Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 7 de abril de 2012

Fábrica de enemigos

Hizo bien Kevin Baker al enmarcar su reseña de Enemies. A History of the FBI (Random House, 2012) de Tim Weiner en el debate sobre la National Defense Authorization Act, firmada por el presidente Obama en diciembre del año pasado. Como las muchas restricciones jurídicas de las libertades personales, por motivos de seguridad nacional, que conoce la historia de los Estados Unidos desde las primeras décadas de la Guerra Fría, esta ley responde a una política de Estado, que trasciende e involucra a los dos partidos hegemónicos y que establece más continuidades que rupturas entre la "lucha contra el comunismo"y la "guerra contra el terror".
La historia del FBI y la biografía de su titular por casi medio siglo, J. Edgar Hoover, contada por Weiner, está muy lejos del retrato hollywoodense de Clint Eastwood y Leonardo Di Caprio. No hay aquí, por lo visto, estetización o ennoblecimiento alguno de un personaje al que se atribuye, en buena medida, la institucionalización de la paranoia y la desconfianza en la vida pública norteamericana. Durante el largo mandato de Hoover, al frente de la seguridad nacional norteamericana, el FBI se convirtió en una institución básica de la defensa de Estados Unidos contra sus adversarios, pero, también, en una fábrica de enemigos, que abusaba de la limitación de las garantías constitucionales de los ciudadanos.
Esta historia podría inscribirse en un proyecto de documentación mayor de las impugnaciones a la democracia producidas, no por los totalitarismos fascista y comunista del siglo XX, sino por la democracia misma. Con frecuencia se asume que la negación de la democracia sólo puede proceder de regímenes e ideologías totalitarios y autoritarios. Este libro demuestra algo atisbado desde mediados del siglo XIX por Alexis Tocqueville: que un sistema político democrático puede desarrollar valores e instituciones antidemocráticas, sobre todo, si se consolida una visión nacionalista y maniquea de la seguridad pública entre sus élites económicas, militares y políticas.

