En The New York Review of Books, Mark Lilla reseña con ambivalencia The Reactionary Mind. Conservatism from Edmund Burke to Sarah Palin (Oxford University Press, 2011) de Corey Robin. Le sigue pareciendo válida la definición de identidades doctrinales conservadoras o liberales o de izquierda y derecha en Estados Unidos y agradece algunos perfiles de pensadores de derecha como Ayn Rand, Barry Goldwater o Justice Antonin Scalia, de disidentes que giraron a la izquierda como John Gray y Edward Luttwak y hasta filósofos clásicos de la modernidad como Thomas Hobbes. Pero le inquietan esas genealogías transhistóricas, proclives a la caricatura y el maniqueísmo, que hacen desembocar un linaje eminente, fundado por Edmund Burke, pensador refinado y escritor transparente, whig irlandés, crítico de la Revolución Francesa pero admirador de la Revolución Americana, en Sarah Palin.
Podríamos decir, desde nuestra orilla, que esas invenciones de tradiciones se vuelven más forzadas aún, sobre todo cuando se trasladan a otros contextos nacionales y globales. Lo que es izquierda en unos países es derecha en otros y lo que es derecha nacional a veces puede ser izquierda global. En América Latina, por ejemplo, existen desde hace décadas izquierdas en el poder con elementos de mentalidad reaccionaria -nacionalismo, populismo, autoritarismo, religiosidad, orden...-, como los que describe Corey Robin, a las que se enfrentan derechas, centros y también izquierdas democráticas con más de una sintonía con la tradición liberal anglosajona y norteamericana. Un argumento que enlaza a no pocos caudillos de la izquierda latinoamericana con la tradición conservadora es que sus pueblos necesitan gobiernos fuertes, que interpreten su voluntad, porque en democracia las masas se desorientan y pueden ser manipuladas por el enemigo.
Libros del crepúsculo

miércoles, 4 de enero de 2012
lunes, 2 de enero de 2012
Definiendo la poslegalidad

A esto último, es decir, a la tendencia a limitar libertades civiles y políticas como consecuencia de “estados de emergencia” o “amenazas a la seguridad nacional”, en el contexto de la lucha antiterrorista, lo llama “poslegalidad”. Habría que agregar que dicha poslegalidad comienza a manifestarse también en el plano del Derecho Internacional, lo cual favorece la afirmación de autoritarismos que, no por subalternos desde un punto de vista de global, carecen de hegemonía:
“Una de las tantas paradojas actuales es que mientras en la periferia muchas sociedades y Gobiernos intentan ampliar los derechos ciudadanos, en varios países centrales se pretende desvertebrar el Estado de derecho. En América Latina y, en tiempos recientes, en Oriente Próximo y el norte de África con la llamada primavera árabe, se observan impulsos y logros importantes en el reclamo y la extensión de derechos y garantías de diverso tipo. Inversamente, en países clave de Occidente, y desde el 11 de septiembre de 2001, en Estados Unidos se denota un esfuerzo desde el Ejecutivo y el Legislativo (y con pocas limitaciones por parte del Poder Judicial) de recortar y suprimir derechos alcanzados con enorme esfuerzo colectivo. Con el presunto objetivo de proteger la seguridad nacional en Estados Unidos se ha gestado una compleja estructura jurídica, burocrática e institucional cívico-militar que ha configurado de hecho una condición de inseguridad permanente; meta que al parecer ha logrado alcanzar el terrorismo transnacional a una década de los atentados en Nueva York, Washington y Filadelfia...”
Y agrega:
“La poslegalidad tiene símbolos: Guantánamo y Abu Ghraib. Tiene puntos clave de construcción conceptual: las oficinas del Legal Advisor del Departamento de Estado, delGeneral Counsel del Departamento de Defensa y del Special Counsel de la Casa Blanca. Tiene un mapa de referencia para su racionalización y justificación: la "guerra contra el terrorismo". Y tiene continuidad política bipartidista: desde George W. Bush a Barack Obama”.
martes, 27 de diciembre de 2011
Prólogo a una novela de Gerardo Fernández Fe
Gerardo Fernández Fe (La Habana,
1971) es un escritor cubano raro. No como los raros que acumulan las
arqueologías literarias, tan dadas a iluminar perfiles polvorientos,
desdibujados por el olvido de las historias tradicionales. Fernández Fe es un
raro vivo, un raro instalado en la dimensión más cosmopolita y de vanguardia de
las poéticas literarias contemporáneas que, como otros escritores de la misma
estirpe, proyecta una sombra discreta, apenas delineada por la voluntad de
estilo.
