Libros del crepúsculo
miércoles, 22 de agosto de 2012
Sabiduría polaca
El escritor polaco Witold Gombrowicz, quien fuera amigo del cubano Virgilio Piñera durante el exilio de ambos en Buenos Aires, escribió un librito delicioso, que lleva por título Curso de filosofía en seis horas y quince minutos (1971), traducido al francés a mediados de los 90 y rescatado recientemente, en inglés, por la Universidad de Yale. Se trata de un conjunto de viñetas, escritas como pequeñas lecciones de historia de la filosofía, en las que Gombrowicz dibujó siluetas de los pensadores que más admiraba: Kant, Schopenhauer, Hegel, Kierkegaard, Marx, Nietzsche, Heidegger y Sartre.
El orden que siguió Gombrowicz en su librito no fue cronológico, ya que Sartre y Heidegger, por ejemplo, aparecían antes que Marx, y la última semblanza estaba dedicada a Nietzsche. Es en la glosa del pensamiento de este último donde encontramos la clave del experimento de Gombrowicz. Clave nada misteriosa, tan elemental como el patriotismo: entre todos los filósofos, sus preferidos eran Kant, Schopenhauer y Nietzsche. ¿Por qué? Porque los tres eran "polacos".
La frase aparecía de pasada, como si careciera de importancia: "Nietzsche, like Kant and Schopenhauer, was polish". Pero Gombrowicz, que escribió el libro exiliado en París entre fines de los 60 y principios de los 70, tuvo la marrullería de colocar una nota al pie donde se lee: "Kant's hometown, Königsberg (today, Kaliningrad, Russia), was claimed by the Poles, who called it Królewiec. Schopenhauer was from Danzig, which was also claimed by the Poles by the name of Gdánsk. Nietzsche, as well, even though born in Röcken in Prussian Saxony, was deluded by the idea, apparently unfounded, that his ancestors were Polish noblemen (I am a pure-blooded Polish gentleman, Ecce Homo, 1888)
sábado, 18 de agosto de 2012
La imaginación radical
El performance del grupo punk ruso, Pussy Riot, en una iglesia ortodoxa de Moscú, y la condena a dos años de prisión a sus integrantes, por el gobierno de Vladimir Putin, me ha devuelto al clásico de Saul Alinsky, Rules for Radicals (1971). Las jóvenes de Pussy Riot han seguido, deliberadamente o no, algunas de las tácticas y estrategias recomendadas por Alinsky a la Nueva Izquierda norteamericana y europea hace cuarenta años.
La plegaria punk contra Putin fue una articulación de varias impugnaciones a la vez: contra la autocracia, contra la complicidad de la Iglesia y el Estado, contra el machismo, contra la gerontocracia y contra el conservadurismo cultural o, específicamente, musical. A la hora de confrontar un poder, pensaron estas jóvenes discípulas de Alinsky, mejor confrontarlos todos, ya que bajo un régimen autoritario -por no hablar de uno totalitario- todos los poderes están conectados.
La reacción de la Iglesia y el gobierno contra el performance deja al descubierto, una vez más, el despotismo del régimen ruso. La figura del Jefe de Estado sigue estando sacralizada allí, aunque bajo formas más seculares que en tiempos del zarismo o el estalinismo. Rezar a la Virgen María para que libre a los rusos de Putin es algo más que un sacrilegio o una herejía: un acto de traición a la patria y, por tanto, un crimen que merece castigo.
martes, 14 de agosto de 2012
Martí y los negros
Ahora que crece el interés en el estudio de la cuestión racial en José Martí, como prueban algunos ensayos recientes de Jorge L. Camacho, Laura Lomas y Jossianna Arroyo, y que se discute dentro y fuera de la isla el centenario de la masacre de los "independientes de color", recuerdo la entrevista de Martí y Gómez con el periodista norteamericano, William Shaw Bowen, el 7 de mayo de 1895, dos días después de la famosa reunión con Antonio Maceo en La Mejorana. En aquella entrevista, publicaba en el New York World y rescatada por Gonzalo de Quesada y Miranda en un artículo de junio de 1938, en Bohemia, y luego incluida en su libro Facetas de Martí (1939), Bowen retrataba un Martí "en buena cabalgadura y un rostro tostado del sol", con la "misma facilidad oratoria que hizo resonar al Hardman Hall con su voz".
