntos?

Pero las leí sólo hasta el martes y de casualidad, en la oficina de correos de una aldea de pescadores en la isla de Sicilia, adonde yo mismo había ido para olvidar en vano al amor de mi vida, en aquellas callejuelas ondulantes y vendadas por la espuma jubilosa del Mediterráneo, con una playa en forma de herradura y acantilados de color mostaza, punteados de olivos verdísimos que se recortaban bajo un haz de luz viejo, pesado y esplendoroso en la última hora de la tarde, cuando Sicilia se vuelve melancólica, dulce, íntima y sensual. Y me perdí aquella comida del sábado, la más importante de los días finales de Eliseo Alberto, porque el hombre melancólico, dolido, exiliado y acongojado quería que sus amigos oyeran el último hálito de su corazón: les presentó a su amor terminal, una cubana rubia de ojos verdes y cade­ras cubanísimas que había conocido en Facebook y a quien hizo aprender de memoria el primer párrafo de Esther en alguna parte para recitarlo en la sobremesa y premiarla con un beso.
Fue su último amor.
* * *
En 1998, Alfaguara diseñó una estrategia comercial a partir del prestigio y la celebridad de Lichi tras Informe contra mí mismo: se colgó de Caracol Beach, una obra de calidad superior que ganó el Primer Premio Internacional Alfaguara de Novela, para premiar a Lichi (junto con Sergio Ramírez por Margarita, está linda la mar) y lanzarlo como “el escritor cubano del exilio”, ya que el tema de la emigración cubana siempre vendió bien en la industria editorial.
Las credenciales de Lichi aplicaban: era el mejor novelista cubano del momento, carismático, no vivía en Miami (lo cual lo habría puesto demasiado a la derecha para el gus­to de los lectores de Alfaguara), hijo de uno de los intelectuales representativos de la Revolución, y su discurso político podía considerarse afín a la socialdemocracia europea, más inclinado a la centroizquierda y lejos de la estriden­te derecha reaccionaria de Miami. Pero Lichi miró para otro lado, pues la verdad es que nunca quiso pelearse del todo con La Habana, y sustentó su decisión en una respuesta más poética que política:
—No escribiré nunca nada que le haga daño a Cuba, antes de eso, mejor me corto la lengua y los brazos... a mí me gusta decir, y estoy dispuesto a demostrarlo, que nadie ama más a Cuba que yo.
Y no escribió un libro anticastrista. Después de Informe contra mí mismo entregó dos novelas sobre Cuba: Esther en alguna parte, ubicada en la época revolucionaria —aunque la palabra Revolución aparece una sola vez en sus 198 pági­nas— y El retablo del conde Eros, acerca de la Cuba anterior al gobierno comunista.
Debo añadir que esta es una reflexión absolutamente per­sonal. “Para imaginar una escena hay que imaginar otra”, me aconsejaba siempre Lichi. En el otoño de 2009 le comenté mi cavilación a uno de sus mejores amigos, el historiador Rafael Rojas, Rafa, quien puso el grito en el cielo:
—No. No. A Lichi lo que le interesa es hacer buena lite­ratura. Su postura en favor de la libertad y la defensa de los derechos humanos en Cuba es pública, puntual, incesante —respondió.
Estábamos rodeados de una muralla de libros en la sala-biblioteca del agradable departamento donde vivía Rafa con su esposa Aylín y sus hijos, a pocas cuadras del de Lichi, frente al Parque de Tlacoquemécatl, en la defeña Colonia Del Valle. Él viajaba al día siguiente, sábado, a España, y yo fui a verlo para que me trajera La ninfa inconstante, novela pós­tuma de Cabrera Infante que acababa de editarse en Madrid.

Rafa tenía razón y así lo demostraban los textos perio­dísticos de Lichi en los diarios El País, El Nuevo Herald, La Crónica de Hoy, Milenio, La Jornada, Reforma y las revistas Nexos, Encuentro de la Cultura Cubana, Die Weltwoche, El País Dominical, Milenio Semanal, Proceso, Los Universitarios, Etcétera, Día Siete y otras de medio mundo. Nunca fue un adversario ideológico del castrismo, sino un intelectual agudo, más en el aire del concilio que de la ruptura.

