Libros del crepúsculo
sábado, 11 de agosto de 2012
La intolerancia banal
El reciente asesinato perpetrado por un neonazi norteamericano en un templo sij de Wisconsin da la razón a la filósofa Martha C. Nussbaum, quien en su último libro, The New Religious Intolerance (2012), habla de una "política del miedo en una era ansiosa," que se arraiga más allá de los estados y sus instituciones, en la mentalidad y el trato cotidianos de los ciudadanos del planeta.
Repitiendo el gesto de casi todos sus libros, Nussbaum propone regresar al valor ilustrado de la tolerancia religiosa, aunque adaptándolo al contexto multicultural del siglo XXI. Ya no basta con que no haya Tribunal del Santo Oficio o que los Estados no sean confesionales o que la educación y la cultura de los países sean administradas desde principios laicos.
La nueva tolerancia no puede responder a las mismas premisas de los siglos XVIII y XIX, ni puede recaer en el relativismo que le aseguró la bipolaridad ideológica de la Guerra Fría. Es preciso llevarla más allá: a una verdadera legislación equitativa de los usos y costumbres entre creyentes y ateos. Si se desea que unos y otros convivan en paz, bajo los mismos cielos, las leyes deben buscar la manera de contener la banalización de la intolerancia, ya no en el Estado, sino en la sociedad civil.
jueves, 9 de agosto de 2012
Vidal contra Mailer
En estos días que ha muerto Gore Vidal, releo algunos libros de Norman Mailer, como parte de una investigación sobre los debates en torno a la Revolución Cubana en Nueva York en los años 60 y 70. En uno de los libros de Mailer, Pieces (1983), encuentro una reproducción bastante fiel del famoso altercado entre Mailer y Vidal en el show de Dick Cavett. No recuerdo haber visto una discusión tan violenta entre dos escritores por televisión. Una violencia que ambos lograron sobrellevar con humor, gracias, en buena medida, a las simpáticas intervenciones de la escritora Janet Flanner, célebre colaboradora del New Yorker, y del propio Cavett.
El origen del pleito fue una nota de Vidal en The New York Review of Books en la que se criticaba una tradición de narrativa violenta o de culto a la violencia en la literatura norteamericana, que Vidal veía articularse entre Henry Miller y Norman Mailer y que, finalmente, había saltado a la realidad por medio de lunáticos criminales como el músico Charles Manson, el asesino de Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski, y sus amigos en Beverly Hills. En la secuencia Miller-Mailer-Manson se había producido, según Vidal, un híbrido genético, que él llamaba "M3", arquetipo del machismo, la misoginia y la homofobia en la cultura norteamericana.
miércoles, 8 de agosto de 2012
Pasado vivo de Jean Meyer
La idea de que “toda historia es historia contemporánea”, atribuida al filósofo italiano Benedetto Croce, debió aparecer en Jean Meyer desde muy temprano. Tal vez su padre, también historiador, se la trasmitió cuando era niño, en Aix en Provence, o tal vez la leyó de joven en Raymond Aron, en la versión de que la “historia no es más que las preguntas que el presente hace al pasado”. Lo cierto es que toda la obra de Jean Meyer, desde La Revolución Mexicana (1973) hasta su más reciente, La fábula del crimen ritual. El antisemitismo europeo (2012), está marcada por esa noción del pasado como entidad viva, como elemento constitutivo del presente.
La formación de Jean Meyer como historiador fue de una pluralidad bastante singular, que se refleja en su propia obra. De niño se familiarizó con los nombres de Marc Bloch, fundador de la Escuela de los Annales, y Pierre Renouvin, renovador de la historia diplomática, que fueron maestros de su padre. En la Universidad de Aix tomó clases con Maurice Agulhon y George Duby, continuadores de aquella gran tradición historiográfica por las vías de la historia social y de la historia de las mentalidades. Ya en México, la obra de Meyer se enriqueció con el magisterio de Luis González y González, el autor de Pueblo en vilo (1968), cuya idea de la microhistoria tenía fuertes conexiones con la historiografía local y regional francesa, como se observa en Montaillou, village occitan (1975), la obra posterior de Emmanuel Le Roy Ladurie, otro representante de la tradición de los Annales.