A una observación de Bowen sobre el hecho de que la mayoría de los quinientos hombres de Gómez eran de color, Martí respondió que uno de los objetivos de extender la guerra hacia Puerto Príncipe, Las Villas y el centro de la isla era lograr que "más cubanos blancos fuesen a la manigua". A Martí, por lo visto, le preocupaba tanto el regionalismo que podía generar un levantamiento concentrado sólo en el Oriente como una mayoría negra en el Ejército Libertador. Es por ello que declara al corresponsal de Nueva York: "los nobles patriotas de la raza de color se están levantando en armas en todas partes. No podemos aceptar que la guerra se limite a ellos. Hay muchos blancos en la manigua, pero su número no se acerca al de los soldados de color de la República".
En esa misma entrevista, Martí responsabiliza a Julio Sanguily por el fracaso del levantamiento en Occidente: "estoy muy satisfecho con la situación en general. El no haber organizado Sanguily la revolución cerca de La Habana fue una decepción. No me agrada hacer graves cargos contra él, pero hay algo extraño en su conducta. Espero que no haya sido un traidor a nuestra causa". Tomadas al pie de la letra, como las sagradas palabras del Apóstol, estas declaraciones han llevado a algunos historiadores oficiales a juzgar a Sanguily como "traidor", a pesar de su arresto el mismo 24 de febrero de 1895, su condena a cadena perpetua y su posterior deportación de la isla.
La incomodidad de las declaraciones de Martí dentro de las tradiciones intelectuales nacionalistas y marxistas en Cuba puede comprobarse en el libro Martí y los negros (1947), de Armando Guerra, prologado por Juan Marinello. A pesar de presentarse como un exhaustivo recorrido por los juicios de Martí sobre la cuestión racial y, específicamente, sobre la población negra y mulata de la isla, y de haber sido escrito después de la publicación de la citada entrevista, Guerra prefirió no referirse a las declaraciones de Martí a Bowen. Es muy raro que Guerra o Marinello no conocieran el artículo de Quesada en Bohemia o el libro Facetas de Martí, editado por Emeterio Santovenia en Trópico diez años antes de la publicación de Martí y los negros.
A una observación de Bowen sobre el hecho de que la mayoría de los quinientos hombres de Gómez eran de color, Martí respondió que uno de los objetivos de extender la guerra hacia Puerto Príncipe, Las Villas y el centro de la isla era lograr que "más cubanos blancos fuesen a la manigua". A Martí, por lo visto, le preocupaba tanto el regionalismo que podía generar un levantamiento concentrado sólo en el Oriente como una mayoría negra en el Ejército Libertador. Es por ello que declara al corresponsal de Nueva York: "los nobles patriotas de la raza de color se están levantando en armas en todas partes. No podemos aceptar que la guerra se limite a ellos. Hay muchos blancos en la manigua, pero su número no se acerca al de los soldados de color de la República".
En esa misma entrevista, Martí responsabiliza a Julio Sanguily por el fracaso del levantamiento en Occidente: "estoy muy satisfecho con la situación en general. El no haber organizado Sanguily la revolución cerca de La Habana fue una decepción. No me agrada hacer graves cargos contra él, pero hay algo extraño en su conducta. Espero que no haya sido un traidor a nuestra causa". Tomadas al pie de la letra, como las sagradas palabras del Apóstol, estas declaraciones han llevado a algunos historiadores oficiales a juzgar a Sanguily como "traidor", a pesar de su arresto el mismo 24 de febrero de 1895, su condena a cadena perpetua y su posterior deportación de la isla.
La incomodidad de las declaraciones de Martí dentro de las tradiciones intelectuales nacionalistas y marxistas en Cuba puede comprobarse en el libro Martí y los negros (1947), de Armando Guerra, prologado por Juan Marinello. A pesar de presentarse como un exhaustivo recorrido por los juicios de Martí sobre la cuestión racial y, específicamente, sobre la población negra y mulata de la isla, y de haber sido escrito después de la publicación de la citada entrevista, Guerra prefirió no referirse a las declaraciones de Martí a Bowen. Es muy raro que Guerra o Marinello no conocieran el artículo de Quesada en Bohemia o el libro Facetas de Martí, editado por Emeterio Santovenia en Trópico diez años antes de la publicación de Martí y los negros.
sábado, 11 de agosto de 2012
La intolerancia banal
El reciente asesinato perpetrado por un neonazi norteamericano en un templo sij de Wisconsin da la razón a la filósofa Martha C. Nussbaum, quien en su último libro, The New Religious Intolerance (2012), habla de una "política del miedo en una era ansiosa," que se arraiga más allá de los estados y sus instituciones, en la mentalidad y el trato cotidianos de los ciudadanos del planeta.
