Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 22 de septiembre de 2011

El estilo partisano



Quien haya leído a Marx en serio habrá notado que una de las dificultades de su lectura como teórico reside en que constantemente la exposición de la teoría se ve interrumpida, cuando no aderezada, por la diatriba. En el Marx escritor el teórico va siempre de la mano del polemista. Y este último aspecto, el del combate de todo tipo de rivales, que lo llevó por momentos al abuso del sarcasmo y la ironía, pasó a Lenin y otros de sus discípulos del siglo XX.
Ese estilo se convirtió en marxistas menos brillantes y más acartonados en algo más que un estilo: se convirtió en un tipo de pensamiento querellante, en el que la argumentación no avanza si no se encuentra en estado de disputa. Las mentes de esos querellantes no alcanzan nunca la paz, la serenidad analítica, que distinguimos, por ejemplo, en pensadores tan disímiles como Alexis de Tocqueville, Max Weber o Martin Heidegger.
Quien mejor bautizó el estilo de Marx fue el editor norteamericano Charles Anderson Dana (1819-1897), fundador de dos célebres periódicos newyorkinos, The New York Daily Tribune y The Sun y editor, también, de José Martí. Dana era un liberal de simpatías socialistas, que comenzó su carrera admirando a Proudhon y la terminó oponiéndose al Secretario de Estado, James G. Blaine, aunque por el camino estuvo cerca del General Grant. La admiración por Grant y el rechazo a Blaine unieron a Dana y a Martí.
Dana fue también el creador, junto a George Ripley, de The New American Cyclopaedia, entre 1857 y 1863, en la que Marx fue contratado para escribir la entrada sobre Simón Bolívar. El artículo de Marx, titulado “Bolívar y Ponte”, era un buen resumen de las ideas prejuiciadas que el padre del comunismo tuvo sobre América Latina. A Dana no le gustó el artículo de Marx sobre Bolívar y le escribió sugiriéndole algunas correcciones. En febrero de 1858, Marx comenta a Engels:

“Además Dana me pone reparos a causa de un artículo más largo sobre “Bolívar”, porque estaría escrito en un partisan style, y exige mis authorities. Estas se las puedo proporcionar, naturalmente, aunque la exigencia es extraña. En lo que toca al partisan style, ciertamente me he salido algo del tono enciclopédico. Hubiera sido pasarse de la raya querer presentar como Napoleón I al canalla más cobarde, brutal y miserable. Bolívar es el verdadero Soulouque”.

Soulouque!, el líder de los jacobinos negros haitianos, presidente vitalicio y luego coronado como emperador Faustino I. En algo, sin embargo, no estaba totalmente desencaminada la lectura de Marx, quien probablemente leyó la polémica entre Constant y De Pradt sobre Bolívar: este último era un fervoroso admirador de la Constitución de Haití, un modelo republicano con presidente vitalicio y senado hereditario que transcribió en la Constitución de Bolivia.
Pero los estereotipos de Marx sobre Bolívar, heredados de muchos autores liberales europeos de mediados del siglo XIX, estaban, por lo visto, bastante arraigados, ya que dos años después, en ese derroche de partisan style que es Herr Vogt (1860), vuelve contra el caraqueño: “la fuerza creadora de mitos, característica de la fantasía popular, en todas las épocas ha probado su eficacia inventando grandes hombres. El ejemplo más notable de este tipo es, sin duda, el de Simón Bolívar”.
Dana entendía el partisan style como estilo partidista, en el sentido norteamericano de la frase, no como estilo partisano, en el sentido que podría tener en Europa. Sin embargo, el partidismo de Marx estaba más cerca de un partisanismo, en términos de Carl Schmitt: una visión dicotómica del mundo en el que la vieja batalla teológica entre el Bien y el Mal se transmutaba en un combate secular entre oprimidos y opresores. Curiosamente, Bolívar, según Marx, estaba en el bando de los opresores.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

¿Por qué Marx suscribió a Cairnes y refutó a Wakefield?