En la nota autobiográfica que escribió para el libro Historiadores de México en el siglo XX (1995), coordinado por Enrique Florescano y Ricardo Pérez Monfort, Jean Meyer destacaba la importancia de su formación plural. Recordaba haber tomado clases, en La Sorbona, con marxistas como Pierre Vilar y Albert Soboul y con estudiosos de la historia demográfica y comercial, como André Armengaud y Pierre Chaunu, más cercanos a la corriente de los Annales. Meyer era consciente de haber tenido la suerte de estudiar con profesores de todos los colores, “rojos o blancos, protestantes, católicos o judíos”, pero todos, “historiadores de verdad”.
El joven Jean Meyer aprovechó aquella diversidad formativa cuando entró en contacto con la historiografía mexicana. Una de sus primeras aproximaciones a la historia de México fue una reseña que le encargó Fernand Braudel, para los Annales, sobre los primeros tomos de la Historia Moderna de México, coordinada por Daniel Cosío Villegas. Lo que más admiraba Meyer de aquella inmensa obra sobre la República Restaurada y el Porfiriato era su concepción social de la política, su relato de la construcción del Estado nacional mexicano como una epopeya social, más que como un diseño institucional exclusivo de las élites.
Pluralidad ideológica y perspectiva social serían dos de los componentes centrales de la obra historiográfica de Jean Meyer. Desde sus primeros libros, La Revolución Mexicana (1973), Problemas campesinos y revueltas agrarias en México (1973), La Cristiada (1974), Estado y sociedad con Calles (1977) y El sinarquismo, ¿un fascismo mexicano? (1979), observamos esa mirada diversificadora, que intenta ubicar el origen las tensiones ideológicas en los conflictos sociales, a la vez que hace visibles a los actores políticos del pasado, sin suscribir las hegemonías construidas por la historia oficial.
Otra característica distintiva del trabajo de Meyer es la permeabilidad territorial de su obra. El estudio de la vida rural, las rebeliones campesinas y las ideologías populares lo ha llevado del Bajío de Miguel Hidalgo y el Tepic de Manuel Lozada a la Rusia de Yemelián Pugachov y Catalina la Grande, con escalas en Zamora (Michoacán) y Guadalajara (Jalisco), ciudades a las que ha dedicado monografías. Jean Meyer es un historiador que se mueve, con soltura admirable, en las cuatro dimensiones espaciales de la historia: la global, la nacional, la regional y la local.
En su nutrida y diversa bibliografía encontramos estudios como Esperando a Lozada (1983), Zamora ayer (1985), El Gran Nayar (1989), De cantón de Tepic a Estado de Nayarit (1990) o Breve historia de Nayarit (1997), que se ubican en la mejor tradición de la historia regional mexicana, y, a la vez, libros ya instalados en el corpus contemporáneo de la historia de la Iglesia Católica, el cristianismo o Rusia, como El campesino en la historia rusa y soviética (1991), Los cristianos en América Latina (1991), el volumen colectivo Tres levantamientos populares: Pugachov, Tupac Amaru, Hidalgo (1992), su monumental Rusia y sus imperios (1997), La gran controversia entre las iglesias Católica y Ortodoxa (2006) o El celibato sacerdotal en la historia de la Iglesia Católica (2009).
A esta nutrida y heterogénea visión regional y social, que constituye el sello personal de su obra, habría que agregar un trabajo con la escritura sumamente versátil, que aproxima, por momentos, la historiografía de Jean Meyer a la ficción, la memoria y el ensayo. Su novela Los tambores de Calderón (1991), sobre el vía crucis de Miguel Hidalgo entre la derrota ante las tropas de Félix María Calleja en la batalla de Puente de Calderón hasta el arresto en el rancho de Acatita de Baján, Saltillo, reeditada en el 2010, por Tusquets, con el título de Camino de Baján (2010), es muestra fehaciente de lo anterior. Esa idea literaria de la historia también se plasma en el clásico Esperando a Lozada (1983) o en su extraordinario estudio, Yo, el francés (2002), sobre las memorias y epistolarios de los oficiales franceses que participaron en la intervención que impuso el imperio de Maximiliano.
