Reproduzco a continuación el prólogo del periodista y escritor cubano, Rubén Cortés, a la edición póstuma de las crónicas de Eliseo Alberto, bajo el título Viento a favor, por la mexicana Cal y Arena.
¡Queremos tanto a Lichi!
En una ocasión, Lichi llegó al aeropuerto de la ciudad de México para tomar un avión a Italia. Pero la empleada del mostrador de la aerolínea le informó que no podía volar porque el boleto estaba a nombre de Eliseo Alberto y el que aparecía en el pasaporte que él le acababa de entregar era Eliseo Alberto de Diego García-Marruz.
--Muy bien. Muchas gracias.- respondió Lichi y se dispuso a marcharse.
--Oiga, pero ¿se va así nomás? ¡Así nomás!- exclamó la mujer, sorprendida ante la única persona del mundo que no insistía en subir a un avión.
--Usted dice que no puedo viajar. Le agradezco mucho.- Insistió Lichi con su voz apagada de asmático sin asma.
Otro, habría increpado a la empleada, llamado al gerente de la línea aérea o se habría puesto a reclamar sus derechos. Yo, por ejemplo, podría haberle apretado el cuello. Hombre ¡Italia! Comerme una verdadera pizza Margarita en la tratoría al Fontanone, del Trastevere, o extraviarme entre las serpenteantes y oscuras callejuelas de Capri, para hallarme de pronto delante de un patio con emparrados de uvas aterciopeladas y salpicado de tomates rojos, con sábanas blancas tendidas al sol argentado del Mediterráneo.
Sin embargo, Lichi dio vuelta y se alejó del mostrador hasta que la mujer, atónita, corrió a buscarlo, vencida ante el sometimiento de aquel hombre extraño. En sus dos décadas de operaria del aeropuerto jamás había conocido a alguien que aceptara con mansedumbre su descarga de rigor burocrático. “Disculpe mi actitud, señor. Puede usted pasar. Por favor”, le rogó.
Sólo entonces, el mejor novelista cubano del exilio, Premio Alfaguara de 1998 y autor de Informe contra mí mismo, accedió, muy a su pesar, a avanzar a la sala de espera y disponerse a volar 12 horas sobre el Océano Atlántico.
¿Por qué Eliseo Alberto admitió, sin más, el argumento de la empleada? ¿Por disciplina social? ¿Por qué tenía miedo a volar en avión? ¿Porque no quería viajar a Italia?
Nada de eso. Sólo es una persona para quien toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz, el legado martiano que mamó en Villaberta, su casa de profunda raigambre cubana en Arroyo Naranjo, en las afueras de La Habana, la misma donde su tío abuelo Eliseo conversaba con el Generalísimo Máximo Gómez, quien llegaba hasta allí, ya muy anciano, atravesando a caballo los potreros, desde su residencia en la Quinta de Los Molinos.
Y porque escogió un mundo propio donde vivir, un entorno alejado de los cabildeos políticos de Cuba y Miami, de las cofradías culturales y de los compadreos literarios… un universo transparente como un vaso de agua fresca y que resulta el único en el que se siente feliz.
Porque todo lo que deseaba aquella tarde brumosa de la ciudad de México era regresar a su departamento de la sureña colonia Del Valle, justo frente al Parque Hundido, para continuar una escena donde la había dejado para irse a Europa: Luna, su perrita Cocker Spaniel, dormida sobre sus costillas y él sesteando en un sofá después de dar cuenta de un tamal en cazuela con manteca de puerco, que había cocinado ese día para el pintor Pedro Luis Rodríguez Peyi, el musicólogo Carlitos Olivares, su hija María José y para mí.
“La patria es un plato de comida”, solía decir. “Yo me como mi país todos los días. Sus frijoles negros, su yuca con mojo, y una cosa que se come san Pedro en el cielo: tamal en cazuela”.
-- ¿Por qué come eso san Pedro?- le preguntó una vez el novelista español Juan Cruz.
--Porque sabe... Porque tiene buen gusto, y porque ése es un plato que une a la familia.
En otra ocasión, debía de volar a Tenerife, vía Madrid, para impartir un curso sobre guiones cinematográficos y presentar su novela El retablo del Conde Eros. Debía de estar en el aeropuerto a las cinco de la tarde, pero a las cuatro y media aún se encontraba en su departamento -con Luna en su regazo—en el entresueño del sofá, Peyi dándole masajes en su pie accidentado años atrás, Carlitos y yo leyendo por turnos, para él y en voz alta. Hasta que todos, menos él, reparamos en que era tardísimo.