sábado, 31 de marzo de 2012

Catolicismo y democracia en Cuba



 En la resaca de las tantas visiones promisorias sobre la visita del Papa a Cuba que circulaban desde fines del año pasado, hoy advertimos que los mayores beneficios del paso de Ratzinger por la isla tal vez no haya que buscarlos en Santiago o La Habana sino en Washington y Bruselas. La presencia en Cuba del líder de una iglesia que congrega a más de mil millones de fieles en el mundo tal vez ayude a consolidar el criterio de que la democratización cubana no se abrirá paso por medio de políticas basadas en el aislamiento diplomático de ese país o en sanciones comerciales contra su gobierno.
            Al igual que en la visita de Juan Pablo II en 1998, la ciudadanía de la isla pudo escuchar a un jefe de Estado que habla de paz y libertad, de sociedad abierta y verdad cristiana. Todos, conceptos ajenos al discurso excluyente y confrontacional que ha caracterizado al gobierno cubano en más de medio siglo de poder. La forma manipuladora con que los medios oficiales enfocaron la visita y los mensajes del Papa y el modo abiertamente represivo con que las autoridades manejaron la seguridad nacional, antes y durante la estancia de Benedicto XVI en Cuba, fue una perfecta negación de esos mismos conceptos, serenamente formulados en las homilías del Papa.
            De cara a la nueva sociedad que se viene construyendo en la isla, en las dos últimas décadas, la visita papal abre interrogaciones que no pueden silenciarse ¿Qué tipo de ciudadanía acabará constituyéndose en ese país caribeño, si se normaliza la hegemonía doble del Partido Comunista sobre la sociedad política y de la Iglesia Católica sobre la sociedad civil? ¿Qué sujetos políticos moldeará un sistema en el que la institución alternativa al Estado socialista, que cuenta con mayores derechos civiles para la trasmisión de sus valores a la sociedad, es la Iglesia Católica?
            Existe la equivocada percepción de que Cuba ha sido y es una nación católica, como España o México, Irlanda o Polonia. El proyecto católico de nación nunca predominó en Cuba por muchas razones que podrían resumirse con la idea del antropólogo cubano, Fernando Ortiz, de que allí la nacionalidad se formó tardíamente, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, por medio de un proceso de transculturación que incluyó, por supuesto, diversos cultos religiosos. La religión católica fue la más practicada por los cubanos hasta 1958, pero la Iglesia no era la institución hegemónica de la sociedad civil de la isla antes del triunfo de la Revolución.
            Hoy los católicos no son mayoría demográfica en Cuba y, sin embargo, la Iglesia es tratada por el gobierno de Raúl Castro como si su feligresía acumulara las bases no representadas por el Partido Comunista. Este último ha concedido al clero católico derechos de asociación y expresión que, por ser negados a la ciudadanía, se convierten en privilegios, que le permiten crecer en condiciones excepcionales. Es cierto que los católicos cubanos han luchado por esos derechos en el último medio siglo, pero no menos que otras minorías de la sociedad, como las que conforman la oposición pacífica.
            En su loable esfuerzo por abrir la esfera pública de la isla, la Iglesia y sus intelectuales insisten en que el crecimiento de esta institución se debe a que la misma no pertenece a la sociedad política sino a la sociedad civil y que, por tanto, su labor es estrictamente “pastoral”. Sin embargo, no dejan perder oportunidad alguna para presentar la manera en que la Iglesia se relaciona con el gobierno de Raúl Castro como el tipo de oposición leal que deberían practicar todas las asociaciones independientes para ser reconocidas. Nada más político que asumir un tipo de relación con un gobierno como paradigma de toda la sociabilidad de un país.
Habría entonces que empezar por admitir que el crecimiento del catolicismo cubano en las dos últimas décadas no ha sido meramente “natural” o “espontáneo”, sino que ha respondido a la coyuntura histórica del colapso ideológico del marxismo-leninismo en los 90 y a los privilegios concedidos a la Iglesia a partir de esa década. Todavía en los años previos y posteriores a la visita de Juan Pablo II a la isla podía hablarse de la recuperación de una fe reprimida o amordazada. Hoy habría que hablar ya de una fe ideológicamente sostenida por dos instituciones autoritarias, que encuentran un punto de entendimiento en el discurso y la práctica del nacionalismo excluyente.
El sentido excluyente de ambos nacionalismos comienza con la representación de toda la comunidad cubana como comunista o católica. Un editorial de Granma de mediados de marzo hablaba de la “Nación cubana”, no de la Revolución o el Socialismo, y presentaba a esta al Papa Benedicto XVI, casi, como un pueblo católico. El embajador de la isla ante la Santa Sede fue más allá y declaró que la “Revolución Cubana y la Iglesia Católica hablaban el mismo idioma porque perseguían lo mismo”. La homologación de discursos entre ambas instituciones fue tan clara en los medios oficiales que el Papa se vio obligado a declarar, antes de su viaje a México, que la “ideología marxista ya no responde a la realidad”.
Si lo que el Papa quiso decir era que la ideología oficial cubana no responde a la realidad de la isla, tal vez debió referirse a la ideología “marxista-leninista” o “estalinista” o, incluso, “comunista”. La teoría social e histórica del capitalismo moderno de Marx es, por el contrario, una de las ideologías que más contactos establece con la realidad global del siglo XXI. Lo curioso es que el gobierno tolere el anticomunismo de la Iglesia Católica, mientras subvalora, margina o silencia los marxismos críticos que se posicionan frente a la ausencia de democracia o al avance del capitalismo en Cuba.
La elección oficial del catolicismo como alternativa leal posee, además, el inconveniente de facilitar el arraigo de ideas conservadoras sobre la nueva comunidad multicultural que intenta articularse en la isla a principios del siglo XXI. La visión de la Iglesia sobre las alteridades sexuales, raciales y genéricas, sobre los cultos afrocubanos, el aborto y el matrimonio gay, es tradicionalista, por no decir reaccionaria. El gobierno cubano, que históricamente ha demostrado ser también conservador en esas materias, hace acompañar su cautelosa apertura económica de una reevangelización católica que se propone crear una mayoría moral, “obediente en la fe” y “buscadora de la verdad”.
El Papa, el cardenal Jaime Ortega, el arzobispo Thomas Wenski y casi todos los líderes católicos, dentro y fuera de Cuba, hablan de un “largo camino de  reconciliación nacional” y de una transición gradual, que evite el capitalismo salvaje en Cuba. La pregunta que queda en pie es por qué para evitar ese tipo de capitalismo y avanzar en esa reconciliación nacional es necesario privar a la ciudadanía de derechos civiles y políticos elementales como la libertad de asociación y expresión. No estaría mal que, aprovechando los medios con que ya cuenta, la Iglesia fuera más transparente en la exposición del tipo de capitalismo y el tipo de democracia que desea para Cuba.
El catolicismo, como sostuviera el malogrado profesor de la Universidad de Cambridge, Emile Perreau-Saussine, en su póstumo estudio Catholicism and Democracy (2012), no es incompatible con la democracia. Pero sus mayores contribuciones a esta se han verificado cuando ha sabido renunciar a sus linajes antiliberales y anticomunistas y se ha secularizado por la vía del diálogo ecuménico y la convivencia con otras religiones, cultos e ideologías. Los católicos cubanos deberían ganar conciencia en que el crecimiento de su fe en Cuba sólo podrá consolidarse plenamente bajo un clima de tolerancia religiosa, diversidad ideológica y libertades públicas para todos.
La visita del Papa Benedicto XVI a Cuba ha sido beneficiosa para la democratización, toda vez que el pueblo de la isla entró en contacto con un líder mundial que trasmite ideas y valores diferentes a los del Estado cubano. Lo que no favorece la democratización de Cuba es que el proyecto de nación del catolicismo se presente como extensión o complemento del proyecto oficial. Lo que, definitivamente, no contribuye al creciente pluralismo ideológico de la isla es que la Iglesia Católica comparta con el Partido Comunista la hegemonía sobre la esfera pública cubana, aceptando la limitación de derechos de las demás asociaciones civiles y políticas del país.llo entender que los catalguna dablan del largo camino del " El gobierno cubano, que ha tambije el Papa Benedicto XVIad alguna del Papa Benedicto XVIad alguna do ThomasOrteos y glesia.ria. El gobierno cubano, que ha tambije el Papa Benedicto XVIad alguna dbierno de Raoportunidad alguna ddicto XVI como un pueblo cato II poddidos a la Iglesia con el gobierno de Raoportunidad alguna d