Hasta
ahora la obra Fernández Fe se había caracterizado por maniobras poéticas,
ficcionales o ensayísticas en las que la representación parecía atada al
archivo literario. En los poemas de Las
palabras pedestres (1995), en la trama de su novela La falacia (1997) o en las analogías de los ensayos de Cuerpo a diario (2007), el mundo letrado
parecía desplazar o codificar el mundo real y la escritura metamorfoseaba a los
personajes, las situaciones y las ideas en glosas metatextuales.
Aquellos
ejercicios adelantaron el ritmo y la cadencia, el horizonte y la latitud de la
prosa de Fernández Fe. Una prosa que muestra todos sus atributos en esta, su
segunda novela, El último día del
estornino. Vemos visualizarse, aquí, un relato que viene de vuelta de la
metaficción, que toca la ribera de lo real y de lo histórico, luego de una
temporada en el archivo. Hay aquí un regreso a lo real y a lo histórico que,
como todo regreso, arrastra consigo algunas evidencias de otro mundo.
El
lector entra en contacto con Luis Mota, el protagonista de esta novela, por
medio de una mezcla de referentes -Hollywood y el postestructuralismo francés,
Vin Diesel, Deleuze y Guattari…- que lo ubican desde las primeras páginas en el
cruce entre cultura letrada y cultura popular que caracteriza la era digital.
El espacio desde el que Fernández Fe da ese salto a lo real es, en buena
medida, “la biblioteca”, específicamente la “Biblioteca Pública Central”,
“frente al Congreso”, que podría ubicarse en cualquier capital del planeta.
La
novela mantendrá esa gravitación hacia el cruce de lo letrado y lo popular de
principio a fin, filtrando todo tipo de mensajes, desde los que provienen de la
televisión –la serie Los Soprano,
películas de Tarantino, un match de tenis entre Rafael Nadal y algún rival de
Europa del Este, la guerra de Bosnia…- hasta los más propiamente letrados, como
las fugitivas glosas de La montaña mágica
de Thomas Mann. Ese juego referencial funciona, por tanto, como afirmación
de que la realidad a la que se regresa es, como la realidad del siglo XXI,
virtual.
Como
el propio Fernández Fe, su héroe Luis Mota es un ciudadano transnacional. Su lugar
de residencia se mueve entre La Habana, Barcelona, París, Caracas, Quito y
varias ciudades latinoamericanas. Mota y los personajes secundarios que lo
rodean, Octavio Forlán, Boris Nerén, Mariana…, podrían ser cubanos con residencias
flotantes en el espacio y en el tiempo: sus vidas se mueven entre los años 50
del siglo XX y la primera década del siglo XXI, como si atravesaran la
experiencia histórica del último medio siglo cubano.
La
vuelta a la historia que propone esta novela es, sin embargo, lateral. Hay
momentos en que algunos personajes históricos, como los escritores de la
generación de Mariel (Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, Esteban Luis Cárdenas,
René Ariza, Roger Salas…) que se reunían en la cafetería de la Funeraria de
Calzada y K, en El Vedado, aparecen en la ficción sin más atributos que
cualquier otro personaje ficticio. Pero esos momentos son evanescentes, con suaves
ataduras a la trama de la novela.
El
tránsito de la biblioteca a la calle, del tiempo de los libros y las películas
al momento de la vida, del placer o del dolor, es, en El último día del estornino, un pasaje laberíntico, flanqueado por
vitrinas, puertas y ventanas. Un pasaje, como los habaneros o los parisinos,
como los benjaminianos en suma, donde el transeúnte –Gerardo Fernández Fe, Luis
Mota, el lector…- atraviesa
simultáneamente diversas galerías. Una experiencia poliédrica que pone
al sujeto en contacto con varios tiempos y espacios a la vez.