--Lichito, se te va el avión.
--Lichi, dale viejo.
--Salvaje, coño.
Pero no quería irse. Salir de su casa significaba darse de bruces con lo que él llama “la soledad más espantosa del mundo”, aquella que combate “con una espada y acompañado de una tropa de amigos: es decir, cuatro o cinco. Suficientes”.
Porque Lichi es dueño, como pocos, de esa condición tan particularmente cubana de ser amigo de sus amigos, para quienes empieza a preparar desde la madrugada y con delectación de artista, unos platos laboriosos, como el tamal en cazuela de sus delicias, que lo obliga a quitarle las hojas a 15 mazorcas, picar 12 tomates, una cebolla, un ají, dos dientes de ajo y moler media cucharadita de pimienta, además de tener a punto casi dos libras de manteca y una de carne de puerco y una naranja agria.
Después ralla las mazorcas, pone las tuzas en una cazuela con agua, las exprime bien para sacarles la leche, añadirles el maíz rallado y pasarlo por un jibe. Luego, calienta la manteca en una paila, sofríe la carne hasta dorarla, rociarle el jugo de la naranja agria, revolverla bien, ponerla a escurrir y reservarla en una fuente; embutir en la manteca los tomates, las cebollas, el ají, los dientes de ajo y sofreírlos; echarle el maíz rallado y la carne de puerco, cocinarlo todo con mucha candela hasta que hirviera, y entonces volver a reducirle el fuego para sazonarlo con la pimienta molida y un poco de sal, revolver con una paleta de madera y cocinar hasta que quede bien cuajado.
Lichi lo prepara por el gusto de disfrutar, a mediodía, la manera en que sus amigos se lo comen, con una rara mezcla de paladar rumboso y ojos tristes. Porque son platos felices, pero condimentados con una nostalgia de sabores idos, que sólo existen en el ánfora mitológica de sus manos de cubano de la tradición más pura: embocaduras que te remueven las lágrimas con un sentimiento de vergel extinguido, acunados por el alma fabulante de su cocinero, que contaba y contaba historias, mientras mira cómo se los devoran, pues él casi siempre tiene apetito de gorrión.
Pero aquella tarde en que debía de volar a Tenerife, vía Madrid, fue sólo después de mucha insistencia que decidió vestirse, cepillarse los dientes, echarse colonia… todavía tardó un rato en llamar un taxi para que lo llevara al aeropuerto. Pero no habría problemas. Nadie tiene su buena fortuna: es la única persona por quien aguardan los aviones. Mientras todo el mundo debe llegar tres horas antes de abordar la nave, él llega cuando quiere y siempre lo esperan.
Durante el vuelo, le tocó sentarse junto a una niña de cinco años.
--Hola.- lo saludó ella.
--Hola, corazón.
--Tienes sueño.
--Sí, corazón.
--Duérmete, que yo te voy a cuidar. Pero tienes que taparte la cabeza con la manta. ¿Quieres que te despierte cuando lleguemos a España?
--Muy bien.- aceptó, cubriéndose según le pedía la niña, pero a sabiendas de que no pegaría las pestañas durante todo el viaje. Jamás había podido dormir en los aviones.
--Despierta. Ya despierta.- escuchaba que le hablaban, como desde el fondo de una botella, y le tocaban suavemente una mejilla.
Abrió los ojos y vio la cara risueña de la niña. El avión carreteaba por la pista en el aeropuerto de Barajas. Había dormido 12 horas seguidas. La primera oportunidad en que conciliaba el sueño entre las nubes.
De hecho, uno de los párrafos mejor logrados de El retablo del conde Eros tiene qué ver con el sueño:
“Durmió en paz, arrullado por un sonido que en la vigilia del entresueño lo aquietaba con la delicadeza de una canción de cuna. Había olvidado que en plena oscuridad, cuando la brisa sacude la fronda de un aguacate, las hojas pegan unas contra otras y entonces suenan como castañuelas de hojalata.”
El retablo…, una comedia humana de la Cuba anterior al comunismo: 225 páginas escritas en un español bello y cuidado, que encarnaba una cualidad esencial exigida en toda escritura, desde una carta de novios hasta una solicitud de empleo: que el goce de escribir sea gozoso al ser leído.
Lichi es un buen ajedrecista que, incluso, ha enfrentado grandes maestros: la tarde del 10 de febrero de 2006 jugó contra el búlgaro campeón mundial Vaselin Tupalov, durante una simultánea en el Zócalo de la ciudad de México, en la que participaron otros 39 jugadores, entre ellos sus amigos escritores Vicente Leñero, Homero Aridjis y Daniel Sada.
