En un momento de la magnífica entrevista que le hiciera Eduardo Lago para El País Semanal, el pasado fin de semana, Tom Waits dice que la música es "ruido organizado". A Waits se debe también la frase "the piano has been drinking", que utilizó como título de una conocida canción. Se sabe que Waits afina sus pianos de tal manera que los mismos suenen desafinados, como en las viejas grabaciones de la música sureña.
El mismo forcejeo entre ruido y música podría observarse en Glenn Gould, pero a la inversa. En la cabeza de Gould, Bach sonaba como ruido. Algunas grabaciones y filmaciones dan fe de que lo que Gould escuchaba en su interior no eran las Partitas o la Clave bien temperada. El piano le servía a Gould para organizar aquel ruido, mientras que para Waits el piano es una forma de enrarecer un sonido perfecto.
Libros del crepúsculo
miércoles, 21 de diciembre de 2011
sábado, 17 de diciembre de 2011
El momento neomarxista
Así como J. G. A. Pocock, el gran historiador de la Escuela
de Cambridge, habló de un momento maquiavélico en el pensamiento atlántico del
siglo XVIII, hoy podría hablarse de un momento neomarxista en el pensamiento de
las primeras décadas del siglo XXI. Dos marxistas británicos, el anciano
historiador Eric Hobsbawm (1917) y el teórico cultural Terry Eagleton (1943),
escribieron este año un par de libros que proponen una arqueología de ese
momento: How to Change the World (2011)
del primero y Por qué Marx tenía razón (2011)
del segundo.
Ni
Hobsbawm ni Eagleton son figuras que puedan asociarse plenamente a la planta más
visible del neomarxismo actual (Hardt, Negri, Zizek, Badiou, Rancière, Jameson,
Buck-Morss, Butler, Laclau…). No se lee en estos pensadores británicos una marca
clara del postestructuralismo o del postmodernismo, que son las fuentes
fundamentales de los neomarxistas. Hobsbawm era ya mayor cuando los franceses y
la última Escuela de Frankfurt, fundamentalmente, emprendieron la crítica de la
Ilustración, el estructuralismo y la modernidad en los años 70 y 80. Eagleton,
por su lado, compartió algo de aquella ola teórica, pero sus nociones de
ideología y cultura se mantuvieron cerca de las de su maestro, Raymond
Williams, marxista del Círculo de Birmingham, contemporáneo del propio
Hobsbawm.
Hobsbawm
y Eagleton no citan en sus libros, prácticamente, a ninguno de los teóricos
neomarxistas. El primero a ninguno y Eagleton sólo cita a Zizek para reproducir
una cita de un economista contemporáneo, referida a su vez en First as Tragedy, Then as Farce (2009),
y a Rancière para darle la razón en una obviedad: que hoy liberales y
socialistas coinciden en que Marx había acertado cuando insistía en el carácter
transnacional del capital. De manera que el repertorio teórico e ideológico de
Hobsbawm y Eagleton sigue debiendo más al marxismo occidental de mediados del
siglo XX que a la condición postmoderna de fines de ese mismo siglo.
