La galería Acquavella en Manhattan ha abierto esta muestra de bocetos, dibujos y algunas pinturas de Lucian Freud, el artista figurativo británico, nieto de Sigmund Freud, discípulo y amigo de Francis Bacon, fallecido el año pasado. La exposición no acoge los mejores retratos de Freud, pero sigue un enfoque escrupulosamente cronológico que permite reconstruir la biografía visual del pintor.
Algunos estudios de fines de los 30 y principios de los 40, cuando Freud era muy joven, trasmiten su temprana afición por el rostro de la muerte. Las aves y los monos muertos o petrificados -un dibujo titulado "Birds in Tree", de 1930, cuando Freud sólo tenía 8 años, muestra unos pájaros que parecen más disecados que vivos- son una constante en aquellos años.
Ya desde fines de los 40 y principios de los 50, y hasta el final de su carrera, los retratos de Freud privilegian el momento de la desconexión del sujeto con la realidad. Le interesan las caras de los dormidos y los lelos, los absortos y los muertos. Había en Freud un deliberado deseo de captación del umbral entre la vida y la muerte que podría ubicarse en el sueño o el ensueño.
Que fabricara esa expresión con sus modelos no es raro. Lo aterrador es que lograra captarla en sus propios padres. En los primeros dibujos de su madre, en 1940, ya se percibe esa búsqueda de la mirada perdida, enajenada. El retrato del padre de 1970 puede ser lo mismo de un muerto que de un dormido. Un óleo sobre su madre, no incluido en la muestra, resuelve el dilema de la representación de la madre muerta por medio de la lectura.
La mirada de quien lee estaría, para Freud, cerca de la mirada de quien duerme. Hay una curiosa similitud, por ejemplo, entre los músculos relajados de las caras que se observan en "Head of a Woman" (1970) y "Bella" (1981): la primera, absorta; la segunda, dormida. Algo parecido sucede con el rostro del Barón Goodman, retratado por Freud en 1985: la cara de un lector o de un muerto.
Libros del crepúsculo
viernes, 18 de mayo de 2012
jueves, 17 de mayo de 2012
Al pie de Pushkin
Una docena de escritores rusos encabezaron el fin de semana pasado una marcha de miles de personas contra el gobierno de Vladimir Putin. Algunos de ellos, como el popular escritor de novelas policiacas, Boris Akunin, o la dramaturga y cuentista Liudmila Ulítskaya, provienen de la última generación soviética, pero otros, como el poeta, ensayista y narrador "político" -así se define-, Dmitri Bykov, nacido en 1967, pertenecen a la nueva generación, que emergió luego de la perestroika y la glasnost y que comienza a posicionarse frente al autoritarismo de Medvedev y Putin. Autor de ensayos y biografías sobre Gogol y Pasternak y de novelas como Justificación (2001) y Ortografía (2003), en las que ha recreado el periodo estalinista y otros momentos del pasado soviético, Bykov defiende el derecho a la protesta pública en las calles de Moscú. En esta entrevista en Babelia es posible leer lo importante que sigue siendo para Bykov salvar lo mejor de la insurgencia civil de los 80 en contra del comunismo y proyectarlo en la oposición al autoritarismo actual. La "revolución" a la que se refiere Bykov no es la de Octubre de 1917 sino la de la lucha callejera contra el estancamiento soviético en aquellos años. Sigue viva en Rusia esa tradición y, a pesar de todo, hay allí un público y una plataforma mediática para la acción política de los escritores.
martes, 15 de mayo de 2012
Dilema canadiense
Al leer esta nota de la poeta Margaret Atwood sobre la última novela de Clark Blaise, The Meagre Tarmac, el lector latinoamericano se ve colocado frente a un traslado diáfano del dilema Ariel o Calibán al mundo intelectual canadiense. Un traslado que no pasa por la aduana de la rígida localización latinoamericana de la antinomia shakespereana, de Rodó a Retamar, y que en una región también fronteriza de Estados Unidos, replantea del dilema desde la tensión universal entre nacionalismo y cosmopolitismo.