miércoles, 28 de marzo de 2012

Moda y anticapitalismo

La moda ha demostrado ser uno de los negocios capitalistas con mayor capacidad de asimilación discursiva. Todo es asimilable desde la moda, incluso sus reversos: la desnudez, la pobreza, la fealdad o el anticapitalismo. En el espléndido reportaje que ha escrito Judith Thurman para The New Yorker, sobre la exposición "Elsa Schiaparelli and Miuccia Prada: Impossible Conversations", que abrirá en mayo en el Costume Institute del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, puede observarse el proceso simbólico por el cual la moda asimila valores contrapuestos a su esencia mercantil y monetaria.
Thurman recuerda unas declaraciones recientes de Prada, en el verano del 2011: "Fashion today is in the hands of the banks and of the stock market and not of its owners". Algo de la retórica de Occupy Wall Street parecía infiltrarse en el lenguaje de la modista. Thurman relaciona ese desplazamiento ideológico con la formación católica de Prada, que emerge también en el diálogo imaginario con Elsa Schiaparelli, la modista de los años 20 y 30, que se aproximó a la vanguardia, el socialismo y el feminismo de aquellas décadas.
El título de la exposición proviene de una famosa columna que tuvo Schiaparelli en Vanity Fair, titulada "Impossible Interviews", en la que la modista dialogaba imaginariamente con personalidades mundiales como Sally Rand y Martha Graham, Adolf Hitler y Huey Long, Sigmund Freud y Jean Harlow. Una de aquellas conversaciones imposibles fue un diálogo coqueto con Stalin, en el que Schiaparelli sugería que la "vanidad natural" de las obreras y las campesinas soviéticas podía encontrar satisfacciones en alguna línea de la moda occidental y que le valió una autorización para un show en Moscú en 1936:


Stalin: Can't you leave our women alone?