Cuba no será realmente libre, y mucho menos indepen­diente, si no se unen y se rencuentran todos los cubanos, sin rencor y sin revanchismo, para que podamos, por una parte, continuar los logros de una revolución como la cubana, que en honor a la verdad hizo verdaderas haza­ñas en cuanto a igualdad entre los hombres, y por otra parte hizo disparates descomunales —declaró en la revista Replicante de agosto de 2011.
Creo (¿debo decir temo?) que los cubanos nos pasaremos los noventa y siete años que faltan del siglo XXI tratando de condenarlo o perdonarlo, mientras borramos apresura­damente las huellas de sus botas militares en la arena de una historia que ha dejado a nuestro sensual país partido en dos por los rayos de la intolerancia y el abuso de un po­der sin límites, la isla en un naufragio y la nación en una profunda, acaso insalvable bancarrota —escribió en Dos Cubalibres, un libro de reflexiones y retratos hablados sobre sus amigos, publicado en 2004 por Ediciones Pe­nínsula, de Barcelona, considerado por Lichi como “una especie de continuación” de Informe contra mí mismo.

Raúl Castro es un enamorado de su familia. Su casa siem­pre ha tenido las puertas abiertas para los amigos de su familia. Es un hombre sencillo y hay mucho más cono­cimiento en él de lo que sucede realmente en la calle, de lo que la gente opina en el barrio, en la escuela... los amigos de sus hijos llevan esos ecos a su hogar. Otro elemento que jugaría en ese sentido es la hija de Raúl, Mariela.
Ella es quien lidera todos los temas de apertura sexual. Es gran defensora de homosexuales, de lesbianas, tiene otra visión y tiene poder. Por eso Raúl, además de tener la disciplina militar, es un hombre de visión —confesó a la re-vista Milenio Semanal en diciembre de 2006.

Después de que el gobierno cubano modificó su pasaporte, en 1997, Lichi visitó Cuba en el año 2000 y, después, varias ve­ces más hasta 2011, una de ellas en 2006 por la muerte de su madre Bella García Marruz. La última, en el invierno de 2009. Pocos viajes a la semilla para alguien que quiere a Cuba más que nadie. Cuba empezó a dolerle o, más bien, “los es-trechos márgenes que me permiten los sellos migratorios cu­banos, la humillación legal de la necesidad de pedir visa”. El contenido de las maletas de cada regreso siempre fueron un parapeto contra la nostalgia: fotografías de su infancia, banderitas cubanas con chupones de goma en la base del asta para pegar en los cristales, vírgenes en papel maché de Regla y de la Caridad del Cobre, compradas en las tiendas para turistas del aeropuerto, una lamparita de bronce para pintar de azul su cuarto.
El amor entre Lichi y Cuba continuó como el de los matrimonios con desavenencias, pero sin fuerzas ni ánimos para encarar el divorcio. En 2010, el gobierno le permitió el reencuentro con sus lectores naturales, al publicar Esther en alguna parte con el sello de Ediciones Unión, además de aprobar su producción como película, bajo la dirección del reconocido cineasta y gran amigo de Lichi, Gerardo Chijona, quien inició el rodaje en mayo de 2012 en las barriadas de El Vedado y Centro Habana, con el elenco de actores y actrices que sugirió el propio autor, de acuerdo a las características de los perso­najes del libro. Uno de los intérpretes, Reinaldo Miravalles, debió ser autorizado al más alto nivel, ya que vive exiliado en Miami; además de Enrique Molina, Daisy Granados, Luis Alberto García, Eslinda Núñez, Elsa Camps, Verónica Lynn, Laura de la Uz y Héctor Medina.
Y cuando Lichi enfermó de muerte de una dolencia re­nal, en el invierno de 2009, Abel Prieto, actual asesor de Raúl Castro y en aquel entonces ministro de Cultura y miembro del Consejo de Estado, comisionó su tratamiento gratuito en el Hospital Clínico Quirúrgico Hermanos Ameijeiras, en La Habana. Estuvo ahí noventa (el plazo máximo que con­cede su categoría migratoria para permanecer en la isla) con su hermana Josefina, Fefé, en la casa de los Diego-García Marruz de El Vedado, viviendo como un cubano cualquiera: la ale-gría de estar en casa durante los atardeceres que cobran un vivo color de coral, el murmullo de los puercos y po­llos criados por los vecinos, disfrutar los buenos servicios del sistema y sufrir los malos, las carencias económicas y las antenas políticas activadas para no provocar suspicacias oficiales, como lo muestran sus correos electrónicos desde La Habana:

Después de casi un mes de ingreso en el confortable Hos­pital Ameijeiras, ya estoy de regreso en casa de Fefita, dado de alta. La verdad es que me atendieron con gran amabilidad y honda dedicación. Me encontraron muy mal, con una pata del otro lado. Me cayeron en pandi­lla. Los médicos son serios, callados: las enfermeras cari­ñosas, muy profesionales. El cuarto limpio. El mar a la vista. Me hicieron un recojonal de pruebas y todas las aprobé satisfactoriamente, menos la de los riñones, claro, que siguen esbeltos pero vagos. Hígado saludable, cora­zón fuerte, pulmones por fin limpios, estomago batalla­dor, páncreas sin problema, presión arterial bajo control —llevo un mes con 80 y 120. He bajado diez kilos de peso, unas 22 libras de manteca que ocupan todo un cubo de grasa —explica en un mensaje para diez amigos comunes.
Necesito que me manden lo siguiente:
—Dos tubitos de Corega en pasta para poderme reír. URGENTE
—Refresquito Claire de mandarina y sandía, para el vicio.
—Si no es muy cara, Bola, otra caja de protectores de catéteres, que me aligeran la vida, mucho. ¿Te queda algún cheque?
—Unos lentes de vista cansada, de cristal grande, 2.5 de graduación, de esos baratos que venden en el súper. Tengo unos enanos. URGENTE
—Dos números recientes de TV y Novelas para ver cómo va la historia de La Diabla y recordar las tetas de Ninel Conde.
—Un sobrecito de besos para untarme en las noches habaneras. URGENTE
—Rubencito, habla con la periodista de Excélsior que me enviaste y ruégale, de mi parte, que me lleve suave enla parte política-cubana. Debo cuidarme. Dile que me cuide —pide en otro mensaje enviado a cuatro amigos comunes.
Querido Rubencito: He demorado en contestarte a la es-pera de nuevas noticias sobre mi futuro y estancia en Cuba. Aún no llegan esas noticias pero ninguna parece mejor que otra. Por lo pronto, tendré que seguir acá una larga temporada. Las diálisis son muy duras, hermano, un reto diario a La Muerte. Hoy tengo sesión. Por eso te escribo rápido. Llega a mi computadora de mesa. Bus­ca en Documentos OK la carpeta que dice Eva y Julieta o La vida alcanza, no recuerdo bien. Ahí está el ícono con el documento Eva y Julieta Adán y Romeo. Son unos 350 folios. Podemos dejarlo en 250. Mándame copia a este correo desde tu correo. Dile a Rafa [Rafael Pérez Gay, director de la editorial Cal y arena] que lo que me pueda pagar es bienvenido. Ojalá pudieras traérmelo tú en efectivo para las Navidades. No tengo ingresos. Vivo raspando. Trabaja tú el libro editorialmente. En el prólo­go, por favor, no digas como siempre que soy “el mejor novelista vivo de Cuba”, jajaja, al menos di que yo te dije que no lo dijeras. Los colegas del patio son muy sensi­bles a esos excesos del cariño. Un abrazo. Ya sale el sol. Drácula debe irse a su ataúd, por su transfusión de san­gre. Eres un hermano —me instruye en un mensaje personal.

Lichi regresó a México sin el trasplante de riñón cubano con que tanto se había ilusionado, pero a tiempo para publicar La vida alcanza en Cal y arena y dar a sus amigos un manda­miento terminante para enfrentar el destino con optimismo y alegría:

Queda prohibido llorar sin aprender,
levantarte un día sin saber qué hacer,
tener miedo a tus recuerdos.
Queda prohibido no sonreír a los problemas,
no luchar por lo que quieres,
abandonarlo todo por miedo,
no convertir en realidad tus sueños.
Queda prohibido no demostrar tu amor.
Queda prohibido dejar a tus amigos.
Queda prohibido olvidar a toda la gente que te quiere,
escribió Pablo Neruda, como lo cita Lichi en el texto final de Viento a favor.

Volvió a la gran acuarela cubana que era su luminoso de­partamento, frente al Parque Hundido, sin más remedio que su condición de exiliado, “mientras perduren tantos equívo­cos”. Retornó con el mismo aspecto de oso grande y tierno, y esa manera tan suya de mirarte, después de que dices algo que él no cree y entrecierra los ojos, y aguanta la risa en una larga pausa que provoca que seas tú quien ríe primero. Pero en el fondo había cambiado. Empecé a ver en Lichi, por primera vez en muchos años, su “cara de emigrante”, como la describe su amigo Raúl Rivero en el pesaroso poema “Estrella 555”:

Estoy poniendo cara de emigrante
es decir
la misma cara que uno tiene
mezclada con una especie de altivez
de indiferencia, de abandono, de hastío
de asco y de tristeza.