Ser ajedrecista le dio la clave para lanzar el resto en aquella novela, con una arriesgada apertura estilo Reti, pues al igual que el afamado jugador húngaro cuando venció a Capablanca en el torneo de Nueva York en 1924, en El retablo… Lichi descubre desde el arranque su estrategia al lector, y lo alerta, sin enroques, acerca de lo que viene: un actor vuelve a Cuba tras 25 años de ausencia para cumplirle una promesa a su hijo, estrenar una obra de teatro y ahorcarse al final.
¿Funcionaba el riesgo? Sí. Lichi ya lo había demostrado antes en Caracol Beach y en su texto insignia, Informe contra mí mismo, que decía en su histórica primera línea: “El primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales de 1978”.
Pero la advertencia de El retablo… atrapa al lector en una suma de casualidades, como si en lugar de leer observe a través de un caleidoscopio para descubrir un inventario de personajes que viven contra la pared y apegados a la mentira: Julián Dalmau, un actor exitoso reconocido por las marcas de viruela en el rostro y no por sus cualidades histriónicas; Zamorinni, un ponchero aficionado a la ópera y que sólo cantaba en el patio de su taller… individuos lastimados, vendidos cuando eran niños, violados, abandonados.
Pero ¿vale la pena leer tanta tragedia en medio de una realidad, ya de por sí tormentosa? Por supuesto que sí.
Alejo Carpentier hizo un estilo literario de la erudición, Guillermo Cabrera Infante de la exploración de las posibilidades de la manera de hablar “en cubano”, y Pedro Juan Gutiérrez de la sordidez de la vida en Centro Habana. Lichi lo consiguió con la tristeza, desde que, en La eternidad por fin comienza un lunes, Asdrúbal el mago nunca se sintió más viejo que el domingo en que murió el león de la Metro Goldwyn Mayer.
Sin embargo, en Lichi no se lee la melancolía como un sentimiento débil, sino como algo que puede mover a grandes acciones, como el conde Eros, que advierte que, entre la espada y la pared, hay que escoger la espada. Y con la espada se combate, aunque sea desde la pena, frente “a la soledad espantosa del mundo”.
Lo reafirmó más tarde con Esther en alguna parte, una novela de 198 páginas, en la que Lino Catalá le confiesa a Maruja Sánchez que la quiere tanto que le gusta hasta verla envejecer.
Pero el mérito de su escuela literaria consiste en describir una tristeza inteligente, que mueve a la reflexión, no al sentimiento aciago y vacío, que en otros autores conduce a los personajes a la lástima. O a pegarse un tiro.
Esther… se enmarca en una Habana sombría – pero sin jineteras, pingueros o calamidades políticas--, habitada por gente digna dentro de su pobreza, empeñada en querer ser mejor cada día y amar en medio de la miseria, personificada en Lino Catalá y Larry Po, dos viejos acabados, pero con unas ganas locas de empezar otra vez, aun cuando a uno se le murió la mujer y el otro es un fracasado extra de televisión, a dos semanas de morir de un infarto en el rellano de una escalera lóbrega.
Lino, quien usa pañales de papel periódico porque sufre de incontinencia urinaria y carece de dinero para comprar pañales industriales, y Larry, con sus pantalones de rombos y tirantes, enseñan, sin aspavientos, que existe la amistad a primera vista y que, también, puede ser un romance.
Lichi lo consigue con una armonía de la palabra escrita que parece sonar a arpegios de guitarra y que se inspira en las vivencias más variadas, como la de una plaga de hormigas que se comía las arecas de su departamento. Muchas veces llegamos mi hijo Santino y yo para escuchar de su viva voz los párrafos más recientes de Esther… y debimos esperar a que Lichi terminara de observar el ir y venir de los bichos: aquello lo distraía al igual que su padre, el gran poeta Eliseo Diego, las legiones de soldaditos de plomo con las que solía jugar hasta que lo sorprendió la muerte, a los 70 años, el 1 de marzo de 1994 en su casa de la Ciudad de México.
Una tarde fumigué la planta a escondidas y las hormigas murieron. Pero después tuve un rapto de miedo: me alarmó imaginar que ya, con las arecas saludables y abrillantadas por los soles del mediodía, Lichi dejara de ser el escritor de la tristeza. Y de la dignidad de los cubanos.
***
A veces lo que sucede en un único día puede cambiar el curso de una vida. A Lichi le sucedió una tarde de finales de los años ochentas, en su casa de la barriada habanera de El Vedado. Estaba acodado en una ventana, mirando a su hija María José con unas amiguitas, la negrita Másica y la mulatica Nievecita. Jugaban a la escuelita y se alternaban para hacer de maestra y alumnas. Las tres tenían cinco años.