A pesar
de sus notables diferencias, uno y otro coinciden en que para comprender la
actual rearticulación marxista, sobre todo en las ciencias sociales, es
importante estudiar mejor la plural recepción de Marx en el siglo XX. Y aunque
Eagleton es menos escéptico que Hobsbawm sobre las posibilidades de producir
políticas marxistas en la actualidad, ambos admiten que el terreno en el que la
recepción de Marx alcanzó sus mayores logros no fue, precisamente, la política
sino la cultura. En ambos libros quedan mucho mejor parados Luxemburgo, Gramsci,
Korsch, Lukacs, Benjamin, Sartre o Althusser, que Lenin, Stalin, Mao, Dimitrov, Pol Pot, Kim Il Sung o Fidel Castro. La excepción sería Trotski, tal vez, el político
marxista del siglo XX más vindicado por ambos. Dice Hobsbawm:
“Este libro debería haber establecido
cuán amplio es el abanico de ideas y prácticas que proclaman su procedencia de
–y compatibilidad con- los textos de Marx, directamente o a través de sus
sucesores. Si no supiéramos que todos ellos reivindicaban esta procedencia,
podríamos considerar que las diferencias existentes entre los kibbutzim sionistas y la Kampuchea de
Pol Pot, entre Hilferding y Mao, entre Stalin y Gramsci, Rosa Luxemburgo y Kim
Il Sung, son más acusadas que sus similitudes. No existe ninguna razón teórica
por la que los regímenes marxistas debieran adoptar cierta forma, aunque hay
buenas razones históricas que explican por qué aquellos que se constituyeron en
el curso de un periodo históricamente breve a partir de 1917 mediante
revoluciones autóctonas, imitación o conquista, en una serie de países al
margen o fuera del mundo industrializado, debieron desarrollar características
comunes, negativas o positivas. El argumento de que la teoría marxiana implica
necesariamente el leninismo y sólo el leninismo (o cualquier otra escuela que
reivindique la ortodoxia marxista) resulta por tanto insostenible”.
Hobsbawm menciona a Fidel Castro
y a la Revolución Cubana como fenómenos que atizaron el conflicto entre la
Unión Soviética y China en los 60 y al Che Guevara como inspirador de una “insurrección
voluntarista”, cuya teoría “fracasó estrepitosamente en la práctica en los años
sesenta y setenta en el continente elegido, aunque fue elegantemente formulada
por Regis Debray”. Eagleton es más generoso con el socialismo cubano, el cual
ubica, a la manera de Fanon y Sartre, dentro de los movimientos de
descolonización del Tercer Mundo en las décadas posteriores a Segunda Guerra
Mundial. Eagleton, quien fue muy crítico con el arquetipo del guerrillero en su
libro Terror santo, entiende a Guevara
y a Castro no como marxistas sino como nacionalistas revolucionarios que, al
aliarse al marxismo, obligaron a éste a revisarse.
América Latina es una zona
descuidada en ambos libros. Las observaciones más interesantes sobre la misma
no están, curiosamente, en Eagleton, más dispuesto a reconocer el valor de los
nacionalismos descolonizadores, sino en Hobsbawm, quien incluye a Mariátegui
dentro de la gran tradición de la heterodoxia marxista occidental y hace
algunos apuntes pertinentes sobre la recepción de Gramsci en América Latina.
Dice, por ejemplo, aunque no lo desarrolla, que en el momento de mayor
intensidad del marxismo latinoamericano, los años 60 y 70, el interés por
Althusser y otros marxistas franceses conspiró contra una lectura a fondo de
los Cuadernos de la cárcel y otros
textos de Gramsci.
Hobsbawm dedica a Gramsci dos
capítulos de su libro con el propósito de sostener que es en el marxista
italiano donde podría encontrarse el legado más creativo de Marx en el siglo
XX. Es en Gramsci donde aparece una reinterpretación de la sociedad civil, el
Estado, la hegemonía y la democracia, que, más que con Lenin, hace avanzar al
marxismo sobre una esfera que, por momentos, le resulta ajena: la política moderna. Sin embargo, el historiador
británico está muy lejos de armar una nueva ortodoxia en torno
a Gramsci, que reemplace el marxismo-leninismo con un marxismo-gramscianismo.
Tanto Hobsbawm como Eagleton parten de la premisa de que así como la teoría de
Marx es limitada y no omnicomprensiva, la obra de cualquiera de sus seguidores,
incluso la de los menos ortodoxos, también lo es.
viernes, 16 de diciembre de 2011
La ética del descreído
La muerte de Christopher Hitchens (1949-2011), aquejado desde
hace años de un cáncer de esófago, obliga a sus lectores a sopesar su legado y
a señalar el acento que más nos identifica de este prolífico y controvertido intelectual
público británico. Hitchens fue uno de esos escritores que se entrega sin
miramientos a la esfera pública, en una época, como los años posteriores a la
caída del Muro de Berlín, marcada por tensiones ideológicas más complejas que
la vieja polaridad de la Guerra Fría.