Si es imposible aquilatar en pocas páginas la importancia de tan nutrida obra historiográfica, más difícil resulta expresar lo mucho que deben la División de Historia, la revista Istor y varias generaciones de estudiantes del CIDE a las enseñanzas de Jean Meyer. El autor de más de cincuenta libros y el editor de más de cuarenta números de Istor, puede ser leído y reseñado, pero el maestro y el amigo, el líder y el colega, que durante décadas ha compartido su sabiduría, su experiencia y su pasión por la historia, sólo puede ser descrito, con alguna fidelidad, por la memoria de quienes tanto le debemos. No es, en este caso, lugar común decir que el mejor tributo que podemos rendir a Jean Meyer es ser cada día mejores historiadores y mejores personas.
La formación de Jean Meyer como historiador fue de una pluralidad bastante singular, que se refleja en su propia obra. De niño se familiarizó con los nombres de Marc Bloch, fundador de la Escuela de los Annales, y Pierre Renouvin, renovador de la historia diplomática, que fueron maestros de su padre. En la Universidad de Aix tomó clases con Maurice Agulhon y George Duby, continuadores de aquella gran tradición historiográfica por las vías de la historia social y de la historia de las mentalidades. Ya en México, la obra de Meyer se enriqueció con el magisterio de Luis González y González, el autor de Pueblo en vilo (1968), cuya idea de la microhistoria tenía fuertes conexiones con la historiografía local y regional francesa, como se observa en Montaillou, village occitan (1975), la obra posterior de Emmanuel Le Roy Ladurie, otro representante de la tradición de los Annales.
En la nota autobiográfica que escribió para el libro Historiadores de México en el siglo XX (1995), coordinado por Enrique Florescano y Ricardo Pérez Monfort, Jean Meyer destacaba la importancia de su formación plural. Recordaba haber tomado clases, en La Sorbona, con marxistas como Pierre Vilar y Albert Soboul y con estudiosos de la historia demográfica y comercial, como André Armengaud y Pierre Chaunu, más cercanos a la corriente de los Annales. Meyer era consciente de haber tenido la suerte de estudiar con profesores de todos los colores, “rojos o blancos, protestantes, católicos o judíos”, pero todos, “historiadores de verdad”.
El joven Jean Meyer aprovechó aquella diversidad formativa cuando entró en contacto con la historiografía mexicana. Una de sus primeras aproximaciones a la historia de México fue una reseña que le encargó Fernand Braudel, para los Annales, sobre los primeros tomos de la Historia Moderna de México, coordinada por Daniel Cosío Villegas. Lo que más admiraba Meyer de aquella inmensa obra sobre la República Restaurada y el Porfiriato era su concepción social de la política, su relato de la construcción del Estado nacional mexicano como una epopeya social, más que como un diseño institucional exclusivo de las élites.
Pluralidad ideológica y perspectiva social serían dos de los componentes centrales de la obra historiográfica de Jean Meyer. Desde sus primeros libros, La Revolución Mexicana (1973), Problemas campesinos y revueltas agrarias en México (1973), La Cristiada (1974), Estado y sociedad con Calles (1977) y El sinarquismo, ¿un fascismo mexicano? (1979), observamos esa mirada diversificadora, que intenta ubicar el origen las tensiones ideológicas en los conflictos sociales, a la vez que hace visibles a los actores políticos del pasado, sin suscribir las hegemonías construidas por la historia oficial.
Otra característica distintiva del trabajo de Meyer es la permeabilidad territorial de su obra. El estudio de la vida rural, las rebeliones campesinas y las ideologías populares lo ha llevado del Bajío de Miguel Hidalgo y el Tepic de Manuel Lozada a la Rusia de Yemelián Pugachov y Catalina la Grande, con escalas en Zamora (Michoacán) y Guadalajara (Jalisco), ciudades a las que ha dedicado monografías. Jean Meyer es un historiador que se mueve, con soltura admirable, en las cuatro dimensiones espaciales de la historia: la global, la nacional, la regional y la local.
En su nutrida y diversa bibliografía encontramos estudios como Esperando a Lozada (1983), Zamora ayer (1985), El Gran Nayar (1989), De cantón de Tepic a Estado de Nayarit (1990) o Breve historia de Nayarit (1997), que se ubican en la mejor tradición de la historia regional mexicana, y, a la vez, libros ya instalados en el corpus contemporáneo de la historia de la Iglesia Católica, el cristianismo o Rusia, como El campesino en la historia rusa y soviética (1991), Los cristianos en América Latina (1991), el volumen colectivo Tres levantamientos populares: Pugachov, Tupac Amaru, Hidalgo (1992), su monumental Rusia y sus imperios (1997), La gran controversia entre las iglesias Católica y Ortodoxa (2006) o El celibato sacerdotal en la historia de la Iglesia Católica (2009).