Tan
distintiva de la poética literaria de Fernández Fe es la intersección entre
cultura letrada y cultura popular como el escalonamiento de distintos planos
simbólicos en la representación de la realidad y de la historia. Esta novela,
que anuncia un regreso a lo real y a lo histórico, es a la vez una excursión
por las mixturas culturales del siglo XXI, un curioseo por la Era Digital de
una criatura de la Era Gutenberg. El lector de El último día del estornino distingue, entre las páginas de una
novela, las resonancias del mundo visual y electrónico que rodean al autor y a
los personajes.
No
se puede leer esta novela como se lee El
sobrino de Wittgenstein, El malogrado
o cualquier otra novela de Thomas Bernhard, tan admirado por Fernández Fe. El
lector de esta novela está obligado a leer reservando parte de su subjetividad
a esos ecos del mundo digital que se infiltran en la ficción. Fernández Fe no
sólo ha escrito, por tanto, una novela que
es nueva en su convocación de sentidos sino que ha inventado un nuevo lector,
un semejante de la ficción en el público, que sabe leer de otra manera.
El nuevo lector, habitante del planeta donde
se avecindan Deleuze y Tarantino, Mann y Tony Soprano, es, junto a la novela
misma, otra hechura de Fernández Fe. Hay en El
último día del estornino una invención múltiple de escritura, texto,
autoría y lector, llamada a desestabilizar las tradiciones poéticas de la
literatura cubana del último medio siglo. No está solo, por cierto, Fernández
Fe en esa empresa –otros escritores de la isla y la diáspora como Ena Lucía
Portela, José Manuel Prieto o Antonio José Ponte se mueven en la misma zona-
pero ya es, acaso, uno de los que mejor personifican el arribo del siglo XXI a
la literatura cubana.
Rafael Rojas
La Condesa, México D.F.
Verano de 2011.
sábado, 24 de diciembre de 2011
Malo enamorado
Del último disco de Tom Waits, Bad as me, el tema más recomendable para estos días tal vez sea "New Year´s Eve", pero todavía no está disponible en Youtube. A falta de ese, los dejo con esta baladita de viejo malo, que todavía se enamora como un perro. Se habla aquí de ese amor rabioso como una "batalla entre el azul y el gris", de la que sólo se sale derrotado, de vuelta a la multitud.
jueves, 22 de diciembre de 2011
¿Qué capitalismo está en crisis?

Los
economistas liberales, al estilo de Paul Krugman o Joseph Stiglitz –leídos como
autoridad lo mismo por Barack Obama que por Hugo Chávez- hablan, sin embargo,
de otro capitalismo en crisis. Para ellos lo que está colapsando no es toda la
economía de mercado sino instituciones y prácticas específicas del capitalismo
financiero global. Esos economistas serían tan malos lectores de Marx, como lo
fueron Stalin o Castro, si presumieran que la actual crisis capitalista anuncia
el fin del mercado y la vuelta a la planificación estatal de la economía.
El
orfanato del viejo comunismo quiere ver en esta crisis la estigmatización de
toda forma de propiedad que no sea la estatal o la comunitaria. Y quiere ver,
también, la enésima venganza de esa milenaria imaginación anticrematística, que
hace del dinero y la mercancía metáforas del mal humano. Cuando Krugman y
Stiglitz hablan de return of depression o de freefall o "sinking" de la economía
mundial no están queriendo decir lo que los viejos y nuevos comunistas quisieran
interpretar: que se avecina la debacle final de toda economía de mercado.
Ese
comunismo es el que, en propiedad, podría llamarse antimarxista. Un comunismo
para el que el legado de Marx no es su
teoría del capitalismo sino su utopía comunista. Cuando, como bien advierten Hobsbawm,
Eagleton y algunos de los mejores marxistas vivos, ambas dimensiones han
demostrado ser contradictorias. De la teoría del capitalismo decimonónico de
Marx no se desprende mecánicamente, como pensaron los manualistas soviéticos,
la “necesidad del advenimiento comunista”.