Rubén Cortés
Colonia Condesa
                 28 de mayo de 2012

Viento a favor


Reproduzco a continuación el prólogo del periodista y escritor cubano, Rubén Cortés, a la edición póstuma de las crónicas de Eliseo Alberto, bajo el título Viento a favor, por la mexicana Cal y Arena.







¡Queremos tanto a Lichi!

En una ocasión, Lichi llegó al aeropuerto de la ciudad de México para tomar un avión a Italia. Pero la empleada del mostrador de la aerolínea le informó que no podía volar porque el boleto estaba a nombre de Eliseo Alberto y el que aparecía en el pasaporte que él le acababa de entregar era Eliseo Alberto de Diego García-Marruz.
--Muy bien. Muchas gracias.- respondió Lichi y se dispuso a marcharse.
--Oiga, pero ¿se va así nomás? ¡Así nomás!- exclamó la mujer, sorprendida ante la única persona del mundo que no insistía en subir a un avión.
--Usted dice que no puedo viajar. Le agradezco mucho.- Insistió Lichi con su voz apagada de asmático sin asma.
Otro, habría increpado a la empleada, llamado al gerente de la línea aérea o se habría puesto a reclamar sus derechos. Yo, por ejemplo, podría haberle apretado el cuello. Hombre ¡Italia! Comerme una verdadera pizza Margarita en la tratoría al Fontanone, del Trastevere, o extraviarme entre las serpenteantes y oscuras callejuelas de Capri, para hallarme de pronto delante de un patio con emparrados de uvas aterciopeladas y salpicado de tomates rojos, con sábanas blancas tendidas al sol argentado del Mediterráneo.
Sin embargo, Lichi dio vuelta y se alejó del mostrador hasta que la mujer, atónita, corrió a buscarlo, vencida ante el sometimiento de aquel hombre extraño. En sus dos décadas de operaria del aeropuerto jamás había conocido a alguien que aceptara con mansedumbre su descarga de rigor burocrático. “Disculpe mi actitud, señor. Puede usted pasar. Por favor”, le rogó.
Sólo entonces, el mejor novelista cubano del exilio, Premio Alfaguara de 1998 y autor de Informe contra mí mismo, accedió, muy a su pesar, a avanzar a la sala de espera y disponerse a volar 12 horas sobre el Océano Atlántico.
¿Por qué Eliseo Alberto admitió, sin más, el argumento de la empleada? ¿Por disciplina social? ¿Por qué tenía miedo a volar en avión? ¿Porque no quería viajar a Italia?
Nada de eso. Sólo es una persona para quien toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz, el legado martiano que mamó en Villaberta, su casa de profunda raigambre cubana en Arroyo Naranjo, en las afueras de La Habana, la misma donde su tío abuelo Eliseo conversaba con el Generalísimo Máximo Gómez, quien llegaba hasta allí, ya muy anciano, atravesando a caballo los potreros, desde su residencia en la Quinta de Los Molinos.
Y porque escogió un mundo propio donde vivir, un entorno alejado de los cabildeos políticos de Cuba y Miami, de las cofradías culturales y de los compadreos literarios… un universo transparente como un vaso de agua fresca y que resulta el único en el que se siente feliz.
Porque todo lo que deseaba aquella tarde brumosa de la ciudad de México era regresar a su departamento de la sureña colonia Del Valle, justo frente al Parque Hundido, para continuar una escena donde la había dejado para irse a Europa: Luna, su perrita Cocker Spaniel, dormida sobre sus costillas y él sesteando en un sofá después de dar cuenta de un tamal en cazuela con manteca de puerco, que había cocinado ese día para el pintor Pedro Luis Rodríguez Peyi, el musicólogo Carlitos Olivares, su hija María José y para mí.
“La patria es un plato de comida”, solía decir. “Yo me como mi país todos los días. Sus frijoles negros, su yuca con mojo, y una cosa que se come san Pedro en el cielo: tamal en cazuela”.
-- ¿Por qué come eso san Pedro?- le preguntó una vez el novelista español Juan Cruz.
--Porque sabe... Porque tiene buen gusto, y porque ése es un plato que une a la familia.
En otra ocasión, debía de volar a Tenerife, vía Madrid, para impartir un curso sobre guiones cinematográficos y presentar su novela El retablo del Conde Eros. Debía de estar en el aeropuerto a las cinco de la tarde, pero a las cuatro y media aún se encontraba en su departamento -con Luna en su regazo—en el entresueño del sofá, Peyi dándole masajes en su pie accidentado años atrás, Carlitos y yo leyendo por turnos, para él y en voz alta. Hasta que todos, menos él, reparamos en que era tardísimo.
--Lichito, se te va el avión.
--Lichi, dale viejo.
--Salvaje, coño.