Atwood, poeta canadiense, reseña a Blaise, escritor nacido en Fargo, North Dakota, como novelista canadiense. La poeta nacionaliza al narrador, para luego leerlo en clave transnacional. Los padres de Blaise, dice Atwood, eran protestantes cadanienses que emigraron a Estados Unidos y él se casó con la india Bharati Mukherjee y se instaló muy joven en Quebec. Desde esta ciudad, Blaise se ha empeñado en vivir una vida multilingüe y viajera, que lo ha desplazado del francés al alemán y de éste, de vuelta al inglés, de Montreal a Australia y Nueva Zelanda y de aquí, a la India. Entre la atadura quebequense a la tierra y la flotación cultural sobre aquellas comunidades oceánicas, se debaten las ficciones de Blaise.
"Blaise is probing his core question: Is it better to be Caliban, of the earth, earthy, with deeply felt territorial passions, or Ariel, of the air and rootless? Can one be both?"
viernes, 11 de mayo de 2012
Deleuze, Badiou y los límites del antagonismo
Pocos pondrán en duda el rol de la guerra y la confrontación en cualquier cultura. Desde ideologías disímiles, Michel Foucault y Harold Bloom convergieron en la ponderación del antagonismo dentro de las representaciones culturales contemporáneas. La guerra es el punto de partida de las genealogías y las tradiciones intelectuales y el mecanismo que facilita la proyección de los afectos en una esfera tan saturada de sublimaciones y escamoteos como la cultura.
Pero la guerra intelectual, practicada de manera indiscriminada, puede volverse contra el guerrero. Es lo que parece suceder con la importante obra del filósofo neomarxista francés, Alain Badiou, a juzgar por la reciente impugnación que le ha hecho Jon Roffe en su Badiou's Deleuze (2012). Roffe se concentra en un conocido libro de Badiou sobre Gilles Deleuze, escrito poco después de la muerte de éste en 1995, en el que se intenta circunscribir el pensamiento de Deleuze a una supuesta ontología del "uno" o a un "clamor del ser".
Roffe demuestra que la lectura de Deleuze de Badiou, centrada fundamentalmente en Diferencia y repetición (1968) y la Lógica de sentido (1969), opera por medio de constantes simplificaciones del pensamiento del primero. En función de la nueva genealogía neomarxista que intenta crear, a Badiou le conviene cortar la continuidad con el postestructuralismo que planteaba la obra de Deleuze. Para lograr ese corte construye una caricatura de Deleuze con la que es más fácil rivalizar.
Roffe es elocuente en su réplica y prueba que, contra la rusticidad ontológica que le atribuye Badiou, Deleuze buscó siempre un tipo de relación fugitiva con la metafísica, en la que los "pliegues" y los "rizomas" permitieran la articulación de múltiples sentidos para el sujeto. El carácter multilateral y fragmentario de la obra de Deleuze es irreductible, como su propio y heterogéneo campo referencial: Leibniz, Spinoza, Kant, Nietzsche, Bergson, Proust, Kafka, Foucault... De ahí que la caricatura de Badiou acabe siendo, no una glosa del pensamiento de Deleuze, sino una buena muestra del neomarxismo mitificador del "evento".
La crítica de Roffe al Deleuze de Badiou abre un flanco interesante para pensar el drama familiar del neomarxismo y el postructuralismo franceses en las dos últimas décadas. Hay una ansiedad de ruptura con el postestructuralismo en algunos pensadores neomarxistas que se vuelve contra ellos mismos. Una ansiedad que pasa, por cierto, por el malestar ante las propuestas más radicalmente democratizadoras de la izquierda postmoderna de los 80, que juzgaba críticamente el legado comunista del siglo XX, y que hoy, en cambio, llega a alentar nostalgias por el socialismo real.
Pero la guerra intelectual, practicada de manera indiscriminada, puede volverse contra el guerrero. Es lo que parece suceder con la importante obra del filósofo neomarxista francés, Alain Badiou, a juzgar por la reciente impugnación que le ha hecho Jon Roffe en su Badiou's Deleuze (2012). Roffe se concentra en un conocido libro de Badiou sobre Gilles Deleuze, escrito poco después de la muerte de éste en 1995, en el que se intenta circunscribir el pensamiento de Deleuze a una supuesta ontología del "uno" o a un "clamor del ser".
Roffe demuestra que la lectura de Deleuze de Badiou, centrada fundamentalmente en Diferencia y repetición (1968) y la Lógica de sentido (1969), opera por medio de constantes simplificaciones del pensamiento del primero. En función de la nueva genealogía neomarxista que intenta crear, a Badiou le conviene cortar la continuidad con el postestructuralismo que planteaba la obra de Deleuze. Para lograr ese corte construye una caricatura de Deleuze con la que es más fácil rivalizar.