En su
apuesta por el posicionamiento público constante, Hitchens se alineó a
orientaciones políticas contradictorias. Fue crítico de la diplomacia de Henry
Kissinger y, en general, de la política exterior de Estados Unidos durante la
Guerra Fría y, a la vez, un entusiasta defensor de la guerra de Irak y del
intervencionismo de Estados Unidos en el Medio Oriente. Como el discípulo de
Orwell que era, cuestionó toda forma de censura en el mundo, pero se opuso a
quienes denunciaban limitaciones de derechos civiles en la Patriot Act.
Como
lector, admiré el arrojo con que Hitchens se posicionaba, pero más disfruté la
honesta exposición de sus genealogías intelectuales. No todos los escritores
públicos tienen conciencia del linaje doctrinal al que pertenecen y algunos,
aunque la posean, no se atreven a exponerla con la elocuencia con que lo hizo
Hitchens. Se requiere de una rara humildad, en un gremio tan dado a la
vanagloria, para presentarse como descendiente o discípulo de alguna autoridad
del pasado.
Hitchens
lo hizo, admirablemente, no sólo con Orwell y buena parte del trotskismo
liberal europeo de los años 50 y 60, sino con Thomas Paine y Thomas Jefferson,
dos fundadores del republicanismo liberal atlántico que habría que ubicar, por
cierto, en la zona más radical de esta tradición ideológica. De ese gusto por
aquellos ilustrados encendidos proviene, creo, el ateísmo de Hitchens: una
posición ante Dios que en estos tiempos neorreligiosos también debió defender
con coraje. A su crítica a las ideologías totalitarias, como reemplazos de las
religiones en el siglo XX, Hitchens sumó la crítica a las nuevas religiones,
como opio de las comunidades multiculturales del siglo XXI.
A
Hitchens le gustaba decir que él no era ateo sino antiteísta, diferencia más
que terminológica, ya que el ateísmo supone la ausencia de religión mientras
que el antiteísmo significa el rechazo de toda religión. En algunos de sus
últimos libros, como God is not Great. How
Religion Poinsons Everything (2007), The
Portable Atheist. Essential Readings for the Non- Believer (2007) e Is Christianity Good for the World (2008),
así como en el documental Collision,
un debate con el pastor presbiteriano Douglas Wilson de la Iglesia de Cristo,
en Moscow, Idaho, Christopher Hitchens legó uno de los cuestionamientos más
incisivos de la religión que conoce la tradición liberal en los dos últimos
siglos.
jueves, 15 de diciembre de 2011
Discurso académico en La Habana
Ha aparecido en la editorial Lumen, de Barcelona, una nueva
traducción al castellano del poemario Ideas
of Order (1935) de Wallace Stevens (1879-1955), a cargo de Daniel Aguirre Oteiza.
Fue en dicho volumen que se incluyeron aquellos poemas tropicales de este poeta
de Harvard, “Adiós a Florida”, “La idea de orden en Cayo Hueso” y, sobre todo,
el “Discurso académico en La Habana”, que facilitaron el diálogo de Stevens con
poetas y críticos cubanos de mediados del siglo XX, como José Lezama Lima y
José Rodríguez Feo.
Recuerdo haber leído otras buenas traducciones del “Discurso
académico en La Habana” –por ejemplo, una reciente de Ernesto Hernández Busto
en su blog Penúltimos días. Esta de
Aguirre, sin embargo, me parece la más cercana al castellano que se escribe en
la poesía hispanoamericana contemporánea. Por momentos pareciera que el
traductor quiso que leyéramos a Stevens como un contemporáneo de la literatura
hispánica y no como el clásico de la gran poesía norteamericana del siglo XX
que fue.
