
El líder palestino Mahmud Abbas y la Organización para la Liberación de Palestina han colocado al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y al gobierno de Barack Obama frente a un verdadero dilema. Si el Departamento de Estado o la Casa Blanca no previeron que Abbas pediría el reconocimiento de Palestina, como la nación 194, ante la pasada sesión de la Asamblea General, el estado de la inteligencia y la diplomacia norteamericana deja mucho que desear.
La única manera de explicar que una demanda así no haya sucedido antes es que la diplomacia norteamericana era lo suficientemente hábil como para convencer a los palestinos de su genuino deseo de que la nación árabe alcanzara condición de estado y soberanía plena. Washington logró, sobre todo desde los años de Bill Clinton, sostener un rol mediador entre Israel y Palestina que le permitió administrar el conflicto de acuerdo con sus tiempos y sus intereses. Ese rol, como ha reconocido Thomas L. Friedman en el New York Times, ha hecho crisis.
¿Por qué? No sólo por el descuido diplomático con que la administración Obama ha tratado el Medio Oriente o por su comprensible apuesta por el efecto democratizador de la “primavera árabe”. También, o ante todo, por el ascenso de la intransigencia en Tel Aviv, el desenfreno del proyecto colonizador y el incremento de la presión del lobby judío norteamericano sobre un presidente que debía defenderse de los prejuicios raciales de la derecha de su país y del estigma musulmán que esta última le impuso. En la misma línea de Friedman, Mario Vargas Llosa lo ha expresado con claridad, el pasado domingo, en El País:
“El avance y la multiplicación de los asentamientos de colonos en territorio palestino, tanto en Cisjordania como en Jerusalén oriental, que no ha cesado en ningún momento, hace que sean muy poco convincentes las declaraciones de los actuales dirigentes israelíes de que están dispuestos a aceptar una solución negociada del conflicto. ¿Cómo puede haber una negociación seria y equitativa al mismo tiempo que los colonos, armados hasta los dientes y protegidos por el Ejército, prosiguen imperturbables su conquista del Gran Israel?”
Ahora Barack Obama y su gobierno deberán sumar una nueva incongruencia a su deseo de una política exterior multilateral. Presionarán al Consejo de Seguridad para que no apruebe la solicitud de Abbas o ejercerán su derecho al veto en caso de que se apruebe. Si el pleno de la Asamblea reconoce a Palestina como miembro observador, Estados Unidos e Israel se quedarán solos en su rechazo a que esa pequeña nación árabe sea legítimamente reconocida en un foro clave de la comunidad internacional.
El argumento de Obama es válido: la paz entre Israel y Palestina no se logra por medio de resoluciones de Naciones Unidas. Mañana puede Palestina ocupar su lugar en la ONU y los asentamientos en la franja de Gaza no tienen por qué detenerse ni el terrorismo islámico de Hamás tiene por qué mermar. Pero el contra-argumento de Friedman y Vargas Llosa también es válido: el reconocimiento de Palestina como estado-nación en la ONU tampoco obstruye el proceso de paz y, de hecho, puede acelerarlo.
Barack Obama queda en una posición terriblemente incómoda, ya que él mismo y su gobierno sí creen en la solución negociada del conflicto y en la legitimidad del Estado nacional palestino. ¿Cuántos votos le regalará la comunidad judía de Estados Unidos al presidente por su oposición al asiento de Palestina en la ONU? Muy pocos, seguramente. Por donde quiera que se mire, y para satisfacción de sus más retrógrados enemigos, el líder demócrata no sale bien librado de esta encrucijada.
El argumento de Obama es válido: la paz entre Israel y Palestina no se logra por medio de resoluciones de Naciones Unidas. Mañana puede Palestina ocupar su lugar en la ONU y los asentamientos en la franja de Gaza no tienen por qué detenerse ni el terrorismo islámico de Hamás tiene por qué mermar. Pero el contra-argumento de Friedman y Vargas Llosa también es válido: el reconocimiento de Palestina como estado-nación en la ONU tampoco obstruye el proceso de paz y, de hecho, puede acelerarlo.
Barack Obama queda en una posición terriblemente incómoda, ya que él mismo y su gobierno sí creen en la solución negociada del conflicto y en la legitimidad del Estado nacional palestino. ¿Cuántos votos le regalará la comunidad judía de Estados Unidos al presidente por su oposición al asiento de Palestina en la ONU? Muy pocos, seguramente. Por donde quiera que se mire, y para satisfacción de sus más retrógrados enemigos, el líder demócrata no sale bien librado de esta encrucijada.