Roffe es elocuente en su réplica y prueba que, contra la rusticidad ontológica que le atribuye Badiou, Deleuze buscó siempre un tipo de relación fugitiva con la metafísica, en la que los "pliegues" y los "rizomas" permitieran la articulación de múltiples sentidos para el sujeto. El carácter multilateral y fragmentario de la obra de Deleuze es irreductible, como su propio y heterogéneo campo referencial: Leibniz, Spinoza, Kant, Nietzsche, Bergson, Proust, Kafka, Foucault... De ahí que la caricatura de Badiou acabe siendo, no una glosa del pensamiento de Deleuze, sino una buena muestra del neomarxismo mitificador del "evento".
La crítica de Roffe al Deleuze de Badiou abre un flanco interesante para pensar el drama familiar del neomarxismo y el postructuralismo franceses en las dos últimas décadas. Hay una ansiedad de ruptura con el postestructuralismo en algunos pensadores neomarxistas que se vuelve contra ellos mismos. Una ansiedad que pasa, por cierto, por el malestar ante las propuestas más radicalmente democratizadoras de la izquierda postmoderna de los 80, que juzgaba críticamente el legado comunista del siglo XX, y que hoy, en cambio, llega a alentar nostalgias por el socialismo real.
sábado, 5 de mayo de 2012
Mito y poder en Cuba
Reproduzco a continuación la generosa reseña de La máquina del olvido que el escritor y editor mexicano Jesús Anaya publicó hace unos días en el periódico Milenio. Anaya no sólo es un gran conocedor de temas culturales y políticos latinoamericanos contemporáneos, sino un editor con una larga experiencia en los dilemas de la izquierda mexicana ante el socialismo cubano. Creo reconocer en su lectura la marca de décadas de forcejeo con el tema de Cuba en editoriales y periódicos latinoamericanos. No ha sido fácil -no es fácil- abrir el campo intelectual latinoamericano a la crítica serena del socialismo real cubano. La historia de la isla, lamentablemente, sigue siendo un territorio del saber controlado por el poder del mito.
MITO Y PODER EN CUBA
Jesús Anaya Rosique
Uno de los temas mitológicos de la izquierda en México es la “Revolución cubana”, que a partir de 1961 instauró en la isla una dictadura de partido único, economía estatal, ideología marxista-leninista y líderes perpetuos. Este libro de Rafael Rojas, escritor y académico cubano residente en México (considerado “intelectual de la diáspora”), es una incitación a un debate ineludible y fructífero.
Rojas afirma que desde finales de los ochenta la historiografía académica cubana, dentro y fuera de la isla, ha experimentado “una impresionante renovación que ha dejado atrás muchos tópicos de la historia oficial”. La nueva generación de historiadores impugna el discurso histórico del Estado cubano, el cual controla totalmente los aparatos ideológicos, los medios de comunicación y el sistema educativo. La mayoría de los referentes teóricos de esa nueva historiografía proviene del marxismo crítico occidental, que se opone al marxismo-leninismo estalinista y soviético (la ideología de Estado en la Constitución vigente en la isla desde 1976), y al nacionalismo revolucionario que nutre toda la simbología oficial. Este libro reúne ocho ensayos que exploran las tensiones entre historia oficial e historia crítica en la Cuba contemporánea. Cada ensayo intenta ubicarse en un distinto horizonte historiográfico: ideología, literatura, orden constitucional, intelectuales, socialismos, conflicto entre EU y Cuba y las diversas opciones de futuro que se debaten en la cultura de la isla y de la diáspora.
En “Soledad constitucional”, Rojas se refiere a los distintos gobiernos latinoamericanos que intentaron girar a la izquierda entre 1964 y 1990, en los cuales no hubo una correspondencia entre simpatías ideológicas e impacto constitucional de la Revolución cubana, desconexión acentuada aún más en las distintas modalidades del “socialismo del siglo XXI” que hoy se practica en Venezuela, Bolivia, Ecuador o Nicaragua. “Cuba no es ya el modelo a seguir de las izquierdas regionales, sino una excepción constitucional en medio de una América Latina que experimenta un acelerado impulso hacia la democracia”. Para sumarse al marco constitucional que actualmente ensancha la izquierda latinoamericana, los socialistas cubanos tendrían que reconciliarse con los elementos centrales del estado de derecho democrático, cuya vigencia no es puesta en duda por ningún gobierno de la región.
