Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 19 de junio de 2012

Fedra y Aricia




Cuando las pasiones intervienen tan claramente en los asuntos de Estado se hace evidente la estructura literaria de la política. Los británicos casi siempre recurren a Shakespeare, a la hora de ponderar lo poco que ha cambiado el mundo de la política -emocionalmente hablando- desde los tiempos isabelinos. Los franceses podrían recurrir a Racine, a la tragedia Esther o, más claramente aún, a Fedra, para describir los celos entre mujeres en la política francesa. La rivalidad entre Trierweiler y Royal sigue las pautas de aquellos dramas jansenistas del siglo XVII. 





viernes, 15 de junio de 2012

La desaparición de Emma Pérez





 Tal vez exista, pero no conozco un buen estudio sobre las diferencias entre los cánones de la poesía cubana producidos por las antologías La poesía cubana en 1936 (1937) de Juan Ramón Jiménez, José María Chacón y Calvo y Camila Henríquez Ureña y Cincuenta años de poesía cubana (1952) de Cintio Vitier. Deliberadamente, Vitier incluyó más o menos la misma cantidad de poetas -68- que los antologadores de la Institución Hispano-Cubana de Cultura -63-, aunque su lista fue notablemente distinta.
         Con frecuencia se piensa que el principal cambio introducido por Vitier se debió a la incorporación de los más jóvenes poetas de la generación de Orígenes –en la del 37 sólo figuraban Gaztelu, Lezama, Piñera y Rodríguez Santos-, pero, como veremos, no es esa la alteración fundamental que produjo la compilación del cincuentenario. El principal cambio del canon de Vitier, armado sólo quince años después de la antología de Jiménez, tiene que ver con la exclusión de unos treinta poetas cubanos, muchos de ellos, mujeres.
         En la antología de Vitier no aparecieron Dora Alonso, Julia Cárdenas Quintana, Samuel Caldevilla, Julio Carvajal, Tete Casuso, Josefina de Cepeda, Esperanza Figueroa, Ada Gabrielli, Juan M. García Espinosa, Zoila García Fominaya, Leonardo García Fox, Alfonso García Iglesia, José Gómez Sicre, Dalia Íñiguez, Agustín Irulegui, Lukas Lamadrid Moya, Julio Morales Gómez, María Luisa Muñoz del Valle, Emma Pérez, Herminia del Portal, René Potts, Cuca Quintana, Pedro Alejandro Quintana, Mercedes Rey de Garriga, José Rodríguez Menéndez, Mariblanca Sabas Alomá, María Sánchez de Fuentes, Valentín Tejada, Carmela Valdés Gayol, Rosa Hilda Zell y J. L. Zúñiga.
         Había diferencias entre las concepciones de ambas antologías que explican, en parte, dichas exclusiones. A Juan Ramón Jiménez le interesaba una muestra sincrónica, que incluyera a los mejores poetas que estaban escribiendo en 1936 en Cuba. A Vitier, en cambio, le interesaba la obra poética consolidada en el lapso de medio siglo de vida republicana. Casi todas las purgas de este último tenían sentido, dada la baja calidad de la mayoría de los poetas mencionados. Pero hay excepciones. Una de ellas, la poeta Emma Pérez Téllez (1901-1988).
         Pérez había nacido en Cartagena, Murcia, a principios de siglo y había emigrado con su familia a Santa Clara. Desde fines de los veinte, ya vivía en La Habana, cercana a los círculos intelectuales de la izquierda antimachadista. A través de José Zacarías Tallet, conoció en 1929 a Carlos Montenegro, quien cumplía una condena por asesinato en la prisión del Castillo del Príncipe. Montenegro y Pérez se casaron en el mismo año 29, en el Príncipe, en medio de la campaña a favor de la liberación del escritor impulsada por la revista Avance. El autor de Hombres sin mujer (1938) salió en libertad dos años después, en 1931.
         Hasta mediados de los años 40, cuando ambos rompieron con Moscú, Montenegro y Pérez fueron figuras importantes de los medios comunistas cubanos. Fueron redactores de El Resumen, Mediodía, Hoy y otras revistas y periódicos del comunismo insular y se identificaron con la defensa de la República Española y el movimiento sindical. Emma Pérez fue la encargada durante años de la sección “Mi verdad y la vuestra”, en el periódico Hoy, además de escribir varios libros de poesía infantil y varios ensayos notables de historia de la educación y la pedagogía en Cuba, motivados por su experiencia como profesora de esas materias en la Universidad de La Habana.
         La mutación ideológica de Pérez en los 40 podría ilustrarse por medio de dos títulos suyos: Canciones a Stalin (1944) y La política educacional del Dr. Grau San Martín (1949). La poesía de Pérez en aquellas décadas mantuvo, sin embargo, el vanguardismo moderado o el surrealismo de baja intensidad que había caracterizado sus composiciones desde los años 20. Algunos poemas incluidos en la antología del 37 permiten leer un sutil acento Mayakovski en versos como:

Subo a mi hija sobre mis cantos
A que adhiera carteles a los muros…

Le enseño los himnos sangrantes,
La ferocidad de los ejércitos,
La ignorancia de los soldados
De ser hermanos de los que asesinan,
La ira apretada de los mares,
Alrededor de las hurtadas islas,
Los cielos que caerán al agua
Y las montañas que serán destruidas.

Coloco al lado de su cama
El retrato de Yevdokia Korobka
Amamantando a su hijo.

Le fabrico
Unas esperas verticales
(firmes, de hierro) de la tempestad…

O en su “Noción de la muerte de Pablo”, dedicado a Pablo de la Torriente Brau, o en “Tempestad sobre la isla”:

Ráfagas. Secas. Duras. ¡Sopla el viento
Desde lo alto de los Urales!