El capitalismo
financiero global puede estar en crisis, puede provocar “burbujas
inmobiliarias”, “recesiones griegas” y todo tipo desaceleración económica, pero
la economía de mercado, es decir, la compra y venta de bienes y servicios, o la
coexistencia de múltiples formas de propiedad privada o pública, lejos de
debilitarse, se arraiga en el mundo. Marx fue el primero en llamar la atención
sobre la equivocada identificación entre capitalismo y mercado y sobre la,
igualmente errada, suposición de un único tipo de capitalismo.
Los
huérfanos del comunismo han sido malos lectores de Karl Marx, pero también de
Alexis de Tocqueville y de Max Weber. En la actual crisis del capitalismo financiero
global quieren ver, además, un colapso de la democracia. Como si esta última
fuera una forma política determinada por esa dimensión del capitalismo. Como si
la democracia no fuera, también, una consecuencia lógica del avance de la
igualdad de oportunidades generada por el mercado y de la cada vez más
difundida cultura de los derechos humanos en el planeta.
miércoles, 21 de diciembre de 2011
Ruido organizado
En un momento de la magnífica entrevista que le hiciera Eduardo Lago para El País Semanal, el pasado fin de semana, Tom Waits dice que la música es "ruido organizado". A Waits se debe también la frase "the piano has been drinking", que utilizó como título de una conocida canción. Se sabe que Waits afina sus pianos de tal manera que los mismos suenen desafinados, como en las viejas grabaciones de la música sureña.
El mismo forcejeo entre ruido y música podría observarse en Glenn Gould, pero a la inversa. En la cabeza de Gould, Bach sonaba como ruido. Algunas grabaciones y filmaciones dan fe de que lo que Gould escuchaba en su interior no eran las Partitas o la Clave bien temperada. El piano le servía a Gould para organizar aquel ruido, mientras que para Waits el piano es una forma de enrarecer un sonido perfecto.
El mismo forcejeo entre ruido y música podría observarse en Glenn Gould, pero a la inversa. En la cabeza de Gould, Bach sonaba como ruido. Algunas grabaciones y filmaciones dan fe de que lo que Gould escuchaba en su interior no eran las Partitas o la Clave bien temperada. El piano le servía a Gould para organizar aquel ruido, mientras que para Waits el piano es una forma de enrarecer un sonido perfecto.
sábado, 17 de diciembre de 2011
El momento neomarxista
Así como J. G. A. Pocock, el gran historiador de la Escuela
de Cambridge, habló de un momento maquiavélico en el pensamiento atlántico del
siglo XVIII, hoy podría hablarse de un momento neomarxista en el pensamiento de
las primeras décadas del siglo XXI. Dos marxistas británicos, el anciano
historiador Eric Hobsbawm (1917) y el teórico cultural Terry Eagleton (1943),
escribieron este año un par de libros que proponen una arqueología de ese
momento: How to Change the World (2011)
del primero y Por qué Marx tenía razón (2011)
del segundo.
Ni
Hobsbawm ni Eagleton son figuras que puedan asociarse plenamente a la planta más
visible del neomarxismo actual (Hardt, Negri, Zizek, Badiou, Rancière, Jameson,
Buck-Morss, Butler, Laclau…). No se lee en estos pensadores británicos una marca
clara del postestructuralismo o del postmodernismo, que son las fuentes
fundamentales de los neomarxistas. Hobsbawm era ya mayor cuando los franceses y
la última Escuela de Frankfurt, fundamentalmente, emprendieron la crítica de la
Ilustración, el estructuralismo y la modernidad en los años 70 y 80. Eagleton,
por su lado, compartió algo de aquella ola teórica, pero sus nociones de
ideología y cultura se mantuvieron cerca de las de su maestro, Raymond
Williams, marxista del Círculo de Birmingham, contemporáneo del propio
Hobsbawm.