En “El origen del diferendo”, el autor hace una crítica de la historia oficial (que sostuvo de 1961 a 1992 una peculiar visión marxista-leninista sobre el origen del socialismo en Cuba). Al derrumbe de la URSS (1992), la versión oficial cambió: los orígenes del socialismo están en el nacionalismo, es decir, el socialismo no fue tanto una elección ideológica como una maniobra defensiva contra las amenazas de EU. El origen del diferendo entre EU y Cuba está directamente ligado al universo geopolítico y simbólico de la Guerra Fría. El fin de esta confrontación está vinculado a un cambio de régimen en la isla.
En “Dilemas de la nueva historia”, Rojas emprende un breve recorrido por algunas de las principales polémicas historiográficas de los últimos 10 años. Y en “Futuros de Cuba” se plantean cuatro alternativas capitalistas y socialistas formuladas por “intelectuales orgánicos”, que obstruyen “una democratización del socialismo”, pese a la existencia de socialistas críticos que están de acuerdo en revisar el sistema de propiedad actual. El autor concluye que “una esfera pública plural y abierta es un objetivo que se puede compartir desde cualquier estrategia intelectual o ideología política”.
jueves, 3 de mayo de 2012
Desplazamientos del siglo XX
El último número de la revista Nueva Sociedad, que edita la Fundación Friedrich Ebert en Buenos Aires, bajo la dirección de Svenja Blanke y Pablo Stefanoni, contiene un dossier sobre algunos libros imprescindibles de la historia intelectual del siglo XX latinoamericano. Los títulos escogidos por los colaboradores y el diálogo que desde la perspectiva del siglo XXI establecen con esos clásicos del pasado reciente son una buena muestra de los desplazamientos que vive la historia de las ideas en América Latina.
Los artículos de María Pía López sobre Los Sertones de Euclides da Cunha, de Jesús Martín Barbero sobre Latinoamérica: las ciudades y las ideas de José Luis Romero, de Emir Sader sobre Dialéctica de la dependencia de Ruy Mauro Marini, de Adolfo Gilly sobre Los ríos profundos de José María Arguedas, de Vera Carnovale en torno a Sobre la violencia revolucionaria de Hugo Vezzetti, de Alfredo Stein sobre Las armas ideológicas de la muerte de Franz Hinkelammert y de Carmen Soliz sobre La emergencia indígena en América Latina de José Bengoa, dicen mucho sobre los giros ideológicos que impuso el pasado siglo.
El debate planteado por aquellos textos, a diferencia de los que asociamos a la polémica liberal-conservadora del siglo XIX, no era doctrinario. Es decir, no estaba ligado a los problemas de la recepción de corrientes filosóficas o teóricas occidentales o de la reorientación de las mismas en América Latina. Más que a doctrinas, esos ensayos clásicos del siglo XX remitían a sujetos, espacios e imaginarios sociales: el campo y la ciudad, las comunidades y sus mitos, las guerrillas y sus métodos, las iglesias y las religiones, las naciones y la dependencia.
La historia intelectual del siglo XX latinoamericano, emplazada por eventos sociales como la Revolución Mexicana y la Revolución Cubana, el peronismo, el varguismo y el cardenismo, el movimiento estudiantil y el indígena, las guerrillas y las dictaduras, las transiciones y el neoliberalismo, cambió radicalmente los ejes de la querella intelectual heredada del siglo XIX. El nacionalismo, la reforma agraria, la urbanización, el populismo y el diálogo entre catolicismo y marxismo alteraron para siempre las genealogías del republicanismo, el liberalismo, el conservadurismo y el socialismo decimonónicos.