Fugitivo, el silencio de las ceibas
Arranca crenchas de palmares
Y va a hacerse llamados de alegría
Sobre el tumulto de las cañas.

Ráfagas. Secas. Duras. Como hierro.

El yanqui cierra sus ventanas,
Mientras rompen los puños del estruendo
Los ventanales de las fábricas.

Hay que enderezar cóleras
Y surgen, con sonrisas desenterradas,
Los guajiros del vientre de la tierra…  

Buena parte de la poesía de Emma Pérez en aquellas décadas adoptaba la forma de un diálogo con su madre, Luisa Téllez, y su hija, Emma Montenegro. Un diálogo que a veces se presentaba como conversación imposible, como articulación de palabras en el aire, que no llegaban a su destino en ninguna de las dos generaciones: la del pasado y la del futuro. La poesía infantil de Emma Pérez, que debe mucho a Ismaelillo de José Martí, tiene ese dejo de soliloquio, que también encontramos en la elegía “Contra el amor que no se cansa”, dedicada a su madre:

Donde estoy
No hay praderas de encuentros blandos.
Para advertírtelo hago esta bocina
Con mis dos manos apretadas
Y te lanzo palabras como piedras
Que estrían de sangre oscura el aire….

Fíjate que no voy sobre otros muertos
Con ramos de dalias compradas,
Haciendo altos en despedidas rígidas,
Dejando a mis ojos que viajen
Por caminos de nombres extinguidos,
En intentos de concentrar árboles
Que me protejan con la sombra tuya…

¿Cuándo, cómo y por qué desapareció esta poeta de la historia de la literatura cubana? Como su esposo, Carlos Montenegro, la autora de Elegías por Luisa Téllez (1944) no aparece en el Diccionario de la literatura cubana (1984) del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba. Pero en la más reciente Historia de la literatura cubana (2003), coordinada y editada por la misma institución y concebida, en buena medida, para corregir las ausencias de aquel, tampoco aparece o, más bien, sólo aparece mencionada, una vez, como compiladora de la antología de Cuentos cubanos de 1945.
         Hasta que en años recientes se han interesado en ella Jorge Domingo Cuadriello y Carlos Espinosa Domínguez, quien escribió un magnífico artículo sobre el poemario Isla con sol (1945), sabíamos muy poco de Emma Pérez. Ahora sabemos que para comprender plenamente el sentido de un libro como la novela Hombres sin mujer  (1938) de Carlos Montenegro, hay que leer el poemario Poemas de la mujer del preso (1932) de Emma Pérez. Ahora sabemos que esta mujer escribió un ensayo fundamental sobre las ideas pedagógicas de Enrique José Varona y que todavía en los años 60, separada ya de Montenegro, vivía en La Habana, antes de su exilio a Estados Unidos, donde murió un año antes de la caída del Muro de Berlín. 



jueves, 14 de junio de 2012

El equivocado juicio de José Martí sobre Ramón Meza



Una relectura del prólogo que el dramaturgo y publicista español Manuel Cañete escribió para la edición madrileña de Gerónimo el honrado (1859) de Ramón Piña me hizo regresar a la famosa crítica sobre la novela Mi tío, el empleado (1887) de Ramón Meza (1861-1911), que José Martí publicó en El Avisador Cubano de Nueva York en abril de 1888. Cañete y Martí, desde perspectivas diferentes, se refieren al mismo dilema, a propósito de dos novelas sobre pícaros modernos -¿habría que decir “modernistas”?- en la Cuba del siglo XIX. No por gusto algunos críticos de la época, como Aurelio Mitjans y Enrique Piñeyro leyeron a Piña, y también a Palma, como antecedentes inmediatos de Meza.
            Cañete sostenía en el prólogo a Gerónimo el honrado que Piña había adoptado un estilo moderno, tomado fundamentalmente de novelistas franceses como Balzac, Sand y Sue, para trasmitir una historia concebida en clave de la picaresca del Siglo de Oro español. Pero Cañete no desautorizaba esa operación sino que la creía recomendable para los propios novelistas peninsulares de la segunda mitad del XIX, a quienes sugería, casi, imitar a los realistas franceses, aunque sus obsesiones siguieran siendo las del siglo XVII castellano. Las hipérboles hispánicas debían ser representadas desde el tono racional y realista de la narrativa francesa.
            José Martí se coloca de la misma manera frente a la novela de Meza, aunque proponiendo lo contrario. Martí dice que Mi tío el empleado narra la “historia vergonzosa” de “un país de pillos”, desangrado por la burocracia, la estupidez, la corrupción y el arribismo. Vicente Cuevas, el protagonista, personifica esa pesadilla de “títeres fúnebres”. La realidad de La Habana contada por Meza parece una caricatura, pero esa caricatura, según Martí, no es más que la realidad misma de la Cuba colonial, que Meza cuenta con los instrumentos de la novela realista. A Martí le parece bien esa trasmisión de una “verdad” como “caricatura”, pero no concuerda con la adopción del realismo francés como estilo. La escritura “laboriosa e intensa” lleva a Meza a “defectos de nimiedad y cargazón”, similares a los de aquellos prosistas peninsulares que “ponen en lengua académica, por métodos ingleses y franceses, las cosas de España”.
            Una lectura menos ideológica de Mi tío el empleado nos lleva a concluir que ambos juicios de Martí están equivocados: ni la novela es una caricatura de la realidad colonial cubana ni la prosa de Meza es imitativa o académica. Meza no escribe, como sugiere Martí, como Daumier o Hogart sino como Balzac y Zola. Sus banquetes no son “pantagruélicos” ni sus risas “rablesianas”. Es cierto que el mundo de la picaresca reaparece aquí, pero amoldado a la reconstrucción de una realidad compleja, que el novelista no quiere presentar como “monstruosa”. No todos los personajes de Mi tío el empleado son arribistas: Benigno, por ejemplo, es un burócrata honesto y honrado. La “ignorancia” de Vicente , que Martí enfatiza, no es tal: era más bien la cultura oral, no libresca, de alguien con ortografía deficiente que citaba al Arcipestre de Hita, Raimundo Lulio, Feijoo, Mendoza, Chaide o Sigüenza.
            Aunque no lo aclara, es probable que a Martí le resultara demasiado naturalista o poco modernista la prosa de Meza y que fuera eso lo “académico” que encontraba en el texto. Sin embargo, la descripción de los lugares públicos de La Habana, el puerto, la Alameda de Paula, el paseo del Prado o el café del Louvre, alcanza tonos modernistas y  trasmite el “espectáculo animado y bello” de una ciudad occidental, amigada con el progreso y la felicidad. A mitad de la novela, la primera imagen sombría que Vicente se hizo de la ciudad –“el suelo grasiento de los almacenes, las paredes sucias, húmedas y llenas de telarañas”- ha sido reemplazada por la estampa de un puerto próspero y hermoso.
            Al final, el arribismo triunfa y  el ascenso social de Vicente en La Habana, convertido ahora en Conde Coveo y casado con Clotilde, es contado como el encumbramiento de un Rastignac en el trópico. El encuentro con el mendigo, el viejo oficinista honesto Benigno, a la salida de la Catedral, cierra la trama con una fuerte moralización. Pero el triunfo de Vicente no es narrado por Meza sin identificación o sin cierta satisfacción stendhaliana o napoleónica por el hecho de que un simple empleado de oficina ha conquistado, finalmente, una maravillosa ciudad como La Habana. Martí, evidentemente, no captó o no quiso captar esta ambivalencia, porque la misma lo hubiera llevado a admitir que el anticolonialismo de Meza no era sólido.
           Meza, como es sabido, fue un escritor poco leído en la primera mitad del siglo XX cubano. La generación que lo descubrió fue la de los 50. Lorenzo García Vega lo incluyó en su Antología de la novela cubana (1960) y varios escritores de aquella generación, como Antón Arrufat, Calvert Casey, Mario Parajón y Lisandro Otero, escribieron buenos ensayos sobre Meza, como puede comprobarse en un número extraordinario de la revista Cuba en la Unesco, de 1961, con motivo de su centenario. Sin embargo, como ha señalado Reynaldo González en "La ironía incomprendida", la mayoría de esos buenos ensayos sobre Meza disculpó los errores de interpretación de Martí sobre Mi tío el empleado.