En su turno, Másica la emprendió contra María José:
-A ver tú, blanquita desteñida, siéntate bien carajo.- gritó enfurecida y, de corrido, le espantó un par de bofetadas por “mal portada”.
María José soportó la andanada, que era parte del divertimiento, y esperó su oportunidad.
-Tú, negrita cabeza de fósforo, estás castigada por no hacer la tarea.- le abroncó a Másica, para inmediatamente aporrearla como si fuera una boxeadora.
Espantado, Lichi no esperó la tanda de Nievecita y detuvo el juego. Más tarde, todavía acodado en la ventana, tomó una decisión de vida: quería cambiar de aires, asentarse en otro lugar, hacer, a fin de cuentas, lo que a lo largo de un par de siglos hicieron, por diferentes causas, algunos de los grandes intelectuales cubanos, desde el Maestro José Martí, hasta el novelista Alejo Carpentier, pasando por el poeta Nicolás Guillén, el pintor Wifredo Lam, los escritores Guillermo Cabrera Infante, Jesús Díaz, el músico Ernesto Lecuona y decenas más.
Lo decidió antes de que viniera la noche: él era de quienes, con la caída del sol, perdían toda fuerza para decidir sobre asuntos importantes. “No tomes decisiones por las noches”, le aconsejaba su abuela paterna, que era una anciana sabia y sorda.
Nadie como él ama a Cuba, pero no es de quienes la idealizan. Su explicación más básica de lo que era la isla resulta todo menos mítica: “Cuba es una pequeña isla del Caribe llena de negros y de blancos, que tocan maraca, que juegan beisbol, les gusta el boxeo, juegan dominó, donde hace mucho calor, la gente está en la playa y les gusta comer fruta, eso es Cuba, no se hagan más ilusiones, y qué bueno que sea así".
Llegó a México, donde encontró todo lo que necesita: otra ventana. Porque Lichi debe tener delante una ventana para sentarse a escribir, temprano en la mañana, aún a oscuras. Frente a la que encontró, surgió la obra más rica de cualquier escritor cubano de la diáspora que siguió a la caída del Muro de Berlín: La eternidad por fin comienza un lunes. México, Ediciones del Equilibrista, 1992; Caracol Beach. Madrid, Alfaguara, 1998; La fábula de José. México, Alfaguara, 2000; Esther en alguna parte (2005), Espasa. Finalista Premio Primavera de Novela; El retablo del conde Eros (2008), Planeta Mexicana, El Aleph; Informe contra mí mismo, Editorial Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara; Dos cubalibres (2004, Península); Una noche dentro de una noche (2006, Cal y Arena); Breve historia del mundo (Santillana México, Literatura Infantil); Del otro lado de los sueños (Santillana México, Literatura Infantil); En el jardín del mundo (Santillana México, Literatura Infantil).
Tampoco ha sido profeta en su tierra. Cristalizó como escritor en México. En Cuba sólo había escrito los poemarios Importará el trueno (1975, La Habana, UNEAC), Las cosas que yo amo (1977, La Habana, Ediciones Unión) y Un instante en cada cosa (1979, La Habana, Ediciones Unión); la novela juvenil La fogata roja (La Habana, Gente Nueva, 1985) y, eso sí, muchísimos guiones de cine y televisión, entre otros el de la película Guantanamera (1997), dirigida por Tomás Gutiérrez Alea.
Por lo mismo, Cuba fue volviéndose cada vez más para él un estado de ánimo, una masa reconocible casi solamente en sus letras, sus guayaberas blancas, azules y oscuras, en el olor del orégano y el culantro de sus frijoles negros, en el estallido de colores de las santabárbaras de Zaida del Río que cuelgan de las paredes de su departamento.
Alguna vez lo explicó: “Confieso, no sin tristeza, que cada día pienso menos en Cuba, cada día los problemas mexicanos me ganan más... Está bien que así sea porque también soy mexicano desde el año 2000. El lío va a ser cuando muera, porque como fantasma me la pasaré volando de la isla a México, voy a ser un fantasma en medio del Golfo de México”.