A esta nutrida y heterogénea visión regional y social, que constituye el sello personal de su obra, habría que agregar un trabajo con la escritura sumamente versátil, que aproxima, por momentos, la historiografía de Jean Meyer a la ficción, la memoria y el ensayo. Su novela Los tambores de Calderón (1991), sobre el vía crucis de Miguel Hidalgo entre la derrota ante las tropas de Félix María Calleja en la batalla de Puente de Calderón hasta el arresto en el rancho de Acatita de Baján, Saltillo, reeditada en el 2010, por Tusquets, con el título de Camino de Baján (2010), es muestra fehaciente de lo anterior. Esa idea literaria de la historia también se plasma en el clásico Esperando a Lozada (1983) o en su extraordinario estudio, Yo, el francés (2002), sobre las memorias y epistolarios de los oficiales franceses que participaron en la intervención que impuso el imperio de Maximiliano.
Si es imposible aquilatar en pocas páginas la importancia de tan nutrida obra historiográfica, más difícil resulta expresar lo mucho que deben la División de Historia, la revista Istor y varias generaciones de estudiantes del CIDE a las enseñanzas de Jean Meyer. El autor de más de cincuenta libros y el editor de más de cuarenta números de Istor, puede ser leído y reseñado, pero el maestro y el amigo, el líder y el colega, que durante décadas ha compartido su sabiduría, su experiencia y su pasión por la historia, sólo puede ser descrito, con alguna fidelidad, por la memoria de quienes tanto le debemos. No es, en este caso, lugar común decir que el mejor tributo que podemos rendir a Jean Meyer es ser cada día mejores historiadores y mejores personas.
viernes, 20 de julio de 2012
El liberalismo del padre
Sugeríamos en el post anterior que la reticencia de Nicolás Guillén a aceptar que su padre murió en combate, como decía la prensa conservadora de la época, tal vez se debiera a lo incómodo que era para un intelectual comunista, de mediados del siglo XX, haber tenido un padre liberal. Habría que saber un poco más sobre cómo procesó la memoria de Guillén el liberalismo de su padre. Su caso podría sumarse al de otros dilemas edípicos en la historia de la poesía cubana, como los de José María Heredia y José Martí, con sus respectivos padres, defensores del régimen colonial español.
En todo caso, podría imaginarse que para Guillén no haya sido un dato menor que su padre haya muerto en 1917, año en que triunfó la Revolución de Octubre en Rusia. Guillén, como muchos hijos de comunistas cubanos de la segunda mitad del siglo XX que agradecieron que sus padres hubieran muerto antes de la desintegración de la URSS, pudo haber sentido como consuelo que su padre no viviera la existencia del primer Estado comunista de la historia. De haberlo hecho -sería la fantasía del poeta- tal vez lo hubiera aceptado.
Para tener una idea del conflicto que el padre liberal pudo provocar en la memoria de Guillén habría que releer el cuento Los héroes (1941) de Carlos Montenegro, editado precisamente en la editorial de La Gaceta del Caribe y el periódico Hoy, publicaciones en las que colaboraba Guillén. En aquel cuento, los veteranos de las guerras de independencia del siglo XIX, liberales o conservadores, que alardeaban de haber peleado con Maceo, Gómez o García, aparecían implacablemente como "ladrones", "cuatreros" y "comedores de huevos fritos".
En todo caso, podría imaginarse que para Guillén no haya sido un dato menor que su padre haya muerto en 1917, año en que triunfó la Revolución de Octubre en Rusia. Guillén, como muchos hijos de comunistas cubanos de la segunda mitad del siglo XX que agradecieron que sus padres hubieran muerto antes de la desintegración de la URSS, pudo haber sentido como consuelo que su padre no viviera la existencia del primer Estado comunista de la historia. De haberlo hecho -sería la fantasía del poeta- tal vez lo hubiera aceptado.