martes, 12 de junio de 2012

El otro Ramón

En la crítica de Antón Arrufat a la Antología de la novela cubana (1960) de Lorenzo García Vega, que mencionamos en el post anterior, el otro novelista del siglo XIX que se echaba en falta era Ramón Piña, nacido en La Habana en 1819 y fallecido en Madrid en 1861. Como Palma, Piña era abogado y dramaturgo. Tuvo una columna en la Revista de La Habana con el título neoclásico de "Leyes atenienses" y escribió varias comedias de temas cubanos y españoles entre los años 30 y 40.
Dos de las novelas de Piña, Gerónimo el honrado (1857) -que apareció por entregas en la misma Revista de La Habana, dirigida por Rafael María de Mendive y José Quintiliano García, y que ha sido recientemente rescatada por Nabu Press- e Historia de un bribón dichoso (1860), llamaron la atención de Enrique Piñeyro, tal vez, el crítico literario más profesional del fin de siglo XIX cubano. Valdría la pena reconstruir el lugar de Piña y Palma en la historia de la crítica literaria cubana, con el propósito de comprender mejor sus exclusiones de la antología de García Vega.
¿Por qué, cuándo y cómo deja de ser referencial un novelista o un poeta son preguntas que rondan todas las literaturas nacionales? Con frecuencia, el juicio favorable de algún célebre contemporáneo, cubano o extranjero, como Domingo del Monte, Rubén Darío o José Martí, fue suficiente para ubicar a un autor de la isla en el canon. En los casos de Palma y Piña ni siquiera encontramos esas autorizaciones.
Martí, por ejemplo, que muchas veces es equivocadamente leído como cumbre de la crítica literaria cubana del siglo XIX, no pareció interesarse en ninguno de los dos, como tampoco llegó a comprender la grandeza de Cirilo Villaverde, a quien apenas menciona en sus obras, o de Ramón Meza y Julián del Casal, dos contemporáneos suyos a los que sí leyó y comentó. Los defectos de "nimiedad y cargazón", que Martí vio en Meza, estaban más pronunciados, como observara Virgilio Piñera, en Amistad funesta que en Mi tío el empleado.

viernes, 8 de junio de 2012

Antón Arrufat sobre Ramón de Palma


Alguna vez destacamos aquí el sentido arqueológico que Antón Arrufat otorga a sus prosas sobre crítica o historia de la literatura cubana. Hay en Arrufat una cada vez menos frecuente relación familiar con los escritores cubanos de los dos últimos siglos. Una relación que, por ser filial, es más exigente o exclusiva.
En el trato con la tradición literaria cubana, Arrufat es un continuador de Virgilio Piñera, quien pensaba que la nómina de "grandes poetas" del siglo XIX debía reducirse a doce y esos doce, tal vez, a uno, Julián del Casal, "el único entre ellos con algo parecido a un plan poético". En una conocida y dura reseña de la Antología de la novela cubana (1960) de Lorenzo García Vega, aparecida en Lunes de Revolución, Arrufat sostenía que sobraban  muchos novelistas en la misma y, a la vez, faltaban unos pocos.
Uno de los que faltaba en aquella antología, según Arrufat, era el poeta y cuentista habanero Ramón de Palma y Romay (1812-1860). Abogado y redactor de importantes publicaciones de la ciudad, como El Plantel y El Álbum, Palma fue, además, autor de la rara novela El ermitaño del Niágara, aparecida por entrega en el Diario de la Marina en 1845, al año siguiente de la fundación de este importante periódico cubano.
Hace unos días, en el Colegio de San Gerónimo de La Habana, Arrufat volvió sobre la figura de Palma, en una conferencia con motivo del bicentenario del escritor habanero. Reproduzco con su consentimiento dicha conferencia, en la que se plasma esa poética de la tradición, distintiva de la crítica literaria de Arrufat.   