Schiaparelli: They don't want to be left alone...

Stalin: You underestimate the serious goals of Soviet women.

Schiaparelli: You underestimate their natural vanity.

jueves, 22 de marzo de 2012

Revisionistas antirusos

En el número pasado de TLS, Sergey Radchenko hace un comentario titulado "Faking Beria" en el que refuta a sus anchas la obra del biógrafo neoestalinista ruso Sergei Kremlyov. Luego de varias hagiografías de Stalin, este escritor sumamente popular y publicitado en Rusia ha iniciado una campaña de reivindicación del siniestro Jefe de la NKVD, Lavrenty Beria, que comienza con la edición de sus Diarios, entre 1938 y 1953, año de la muerte de Stalin.
Lo más inquietante, dice Radchenko, no es la amplia circulación de esa mala literatura histórica en Rusia, que en ningún país democrático sería censurable, sino la protección que da a la misma la Commission to Counter Attemps to Falsify History to the Detriment of Russia´s Interests, creada en 2009 por el presidente Dimitry Medvedev. Con el silencio cómplice del gobierno, Kremlyov legitima su proyecto neoestalinista con el argumento de que la vida de Stalin y Beria ha sido "falsificada" por historiadores "slanders" y antirusos.
Kremlyov, dice Radchenko, presenta a esos historiadores como una mafia antinacional en la se juntan los intereses de los intelectuales proccidentales del patio y los revisionistas foráneos. La alianza de unos y otros está distorsionando la "verdadera historia patria", con el propósito de que las nuevas generaciones crezcan descreídas de las grandezas del estalinismo. Frente a esa amenaza, Kremlyov encabeza una cruzada que, con respaldo de no pocas instituciones y medios oficiales, busca preservar la memoria de la Unión Soviética.

lunes, 19 de marzo de 2012

Conflicto y armonía de las izquierdas en América



En las dos últimas décadas ha avanzado considerablemente el estudio de la Nueva Izquierda de los años 60 y 70 y sus relaciones con la Revolución Cubana. Autores como Van Gosse en Where the Boys Are (1993), Kepa Artaraz  en Cuba and Western Intellectuals since 1959 (2009) y Todd F. Tietchen en Cubalogues (2010) han reconstruido los debates sobre Cuba en la opinión pública norteamericana, francesa y británica durante los primeros años de la Revolución, el Fair Play for Cuba Committee y la fascinación inicial de los poetas de la Beat Generation con el socialismo insular.
            Sin embargo, sólo el último de estos autores, Tietchen, incluye plenamente dentro de esa historia la desilusión de muchos de aquellos artistas, escritores e intelectuales, que celebraron la Revolución Cubana a principios de los 60, pero que a partir de mediados de esa década, como Allen Ginsberg, y más claramente a partir del caso Padilla, como Jean Paul Sartre y tantos otros, se posicionaron críticamente frente a los elementos autoritarios, homófobos y conservadores del régimen insular. Van Gosse y Artaraz no son inconscientes de esa desilusión, pero se centran en el momento del entusiasmo.
            En casi todas las ramas de la Nueva Izquierda Occidental (los Black Panthers, las feministas, el movimiento gay, los existencialistas y estructuralistas franceses, los estudiantes del 68, Monthly Review y The New Left Review…) se pueden rastrear historias de desencanto con el socialismo cubano. ¿No son esas historias parte de la relación intelectual entre la Revolución Cubana y la izquierda occidental? La exclusión o el silenciamiento deliberados de las mismas sólo buscan contar una historia sin conflictos, que sirva para sostener la política y el discurso de la “solidaridad” en el presente.
            Artaraz, por ejemplo, no menciona las expulsiones de Allen Ginsberg u Oscar Lewis de Cuba ¿No fueron esas deportaciones, símbolos del desencuentro entre distintas ideas del socialismo en la izquierda occidental? ¿No es tan importante, para una historia del lugar de Cuba en aquella izquierda, la reconstrucción del proyecto editorial de Pensamiento Crítico como la documentación de su clausura? ¿Por qué dedicar varias páginas a describir el Congreso Cultural de La Habana de 1968 y apenas mencionar su antítesis, el Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971, que tuvo consecuencias ideológicas e institucionales más persistentes?
            Uno de los peores efectos de la política y  el discurso de la “solidaridad con Cuba”, que han regido buena parte de las relaciones culturales de la isla con Occidente, es que favorece narrativas idílicas y armoniosas, que pasan de largo sobre los conflictos constitutivos de un sistema político como el cubano. Es imposible narrar críticamente la historia de un sujeto que todavía se asume como mito o como símbolo de valores universales y trascendentes. Es preciso desmitificar, primero, el sujeto, para luego contar la historia de sus armonías y conflictos.
            