Para tener una idea del conflicto que el padre liberal pudo provocar en la memoria de Guillén habría que releer el cuento Los héroes (1941) de Carlos Montenegro, editado precisamente en la editorial de La Gaceta del Caribe y el periódico Hoy, publicaciones en las que colaboraba Guillén. En aquel cuento, los veteranos de las guerras de independencia del siglo XIX, liberales o conservadores, que alardeaban de haber peleado con Maceo, Gómez o García, aparecían implacablemente como "ladrones", "cuatreros" y "comedores de huevos fritos".
Nicolás Guillén y el soldado que mató a su padre
Casi
siempre que se intenta reconstruir la imagen del padre en la poesía de Nicolás
Guillén vienen a la mente los versos iniciales de la “Elegía camagüeyana”: “¡Oh
Camagüey, oh suave/ comarca de pastores y sombreros/ No puedo hablar; pero me
gritan/ la noche, este misterio;/ no puedo hablar, pero me obligan/ el perfil
de mi padre, su índice de recuerdo;/ No puedo hablar, pero me llaman/ su
detenida voz y el sonido del viento”.
O
los pasajes de las memorias Páginas
vueltas (1982) en los que el poeta recordaba la amistad política de su
padre, Nicolás Guillén Urra, con el general Justo Gustavo Caballero Arango,
veterano de la guerra del 95 en Camagüey, quien lo nombró coronel; su
levantamiento en agosto de 1906 contra la reelección de Tomás Estrada Palma; su
oposición a la segunda ocupación norteamericana de la isla ese mismo año y su
elección como senador por el Partido Liberal, con el arribo de José Miguel
Gómez al poder.
Hay,
sin embargo, una alusión anterior al padre, en la obra de Guillén, que es la
que encontramos en la dedicatoria al poemario Cantos para soldados y sones para turistas (1937): “a mi padre,
muerto por soldados”. En un cuaderno lleno de guiños a los soldados del
Ejército del 4 de Septiembre, el batistiano por más señas –“abajo estoy yo contigo,/
soldado amigo./ Abajo, codo con codo, sobre el lodo”…; “no sé porqué piensas
tú,/ soldado, que te odio yo,/ si somos la misma cosa,/ yo, tú…”-, Guillén no
vaciló en identificar a los soldados de aquel nuevo ejército, surgido de la Revolución del 33, con los del viejo
ejército del gobierno de Mario García Menocal, que sofocó la revuelta liberal
de 1917 en Camagüey, donde murió su padre.
Un
lector de viejos periódicos, como demostraría ser el autor de El diario que diario (1972), no podía
dejar de indagar sobre la muerte de su padre, involucrado en el movimiento
liberal de “La Chambelona” contra la reelección de García Menocal. Nicolás
Guillén Urra, además de coronel de aquel viejo Ejército y senador de la
República, era un conocido periodista, director de Las dos repúblicas y otras publicaciones liberales, por lo que los detalles
de su muerte fueron reportados en la prensa habanera y camagüeyana.
A
partir de unas notas aparecidas en El
Camagüeyano, periódico conservador, el poeta interpretó que quien había
ejecutado a su padre, cuando el hijo apenas cumplía 15 años, era el cabo Bonifacio
Gandarilla, que dirigió la operación contra el campamento de Guillén
Urra. La información sobre los sucesos de la finca de San Ramón, en marzo de
1917, le daban a entender que su padre y su compañero, el también periodista
liberal Pedro Germán Bueno, no habían muerto en combate sino ejecutados. Sin
embargo, las notas que leyó Guillén y que reprodujo hace algunos años el
periodista José Manuel Villabella no permiten concluir tal cosa.
Villabella
sostiene que la “muerte en combate” de Guillén Urra fue una invención de la
prensa oficial menocalista porque así lo creía el poeta, pero no ofrece
elementos suficientes para demostrarlo. La “muerte por soldados” del padre del
Poeta Nacional ha pasado, en las efemérides oficiales del último medio siglo, a
ser el “asesinato del padre de Guillén” ¿Por qué Guillén se resistía a creer
que su padre murió en combate, si era coronel del Ejército y apasionado
defensor del Partido Liberal y de su Jefe, José Miguel Gómez?
Mientras
no se ofrezcan datos concretos a favor de la tesis de la ejecución, podrá
suponerse que el malestar del poeta comunista con el pasado liberal de su padre
lo llevó presentar a éste como una víctima de la “Pseudorrepública”. Imagen
cuya distorsión podría refutarse fácilmente con una breve antología de los
escritos de Guillén Urra a favor de José Miguel Gómez o del caudillo liberal de
Camagüey, Gustavo Caballero Arango, su padrino político.