Fin de la Pascua o triunfo de la censura.

Antón Arrufat


Podría decirse que Ramón de Palma no tuvo la vida que merecía, que la suerte no lo acompañó, y que después de su muerte, acaecida a los cuarenta y ocho años, se convirtió en mala suerte póstuma. No intento llamar la atención sobre este escritor utilizando recursos melodramáticos o el encanto de lo patético. Es inevitable, no obstante, que ciertas vidas  causen una singular desazón, la que provocan hechos inconclusos, mutilaciones, las existencias desdichadas… Al final y en rigor ¿qué cosa es tener mala suerte?  O con mayor exactitud, en el caso de Palma, ¿en qué consiste la mala suerte para un escritor? ¿Por qué alguien no tiene la vida que merece?

                       Palma nace en una familia venida a menos. A los cinco o seis años de edad, muere su padre, abogado de renombre, con clientela, pero que no deja tras de sí bienes de fortuna. “En una mala escuela—cuenta Anselmo Suárez y Romero—aprende las primeras letras” Toma luego lecciones de latín, algo de filosofía, y por último se ve obligado por las circunstancias a seguir el ejemplo de su padre difunto y estudiar para abogado, profesión que detesta. A tan riguroso desdén lo califica Anselmo Suárez, quien fue su amigo y, por habitar en dos casas habaneras contiguas, pasan juntos muchas horas del día, de “una repugnancia invencible.”

                       Los abogados que aparecen en sus textos no son vistos con buenos ojos. En su relato, El cólera en La Habana, uno de sus personajes, el licenciado Osorio, licenciado en jurisprudencia, recibe de parte del narrador numerosos epítetos despectivos, “abogado ramplón”, “picapleitos”, y en descargo de su “incapacidad forense” nos cuenta que emprendió dicha carrera sin vocación, que le interesa más la cocina y los buenos platos que las leyes, como a Ramón de Palma le interesa más la literatura que el foro. El retrato del Licenciado Osorio se cierra con una confesión, entre humorística y doliente: “la había errado”.
                      
Es lícito pensar que Palma escribe esta confesión singular de un hombre equivocado, como conclusión personal de su propia vida. Haberla errado para él significa una severa mutilación: sentir que entrega su tiempo, el tiempo de su realización personal, a un oficio que no le interesa ni posee vínculo alguno con su vocación original, y que tan sólo le sirve para subsistir, y dado el desánimo en ejercitarlo,  subsistencia no muy gratificante.
                      
Antes de vestir la toga y aceptar clientes o litigantes, cree que si trabaja y se pone en serio a escribir ganará algún dinero. Tal ganancia, completamente hipotética en una sociedad “donde las letras son miradas con general indiferencia”, como observa Suárez y Romero, legitimaría ante su familia y amigos su vocación de escritor. Muy joven inicia la publicación de poemas  y artículos.  En un pequeño cuaderno aparece una colección de octavas reales bajo el título Atributos a la hermosura. 1833. Cuenta veintiún años de edad.
                      
Toda la obra que Palma escribe es obra de un adolescente o de un joven recién salido de la adolescencia. No tuvo años de madurez, no envejeció. En las primeras décadas del 19 es lo que se espera de un joven escritor: romántico con dejos positivistas, provocador, afanoso de construirse una identidad dentro de la invención de un país que no existe como nación independiente, partidario de las representaciones teatrales, gustador de  paseos y bailes, inclinado a la escritura y la experimentación en todos los géneros literarios conocidos, asistente asiduo a los cenáculos y fundador de publicaciones efímeras, apasionado por la biografía de héroes medievales, vehementemente erótico a distancia.
                      
Dos de sus amigos, el ya citado Anselmo Suárez y Pedro José Guiteras, quienes lo admiran como escritor, coinciden en describirlo de modales desembarazados y voz varonil y acentuada, la boca de labios fruncidos, mediana estatura y cuerpo musculoso. Asiste al gimnasio, y como hijo de familia respetable, practica la equitación y la esgrima. De bruscas respuestas y salidas de tono, inesperadas melancolías, discutidor y exaltado, capaz de retar a duelo a cualquier contrincante. Ha empezado a quedarse calvo -- como lo muestran los retratos. Lo que solamente sus dos amigos insinúan y estos retratos manifiestan con claridad: sin duda es un hombre feo.         
                      
Tiene por la poesía una pasión juvenil. Aunque alcanza a darse cuenta de que sus versos valen poco, a veces los llama “mezquinos”, insiste en escribirlos y lo único que recoge en vida en tres libros, Aves de paso, Melodías poéticas y Hojas caídas, publicados con urgencia, uno tras otro, entre cortos años de separación, 41,43, 44, cien poemas en total, tres libros de los que solamente interesan hoy a la posteridad sus prólogos que forman una poética personal, amargos, lúcidos y sombríos, en los que este hombre, de sensibilidad inteligente, descarta la posibilidad de la misión social del poeta, misión que incesantemente  preconiza su amigo Domingo del Monte, a quien Palma pareció siempre estar unido, por una poesía de confesión personal, capaz solo de entretenernos, semejante al vuelo de las aves de paso.
                      