Hobsbawm
y Eagleton no citan en sus libros, prácticamente, a ninguno de los teóricos
neomarxistas. El primero a ninguno y Eagleton sólo cita a Zizek para reproducir
una cita de un economista contemporáneo, referida a su vez en First as Tragedy, Then as Farce (2009),
y a Rancière para darle la razón en una obviedad: que hoy liberales y
socialistas coinciden en que Marx había acertado cuando insistía en el carácter
transnacional del capital. De manera que el repertorio teórico e ideológico de
Hobsbawm y Eagleton sigue debiendo más al marxismo occidental de mediados del
siglo XX que a la condición postmoderna de fines de ese mismo siglo.
A pesar
de sus notables diferencias, uno y otro coinciden en que para comprender la
actual rearticulación marxista, sobre todo en las ciencias sociales, es
importante estudiar mejor la plural recepción de Marx en el siglo XX. Y aunque
Eagleton es menos escéptico que Hobsbawm sobre las posibilidades de producir
políticas marxistas en la actualidad, ambos admiten que el terreno en el que la
recepción de Marx alcanzó sus mayores logros no fue, precisamente, la política
sino la cultura. En ambos libros quedan mucho mejor parados Luxemburgo, Gramsci,
Korsch, Lukacs, Benjamin, Sartre o Althusser, que Lenin, Stalin, Mao, Dimitrov, Pol Pot, Kim Il Sung o Fidel Castro. La excepción sería Trotski, tal vez, el político
marxista del siglo XX más vindicado por ambos. Dice Hobsbawm:
“Este libro debería haber establecido
cuán amplio es el abanico de ideas y prácticas que proclaman su procedencia de
–y compatibilidad con- los textos de Marx, directamente o a través de sus
sucesores. Si no supiéramos que todos ellos reivindicaban esta procedencia,
podríamos considerar que las diferencias existentes entre los kibbutzim sionistas y la Kampuchea de
Pol Pot, entre Hilferding y Mao, entre Stalin y Gramsci, Rosa Luxemburgo y Kim
Il Sung, son más acusadas que sus similitudes. No existe ninguna razón teórica
por la que los regímenes marxistas debieran adoptar cierta forma, aunque hay
buenas razones históricas que explican por qué aquellos que se constituyeron en
el curso de un periodo históricamente breve a partir de 1917 mediante
revoluciones autóctonas, imitación o conquista, en una serie de países al
margen o fuera del mundo industrializado, debieron desarrollar características
comunes, negativas o positivas. El argumento de que la teoría marxiana implica
necesariamente el leninismo y sólo el leninismo (o cualquier otra escuela que
reivindique la ortodoxia marxista) resulta por tanto insostenible”.
Hobsbawm menciona a Fidel Castro
y a la Revolución Cubana como fenómenos que atizaron el conflicto entre la
Unión Soviética y China en los 60 y al Che Guevara como inspirador de una “insurrección
voluntarista”, cuya teoría “fracasó estrepitosamente en la práctica en los años
sesenta y setenta en el continente elegido, aunque fue elegantemente formulada
por Regis Debray”. Eagleton es más generoso con el socialismo cubano, el cual
ubica, a la manera de Fanon y Sartre, dentro de los movimientos de
descolonización del Tercer Mundo en las décadas posteriores a Segunda Guerra
Mundial. Eagleton, quien fue muy crítico con el arquetipo del guerrillero en su
libro Terror santo, entiende a Guevara
y a Castro no como marxistas sino como nacionalistas revolucionarios que, al
aliarse al marxismo, obligaron a éste a revisarse.

Hobsbawm dedica a Gramsci dos
capítulos de su libro con el propósito de sostener que es en el marxista
italiano donde podría encontrarse el legado más creativo de Marx en el siglo
XX. Es en Gramsci donde aparece una reinterpretación de la sociedad civil, el
Estado, la hegemonía y la democracia, que, más que con Lenin, hace avanzar al
marxismo sobre una esfera que, por momentos, le resulta ajena: la política moderna. Sin embargo, el historiador
británico está muy lejos de armar una nueva ortodoxia en torno
a Gramsci, que reemplace el marxismo-leninismo con un marxismo-gramscianismo.
Tanto Hobsbawm como Eagleton parten de la premisa de que así como la teoría de
Marx es limitada y no omnicomprensiva, la obra de cualquiera de sus seguidores,
incluso la de los menos ortodoxos, también lo es.
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