La
incomodidad de Guillén con el pasado liberal de su padre no se expresó siempre
de la misma manera. En los poemas del citado cuaderno del 37, por ejemplo, hay
una evidente defensa del rol cívico del soldado en la República, que refleja
muy bien las buenas relaciones que hubo entre comunistas y militares, sobre
todo, en los años 30 y 40, en varias ciudades de Cuba, especialmente las de
provincia. Después del 59, Guillén, como muchos comunistas, acentuó su
antiliberalismo, llegando, lamentablemente, a simplificar el rico sentido
político de su poesía republicana.
lunes, 16 de julio de 2012
La guerra rara: Robert Taber y Guillermo Cabrera Infante en Girón
Una buena prueba de la identificación de Taber con la
Revolución fue el texto “Playa Girón. Réquiem al Imperialismo”, uno de los
artículos más radicales de la serie de varios tomos Playa Girón. Derrota del imperialismo (La Habana, Ediciones R.,
1962). La nota se encuentra en el segundo de aquellos volúmenes, publicados por
la mítica editorial que dirigió Virgilio Piñera, y trasmite una identificación
con la guerra, mayor que la que sintieron algunos intelectuales revolucionarios
cubanos. Decía Taber, por ejemplo, que la “historia registrará las batallas de
la Ciénaga de Zapata como el Waterloo de ese gran poder imperial que son los
Estados Unidos de América”. La intervención de Estados Unidos en Cuba era,
según Taber, el inicio de un traslado de la Guerra Fría a América Latina en el
que Estados Unidos quedaría desenmascarado y derrotado.
Al principio, la guerra le parece un juego: “magnífica
guerra, me dije, con visitas a lugares interesantes y ataques aéreos por la
mañana, y tiempo para salir a almorzar como un antiguo generalote chino”. Luego
ve el horror, la muerte y la sangre.
Es interesante hacer una lectura paralela de la visión de
Taber sobre Girón y la de Guillermo Cabrera Infante, en su texto de calculada distancia, “La
letra con sangre”, en el mismo volumen. Casi todos los escritores afiliados al
suplemento Lunes de Revolución
participaron en los combates de Playa Larga y Playa Girón y escribieron
crónicas o reportajes sobre los mismos. Sus textos en la citada serie, editada por R, han quedado como un buen
testimonio de la adhesión de aquellos escritores al gobierno revolucionario.
Una adhesión que, por varios años, sobrevivió a la clausura de Lunes de Revolución. El texto de Cabrera Infante tiene notables coincidencias con el de Robert Taber:
“Fue una guerra rara. Yo no sé mucho de guerras, pero me
parece que fue una guerra rara: uno se encontraba con el enemigo cuando lo
tenía encima y no lo veía más que en el momento en que lo más probable era que
no lo viera nunca más”.
Como Taber, Cabrera Infante vio muertos:
“Fue entonces que comencé a reflexionar: reflexioné sobre la
guerra, pero no sobre la guerra en abstracto, ni sobre el pacifismo en
abstracto, ni sobre la repetición de las guerras, ni sobre el carácter guerrero
del hombre: nada, nada, nada en esa metafísica de la mierda en que todo se
convierte en ideas, en abstracción sobre abstracción, reflexioné en lo que me
rodeaba: en los amigos, en Cuba, en aquel pobre hombre muerto, la dulce
tarde, en el ruido de la guerra que se alejaba y recordé una frase. Recordé una
frase de Von Klausewitz, un teórico de la guerra, un hombre que pensó mucho en
las guerras, aunque no me gustara todo lo que él pensó sobre las guerras, pero
pensé en ese pensamiento de Von Klausewitz que dice que la guerra es una
continuación de la política de la paz por otros medios. Pensé que tenía razón,
que aquella guerra lo demostraba una vez más: una política rapaz de la paz era
continuada rapazmente en la guerra: el imperialismo voraz entraba vorazmente en
la guerra porque no podía continuar su voracidad en Cuba: los piratas
capitalistas que antes tenían una política miserable, ávida, en la
paz, continuaban esa política con la guerra: el imperialismo yanqui que no
había podido seguir dominando a Cuba por medio de la paz, venía ahora a tratar
de dominar por medio de la guerra. Tan simple como eso….”