Romántico empedernido, experimenta sin embargo los peligros de su escuela, con su irónico sentido del humor, burlándose intenta sortearlos con algunas rigideces neoclásicas o contenciones realistas, polemizando públicamente en contra del romanticismo, afirmando, en forma de singular castigo o flagelación espiritual, que ha pasado, que es escuela envejecida, que se trata de imitaciones de un estilo demodé,  sorprendente afirmación desmesurada, hecha en 1838, en las páginas de los diarios habaneros, tan solo ocho años después del escandaloso estreno de Hernani en Paris, del chaleco rojo de Théophile Gautier, cuando el romanticismo se halla en el esplendor de su influencia casi planetaria.  
                      
Sus poemas, contaminados por un erotismo anhelante, aunque no le dan las cantidades que necesita para sobrevivir, en cambio le crean cierto renombre de poeta. En todo caso la poesía mediana ha contado con lectores entusiastas y de inmediato olvidadizos. (Menéndez y Pelayo considerará su extenso poema “El fuego fatuo” como una pieza magistral.) No obstante esta confusión, su auténtica magnitud y osadía artística ha de manifestarse en sus textos en prosa, ensayos y ficciones, en singulares y deliciosos artículos estructurados como pequeños relatos, y en su capacidad y pasión como editor literario. Tres publicaciones importantes funda, dirige solo o codirige, en ocasiones a la vez: Aguinaldo habanero, El Álbum, El Plantel.
                      
Como si fuera también un impresor llega temprano al taller, pasa las horas del trabajo, revisa, compone eligiendo el tipo y tamaño de las letras, lee en voz alta el texto, persigue las erratas, selecciona ilustraciones y viñetas, y escoge el lugar donde han de aparecer, se inclina sobre la página compuesta con la avidez de quien espera cierta especie de confirmación, no solo literaria, al mismo tiempo y en mezcolanza, económica, oliendo el olor a plomo caliente y oyendo el ruido de la impresora manual. Estas empresas editoriales resultaron ilusorias, eran eso, una ilusión ardiente y una fría decepción final. Duran unos meses, a veces un año, a veces tan solo dos.
                      
De las tres que Ramón de Palma publica como editor, El Álbum es la más importante. Revista de pequeño formato, en octavo, de treinta y cuatro páginas, muy del gusto romántico, impresa en los talleres de la calle Villegas y después en los de Obispo, el año clave de 1838, en buen papel español. En los ejemplares que se conservan, se mantiene resistente y sin perder su blancura original. La impresión modesta, encuadernado a la rústica, encantadora edición, breve y juvenil. Por su tamaño, por su nitidez, parece apropiada para las manos de una muchacha, y ciertamente, son las jóvenes — las que saben leer en esos años de analfabetismo femenino—, quienes mayor consumo hacen de El Album.

La publicación dura un año. Se publica mensualmente, sin día determinado. Cada número con una portada idéntica, un recuadro a línea, el nombre de la publicación y del editor,  fecha y lugar de impresión. Para cada mes, no obstante, varia el color de la portada. Un rosa en mayo, verde en agosto, para septiembre ocre, un amarillo en enero. Cuatro reales la suscripción. Cada número lleva una lista de  suscriptores. Al parecer les complace encontrar sus nombres y títulos académicos en esas listas,  y Ramón de Palma no es remiso en halagarles la vanidad. Además, seguramente la aparición impresa de ciertos nombres otorga prestigio a la publicación. La suscripción costea en parte los gastos —El Album, según carta de González del Valle, no pudo pagar derechos de autor—  permitiendo a estas publicaciones literarias durar cortos períodos. Los editores ponen de su propio peculio —el que  pierden a la postre— y los mismos escritores que publican en sus páginas.  Suárez y Romero, desde su ingenio Surinam, remite los cuatro reales de la suscripción a El Album, donde a la vez aparecerá una de sus primeras narraciones, Carlota Valdés. La mayoría de los suscriptores pertenecen a la clase media, profesionales, médicos con aficiones literarias, jurisconsultos y profesores de colegio. Llega a contar 438 suscriptores. El ejemplar, con el nombre del suscriptor en el sobre, quien abonará el importe al recibirlo, se envia individualmente con un mandadero a su casa. Los no suscriptos pagarán seis reales, es decir, dos reales más.  
                      
El Album es una publicación minoritaria, en un país donde las clases altas no se preocupan en demasía por la literatura y el pueblo, compuesto en su mayoría de esclavos que no pueden leer ni escribir, tampoco ha de  permitirse tal preocupación. En ciertas casas, familias de moderados ingresos celebran tertulias, se lee en voz alta y se recita, y las muchachas tocan el piano. Estas jóvenes —las vírgenes del romanticismo— que viven virtualmente encerradas,  son lectores potenciales de revistas y sobre todo de novelas en folletin. Los relatos de cierta extensión aparecidos en El Album se imprimen con interrupciones, siguiendo en algo esta forma periódica. En la  correspondencia de Carlota Milanés con sus hermanos José Jacinto y Federico, se describe la actividad de estas tertulias domésticas y el interés  de algunas señoritas por la lectura.
                      