Hoy comprendemos que los desplazamientos del siglo XX fueron tan radicales, que cada vez resulta más complicado trazar continuidades ideológicas entre un siglo y otro. Tan sólo las revoluciones y los populismos desterraron al siglo XIX dilemas que hace más de cien años parecían eternos como los derechos naturales del hombre, el gobierno representativo, la división de poderes, la expropiación de bienes del clero o el Estado laico. Tal y como van las cosas, queda el consuelo o el malestar de que el siglo que apenas comienza hará lo mismo con la historia intelectual de la pasada centuria.
miércoles, 2 de mayo de 2012
La mediación de Althusser
A fines del año pasado comenzó a circular en Estados Unidos
la primera edición en inglés del primer libro del filósofo neomarxista francés,
Jacques Rancière, titulado Althusser’s
Lesson (1974). Para los lectores latinoamericanos de Althusser, que fueron
muchos en una época, no es un texto nuevo: el libro de Rancière se había
publicado en Buenos Aires, en la editorial Galerna, a principios de los 70,
coincidiendo con la aparición en castellano de Para una crítica de la práctica teórica (Siglo XXI, 1974), título
con el que se publicó también en Buenos Aires la Respuesta a John Lewis (1972) de Althusser, y de los Elementos de autocrítica (Barcelona,
Laia, 1975) de este último.
Rancière
tenía apenas 24 años cuando escribió aquel librito que, según testimonios
posteriores suyos, era “contra Althusser”, pero que no necesariamente debe
leerse como un texto antagónico. Junto con Étienne Balibar, Roger Establet y
Pierre Macherey, Rancière era uno de los discípulos de Althusser que había
acompañado a éste en la redacción de los estudios de Leer El Capital (1965) y que compartía las tesis expuestas por su
maestro en Por Marx, Lenin y la filosofía y otros textos de
los 60.
El libro de
Ranciére se lee hoy, en Nueva York, de un modo muy diferente a como se leía en
París o Buenos Aires hace cuarenta años. Entonces los marxistas althusserianos
y antialthusserianos leían la impugnación de un discípulo que reprochaba a su
maestro el silencio durante el mayo francés y el conservadurismo comunista que
le impedía sumarse a la renovación de la izquierda impulsada por los
estudiantes europeos. Entonces se leía a un joven de la nueva izquierda
francesa, nacido como su maestro en Argelia, pero 22 años después, que aseguraba
que el “corte epistemológico” y el antihumanismo científico habían sido
sepultados por los ladrillos del 68.
Althusser
tuvo en vida muchos enemigos: estalinistas, existencialistas, humanistas,
eurocomunistas, antiestructuralistas… Rancière, en cambio, tiene hoy demasiados
amigos. Este cambio en la correlación de las fuerzas teóricas, por decirlo así,
favorece curiosamente a ambos. Lo que entonces destacaba Rancière de Althusser,
que era una lección de “ortodoxia marxista-leninista”, de lealtad al materialismo
histórico, de valentía autocrítica y de política leninista, en contra de las
simplificaciones que sobre su pensamiento había escrito el marxista cristiano
británico, John Lewis, ha recobrado cierto prestigio.
Frente a la
caricatura del “caso Althusser” dibujada
por Lewis, las críticas de Rancière a su maestro suenan respetuosas. Gracias
a Rancière hoy comprendemos mejor la operación teórica de Althusser en los 60 y
los 70. Con sus críticas al humanismo del primer Marx y su defensa del
partidismo leninista, Althusser había logrado colocarse a tono con el deshielo
soviético, como enemigo de la nueva izquierda existencialista europea y, a la
vez, del viejo estalinismo de Europa del Este. Luego del 68, esa posición se
volvió precaria y su autocrítica, en los 70, fue un modo de recuperar la
iniciativa intelectual.
El
Althusser que quedaría más vigente, luego del 68, sería el de los aparatos
ideológicos del Estado. Una teorización, como ha observado recientemente Eric
Hobsbawm, deudora de Antonio Gramsci, aunque Hobsbawm se equivoca al afirmar
que la difusión del marxista italiano en América Latina fue obra de Althusser.
Ese Althusser, que ha renegado ya del cientificismo de los 60 y que ha
renunciado, en buena medida, a la mediación del modelo soviético desde el marxismo occidental, es el que fue
leído con más provecho por la izquierda latinoamericana involucrada en las
transiciones democráticas de fines de los 70 y principios de los 80.
El
Althusser del materialismo dialéctico e histórico, de la ciencia y la filosofía
“marxista-leninista” le hablaba de manera especulativa a los guerrilleros
latinoamericanos, a través del compulsivamente editado manual de Martha
Harnecker. Pero el Althusser de los aparatos ideológicos del Estado ofrecía a
la izquierda marxista democrática un instrumental teórico ideal para pensar los
problemas simbólicos de los autoritarismos latinoamericanos. Es ese segundo
Althusser, antítesis del segundo Marx que él equivocadamente imaginó, el que
vindica a su manera Rancière en su libro.
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