Pese a la magnífica traducción de Aguirre Oteiza, es difícil no leer a Stevens
como un contemporáneo de Auden, Eliot, Pound o, en todo caso, de Lezama o
Baquero. Los versos finales del “Discurso”, por ejemplo, están llenos de temas
de la vida literaria habanera de entonces: la función civil del poeta, la falta
de imaginación de los políticos, el juego y el kitsch de la burguesía criolla,
el sentido rítmico de la poesía afrocubana –hay un momento en que parece hablar
de la poesía de Nicolás Guillén o Emilio Ballagas. En estos versos se constata lo mucho que
debió la filosofía de Orígenes a
Wallace Stevens.
III
…. Hombre político decretó
que la
imaginación era el fatídico pecado.
Abuela con
su cesta atestada de peras
tiene que
ser el quid para nuestros compendios.
Tal mundo es
suficiente, y más, si suma uno
sus hijas a
la moza amelocotonada y marfileña
para la cual
se construyen las torres. Busto a la burguesa,
y no un éter
delicado de estrellas espetado,
tiene que
ser el lugar para el prodigio, a menos
que tengan
truco las cosas prodigiosas. No es mundo
la bagatela
de quienes no duermen, ni una palabra
que deba
importar universal enjundia
a Cuba. De
estas lácteas materias toma nota.
Nutren a
Júpiters. Su ocasional papilla
goteará
igual que un dulzor en las vacías noches
cuando
rapsodia demasiado grande quede anulada
y licorácea
oración provoque nuevos sudores: vale, vale:
la vida es
un casino antiguo en un bosque.
IV
¿Es la
función del poeta aquí mero sonido,
más sutil
que la más ornada profecía,
que sature
el oído? Tal es la causa de que haga él
su infinita
repetición y aleaciones
de ébano
escogido, de escogido alción.
De refinada
lógica lo carga para el remilgado.
Las rarezas
de él son nuestras: que sean ellas las idóneas
y que nos
reconcilien con nuestros seres en aquellas
veraces
reconciliaciones, oscuras y pacíficas palabras,
y las más
diestras armonías de su caída.
Clausura la
cantina. Encapucha el candelabro.
No es la luz
de la luna amarilla sino un blanco
que silencia
a la ciudad plena de fe constante.
Cuán pálida,
cuán poseída está la noche,
cuán plena
de las exhalaciones de la mar…
Es todo esto
más antiguo que el himno más antiguo,
no tiene más
significado que el pan del día de la mañana.
Pero deja al
poeta en su balcón
hablar y los
durmientes, dormidos ellos, se moverán,
despertarán
y observarán la luna desde sus suelos.
Que sea esto
bendición, sepulcro,
y epitafio.
Aunque podría ser
algún
encantamiento que la luna define
con un
sencillo ejemplo de opulenta claridad.
Y de igual
modo podría el antiguo casino definir
un infinito
encantamiento de nuestros seres
en la gran
decadencia de los perecidos cisnes.
miércoles, 14 de diciembre de 2011
Genio del bien
Hace dos meses, poco después de la muerte de Steve Jobs
(1955-2011), todas las tiendas de Apple del planeta se llenaron de mensajes de
condolencia por la desaparición de su creador. Mensajes, habría que decir,
cariñosos y hasta juguetones, en los que el duelo era trasmitido más en tonos
de Disney que de cualquier necrológica intelectual. El fenómeno Jobs, como el
Gates, está transformando la manera moderna de pensar la técnica.
La biografía de Jobs, escrita por Walter Isaacson, biógrafo
también de Benjamin Franklin y Albert Einstein, busca el mismo tono. Jobs es
retratado como hacedor de sueños, como artífice de fantasías, más cerca de los
magos o las hadas infantiles que de cualquier científico o magnate moderno. En
esta imagen de Jobs, que hoy circula en el libro más vendido por internet, se
entrelazan tecnología y cariño.