Repitiendo el gesto de casi todos sus libros, Nussbaum propone regresar al valor ilustrado de la tolerancia religiosa, aunque adaptándolo al contexto multicultural del siglo XXI. Ya no basta con que no haya Tribunal del Santo Oficio o que los Estados no sean confesionales o que la educación y la cultura de los países sean administradas desde principios laicos.
La nueva tolerancia no puede responder a las mismas premisas de los siglos XVIII y XIX, ni puede recaer en el relativismo que le aseguró la bipolaridad ideológica de la Guerra Fría. Es preciso llevarla más allá: a una verdadera legislación equitativa de los usos y costumbres entre creyentes y ateos. Si se desea que unos y otros convivan en paz, bajo los mismos cielos, las leyes deben buscar la manera de contener la banalización de la intolerancia, ya no en el Estado, sino en la sociedad civil.
jueves, 9 de agosto de 2012
Vidal contra Mailer
En estos días que ha muerto Gore Vidal, releo algunos libros de Norman Mailer, como parte de una investigación sobre los debates en torno a la Revolución Cubana en Nueva York en los años 60 y 70. En uno de los libros de Mailer, Pieces (1983), encuentro una reproducción bastante fiel del famoso altercado entre Mailer y Vidal en el show de Dick Cavett. No recuerdo haber visto una discusión tan violenta entre dos escritores por televisión. Una violencia que ambos lograron sobrellevar con humor, gracias, en buena medida, a las simpáticas intervenciones de la escritora Janet Flanner, célebre colaboradora del New Yorker, y del propio Cavett.
El origen del pleito fue una nota de Vidal en The New York Review of Books en la que se criticaba una tradición de narrativa violenta o de culto a la violencia en la literatura norteamericana, que Vidal veía articularse entre Henry Miller y Norman Mailer y que, finalmente, había saltado a la realidad por medio de lunáticos criminales como el músico Charles Manson, el asesino de Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski, y sus amigos en Beverly Hills. En la secuencia Miller-Mailer-Manson se había producido, según Vidal, un híbrido genético, que él llamaba "M3", arquetipo del machismo, la misoginia y la homofobia en la cultura norteamericana.
miércoles, 8 de agosto de 2012
Pasado vivo de Jean Meyer
La idea de que “toda historia es historia contemporánea”, atribuida al filósofo italiano Benedetto Croce, debió aparecer en Jean Meyer desde muy temprano. Tal vez su padre, también historiador, se la trasmitió cuando era niño, en Aix en Provence, o tal vez la leyó de joven en Raymond Aron, en la versión de que la “historia no es más que las preguntas que el presente hace al pasado”. Lo cierto es que toda la obra de Jean Meyer, desde La Revolución Mexicana (1973) hasta su más reciente, La fábula del crimen ritual. El antisemitismo europeo (2012), está marcada por esa noción del pasado como entidad viva, como elemento constitutivo del presente.
La formación de Jean Meyer como historiador fue de una pluralidad bastante singular, que se refleja en su propia obra. De niño se familiarizó con los nombres de Marc Bloch, fundador de la Escuela de los Annales, y Pierre Renouvin, renovador de la historia diplomática, que fueron maestros de su padre. En la Universidad de Aix tomó clases con Maurice Agulhon y George Duby, continuadores de aquella gran tradición historiográfica por las vías de la historia social y de la historia de las mentalidades. Ya en México, la obra de Meyer se enriqueció con el magisterio de Luis González y González, el autor de Pueblo en vilo (1968), cuya idea de la microhistoria tenía fuertes conexiones con la historiografía local y regional francesa, como se observa en Montaillou, village occitan (1975), la obra posterior de Emmanuel Le Roy Ladurie, otro representante de la tradición de los Annales.
