A fines del año pasado comenzó a circular en Estados Unidos
la primera edición en inglés del primer libro del filósofo neomarxista francés,
Jacques Rancière, titulado Althusser’s
Lesson (1974). Para los lectores latinoamericanos de Althusser, que fueron
muchos en una época, no es un texto nuevo: el libro de Rancière se había
publicado en Buenos Aires, en la editorial Galerna, a principios de los 70,
coincidiendo con la aparición en castellano de Para una crítica de la práctica teórica (Siglo XXI, 1974), título
con el que se publicó también en Buenos Aires la Respuesta a John Lewis (1972) de Althusser, y de los Elementos de autocrítica (Barcelona,
Laia, 1975) de este último.
Rancière
tenía apenas 24 años cuando escribió aquel librito que, según testimonios
posteriores suyos, era “contra Althusser”, pero que no necesariamente debe
leerse como un texto antagónico. Junto con Étienne Balibar, Roger Establet y
Pierre Macherey, Rancière era uno de los discípulos de Althusser que había
acompañado a éste en la redacción de los estudios de Leer El Capital (1965) y que compartía las tesis expuestas por su
maestro en Por Marx, Lenin y la filosofía y otros textos de
los 60.
El libro de
Ranciére se lee hoy, en Nueva York, de un modo muy diferente a como se leía en
París o Buenos Aires hace cuarenta años. Entonces los marxistas althusserianos
y antialthusserianos leían la impugnación de un discípulo que reprochaba a su
maestro el silencio durante el mayo francés y el conservadurismo comunista que
le impedía sumarse a la renovación de la izquierda impulsada por los
estudiantes europeos. Entonces se leía a un joven de la nueva izquierda
francesa, nacido como su maestro en Argelia, pero 22 años después, que aseguraba
que el “corte epistemológico” y el antihumanismo científico habían sido
sepultados por los ladrillos del 68.
Althusser
tuvo en vida muchos enemigos: estalinistas, existencialistas, humanistas,
eurocomunistas, antiestructuralistas… Rancière, en cambio, tiene hoy demasiados
amigos. Este cambio en la correlación de las fuerzas teóricas, por decirlo así,
favorece curiosamente a ambos. Lo que entonces destacaba Rancière de Althusser,
que era una lección de “ortodoxia marxista-leninista”, de lealtad al materialismo
histórico, de valentía autocrítica y de política leninista, en contra de las
simplificaciones que sobre su pensamiento había escrito el marxista cristiano
británico, John Lewis, ha recobrado cierto prestigio.
Frente a la
caricatura del “caso Althusser” dibujada
por Lewis, las críticas de Rancière a su maestro suenan respetuosas. Gracias
a Rancière hoy comprendemos mejor la operación teórica de Althusser en los 60 y
los 70. Con sus críticas al humanismo del primer Marx y su defensa del
partidismo leninista, Althusser había logrado colocarse a tono con el deshielo
soviético, como enemigo de la nueva izquierda existencialista europea y, a la
vez, del viejo estalinismo de Europa del Este. Luego del 68, esa posición se
volvió precaria y su autocrítica, en los 70, fue un modo de recuperar la
iniciativa intelectual.
El
Althusser que quedaría más vigente, luego del 68, sería el de los aparatos
ideológicos del Estado. Una teorización, como ha observado recientemente Eric
Hobsbawm, deudora de Antonio Gramsci, aunque Hobsbawm se equivoca al afirmar
que la difusión del marxista italiano en América Latina fue obra de Althusser.
Ese Althusser, que ha renegado ya del cientificismo de los 60 y que ha
renunciado, en buena medida, a la mediación del modelo soviético desde el marxismo occidental, es el que fue
leído con más provecho por la izquierda latinoamericana involucrada en las
transiciones democráticas de fines de los 70 y principios de los 80.
El
Althusser del materialismo dialéctico e histórico, de la ciencia y la filosofía
“marxista-leninista” le hablaba de manera especulativa a los guerrilleros
latinoamericanos, a través del compulsivamente editado manual de Martha
Harnecker. Pero el Althusser de los aparatos ideológicos del Estado ofrecía a
la izquierda marxista democrática un instrumental teórico ideal para pensar los
problemas simbólicos de los autoritarismos latinoamericanos. Es ese segundo
Althusser, antítesis del segundo Marx que él equivocadamente imaginó, el que
vindica a su manera Rancière en su libro.