viernes, 9 de marzo de 2012

Desencuentro en la izquierda

Un desencuentro que habría que agregar a la historia más conflictiva que armoniosa de las relaciones entre la Revolución Cubana y las izquierdas occidentales, sería el que se produjo entre los líderes intelectuales, políticos y militares de los Black Panthers en Estados Unidos y la dirigencia cubana. Varios líderes de ese movimiento radical en los Estados Unidos, que lograron salir de la cárcel o exiliarse, como Eldridge Cleaver, Robert F. Williams, Stokely Carmichael y Angela Davis, viajaron o residieron temporadas en Cuba, entre fines de los 60 y principios de los 70.
Mark Sawyer, recientemente, y Carlos Moore, antes, han narrado las diversas decepciones que sufrieron casi todos esos líderes, menos Davis, a quien su militancia comunista le inhibía un posicionamiento frente al socialismo cubano, con la situación racial de la isla. En testimonios recogidos por Sawyer en su libro se percibe la impresión que tuvieron aquellos activistas de que en Cuba, la Revolución no había logrado erradicar la discriminación racial sino que había reconstituido una hegemonía blanca sobre nuevas bases comunistas.
Carmichael y Williams fueron, por lo visto, bastante explícitos y ambos lograron una mayor familiaridad con otros gobiernos de izquierda como los de Mao en China o Houari Boumediene en Argelia. Es interesante comparar los juicios de ambos sobre el racismo en la Cuba socialista con la visión idílica de la Revolución Cubana que trasmitía Eldridge Cleaver, por ejemplo, en los textos de la cárcel reunidos en su libro Soul on Ice (1968). Allí sostenía, por ejemplo, que los Black Panthers debían tomar las ciudades de Estados Unidos de la misma manera que Fidel Castro había tomado La Habana. Pero la tesis de la lucha racial defendida por Eldridge, deudora de la de Frantz Fanon en Black Skin White Mask, era de difícil, por no decir imposible, asimilación desde un marxismo prosoviético como el que aceleradamente se naturalizaba en Cuba.

martes, 6 de marzo de 2012

Teosofista de Kansas

Como su amigo Ernest, F. Scott Fitzgerald odiaba a Waldo Frank desde los años de París. Frank representaba todo lo que Fitzgerald odiaba de ese Manhattan de izquierda, patriótico y, a la vez cosmopolita, de judíos y marxistas. Fitzgerald y Hemingway desaprobaban con razón las primeras novelas de Frank, pero también despreciaban ensayos suyos como los de Our America o aquellos en los que el escritor newyorkino mostraba interés por los místicos del exilio ruso, Gurdjieff y Uspenski.
En su "Note on My Generation" (1926), escrito por Fitzgerald en París, no sólo excluía a Frank de la "generación perdida", como haría en otros textos autobiográficos -por ejemplo, en "My Generation" (1940)- sino que lo impugnaba directamente. Sostenía Fitzgerald que los estilos y estéticas más vanguardistas eran inasimilables por aquellos escritores que, aunque poseyeran ideologías de izquierda, no podían librarse de prosas y pensamientos simples como los de Frank:

"Just as the prose of Joyce in the hands of, say, Waldo Frank becomes as insignificant and idiotic as the automatic writing of a Kansas Theosophist, so the (Sherwood) Anderson admirers set up Hergesheimer as an antichrist and then proceed to imitate Anderson's lapses from that difficult simplicity there are unable to understand. And here again critics support them by discovering merits in the very disorganization that is to bring their books to a timely and unregretted doom".