En la nota autobiográfica que escribió para el libro Historiadores de México en el siglo XX (1995), coordinado por Enrique Florescano y Ricardo Pérez Monfort, Jean Meyer destacaba la importancia de su formación plural. Recordaba haber tomado clases, en La Sorbona, con marxistas como Pierre Vilar y Albert Soboul y con estudiosos de la historia demográfica y comercial, como André Armengaud y Pierre Chaunu, más cercanos a la corriente de los Annales. Meyer era consciente de haber tenido la suerte de estudiar con profesores de todos los colores, “rojos o blancos, protestantes, católicos o judíos”, pero todos, “historiadores de verdad”.
El joven Jean Meyer aprovechó aquella diversidad formativa cuando entró en contacto con la historiografía mexicana. Una de sus primeras aproximaciones a la historia de México fue una reseña que le encargó Fernand Braudel, para los Annales, sobre los primeros tomos de la Historia Moderna de México, coordinada por Daniel Cosío Villegas. Lo que más admiraba Meyer de aquella inmensa obra sobre la República Restaurada y el Porfiriato era su concepción social de la política, su relato de la construcción del Estado nacional mexicano como una epopeya social, más que como un diseño institucional exclusivo de las élites.
Pluralidad ideológica y perspectiva social serían dos de los componentes centrales de la obra historiográfica de Jean Meyer. Desde sus primeros libros, La Revolución Mexicana (1973), Problemas campesinos y revueltas agrarias en México (1973), La Cristiada (1974), Estado y sociedad con Calles (1977) y El sinarquismo, ¿un fascismo mexicano? (1979), observamos esa mirada diversificadora, que intenta ubicar el origen las tensiones ideológicas en los conflictos sociales, a la vez que hace visibles a los actores políticos del pasado, sin suscribir las hegemonías construidas por la historia oficial.
Otra característica distintiva del trabajo de Meyer es la permeabilidad territorial de su obra. El estudio de la vida rural, las rebeliones campesinas y las ideologías populares lo ha llevado del Bajío de Miguel Hidalgo y el Tepic de Manuel Lozada a la Rusia de Yemelián Pugachov y Catalina la Grande, con escalas en Zamora (Michoacán) y Guadalajara (Jalisco), ciudades a las que ha dedicado monografías. Jean Meyer es un historiador que se mueve, con soltura admirable, en las cuatro dimensiones espaciales de la historia: la global, la nacional, la regional y la local.
En su nutrida y diversa bibliografía encontramos estudios como Esperando a Lozada (1983), Zamora ayer (1985), El Gran Nayar (1989), De cantón de Tepic a Estado de Nayarit (1990) o Breve historia de Nayarit (1997), que se ubican en la mejor tradición de la historia regional mexicana, y, a la vez, libros ya instalados en el corpus contemporáneo de la historia de la Iglesia Católica, el cristianismo o Rusia, como El campesino en la historia rusa y soviética (1991), Los cristianos en América Latina (1991), el volumen colectivo Tres levantamientos populares: Pugachov, Tupac Amaru, Hidalgo (1992), su monumental Rusia y sus imperios (1997), La gran controversia entre las iglesias Católica y Ortodoxa (2006) o El celibato sacerdotal en la historia de la Iglesia Católica (2009).
A esta nutrida y heterogénea visión regional y social, que constituye el sello personal de su obra, habría que agregar un trabajo con la escritura sumamente versátil, que aproxima, por momentos, la historiografía de Jean Meyer a la ficción, la memoria y el ensayo. Su novela Los tambores de Calderón (1991), sobre el vía crucis de Miguel Hidalgo entre la derrota ante las tropas de Félix María Calleja en la batalla de Puente de Calderón hasta el arresto en el rancho de Acatita de Baján, Saltillo, reeditada en el 2010, por Tusquets, con el título de Camino de Baján (2010), es muestra fehaciente de lo anterior. Esa idea literaria de la historia también se plasma en el clásico Esperando a Lozada (1983) o en su extraordinario estudio, Yo, el francés (2002), sobre las memorias y epistolarios de los oficiales franceses que participaron en la intervención que impuso el imperio de Maximiliano.
Si es imposible aquilatar en pocas páginas la importancia de tan nutrida obra historiográfica, más difícil resulta expresar lo mucho que deben la División de Historia, la revista Istor y varias generaciones de estudiantes del CIDE a las enseñanzas de Jean Meyer. El autor de más de cincuenta libros y el editor de más de cuarenta números de Istor, puede ser leído y reseñado, pero el maestro y el amigo, el líder y el colega, que durante décadas ha compartido su sabiduría, su experiencia y su pasión por la historia, sólo puede ser descrito, con alguna fidelidad, por la memoria de quienes tanto le debemos. No es, en este caso, lugar común decir que el mejor tributo que podemos rendir a Jean Meyer es ser cada día mejores historiadores y mejores personas.