Pero no quería irse. Salir de su casa significaba darse de bruces con lo que él llama “la soledad más espantosa del mundo”, aquella que combate “con una espada y acompañado de una tropa de amigos: es decir, cuatro o cinco. Suficientes”.
Porque Lichi es dueño, como pocos, de esa condición tan particularmente cubana de ser amigo de sus amigos, para quienes empieza a preparar desde la madrugada y con delectación de artista, unos platos laboriosos, como el tamal en cazuela de sus delicias, que lo obliga a quitarle las hojas a 15 mazorcas, picar 12 tomates, una cebolla, un ají, dos dientes de ajo y moler media cucharadita de pimienta, además de tener a punto casi dos libras de manteca y una de carne de puerco y una naranja agria.
Después ralla las mazorcas, pone las tuzas en una cazuela con agua, las exprime bien para sacarles la leche, añadirles el maíz rallado y pasarlo por un jibe. Luego, calienta la manteca en una paila, sofríe la carne hasta dorarla, rociarle el jugo de la naranja agria, revolverla bien, ponerla a escurrir y reservarla en una fuente; embutir en la manteca los tomates, las cebollas, el ají, los dientes de ajo y sofreírlos; echarle el maíz rallado y la carne de puerco, cocinarlo todo con mucha candela hasta que hirviera, y entonces volver a reducirle el fuego para sazonarlo con la pimienta molida y un poco de sal, revolver con una paleta de madera y cocinar hasta que quede bien cuajado.
Lichi lo prepara por el gusto de disfrutar, a mediodía, la manera en que sus amigos se lo comen, con una rara mezcla de paladar rumboso y ojos tristes. Porque son platos felices, pero condimentados con una nostalgia de sabores idos, que sólo existen en el ánfora mitológica de sus manos de cubano de la tradición más pura: embocaduras que te remueven las lágrimas con un sentimiento de vergel extinguido, acunados por el alma fabulante de su cocinero, que contaba y contaba historias, mientras mira cómo se los devoran, pues él casi siempre tiene apetito de gorrión.
Pero aquella tarde en que debía de volar a Tenerife, vía Madrid, fue sólo después de mucha insistencia que decidió vestirse, cepillarse los dientes, echarse colonia… todavía tardó un rato en llamar un taxi para que lo llevara al aeropuerto. Pero no habría problemas. Nadie tiene su buena fortuna: es la única persona por quien aguardan los aviones. Mientras todo el mundo debe llegar tres horas antes de abordar la nave, él llega cuando quiere y siempre lo esperan.
Durante el vuelo, le tocó sentarse junto a una niña de cinco años.
--Hola.- lo saludó ella.
--Hola, corazón.
--Tienes sueño.
--Sí, corazón.
--Duérmete, que yo te voy a cuidar. Pero tienes que taparte la cabeza con la manta. ¿Quieres que te despierte cuando lleguemos a España?
--Muy bien.- aceptó, cubriéndose según le pedía la niña, pero a sabiendas de que no pegaría las pestañas durante todo el viaje. Jamás había podido dormir en los aviones.
--Despierta. Ya despierta.- escuchaba que le hablaban, como desde el fondo de una botella, y le tocaban suavemente una mejilla.
Abrió los ojos y vio la cara risueña de la niña. El avión carreteaba por la pista en el aeropuerto de Barajas. Había dormido 12 horas seguidas. La primera oportunidad en que conciliaba el sueño entre las nubes.
De hecho, uno de los párrafos mejor logrados de El retablo del conde Eros tiene qué ver con el sueño:
 “Durmió en paz, arrullado por un sonido que en la vigilia del entresueño lo aquietaba con la delicadeza de una canción de cuna. Había olvidado que en plena oscuridad, cuando la brisa sacude la fronda de un aguacate, las hojas pegan unas contra otras y entonces suenan como castañuelas de hojalata.”
El retablo…, una comedia humana de la Cuba anterior al comunismo: 225 páginas escritas en un español bello y cuidado, que encarnaba una cualidad esencial exigida en toda escritura, desde una carta de novios hasta una solicitud de empleo: que el goce de escribir sea gozoso al ser leído.
Lichi es un buen ajedrecista que, incluso, ha enfrentado grandes maestros: la tarde del 10 de febrero de 2006 jugó contra el búlgaro campeón mundial Vaselin Tupalov, durante una simultánea en el Zócalo de la ciudad de México, en la que participaron otros 39 jugadores, entre ellos sus amigos escritores Vicente Leñero, Homero Aridjis y Daniel Sada.