En verdad, tras esta apariencia deliciosa, llena de encanto e ingenuidad, tras estas páginas de blanco papel y delicadas viñetas, se oculta la acción implacable de la censura. Ya antes, siempre antes, previamente a la aparición de El Album , antes de que pudiera imprimirse y venderse, Ramón de Palma, por orden de la ley, deberá obtener, tras largas gestiones en las oficinas gubernamentales y mediante el pago de una fianza, la necesaria licencia del gobierno colonial. Se le ha dado a firmar un documento en el que promete y se abstiene, para que su revista pueda circular entre subscriptores exclusivamente, de ocuparse de temas políticos o reflejar inquietudes sociales, solo “amena literatura.” Obtenido el permiso de impresión, el editor de El Album  se compromete a entregar al censor, con quince días de anticipación y en pruebas de imprenta, los materiales que se propone imprimir.
                      
El señor suspicacia, como llama al censor González del Valle, sentado tranquilamente en su oficina, con un implacable lápiz rojo tacha uno tras otro los materiales donde descubre siniestras intenciones en cualquier juego de palabras, alusiones que considera inmorales, irreligiosas o subversivas. Así obliga a componer varias veces cada número, encareciendo el costo de la impresión y atrasando la salida, hasta forzar lentamente a que desaparezca arruinado.  En una estremecedora carta remitida a Domingo del Monte, le da cuenta Ramón de Palma de estas vicisitudes con la censura previa, con el lápiz rojo del censor, sus contratiempos y disgustos, “aunque nadie aquí se halla excento de ellos”,  “pierdo días de trabajo”, pero “después vuelvo a la tarea como las hormigas.” Y de pronto concluye con esta observación oscuramente desolada: “aunque no puedo escribir lo que quisiera –le confiesa Palma a su amigo-, también es verdad que tampoco escribo lo que no quiero.”
                      
La censura ha servido, entre cosas infames, para dañarlo como escritor. Las publicaciones que funda, en las que invierte dinero, al cabo de unos meses, dos años cuando más, fracasan y van a la quiebra. Cada uno de estos fracasos lo aproxima al ejercicio detestado de la abogacía. “¿Qué he de hacer, amigo mío? ¿Qué he de hacer? Es preciso vivir.” Todas estas publicaciones –dice Enrique Piñeyro en su biografía de Zenea—miradas con desconfianza, sus redactores eran hijos del país, “vegetan a manera de hongos, calladamente y en la sombra.” 
                      
 No conozco una historia cubana de la censura. Quizá nadie entre nosotros la ha escrito. La censura previa es un mecanismo destructor inventado por la administración colonial española. Flaubert y Baudelaire, por Madame Bovary y por Las flores del mal, acusados de ultraje a la moral pública y religiosa y a las buenas costumbres son objeto de un  proceso judicial y llevados ante los tribunales, en siglo 19 francés. Pero sus obras están impresas, la de Baudelaire en forma de libro y la novela de Flaubert en varias entregas de la Revue de Paris, y circulan entre los lectores. La censura previa impide que la obra aparezca tal como ha sido concebida y escrita, la tacha desde antes, y nadie, ningún lector, podrá conocerla como es originalmente. El censor ofrece su versión expurgada, los originales casi nunca serán encontrados. Este hacer y rehacer sin duda daña y enferma al escritor. Desde antes de encontrarse con el censor, Ramón de Palma violenta su escritura, inhibe ciertas partes, presiente que el censor levantará su lápiz rojo y dirá con todo el poder del gobernador general y del ejército español en su voz: “esto no, Palma, esto no va”, y el lápiz color sangre irá escribiendo otro texto, un texto casi conjunto, espuria mixtura, que solamente será firmado por Palma, cuando en rigor podrían firmarlo los dos. Toda censura previa engendra en el escritor la enfermiza autocensura. Sus textos vacilan, en el momento de escribirse, buscando aquello que el censor tal vez aprobaría, censurándose de antemano, en busca de las palabras menos reveladoras.
                      
Del silencio de la historiografía cubana acerca de la previa censura, de esta manía escapista, de este afán de huir que todos tenemos al volver la cara ante los problemas graves que nos hacen año, que nos rebasan, como la esclavitud y su influencia nefasta  en nuestra manera de vivir, de tratar a los niños y a las mujeres, casi nadie parece haberse ocupado. De eso no se habla, y volvemos el rostro en busca de un lado más ameno, incluso bucólico.
                      
Hacia el final del siglo 19, el gran escritor Ramón Meza es quien ha de ocuparse en fragmentar este silencio, volver la cabeza hacia lo feo de nuestra historia y de nuestra herencia: referirse al oscuro asunto de la previa censura en el Examen a la obra póstuma de Aurelio Mitjans, escrito en 1891. “La odiosa tarea que le estaba encomendada --a la censura previa y su equipo, integrado por varios seglares y presbíteros--, ha sido tan funesta en nuestra producción literaria que su estudio resulta digno de la mayor amplitud.”Destinada a reprimir la libertad del pensamiento y de la imaginación, la previa censura, sin principio fijo ni criterio literario, fue un instrumento al servicio de un gobierno despótico e intolerante, temeroso siempre de que en Cuba ocurriera cuanto había ocurrido en el resto de América Latina.    
                      
No es posible ignorar, durante la lectura de una obra escrita en estos años aciagos, que antes han sido juzgadas y cortadas por el censor español. José Antonio Echeverría, en una carta dirigida a Milanés el 18 de octubre de 1837, estampa esta confesión de impresionante impotencia: “estamos condenados a callar y a hacer versitos de amores.” Encuentro en la Revista histórica..., publicada por  Escoto la sentencia relampagueante del español Francisco P. Mellado que aquí cito: “la pluma del escritor y la del censor son como el cuerpo y su sombra: una crea, la otra borra”
                      
¿Qué ha borrado el censor en los varios textos notables de Ramón de Palma que aparecen en las páginas blancas y resistentes de su atractiva  revista El Álbum? Imposible saberlo. No hay más que lo que vemos impreso. Tanto me hubiera gustado encontrar el original de Una Pascua en San Marcos o de un Lance de honor, las primeras pruebas de imprenta, mirar el trabajo oculto del censor, las tiras pegadas, las tachaduras y las desgarraduras nerviosas, las marcas color de sangre de su lápiz. De algo puedo estar seguro, estoy ante una obra mutilada, como si estuviera ante una estatua a la que le han cortado la cabeza o los brazos. Por supuesto, leer con la inquietud de que algo falta, es uno de los más recónditos y perversos triunfos de la censura: no sólo  censurar al autor,  sino que, retrospectivamente, ha censurado a su lector futuro. 
                      