La formación de Jean Meyer como historiador fue de una pluralidad bastante singular, que se refleja en su propia obra. De niño se familiarizó con los nombres de Marc Bloch, fundador de la Escuela de los Annales, y Pierre Renouvin, renovador de la historia diplomática, que fueron maestros de su padre. En la Universidad de Aix tomó clases con Maurice Agulhon y George Duby, continuadores de aquella gran tradición historiográfica por las vías de la historia social y de la historia de las mentalidades. Ya en México, la obra de Meyer se enriqueció con el magisterio de Luis González y González, el autor de Pueblo en vilo (1968), cuya idea de la microhistoria tenía fuertes conexiones con la historiografía local y regional francesa, como se observa en Montaillou, village occitan (1975), la obra posterior de Emmanuel Le Roy Ladurie, otro representante de la tradición de los Annales.
En la nota autobiográfica que escribió para el libro Historiadores de México en el siglo XX (1995), coordinado por Enrique Florescano y Ricardo Pérez Monfort, Jean Meyer destacaba la importancia de su formación plural. Recordaba haber tomado clases, en La Sorbona, con marxistas como Pierre Vilar y Albert Soboul y con estudiosos de la historia demográfica y comercial, como André Armengaud y Pierre Chaunu, más cercanos a la corriente de los Annales. Meyer era consciente de haber tenido la suerte de estudiar con profesores de todos los colores, “rojos o blancos, protestantes, católicos o judíos”, pero todos, “historiadores de verdad”.
El joven Jean Meyer aprovechó aquella diversidad formativa cuando entró en contacto con la historiografía mexicana. Una de sus primeras aproximaciones a la historia de México fue una reseña que le encargó Fernand Braudel, para los Annales, sobre los primeros tomos de la Historia Moderna de México, coordinada por Daniel Cosío Villegas. Lo que más admiraba Meyer de aquella inmensa obra sobre la República Restaurada y el Porfiriato era su concepción social de la política, su relato de la construcción del Estado nacional mexicano como una epopeya social, más que como un diseño institucional exclusivo de las élites.
Pluralidad ideológica y perspectiva social serían dos de los componentes centrales de la obra historiográfica de Jean Meyer. Desde sus primeros libros, La Revolución Mexicana (1973), Problemas campesinos y revueltas agrarias en México (1973), La Cristiada (1974), Estado y sociedad con Calles (1977) y El sinarquismo, ¿un fascismo mexicano? (1979), observamos esa mirada diversificadora, que intenta ubicar el origen las tensiones ideológicas en los conflictos sociales, a la vez que hace visibles a los actores políticos del pasado, sin suscribir las hegemonías construidas por la historia oficial.
Otra característica distintiva del trabajo de Meyer es la permeabilidad territorial de su obra. El estudio de la vida rural, las rebeliones campesinas y las ideologías populares lo ha llevado del Bajío de Miguel Hidalgo y el Tepic de Manuel Lozada a la Rusia de Yemelián Pugachov y Catalina la Grande, con escalas en Zamora (Michoacán) y Guadalajara (Jalisco), ciudades a las que ha dedicado monografías. Jean Meyer es un historiador que se mueve, con soltura admirable, en las cuatro dimensiones espaciales de la historia: la global, la nacional, la regional y la local.
En su nutrida y diversa bibliografía encontramos estudios como Esperando a Lozada (1983), Zamora ayer (1985), El Gran Nayar (1989), De cantón de Tepic a Estado de Nayarit (1990) o Breve historia de Nayarit (1997), que se ubican en la mejor tradición de la historia regional mexicana, y, a la vez, libros ya instalados en el corpus contemporáneo de la historia de la Iglesia Católica, el cristianismo o Rusia, como El campesino en la historia rusa y soviética (1991), Los cristianos en América Latina (1991), el volumen colectivo Tres levantamientos populares: Pugachov, Tupac Amaru, Hidalgo (1992), su monumental Rusia y sus imperios (1997), La gran controversia entre las iglesias Católica y Ortodoxa (2006) o El celibato sacerdotal en la historia de la Iglesia Católica (2009).
