Así como J. G. A. Pocock, el gran historiador de la Escuela
de Cambridge, habló de un momento maquiavélico en el pensamiento atlántico del
siglo XVIII, hoy podría hablarse de un momento neomarxista en el pensamiento de
las primeras décadas del siglo XXI. Dos marxistas británicos, el anciano
historiador Eric Hobsbawm (1917) y el teórico cultural Terry Eagleton (1943),
escribieron este año un par de libros que proponen una arqueología de ese
momento: How to Change the World (2011)
del primero y Por qué Marx tenía razón (2011)
del segundo.
Ni
Hobsbawm ni Eagleton son figuras que puedan asociarse plenamente a la planta más
visible del neomarxismo actual (Hardt, Negri, Zizek, Badiou, Rancière, Jameson,
Buck-Morss, Butler, Laclau…). No se lee en estos pensadores británicos una marca
clara del postestructuralismo o del postmodernismo, que son las fuentes
fundamentales de los neomarxistas. Hobsbawm era ya mayor cuando los franceses y
la última Escuela de Frankfurt, fundamentalmente, emprendieron la crítica de la
Ilustración, el estructuralismo y la modernidad en los años 70 y 80. Eagleton,
por su lado, compartió algo de aquella ola teórica, pero sus nociones de
ideología y cultura se mantuvieron cerca de las de su maestro, Raymond
Williams, marxista del Círculo de Birmingham, contemporáneo del propio
Hobsbawm.
Hobsbawm
y Eagleton no citan en sus libros, prácticamente, a ninguno de los teóricos
neomarxistas. El primero a ninguno y Eagleton sólo cita a Zizek para reproducir
una cita de un economista contemporáneo, referida a su vez en First as Tragedy, Then as Farce (2009),
y a Rancière para darle la razón en una obviedad: que hoy liberales y
socialistas coinciden en que Marx había acertado cuando insistía en el carácter
transnacional del capital. De manera que el repertorio teórico e ideológico de
Hobsbawm y Eagleton sigue debiendo más al marxismo occidental de mediados del
siglo XX que a la condición postmoderna de fines de ese mismo siglo.
A pesar
de sus notables diferencias, uno y otro coinciden en que para comprender la
actual rearticulación marxista, sobre todo en las ciencias sociales, es
importante estudiar mejor la plural recepción de Marx en el siglo XX. Y aunque
Eagleton es menos escéptico que Hobsbawm sobre las posibilidades de producir
políticas marxistas en la actualidad, ambos admiten que el terreno en el que la
recepción de Marx alcanzó sus mayores logros no fue, precisamente, la política
sino la cultura. En ambos libros quedan mucho mejor parados Luxemburgo, Gramsci,
Korsch, Lukacs, Benjamin, Sartre o Althusser, que Lenin, Stalin, Mao, Dimitrov, Pol Pot, Kim Il Sung o Fidel Castro. La excepción sería Trotski, tal vez, el político
marxista del siglo XX más vindicado por ambos. Dice Hobsbawm:
“Este libro debería haber establecido
cuán amplio es el abanico de ideas y prácticas que proclaman su procedencia de
–y compatibilidad con- los textos de Marx, directamente o a través de sus
sucesores. Si no supiéramos que todos ellos reivindicaban esta procedencia,
podríamos considerar que las diferencias existentes entre los kibbutzim sionistas y la Kampuchea de
Pol Pot, entre Hilferding y Mao, entre Stalin y Gramsci, Rosa Luxemburgo y Kim
Il Sung, son más acusadas que sus similitudes. No existe ninguna razón teórica
por la que los regímenes marxistas debieran adoptar cierta forma, aunque hay
buenas razones históricas que explican por qué aquellos que se constituyeron en
el curso de un periodo históricamente breve a partir de 1917 mediante
revoluciones autóctonas, imitación o conquista, en una serie de países al
margen o fuera del mundo industrializado, debieron desarrollar características
comunes, negativas o positivas. El argumento de que la teoría marxiana implica
necesariamente el leninismo y sólo el leninismo (o cualquier otra escuela que
reivindique la ortodoxia marxista) resulta por tanto insostenible”.
Hobsbawm menciona a Fidel Castro
y a la Revolución Cubana como fenómenos que atizaron el conflicto entre la
Unión Soviética y China en los 60 y al Che Guevara como inspirador de una “insurrección
voluntarista”, cuya teoría “fracasó estrepitosamente en la práctica en los años
sesenta y setenta en el continente elegido, aunque fue elegantemente formulada
por Regis Debray”. Eagleton es más generoso con el socialismo cubano, el cual
ubica, a la manera de Fanon y Sartre, dentro de los movimientos de
descolonización del Tercer Mundo en las décadas posteriores a Segunda Guerra
Mundial. Eagleton, quien fue muy crítico con el arquetipo del guerrillero en su
libro Terror santo, entiende a Guevara
y a Castro no como marxistas sino como nacionalistas revolucionarios que, al
aliarse al marxismo, obligaron a éste a revisarse.
América Latina es una zona
descuidada en ambos libros. Las observaciones más interesantes sobre la misma
no están, curiosamente, en Eagleton, más dispuesto a reconocer el valor de los
nacionalismos descolonizadores, sino en Hobsbawm, quien incluye a Mariátegui
dentro de la gran tradición de la heterodoxia marxista occidental y hace
algunos apuntes pertinentes sobre la recepción de Gramsci en América Latina.
Dice, por ejemplo, aunque no lo desarrolla, que en el momento de mayor
intensidad del marxismo latinoamericano, los años 60 y 70, el interés por
Althusser y otros marxistas franceses conspiró contra una lectura a fondo de
los Cuadernos de la cárcel y otros
textos de Gramsci.
Hobsbawm dedica a Gramsci dos
capítulos de su libro con el propósito de sostener que es en el marxista
italiano donde podría encontrarse el legado más creativo de Marx en el siglo
XX. Es en Gramsci donde aparece una reinterpretación de la sociedad civil, el
Estado, la hegemonía y la democracia, que, más que con Lenin, hace avanzar al
marxismo sobre una esfera que, por momentos, le resulta ajena: la política moderna. Sin embargo, el historiador
británico está muy lejos de armar una nueva ortodoxia en torno
a Gramsci, que reemplace el marxismo-leninismo con un marxismo-gramscianismo.
Tanto Hobsbawm como Eagleton parten de la premisa de que así como la teoría de
Marx es limitada y no omnicomprensiva, la obra de cualquiera de sus seguidores,
incluso la de los menos ortodoxos, también lo es.