Después de padecer que el censor pusiera las manos en sus textos con el propósito de esterilizarlos, volverlos inofensivos y pueriles, a Ramón de Palma, hombre de extraña mala suerte, iba a tocarle una  imprevista conmoción en la pequeña ciudad letrada de La Habana, producida por uno de sus propios relatos, Una Pascua en San Marcos. En verdad, más que una conmoción pública --aparecen en la prensa habanera solamente dos artículos polémicos, uno en contra y otro a favor--, se trata de una grave conmoción privada. Varias cartas se hallan recogidas en el Centón epistolario sobre la inmoralidad que representan las dos protagonistas femeninas de Una Pascua, otra en que Félix Tanco, por interpósita persona, en este caso Domingo del Monte, amenaza a Palma con escribir para un periódico una violenta crítica con que darle “una zurra que cause misterio” (Expresión que nunca he entendido a qué se refiere.) Hay otras cartas sucesivas con opiniones favorables, como la de Milanés y la de José Luis Alfonso, y adversas como la de Rafael Matamoros.
                      
La reacción más tumultuosa y reveladora radica en la carta que remite Lorenzo de Palma, uno de sus hermanos. Alguien ha usado la expresión “familiares atribulados”  Lo cierto es que dicha carta, escrita en un tono contenido y en apariencia suplicante, el tono de quien pide un favor y  oculta a la vez un profundo disgusto, evidencia que no hay tal tribulación familiar, y que en su lugar se ha producido un serio disgusto, un dramático pleito doméstico, que los implica a todos, entre ellos a la propia  madre de Palma. A uno le parece oír  en la carta del hermano ofendido, las reconvenciones, incluso los gritos que se produjeron en la  casa de los Palma, tras la lectura del artículo y principalmente del relato. Reproches por abandonar los estudios de derecho, para dedicarse a la literatura, que no da dinero con el cual ayudar a la debilitada economía familiar y no solo esto, que produce graves disgustos y escándalos públicos que atentan contra el buen nombre de la familia, contra su honra. La carta se refiere a  “defectos que se advierten en dicha obrita”,  por desgracia tan graves que “ruborizan a los que están ligados a su autor”.  Menciona lo que han sufrido con el “justo reproche que sobre sus faltas le ha dirigido el articulista que se firma Amaranto” (Seudónimo de Manuel Costales.)  Han soportado el cargo gravísimo  y merecido que se le acaba de hacer a uno de los miembros de la familia. Después la carta menciona los extravíos de la imaginación,  novelita de vituperable. Sin duda la carta no está escrita por Palma. Del Monte complació a la familia e interpuso su mediación: Félix Tanco no escribe el artículo con la misteriosa zurra.
                      
Lo que más sorprende y más ruido hace es el silencio de Palma. Nunca, en lo adelante, mencionará este asunto, ni la conmoción ni la reacción de su familia, ni por escrito ni en carta a los amigos. Permanecerá callado. Cuando El Album deja de publicarse por falta de dinero y por la acción perversa de la censura previa, Palma abandona la casa y emprende en un barco un viaje a Matanzas, donde ha de residir por más de dos años, dispuesto a ganarse la vida como profesor de un colegio de segunda enseñanza.
                      
Se encuentra en el Centón Epistolario una carta, escrita desde aquella ciudad, el 31 de julio de 1841, que no he podido leer sin un estremecimiento. Enterado de que Domingo del Monte hará un viaje al Norte, le pide en ella que le deje su puesto, “quedar de sustituto de usted”, dice, en la secretaría de la empresa de Cárdenas, si acaso le merece estimación, “encarecerle las ventajas que me proporcionaría ese destino, sería decirle todas las cosas que usted debe presumir; solo me contento con manifestarle que saldré de esta malhadada tierra, donde me ha cabido tan mala suerte que he estado a punto de perder el juicio”. Sin embargo cree que su estrella es tan mala que seguramente le ha hecho llegar tarde llegado en su petición. Reproduzco a continuación el párrafo que más me conmueve, se refiere a la posibilidad de que exista alguna objeción para dejarle el puesto mientras dure  viaje de del Monte, “ y por lo que hace a la letra —promete como un niño necesitado--, espero tenerla buena dentro de quince días, de lo cual podrá usted juzgar por la presente, aunque no sea bonita, es bastante clara y limpia, que es cuanto se requiere.”

                       Me queda por citar de esta carta doliente una triste comparación: “si es verdad que va usted a viajar y que no tiene ninguna pena que le perturbe el placer de vagar libremente por esos mundos, yo lo contemplaré como el pájaro que mira desde su jaula al que vuela en libertad por el espacio. Pero ya es tiempo de renunciar a las ilusiones y de entrar con resignación por el carril que a cada uno le ha señalado la mano de Dios: el mío es áspero y continuado, pero lo seguiré con calma hasta su fin.”
                      
La respuesta del amigo amantísimo a esta petición con visos de irrealidad, no la sé, no la he encontrado. Domingo del Monte permanecerá cuatro meses viajando por el Norte, vagando libremente por esos mundos Al cabo de un tiempo, el pájaro preso que lo contempla desde su jaula, regresa a La Habana, a la jaula de su casa. Con calma seguirá por su carril, de continuada aspereza, hasta el fin. 
                      