A esta nutrida y heterogénea visión regional y social, que constituye el sello personal de su obra, habría que agregar un trabajo con la escritura sumamente versátil, que aproxima, por momentos, la historiografía de Jean Meyer a la ficción, la memoria y el ensayo. Su novela Los tambores de Calderón (1991), sobre el vía crucis de Miguel Hidalgo entre la derrota ante las tropas de Félix María Calleja en la batalla de Puente de Calderón hasta el arresto en el rancho de Acatita de Baján, Saltillo, reeditada en el 2010, por Tusquets, con el título de Camino de Baján (2010), es muestra fehaciente de lo anterior. Esa idea literaria de la historia también se plasma en el clásico Esperando a Lozada (1983) o en su extraordinario estudio, Yo, el francés (2002), sobre las memorias y epistolarios de los oficiales franceses que participaron en la intervención que impuso el imperio de Maximiliano.
Si es imposible aquilatar en pocas páginas la importancia de tan nutrida obra historiográfica, más difícil resulta expresar lo mucho que deben la División de Historia, la revista Istor y varias generaciones de estudiantes del CIDE a las enseñanzas de Jean Meyer. El autor de más de cincuenta libros y el editor de más de cuarenta números de Istor, puede ser leído y reseñado, pero el maestro y el amigo, el líder y el colega, que durante décadas ha compartido su sabiduría, su experiencia y su pasión por la historia, sólo puede ser descrito, con alguna fidelidad, por la memoria de quienes tanto le debemos. No es, en este caso, lugar común decir que el mejor tributo que podemos rendir a Jean Meyer es ser cada día mejores historiadores y mejores personas.
viernes, 20 de julio de 2012
El liberalismo del padre
Sugeríamos en el post anterior que la reticencia de Nicolás Guillén a aceptar que su padre murió en combate, como decía la prensa conservadora de la época, tal vez se debiera a lo incómodo que era para un intelectual comunista, de mediados del siglo XX, haber tenido un padre liberal. Habría que saber un poco más sobre cómo procesó la memoria de Guillén el liberalismo de su padre. Su caso podría sumarse al de otros dilemas edípicos en la historia de la poesía cubana, como los de José María Heredia y José Martí, con sus respectivos padres, defensores del régimen colonial español.
En todo caso, podría imaginarse que para Guillén no haya sido un dato menor que su padre haya muerto en 1917, año en que triunfó la Revolución de Octubre en Rusia. Guillén, como muchos hijos de comunistas cubanos de la segunda mitad del siglo XX que agradecieron que sus padres hubieran muerto antes de la desintegración de la URSS, pudo haber sentido como consuelo que su padre no viviera la existencia del primer Estado comunista de la historia. De haberlo hecho -sería la fantasía del poeta- tal vez lo hubiera aceptado.
Para tener una idea del conflicto que el padre liberal pudo provocar en la memoria de Guillén habría que releer el cuento Los héroes (1941) de Carlos Montenegro, editado precisamente en la editorial de La Gaceta del Caribe y el periódico Hoy, publicaciones en las que colaboraba Guillén. En aquel cuento, los veteranos de las guerras de independencia del siglo XIX, liberales o conservadores, que alardeaban de haber peleado con Maceo, Gómez o García, aparecían implacablemente como "ladrones", "cuatreros" y "comedores de huevos fritos".
En todo caso, podría imaginarse que para Guillén no haya sido un dato menor que su padre haya muerto en 1917, año en que triunfó la Revolución de Octubre en Rusia. Guillén, como muchos hijos de comunistas cubanos de la segunda mitad del siglo XX que agradecieron que sus padres hubieran muerto antes de la desintegración de la URSS, pudo haber sentido como consuelo que su padre no viviera la existencia del primer Estado comunista de la historia. De haberlo hecho -sería la fantasía del poeta- tal vez lo hubiera aceptado.
Para tener una idea del conflicto que el padre liberal pudo provocar en la memoria de Guillén habría que releer el cuento Los héroes (1941) de Carlos Montenegro, editado precisamente en la editorial de La Gaceta del Caribe y el periódico Hoy, publicaciones en las que colaboraba Guillén. En aquel cuento, los veteranos de las guerras de independencia del siglo XIX, liberales o conservadores, que alardeaban de haber peleado con Maceo, Gómez o García, aparecían implacablemente como "ladrones", "cuatreros" y "comedores de huevos fritos".
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