Al igual que
en la visita de Juan Pablo II en 1998, la ciudadanía de la isla pudo escuchar a
un jefe de Estado que habla de paz y libertad, de sociedad abierta y verdad
cristiana. Todos, conceptos ajenos al discurso excluyente y confrontacional que
ha caracterizado al gobierno cubano en más de medio siglo de poder. La forma manipuladora
con que los medios oficiales enfocaron la visita y los mensajes del Papa y el
modo abiertamente represivo con que las autoridades manejaron la seguridad
nacional, antes y durante la estancia de Benedicto XVI en Cuba, fue una
perfecta negación de esos mismos conceptos, serenamente formulados en las
homilías del Papa.
De cara a la
nueva sociedad que se viene construyendo en la isla, en las dos últimas
décadas, la visita papal abre interrogaciones que no pueden silenciarse ¿Qué
tipo de ciudadanía acabará constituyéndose en ese país caribeño, si se
normaliza la hegemonía doble del Partido Comunista sobre la sociedad política y
de la Iglesia Católica sobre la sociedad civil? ¿Qué sujetos políticos moldeará
un sistema en el que la institución alternativa al Estado socialista, que
cuenta con mayores derechos civiles para la trasmisión de sus valores a la
sociedad, es la Iglesia Católica?
Existe la
equivocada percepción de que Cuba ha sido y es una nación católica, como España
o México, Irlanda o Polonia. El proyecto católico de nación nunca predominó en
Cuba por muchas razones que podrían resumirse con la idea del antropólogo cubano,
Fernando Ortiz, de que allí la nacionalidad se formó tardíamente, entre
mediados del siglo XIX y principios del XX, por medio de un proceso de
transculturación que incluyó, por supuesto, diversos cultos religiosos. La
religión católica fue la más practicada por los cubanos hasta 1958, pero la
Iglesia no era la institución hegemónica de la sociedad civil de la isla antes
del triunfo de la Revolución.
Hoy los
católicos no son mayoría demográfica en Cuba y, sin embargo, la Iglesia es
tratada por el gobierno de Raúl Castro como si su feligresía acumulara las
bases no representadas por el Partido Comunista. Este último ha concedido al
clero católico derechos de asociación y expresión que, por ser negados a la
ciudadanía, se convierten en privilegios, que le permiten crecer en condiciones
excepcionales. Es cierto que los católicos cubanos han luchado por esos
derechos en el último medio siglo, pero no menos que otras minorías de la
sociedad, como las que conforman la oposición pacífica.
En su loable
esfuerzo por abrir la esfera pública de la isla, la Iglesia y sus intelectuales
insisten en que el crecimiento de esta institución se debe a que la misma no
pertenece a la sociedad política sino a la sociedad civil y que, por tanto, su
labor es estrictamente “pastoral”. Sin embargo, no dejan perder oportunidad
alguna para presentar la manera en que la Iglesia se relaciona con el gobierno
de Raúl Castro como el tipo de oposición leal que deberían practicar todas las
asociaciones independientes para ser reconocidas. Nada más político que asumir
un tipo de relación con un gobierno como paradigma de toda la sociabilidad de
un país.
Habría entonces que empezar por admitir
que el crecimiento del catolicismo cubano en las dos últimas décadas no ha sido
meramente “natural” o “espontáneo”, sino que ha respondido a la coyuntura
histórica del colapso ideológico del marxismo-leninismo en los 90 y a los privilegios
concedidos a la Iglesia a partir de esa década. Todavía en los años previos y
posteriores a la visita de Juan Pablo II a la isla podía hablarse de la
recuperación de una fe reprimida o amordazada. Hoy habría que hablar ya de una
fe ideológicamente sostenida por dos instituciones autoritarias, que encuentran
un punto de entendimiento en el discurso y la práctica del nacionalismo
excluyente.