Pero no dejó de pensar que fue una guerra rara:
“Fue una guerra rara. Se luchó a lo largo de una carretera,
en un frente que tenía el ancho de la carretera. El enemigo estaba bien armado,
pero no peleó, sino que se retiró a lo largo de la carretera. Había llegado,
habían visto y en 72 horas estaban vencidos”.
miércoles, 11 de julio de 2012
Choque de reputaciones
El último libro del crítico literario y profesor de Georgetown University, en Washington, Joseph Fruscione, estudia la complicada relación entre William Faulkner y Ernest Hemingway. Recuerda el crítico que en 1947, antes de que ambos merecieran el Premio Nobel, en una célebre entrevista, Faulkner aseguró que los mejores escritores del siglo XX norteamericano eran, en este orden, Thomas Wolfe, ya fallecido para entonces, él mismo, John Dos Passos, Ernest Hemingway y John Steinbeck.
En los 40, cuando Faulkner hizo aquella declaración, el autor de The Sound and the Fury (1929) era menos leído y admirado que Hemingway, a pesar de su ya vasta obra. Fruscione sostiene que la principal motivación de Faulkner al poner a Hemingway y a Steinbeck al final de su lista era una suerte de venganza contra dos de los más populares escritores norteamericanos de mediados del siglo. Colocar a un muerto a la cabeza era, además, la mejor manera de establecerse como el primer escritor modernista de su generación.
Pero Faulkner no sólo encontraba una forma indirecta de decir que era mejor que Hemingway sino que situaba a Dos Passos por encima de éste y hasta sugería por qué, a su juicio, el autor de For Whom the Bell Tols (1940) quedaba en ese poco honroso cuatro lugar. El problema de Hemingway, según Faulkner, tenía que ver con la cobardía de las palabras. Aseveración difícil de asimilar para un macho de la escritura como Hemingway: "he has no courage, has never crawled out on a limb. He has never been known to use a word that might cause the reader to check with dictionary to see if it is properly used".
Demuestra Fruscione que esa crítica de Faulkner fue decisiva para la literatura de Hemingway entre fines de los 40 y principios de los 60. El juicio de Faulkner afectó a Hemingway, cuya producción entró en un periodo de taciturna reformulación luego de El viejo y el mar (1952) y el Premio Nobel, paradójicamente cuando su reconocimiento mundial fue mayor. La inseguridad de Hemingway, los devaneos con su propio estilo, sublimados en textos póstumos como las memorias de A Moveable Feast o la novela El jardín del Edén, tuvieron que ver con aquel choque de reputaciones con Faulkner.
En los 40, cuando Faulkner hizo aquella declaración, el autor de The Sound and the Fury (1929) era menos leído y admirado que Hemingway, a pesar de su ya vasta obra. Fruscione sostiene que la principal motivación de Faulkner al poner a Hemingway y a Steinbeck al final de su lista era una suerte de venganza contra dos de los más populares escritores norteamericanos de mediados del siglo. Colocar a un muerto a la cabeza era, además, la mejor manera de establecerse como el primer escritor modernista de su generación.
Pero Faulkner no sólo encontraba una forma indirecta de decir que era mejor que Hemingway sino que situaba a Dos Passos por encima de éste y hasta sugería por qué, a su juicio, el autor de For Whom the Bell Tols (1940) quedaba en ese poco honroso cuatro lugar. El problema de Hemingway, según Faulkner, tenía que ver con la cobardía de las palabras. Aseveración difícil de asimilar para un macho de la escritura como Hemingway: "he has no courage, has never crawled out on a limb. He has never been known to use a word that might cause the reader to check with dictionary to see if it is properly used".
Demuestra Fruscione que esa crítica de Faulkner fue decisiva para la literatura de Hemingway entre fines de los 40 y principios de los 60. El juicio de Faulkner afectó a Hemingway, cuya producción entró en un periodo de taciturna reformulación luego de El viejo y el mar (1952) y el Premio Nobel, paradójicamente cuando su reconocimiento mundial fue mayor. La inseguridad de Hemingway, los devaneos con su propio estilo, sublimados en textos póstumos como las memorias de A Moveable Feast o la novela El jardín del Edén, tuvieron que ver con aquel choque de reputaciones con Faulkner.
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