Ser ajedrecista le dio la clave para lanzar el resto en aquella novela, con una arriesgada apertura estilo Reti, pues al igual que el afamado jugador húngaro cuando venció a Capablanca en el torneo de Nueva York en 1924, en El retablo… Lichi  descubre desde el arranque su estrategia al lector, y lo alerta, sin enroques, acerca de lo que viene: un actor vuelve a Cuba tras 25 años de ausencia para cumplirle una promesa a su hijo, estrenar una obra de teatro y ahorcarse al final.
¿Funcionaba el riesgo? Sí. Lichi ya lo había demostrado antes en Caracol Beach y en su texto insignia, Informe contra mí mismo, que decía en su histórica primera línea: “El primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales de 1978”.
Pero la advertencia de El retablo… atrapa al lector en una suma de casualidades, como si en lugar de leer observe a través de un caleidoscopio para descubrir un inventario de personajes que viven contra la pared y apegados a la mentira: Julián Dalmau, un actor exitoso reconocido por las marcas de viruela en el rostro y no por sus cualidades histriónicas; Zamorinni, un ponchero aficionado a la ópera y que sólo cantaba en el patio de su taller… individuos lastimados, vendidos cuando eran niños, violados, abandonados.
Pero ¿vale la pena leer tanta tragedia en medio de una realidad, ya de por sí tormentosa? Por supuesto que sí.
Alejo Carpentier hizo un estilo literario de la erudición, Guillermo Cabrera Infante de la exploración de las posibilidades de la manera de hablar “en cubano”, y Pedro Juan Gutiérrez de la sordidez de la vida en Centro Habana. Lichi lo consiguió con la tristeza, desde que, en La eternidad por fin comienza un lunes, Asdrúbal el mago nunca se sintió más viejo que el domingo en que murió el león de la Metro Goldwyn Mayer.
Sin embargo, en Lichi no se lee la melancolía como un sentimiento débil, sino como algo que puede mover a grandes acciones, como el conde Eros, que advierte que, entre la espada y la pared, hay que escoger la espada. Y con la espada se combate, aunque sea desde la pena, frente “a la soledad espantosa del mundo”.
Lo reafirmó más tarde con Esther en alguna parte, una novela de 198 páginas, en la que Lino Catalá le confiesa a Maruja Sánchez que la quiere tanto que le gusta hasta verla envejecer.
Pero el mérito de su escuela literaria consiste en describir una tristeza inteligente, que mueve a la reflexión, no al sentimiento aciago y vacío, que en otros autores conduce a los personajes a la lástima. O a pegarse un tiro.
Esther… se enmarca en una Habana sombría – pero sin jineteras, pingueros o calamidades políticas--, habitada por gente digna dentro de su pobreza, empeñada en querer ser mejor cada día y amar en medio de la miseria, personificada en Lino Catalá y Larry Po, dos viejos acabados, pero con unas ganas locas de empezar otra vez, aun cuando a uno se le murió la mujer y el otro es un fracasado extra de televisión, a dos semanas de morir de un infarto en el rellano de una escalera lóbrega.
Lino, quien usa pañales de papel periódico porque sufre de incontinencia urinaria y carece de dinero para comprar pañales industriales, y Larry, con sus pantalones de rombos y tirantes, enseñan, sin aspavientos, que existe la amistad a primera vista y que, también, puede ser un romance.
Lichi lo consigue con una armonía de la palabra escrita que parece sonar a arpegios de guitarra y que se inspira en las vivencias más variadas, como la de una plaga de hormigas que se comía las arecas de su departamento. Muchas veces llegamos mi hijo Santino y yo para escuchar de su viva voz los párrafos más recientes de Esther… y debimos esperar a que Lichi terminara de observar el ir y venir de los bichos: aquello lo distraía al igual que su padre, el gran poeta Eliseo Diego, las legiones de soldaditos de plomo con las que solía jugar hasta que lo sorprendió la muerte, a los 70 años, el 1 de marzo de 1994 en su casa de la Ciudad de México.
Una tarde fumigué la planta a escondidas y las hormigas murieron. Pero después tuve un rapto de miedo: me alarmó imaginar que ya, con las arecas saludables y abrillantadas por los soles del mediodía, Lichi dejara de ser el escritor de la tristeza. Y de la dignidad de los cubanos.
                                                     ***
A veces lo que sucede en un único día puede cambiar el curso de una vida. A Lichi le sucedió una tarde de finales de los años ochentas, en su casa de la barriada habanera de El Vedado. Estaba acodado en una ventana, mirando a su hija María José con unas amiguitas, la negrita Másica y la mulatica Nievecita. Jugaban a la escuelita y se alternaban para hacer de maestra y alumnas. Las tres tenían cinco años.