El sentido excluyente de ambos
nacionalismos comienza con la representación de toda la comunidad cubana como
comunista o católica. Un editorial de Granma
de mediados de marzo hablaba de la “Nación cubana”, no de la Revolución o el
Socialismo, y presentaba a esta al Papa Benedicto XVI, casi, como un pueblo
católico. El embajador de la isla ante la Santa Sede fue más allá y declaró que
la “Revolución Cubana y la Iglesia Católica hablaban el mismo idioma porque perseguían
lo mismo”. La homologación de discursos entre ambas instituciones fue tan clara
en los medios oficiales que el Papa se vio obligado a declarar, antes de su
viaje a México, que la “ideología marxista ya no responde a la realidad”.
Si lo que el Papa quiso decir era que la ideología
oficial cubana no responde a la realidad de la isla, tal vez debió referirse a
la ideología “marxista-leninista” o “estalinista” o, incluso, “comunista”. La teoría
social e histórica del capitalismo moderno de Marx es, por el contrario, una de
las ideologías que más contactos establece con la realidad global del siglo
XXI. Lo curioso es que el gobierno tolere el anticomunismo de la Iglesia
Católica, mientras subvalora, margina o silencia los marxismos críticos que se posicionan frente
a la ausencia de democracia o al avance del capitalismo en Cuba.
La elección oficial del catolicismo como
alternativa leal posee, además, el inconveniente de facilitar el arraigo de
ideas conservadoras sobre la nueva comunidad multicultural que intenta
articularse en la isla a principios del siglo XXI. La visión de la Iglesia
sobre las alteridades sexuales, raciales y genéricas, sobre los cultos
afrocubanos, el aborto y el matrimonio gay, es tradicionalista, por no decir reaccionaria.
El gobierno cubano, que históricamente ha demostrado ser también conservador en
esas materias, hace acompañar su cautelosa apertura económica de una reevangelización
católica que se propone crear una mayoría moral, “obediente en la fe” y
“buscadora de la verdad”.
El Papa, el cardenal Jaime Ortega, el
arzobispo Thomas Wenski y casi todos los líderes católicos, dentro y fuera de
Cuba, hablan de un “largo camino de
reconciliación nacional” y de una transición gradual, que evite el
capitalismo salvaje en Cuba. La pregunta que queda en pie es por qué para
evitar ese tipo de capitalismo y avanzar en esa reconciliación nacional es
necesario privar a la ciudadanía de derechos civiles y políticos elementales como
la libertad de asociación y expresión. No estaría mal que, aprovechando los
medios con que ya cuenta, la Iglesia fuera más transparente en la exposición
del tipo de capitalismo y el tipo de democracia que desea para Cuba.
El catolicismo, como sostuviera el
malogrado profesor de la Universidad de Cambridge, Emile Perreau-Saussine, en
su póstumo estudio Catholicism and
Democracy (2012), no es incompatible con la democracia. Pero sus mayores
contribuciones a esta se han verificado cuando ha sabido renunciar a sus
linajes antiliberales y anticomunistas y se ha secularizado por la vía del
diálogo ecuménico y la convivencia con otras religiones, cultos e ideologías.
Los católicos cubanos deberían ganar conciencia en que el crecimiento de su fe
en Cuba sólo podrá consolidarse plenamente bajo un clima de tolerancia
religiosa, diversidad ideológica y libertades públicas para todos.
La visita del Papa Benedicto XVI a Cuba ha
sido beneficiosa para la democratización, toda vez que el pueblo de la isla
entró en contacto con un líder mundial que trasmite ideas y valores diferentes
a los del Estado cubano. Lo que no favorece la democratización de Cuba es que
el proyecto de nación del catolicismo se presente como extensión o complemento
del proyecto oficial. Lo que, definitivamente, no contribuye al creciente
pluralismo ideológico de la isla es que la Iglesia Católica comparta con el
Partido Comunista la hegemonía sobre la esfera pública cubana, aceptando la
limitación de derechos de las demás asociaciones civiles y políticas del país.