Otra decisión ha tomado: por largo tiempo, siete años en total, no escribirá un nuevo relato. Publicará deliciosos cuentos en forma de artículos o artículos a la manera de un cuento, mezclando ambos géneros, “Un día de sur”, “Horas de la vida” Terminará sus estudios de jurisprudencia y vestirá, al fin, la toga de abogado. La legitimación espiritual y económica que la literatura podría haberle ofrecido, según él esperaba, al parecer no ha de llegarle. 
                      
Hasta aquí cuanto he podido decirles. Poco se sabe, poco sabemos, poco sé sobre la vida de este escritor.  En una sentencia que me complace citar y que a cada rato viene a mi boca, dice Stevenson que el encanto es una cualidad del escritor. Sin encanto no hay literatura que valga la pena.
                      
El hecho de que Ramón de Palma permanezca en nuestras letras como un joven que abandona la escritura a los treinta y tres años, que se considera de mala suerte y guiado por una mala estrella, le otorga,  al menos para mi, un encanto perdurable. Es lástima que Cira Romero no se decida a recopilar toda su obra, es lástima de que de aquellos cuatro tomos, organizados en 1861, a un año de su muerte,  solamente se publicara uno con sus poemas y los demás se perdieran. En los otros tres  se hallaba lo mejor de su obra. Es lástima. ¿Acaso esto aumenta su encanto?
    
                        Gracias por escucharme.


lunes, 4 de junio de 2012

García Vega sueña a Martí en el Derby de Kentucky

No hace mucho glosábamos aquí el comentario que, en su libro Cuerdas para Aleister (2005), hizo Lorenzo García Vega sobre el pasaje del libro inconcluso, En La Habana, de Raymond Roussel. Lo que no decíamos entonces y vale la pena recordar ahora, que García Vega ha decidido no despertar, es que en otro momento de ese mismo libro, el escritor cubano confesaba darle vueltas al argumento de una novela, en el que se mezclarían el suicidio de Roussel en un hotel de Palermo y la muerte de José Martí en Dos Ríos.
García Vega aspiró siempre a la novela. Luego de Espirales del cuje (1952), su única novela publicada, el motivo persistente de sus ejercicios narrativos, como se lee en el libro de relatos Cetrería del títere (1960), fue la búsqueda de la novela inasible. Con el tiempo, García Vega pareció habituarse a la confesión de argumentos de novelas que emergían en los sueños. Una de esas novelas imposibles contaría la historia del suicidio de Raymond Roussel en Palermo y la caída de José Martí en Dos Ríos como "dos muertes de un solo tiro".
Recordaba García Vega que Martí era un buen jinete y que el caballo que montaba el día de su muerte no era blanco. Si el Apóstol era buen jinete, capaz de montar cualquier caballo, podía ser imaginado como un jockey: "Martí pudo ser un jockey, con su gorrita, con su uniforme, cabalgando en el Derby de Kentucky. ¿Lo ven? Martí corriendo como un toro. Martí avanzando y avanzando. Martí llegando a la meta y... En el mismo momento, cuando está al llegar, lo matan en Dos Ríos".

Y agrega:

"Así, así tiene que ser esta novela que escribiré. Al llegar, con el caballo, Martí y, entonces, tomándole la delantera Raymond Roussel, quien se mata en el Hotel de Palermo. Dos pájaros de un solo tiro, como dijo la vieja solterona. ¡Que prosiga la novela!"

martes, 29 de mayo de 2012

Los intelectuales y la democracia

La democracia en Estados Unidos, como en cualquier país avanzado del planeta, está sometida a la constante exposición y crítica de sus límites. En el último número de The New York Review of Books pueden leerse dos interpelaciones de las libertades públicas en este país que, sólo en apariencia, están desligadas. John Paul Stevens reseña con ambivalencia el libro de Jeremy Waldron, The Harm in Hate Speech (2012), y concluye que hay dilemas, como la regulación del lenguaje ofensivo en el debate público, que, aún cuando no encuentren solución satisfactoria en el poder judicial, deben permanecer bajo el escrutinio permanente de la polémica. David Cole, por su parte, es claramente adverso a la defensa de la "presidencia imperial" -término usado, para contextos diferentes, por Arthur Schlesinger Jr. y Enrique Krauze- que cree leer en el reciente volumen The Executive Unbound. After the Madisonian Republic (2012) de Eric A. Posner y Adrian Vermeule. Cole no acepta, con razón, ningún tipo de legitimación del desequilibrio de poderes y de abandono del sistema de contrapesos y balances, heredado del republicanismo madisoniano, justificado por razones de seguridad nacional.
Aunque no lo parezca, como decíamos, ambos asuntos están relacionados. Los límites judiciales al lenguaje del odio en la opinión pública y la construcción de situaciones de amenaza a la seguridad nacional, desde la cual se justifica la concentración de poderes en la presidencia de Estados Unidos, son procesos imbricados, como ha podido comprobarse desde los primeros años de la pasada década. Estos libros y estas reseñas son, además, una buena muestra de la mejor manera en que los intelectuales de un país pueden involucrarse en los debates de sus problemas nacionales. Ante el ascendente discurso de descreimiento en torno al rol de los intelectuales en el siglo XXI, que se expande en otras latitudes,  Waldron y Stevens, Cole y Posner, dan una lección atendible sobre el rol de las ideas en las democracias contemporáneas. Ideas, de más está de decir, no concebidas para legitimar acríticamente un orden establecido sino para perfeccionarlo o, en el mejor de los casos, transformarlo.