El tema de la técnica aparece en esta imagen despojado ya de
toda la pesadumbre de la era atómica, tal y como se esbozaba en Heidegger y
otros filósofos de mediados del siglo XX, y asimilado a un universo de deseos y
satisfacciones infantiles, como el que el propio Isaacson ha revelado en
Franklin o en Einstein y como el que Walter Benjamin habría vislumbrado en las
jugueterías finiseculares.
La tecnología no es aquí esa monstruosa descendencia del
capital, que amenaza la paz humana y la vida planetaria, sino la venturosa
transformación del trabajo en juego. Isaacson apuesta por una comprensible y
justificada idealización de Jobs como hombre de “trabajos” y juegos. Este no sería el
empresario voraz o el tycoon de
Silicon Valley, tampoco el doctor Frankenstein o el científico con devaneos
morales. Jobs vendría siendo, en sentido renacentista, un genio del bien.
miércoles, 7 de diciembre de 2011
La pobreza como censura
A su llegada a la pasada Feria del Libro de Guadalajara, la
escritora rumano-alemana Herta Müller, Premio Nobel de Literatura, comentó que
la pobreza era una forma de censura. En un país con varias decenas de millones
de pobres, como México, el comentario parecía aludir a esa realidad inmediata y
tangible. Sin embargo, Müller no se refería a México sino a su natal Rumanía,
durante el periodo comunista.
Hacía entonces Müller una observación ya apuntada por Edgar
Morin en el capítulo sobre las “brechas sociales y económicas” bajo el
comunismo, de su libro Qué es el
totalitarismo: de la naturaleza de la URSS (1985). Decía la escritora que
en los países del socialismo real, el hambre, la pobreza y las carencias
funcionaban como un mecanismo de censura, destinado a “mantener pequeña a la
gente” y a impedir que los “ciudadanos pensaran en otras cosas”.
A Müller no le cabe duda que la pobreza en el comunismo
formaba parte del “plan”. Morin también decía algo parecido cuando aseguraba
que aun cuando los planificadores de la economía soviética desearan satisfacer
las necesidades básicas de la población, sus colegas ideológicos en el PCUS no
dejaban de valorar las ventajas que, para el control social, tenía el
sostenimiento de un bajo nivel de consumo en la ciudadanía.
Es interesante que estos argumentos de Morin y Müller se
parezcan tanto a los de los críticos de la sociedad de consumo como una
condición favorable al control social. Se trata de la misma premisa, aplicada a
la explicación de dos sistemas sociales antagónicos: el comunismo y el
capitalismo. La pobreza y la opulencia, planificadas en el primero y
“espontáneas” en el segundo, producirían, al final, efectos similares en
cualquier sociedad del planeta.
domingo, 4 de diciembre de 2011
El silencio y la lengua
En una conocida foto, Charles Darwin se lleva el índice a
los labios cerrados. Su gesto no parece de meditación sino de complicidad en el
silencio. Hay tanto humor en la pose de Darwin como en la lengua afuera de
Albert Einstein. El escándalo de le teoría evolucionista operaba como secreto a
voces, como conjura silenciosa del siglo XIX. La relatividad, en cambio,
aparecía como burla o como boutade del naciente siglo XX. Ambas teorías
redujeron las realidades físicas y sociales a meras ilusiones o espejismos.
Los gestos de Darwin y Einstein serían intercambiables si el
primero no hubiera sido una criatura victoriana y el segundo un contemporáneo
del holocausto. Sacar la lengua o invitar al secreto podrían ser actitudes
también atribuibles a Karl Marx o a Sigmund Freud. Los cuatro formularon
teorías develadoras de una verdad. Ese sentido de aletheia determina tanto la persuasión como el rechazo que en los
dos últimos siglos han concitado el marxismo y el darwinismo, la relatividad y
el psicoanálisis.
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