En su turno, Másica la emprendió contra María José:
-A ver tú, blanquita desteñida, siéntate bien carajo.- gritó enfurecida y, de corrido, le espantó un par de bofetadas por “mal portada”.
María José soportó la andanada, que era parte del divertimiento, y esperó su oportunidad.
-Tú, negrita cabeza de fósforo, estás castigada por no hacer la tarea.- le abroncó a Másica, para inmediatamente aporrearla como si fuera una boxeadora.
Espantado, Lichi no esperó la tanda de Nievecita y detuvo el juego. Más tarde, todavía acodado en la ventana, tomó una decisión de vida: quería cambiar de aires, asentarse en otro lugar, hacer, a fin de cuentas, lo que a lo largo de un par de siglos hicieron, por diferentes causas, algunos de los grandes intelectuales cubanos, desde el Maestro José Martí, hasta el novelista Alejo Carpentier, pasando por el poeta Nicolás Guillén, el pintor Wifredo Lam, los escritores Guillermo Cabrera Infante, Jesús Díaz, el músico Ernesto Lecuona y decenas más.
Lo decidió antes de que viniera la noche: él era de quienes, con la caída del sol, perdían toda fuerza para decidir sobre asuntos importantes. “No tomes decisiones por las noches”, le aconsejaba su abuela paterna, que era una anciana sabia y sorda.
Nadie como él ama a Cuba, pero no es de quienes la idealizan. Su explicación más básica de lo que era la isla resulta todo menos mítica: “Cuba es una pequeña isla del Caribe llena de negros y de blancos, que tocan maraca, que juegan beisbol, les gusta el boxeo, juegan dominó, donde hace mucho calor, la gente está en la playa y les gusta comer fruta, eso es Cuba, no se hagan más ilusiones, y qué bueno que sea así".
Llegó a México, donde encontró todo lo que necesita: otra ventana. Porque Lichi debe tener delante una ventana para sentarse a escribir, temprano en la mañana, aún a oscuras. Frente a la que encontró, surgió la obra más rica de cualquier escritor cubano de la diáspora que siguió a la caída del Muro de Berlín: La eternidad por fin comienza un lunes. México, Ediciones del Equilibrista, 1992; Caracol Beach. Madrid, Alfaguara, 1998; La fábula de José. México, Alfaguara, 2000;  Esther en alguna parte (2005), Espasa. Finalista Premio Primavera de Novela; El retablo del conde Eros (2008), Planeta Mexicana, El Aleph; Informe contra mí mismo, Editorial Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara; Dos cubalibres (2004, Península); Una noche dentro de una noche (2006, Cal y Arena); Breve historia del mundo (Santillana México, Literatura Infantil); Del otro lado de los sueños (Santillana México, Literatura Infantil); En el jardín del mundo (Santillana México, Literatura Infantil).
Tampoco ha sido profeta en su tierra. Cristalizó como escritor en México. En Cuba sólo había escrito los poemarios Importará el trueno (1975, La Habana, UNEAC), Las cosas que yo amo (1977, La Habana, Ediciones Unión) y Un instante en cada cosa (1979, La Habana, Ediciones Unión); la novela juvenil La fogata roja (La Habana, Gente Nueva, 1985) y, eso sí, muchísimos guiones de cine y televisión, entre otros el de la película Guantanamera (1997), dirigida por Tomás Gutiérrez Alea.
Por lo mismo, Cuba fue volviéndose cada vez más para él un estado de ánimo, una masa reconocible casi solamente en sus letras, sus guayaberas blancas, azules y oscuras, en el olor del orégano y el culantro de sus frijoles negros, en el estallido de colores de las santabárbaras de Zaida del Río que cuelgan de las paredes de su departamento.
Alguna vez lo explicó: “Confieso, no sin tristeza, que cada día pienso menos en Cuba, cada día los problemas mexicanos me ganan más... Está bien que así sea porque también soy mexicano desde el año 2000. El lío va a ser cuando muera, porque como fantasma me la pasaré volando de la isla a México, voy a ser un fantasma en medio del Golfo de México”.
Pero no dice toda la verdad. Si un escritor habanero ha sabido tomarle el pulso a su ciudad, ése es él, a diferencia, por ejemplo, de Cabrera Infante, quien transmitió una Habana elegante, de una noche eterna y rutilante de cabarés y steak texanos que venían de Camagüey; que tenía el salario por cabeza más alta de América Latina, con 550 dólares y era, junto con Viena y Londres, la mayor capital en proporción de habitantes; que contaba con 18 diarios, 32 emisoras de radio y cinco canales de TV. A su lado, las otras capitales del Caribe parecían aldeas. Una Habana que, sin embargo, representaba la desigualdad más atroz de la Cuba anterior a la revolución de 1959, pues tenía 600 de los mil dentistas que había en todo el país; 400 farmacéuticos de 660; 650 enfermeras de 900 y 130 veterinarios de 200.