Pero no dice toda la verdad. Si un escritor habanero ha sabido tomarle el pulso a su ciudad, ése es él, a diferencia, por ejemplo, de Cabrera Infante, quien transmitió una Habana elegante, de una noche eterna y rutilante de cabarés y steak texanos que venían de Camagüey; que tenía el salario por cabeza más alta de América Latina, con 550 dólares y era, junto con Viena y Londres, la mayor capital en proporción de habitantes; que contaba con 18 diarios, 32 emisoras de radio y cinco canales de TV. A su lado, las otras capitales del Caribe parecían aldeas. Una Habana que, sin embargo, representaba la desigualdad más atroz de la Cuba anterior a la revolución de 1959, pues tenía 600 de los mil dentistas que había en todo el país; 400 farmacéuticos de 660; 650 enfermeras de 900 y 130 veterinarios de 200.
Lichi, en cambio, evocó una Habana que lo cala hasta los huesos, un sitio que lo colma de amores, pero donde el salitre del mar corroe los picaportes de las puertas, la humedad desconcha la pintura de las paredes, el calor deslava el color de las fotografías hasta transfigurarlas en sepia aunque hayan sido tomadas en colores con una Leica V-Lux 20; y las calles y las casas ofrecen un paisaje asolado.
Una ciudad poblada de una tropa absolutamente Lichiana, de sus seres “malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas comemierdas litigantes anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas”: Ellos, mi manada, decía, van conmigo a todas partes.
Porque escribe sobre La Habana, como si lo hiciera sentado en el muro del Malecón: viendo de un lado pasar la vida y del otro pasar los barcos. Y con un equilibrio raro en un cubano, justo como según él, se prepara un buen Cubalibre, ese trago hecho con dos productos emblemáticos, uno de Cuba y otro de Estados Unidos, en el que si se te va la mano con el ron, es una mierda; y si se te pasa de Coca, de la dependencia, es la misma mierda.
Una Habana que en sus letras parece una mujer bellamente vestida que, sin embargo, va desnuda. O una mujer bellamente desnuda que, sin embargo, va vestida.
***
Una noche del arranque de 2009 me acosté temprano porque no tenía mucho qué hacer. Andaba en busca de trabajo, pero eso era de día y sin suerte. En la alta madrugada, me levanté al baño y vi un parpadeo en la pantalla del teléfono: marcaba una llamada de Lichi a las 9:25. Raro, pues casi no usaba el teléfono y jamás a esa hora. Fui a verlo muy temprano en la mañana, después de dejar a Santino en la escuela. Entré a la penumbra matinal del departamento y vi a Lichi de pie en medio de su estudio, llevaba una guayabera azul de mangas cortas. Al instante, un resorte inmemorial de nuestra raza me hizo intuir la tragedia: una consulta médica reveló que sus riñones apenas funcionaban y necesitaba un trasplante con carácter de urgente. Para contarme eso era la llamada de la noche anterior.
Recordé entonces aquel vuelo a Madrid junto a la niña que le cuidó el sueño interoceánico: porque Lichi no se quedado había dormido sólo en ese avión, sino que en los últimos años también en restaurantes, frente a los semáforos mientras esperaba en el coche el cambio de luces, en el cine, en la cola del mercado, en el Metro, en su casa en medio de los gritos de sus amigos tras la comida y después de aquel vuelo a Madrid, desde donde viajó a Tenerife a presentar El retablo del conde de Eros y se amodorró en los comentarios, y un médico que estaba allí le dijo que padecía “apnea del sueño”… buscando ese diagnóstico a aquellos síntomas silenciosos, fue luego a una clínica en México y supo que, en realidad, sus riñones se habían cansado para siempre.
Pero La vida alcanza: eso advierten y eso demuestran los textos que forman este hermoso libro, una prosa que se va de corrido (aunque no siempre toque el mismo tema), engarzada apenas por unos títulos certeros, lacónicos, que él llamaba “balazos” y que es el término que usa también para contar cómo le va en las tres diálisis semanales a las que se somete en el Hospital General de la ciudad de México. En una ocasión nos escribió una nota a sus amigos: “Ahora debo dializarme lunes, miércoles y viernes, de 10 AM a 2 PM, algo muy parecido a lo que le hacen al conde Drácula en su ataúd, allá en los sótanos de su castillo rumano: una infusión de sangre para seguir vivo –sólo que sin chupadas ni colmillos ni vampiresas. Esto es duro, hermanos, muy duro. Es como si te metieran un balazo en el pecho cada 48 horas. Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable de no tenerme”.
Quiero, debo, necesito, me hace falta repetir la última línea: “Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable de no tenerme”.
La repito porque cada uno de esos balazos ha sido un cuchillo de hielo entrando en mi alma y, nadie me dejará mentir, en las almas de todos nosotros, que queremos tanto a Lichi.
Rubén Cortés
Colonia Condesa
6 de septiembre de 2010