Casi siempre que discutimos las relaciones del pensamiento
de José Martí con el marxismo, remitimos a la nota necrológica sobre Marx
enviada a La Nación de Buenos Aires, en 1883, y al ensayo sobre La futura esclavitud de Herbert Spencer,
que Martí escribió en 1884 para La
América de Nueva York. Sin embargo, las más completas reflexiones de Martí
sobre el movimiento obrero, que nunca entendió desde una perspectiva
sectariamente marxista, se encuentran en la serie de artículos sobre las huelgas de 1886 en Estados Unidos, impulsadas por la Noble Orden de los
Caballeros del Trabajo, una logia creada por Terence Powderly y otros
republicanos católicos irlandeses en las principales ciudades del norte de la
costa Este.
Llama la atención el escaso interés que los marxistas
cubanos han mostrado por esos artículos de Martí para La Nación de Buenos
Aires, que culminan con las crónicas sobre el proceso a los anarquistas de
Chicago, entre septiembre de 1886 y noviembre de 1887. En el libro Siete enfoques marxistas sobre José Martí (1978), por ejemplo, que reunió textos sobre
Martí de Julio Antonio Mella, Juan Marinello, Raúl Roa, Blas Roca, Ernesto
Guevara, Carlos Rafael Rodríguez y
Armando Hart, apenas se mencionan y de pasada, en el artículo de Roca, la serie
de más de cinco crónicas que el revolucionario cubano dedicó a este importante
tema.
Lo primero que atrae a Martí de esa intensificación del
movimiento obrero en Estados Unidos, en la primavera de 1886, es el espectáculo
de la huelga. Martí describe fascinado cómo miles de obreros de Filadelfia,
Nueva York, Boston y Chicago se ponen de acuerdo para dejar de trabajar y
demandar, pacíficamente, aumentos salariales, jornadas de ocho horas y mejoras
en las condiciones de vida de los trabajadores. Martí defiende las huelgas,
resueltamente, pero piensa que las mismas son sólo un mecanismo, entre otros,
dentro de una metodología de lucha pacífica impulsada por la orden de los
Caballeros del Trabajo. En sus orígenes, advierte Martí, ni siquiera las
huelgas eran bien vistas y se asumían como una opción extrema:
“Le entró en la orden de súbito un elemento distinto del que
ha contribuido a su formación y prosperidad. La orden vio desde el principio
que sólo en la educación reside la fuerza definitiva y fue ejerciendo influjo
entre los obreros, ya que por el secreto de sus labores, ya por el exilio
desusado que la superior cultura de sus miembros lograba dar a contiendas
industriales en que los obreros habían sido antes vencidos. En vez de huelga,
argumentos; en vez de amenaza, exposición, examen y arbitramiento. Los
fabricantes veían a un obrero nuevo, firme y conocedor de sus derechos, y
cedían el derecho a la sorpresa”.
Esa simpatía por los métodos de la orden de los Caballeros
del Trabajo lleva a Martí a trasmitir
una visión bastante crítica de los anarquistas de Chicago, en su primera nota
del 2 de septiembre de 1886. Ahí dice Martí que los siete anarquistas, de los
cuales sólo uno es norteamericano, casado con “una mulata que no llora”, “han
traído de Alemania el pecho cargado de odio” y “desde que llegaron se pusieron
a preparar la manera mejor de destruir”. Martí da por sentado entonces que los
huelguistas hicieron mal en fabricar bombas en sus casas y en detonarlas contra
la policía que los reprimió.
En otra nota, sin embargo, la titulada “Un drama terrible”,
del 13 de noviembre de 1887, Martí muestra mayor aprecio por los anarquistas,
cuando son condenados a muerte. Ahí sostendrá que la apelación a la violencia
entre los inmigrantes anarquistas tenía que ver con que en Alemania, a
diferencia de Estados Unidos, la democracia era débil y el ejercicio del
sufragio, reciente e incompleto. Esa falta de cultura política democrática, que
los llevó a detonar las bombas, era la importación de métodos ajenos al
movimiento obrero norteamericano. El retrato que hace Martí de Spies, Lingg,
Engel, Schawb, Fischer, Neebe y Parsons, casado con la “apasionada mestiza en
cuyo corazón caen como puñales los dolores de la gente obrera”, es, sin dudas, ennoblecedor.
Al republicano cubano
le molesta la caricatura que hace la prensa de derecha de los anarquistas,
presentándolos como reencarnaciones de los jacobinos franceses. Rechaza esa
trasposición del terror a Chicago y la “pintura” de los anarquistas como
salvajes europeos, con los sótanos llenos de bombas, y de sus mujeres como
“furias verdaderas, que derriten el plomo, como aquellas de París que arañaban
la pared para dar cal con que hacer la pólvora a sus maridos”. Al final, Martí,
crítico de la pena de muerte, se opone a las condenas a la horca de los
anarquistas y defiende una política obrera preventiva, que evite la
confrontación violenta con la patronal, más en la línea del sindicalismo
socialdemócrata que en la del movimiento comunista:
“¿Quién que castiga crímenes, aun probados, no tiene en
cuenta las circunstancias que los precipitan, las pasiones que los atenúan, y
el móvil con que se cometen? Los pueblos, como los médicos, han de preferir
prever la enfermedad, o curarla en sus raíces, a dejar que florezca en toda su
pujanza, para combatir el mal desenvuelto por su propia culpa, con medios
sangrientos y desesperados”.