Lichi, en cambio, evocó una Habana que lo cala hasta los huesos, un sitio que lo colma de amores, pero donde el salitre del mar corroe los picaportes de las puertas, la humedad desconcha la pintura de las paredes, el calor deslava el color de las fotografías hasta transfigurarlas en sepia aunque hayan sido tomadas en colores con una Leica V-Lux 20;  y las calles y las casas ofrecen un paisaje asolado.
Una ciudad poblada de una tropa absolutamente Lichiana, de sus seres “malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas comemierdas litigantes anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas”: Ellos, mi manada, decía, van conmigo a todas partes.
Porque escribe sobre La Habana, como si lo hiciera sentado en el muro del Malecón: viendo de un lado pasar la vida y del otro pasar los barcos. Y con un equilibrio raro en un cubano, justo como según él, se prepara un buen Cubalibre, ese trago hecho con dos productos emblemáticos, uno de Cuba y otro de Estados Unidos, en el que si se te va la mano con el ron, es una mierda; y si se te pasa de Coca, de la dependencia, es la misma mierda.
Una Habana que en sus letras parece una mujer bellamente vestida que, sin embargo, va desnuda. O una mujer bellamente desnuda que, sin embargo, va vestida.
                                                        ***
Una noche del arranque de 2009 me acosté temprano porque no tenía mucho qué hacer. Andaba en busca de trabajo, pero eso era de día y sin suerte. En la alta madrugada, me levanté al baño y vi un parpadeo en la pantalla del teléfono: marcaba una llamada de Lichi a las 9:25. Raro, pues casi no usaba el teléfono y jamás a esa hora. Fui a verlo muy temprano en la mañana, después de dejar a Santino en la escuela. Entré a la penumbra matinal del departamento y vi a Lichi de pie en medio de su estudio, llevaba una guayabera azul de mangas cortas. Al instante, un resorte inmemorial de nuestra raza me hizo intuir la tragedia: una consulta médica reveló que sus riñones apenas funcionaban y necesitaba un trasplante con carácter de urgente. Para contarme eso era la llamada de la noche anterior.
Recordé entonces aquel vuelo a Madrid junto a la niña que le cuidó el sueño interoceánico: porque Lichi no se quedado había dormido sólo en ese avión, sino que en los últimos años también en restaurantes, frente a los semáforos mientras esperaba en el coche el cambio de luces, en el cine, en la cola del mercado, en el Metro, en su casa en medio de los gritos de sus amigos tras la comida y después de aquel vuelo a Madrid, desde donde viajó a Tenerife a presentar El retablo del conde de Eros y se amodorró en los comentarios, y un médico que estaba allí le dijo que padecía “apnea del sueño”… buscando ese diagnóstico a aquellos síntomas silenciosos, fue luego a una clínica en México y supo que, en realidad, sus riñones se habían cansado para siempre.
Pero La vida alcanza: eso advierten y eso demuestran los textos que forman este hermoso libro, una prosa que se va de corrido (aunque no siempre toque el mismo tema), engarzada apenas por unos títulos certeros, lacónicos, que él llamaba “balazos” y que es el término que usa también para contar cómo le va en las tres diálisis semanales a las que se somete en el Hospital General de la ciudad de México. En una ocasión nos escribió una nota a sus amigos: “Ahora debo dializarme lunes, miércoles y viernes, de 10 AM a 2 PM, algo muy parecido a lo que le hacen al conde Drácula en su ataúd, allá en los sótanos de su castillo rumano: una infusión de sangre para seguir vivo –sólo que sin chupadas ni colmillos ni vampiresas. Esto es duro, hermanos, muy duro. Es como si te metieran un balazo en el pecho cada 48 horas. Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable de no tenerme”.
Quiero, debo, necesito, me hace falta repetir la última línea: “Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable de no tenerme”.
La repito porque cada uno de esos balazos ha sido un cuchillo de hielo entrando en mi alma y, nadie me dejará mentir, en las almas de todos nosotros, que queremos tanto a Lichi.
                                                          

Rubén Cortés
Colonia Condesa
6 de septiembre de 2010