Una buena prueba del atractivo intelectual del marxismo como teoría de la historia social y del capitalismo moderno es que, a pesar de las visiones eurocéntricas de Marx y Engels sobre América Latina, esta región se convirtió, en el último siglo, en una de las zonas del mundo con más marxistas per cápita. Lo que Marx y Engels pensaron sobre Bolívar, Haití, México o la expansión territorial de Estados Unidos fue relativizado o desconocido –los textos de Marx y Engels sobre América Latina no circularon plenamente hasta la edición de los mismos en las editoriales mexicanas Siglo XXI y Cuadernos del Pasado y el Presente en los 70- por varias generaciones de comunistas latinoamericanos.
Un siglo de marxismo latinoamericano es tiempo suficiente para observar las luces y sombras de esa tradición. Podemos recorrer con la vista los nombres fundamentales del marxismo en cada nación latinoamericana (Juan B. Justo, Luis Emilio Recabarren, Aníbal Ponce, Julio Antonio Mella, Juan Marinello, Ernesto Guevara, Roque Dalton, Nahuel Moreno, Fernando Martínez Heredia…) y, más allá de cualquier preferencia doctrinal o política, se hace difícil cuestionar la creatividad y el refinamiento que, dentro de esa tradición, distinguieron al peruano José Carlos Mariátegui (1895-1930). No hay otro marxista latinoamericano que haya alcanzado tal mezcla de originalidad y autonomía.
En Mariátegui, a diferencia de tantos discípulos de Moscú, el marxismo no era una terminología impostada sino un lenguaje incorporado y recreado. Como el escritor de vanguardia que fue, este ensayista peruano sumó el marxismo como un referente más de una escritura que pocas veces se ve colonizada por la jerga del materialismo histórico o dialéctico. Para Mariátegui esa autonomía no fue, únicamente, una cuestión de estilo, fue, ante todo, un asunto de independencia intelectual. Esa asunción del marxismo desde un lugar vanguardista y autónomo se produjo durante su estancia en Europa, entre 1918 y 1923, cuando recorrió Italia, Alemania, Francia, Austria, Checoslovaquia y Bélgica y, sintomáticamente, no visitó la Unión Soviética.
La elegancia estilística e ideológica del marxismo de Mariátegui se lee en las primeras páginas de
Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928). El exergo que escoge es nada menos que de ese demonio del irracionalismo burgués que, según Moscú, fue Friedrich Nietzsche, en
Der Wenderer und sein Schatten (
El caminante y su sombra), que lo conecta con la defensa del sentido fragmentario de la escritura, que también podríamos encontrar en otros dos marxistas europeos, contemporáneos suyos, Antonio Gramsci y Walter Benjamin: “ya no quiero leer a ningún autor en el que se advierta su intención de hacer un libro, sino a aquellos cuyos pensamientos se convirtieron espontáneamente en un libro”.
Luego, en la “Advertencia”, la autonomía intelectual de Mariátegui vuelve a sorprendernos. Cita de nuevo a Nietzsche y dice que, como este, “quiere meter toda su sangre en sus ideas” y se defiende del cargo de “europeizante” que algunos le levantan. Su defensa no se inspira en José Martí o en José Enrique Rodó sino ¡en Domingo Faustino Sarmiento!, el gran liberal argentino, admirador de Estados Unidos: “he hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeo u occidentales. Sarmiento, que es todavía uno de los creadores de la argentinidad, fue en su época un europeizante. No encontró mejor modo de ser argentino”.
A tono con esta entrada, el debate con el liberalismo latinoamericano que sostiene Mariátegui en
Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) es de una cortesía asombrosa. En los temas centrales, que son los de la tierra y el indio, el marxista peruano apuesta por un reparto agrario radicalmente distinto al liberal, ya que propone el reconocimiento de la propiedad comunal, en la línea constitucional abierta por la Revolución Mexicana. Pero aún en medio de su polémica con el liberalismo no desprecia nunca lo que éste avanzó en materia de educación laica y hasta admite que una reforma agraria de tipo liberal, basada en la pequeña o la mediana propiedad, que limite el latifundismo, no carece de ciertas ventajas.
El ejemplo que tiene en mente es el de las reformas agrarias liberales y “antibolcheviques” que se emprendieron en algunos países de Europa del Este –Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, Polonia-, luego de la Revolución de Octubre, y que él conoció durante sus viajes. Sin embargo, Mariátegui contrapone esas experiencias de reparto agrario, no a la colectivización soviética, sino a la restitución y dotación de ejidos demandadas por Emiliano Zapata y los revolucionarios mexicanos, con las que él simpatiza y que son las que considera adecuadas para las comunidades indígenas y campesinas del Perú. Tan sólo este pasaje de los
Siete ensayos es suficiente para retratar la herejía marxista de Mariátegui:
“Para quienes se mantienen dentro de la doctrina demoliberal –si buscan de veras una solución al problema del indio, que redima a éste, ante todo, de su servidumbre- pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o rumana, dado que la mexicana, por su inspiración y su proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el pensamiento liberal, que, según la historia escrita, rige la vida del Perú desde la fundación de la República”.