Es fascinante recorrer el campo referencial de El Capital y comprobar lo mucho que Marx compartió con el evolucionismo o, específicamente, el darwinismo social de su época. En esa obra de madurez, con mayor transparencia que en otras, Marx se vuelve contra su propia teoría y a veces pone a descansar la maquinaria retórica del partidismo filosófico que dio personalidad a su estilo, en textos anteriores como La sagrada familia (1845), La ideología alemana (1845), La miseria de la filosofía (1847) o su poco conocido Herr Vogt (1860), una farragosa catilinaria contra el evolucionista y parlamentario de Frankfurt, Carl Vogt.
En el pasaje citado en el post anterior, donde se menciona a Cuba, por ejemplo, Marx suscribe, sin sus habituales sarcasmos o diatribas irónicas, varias frases de vulgar evolucionismo de Cairnes sobre la “influencia de los campos de arroz de Georgia y los pantanos del Missisipi sobre la constitución humana” de los negros esclavos del Sur de Estados Unidos. Si Marx no compartía todas las observaciones de Cairnes –lo cual es objetable dado sus muchos momentos darwinistas- las dejaba pasar, tal vez, porque Cairnes era irlandés, abolicionista, con simpatías por la independencia de Irlanda, uno de los pocos procesos de independencia nacional con los que el autor de El Capital se identificó.
Sin embargo, a Edward Gibbon Wakefield (1796-1862), el “padre de Nueva Zelanda”, el londinense autor de A View of the Art of Colonization (1849), no le deja pasar una. Marx es implacable con Wakefield, en el capítulo XXV titulado “La moderna teoría de la colonización”, a pesar de que para refutar a este defensor de la industrialización de las colonias británicas en Australia, Canadá y Nueva Zelanda, tenga que defender las viejas economías agrarias de los colonos norteamericanos. Es por ello que la visión de los Estados Unidos originarios que trasmite Marx en las páginas finales del primer tomo de El Capital es tan positiva.
En Estados Unidos, como en otras colonias, “territorios vírgenes colonizados por inmigrantes libres”, dice Marx, “el régimen capitalista tropieza por todas partes con el obstáculo del productor que, hallándose en posesión de sus condiciones de trabajo, prefiere enriquecerse él mismo con su trabajo a enriquecer al capitalista”. Habla entonces de un antagonismo entre “dos sistemas de producción”, uno capitalista, en la metrópoli, y otro “precapitalista”, en la colonia, todavía ajeno al concepto de “riqueza nacional”, que no estaría reñido con la “riqueza popular”. A Marx le molesta que Wakefield quiera destruir ese mundo que, según su propia teoría, sería más atrasado e, incluso, esclavista.

martes, 20 de septiembre de 2011

Cuba en Das Kapital



Al historiador cubano Manuel Moreno Fraginals, autor de un estudio clásico sobre el sistema de plantación azucarera esclavista en el Caribe hispánico, le gustaba recordar la única mención a Cuba que aparece en El Capital (1867) de Karl Marx. La misma se encuentra en el capítulo octavo, “La jornada de trabajo”, de la tercera sección del primer tomo, “La producción de la plusvalía absoluta”, en un acápite titulado “La lucha por la jornada normal de trabajo. Leyes haciendo obligatoria la prolongación de la jornada de trabajo, desde mediados del siglo XIV hasta fines del siglo XVII”.
Marx comienza caracterizando el trabajo esclavo en el sistema colonial de las Indias occidentales, en aquellos siglos, pero rápidamente, desde la segunda página del acápite, se traslada a fines del siglo XVIII y principios del XIX, con el propósito de describir la explotación del trabajo esclavo en las plantaciones del Sur de Estados Unidos y en Cuba. Del pasaje, que reproduzco a continuación, llaman la atención dos cosas: la ubicación de la isla en un entorno norteamericano y el elogio del rendimiento de la producción azucarera insular, cuya base, a su entender, era el trabajo esclavo de los negros:

“En los países tropicales, en que las ganancias anuales igualan con frecuencia al capital global de las plantaciones, es precisamente donde en forma más despiadada se sacrifica la vida de los negros. La agricultura de la India occidental, cuna de riquezas fabulosas desde hace varios siglos, ha devorado millones de hombres de la raza africana, y hoy es en Cuba, cuyas rentas se cuentan por millones y cuyos plantadores son verdaderos príncipes, donde vemos a la clase esclava sometida a la alimentación más rudimentaria y a los trabajos más agotadores e incesantes, y donde vemos también cómo se destruyen lisa y llanamente todos los años una buena parte de esclavos, víctimas de esa lenta tortura del exceso de trabajo y de la falta de descanso y de sueño”.

Este apunte cubano, incluido ya en la primera edición de Hamburgo de 1867, tiene en la traducción del alemán de Wenceslao Roces, aparecida en el Fondo de Cultura Económica, dos peculiaridades: Marx no se refiere a la “India occidental” sino a las “Indias occidentales” de Gran Bretaña en el Caribe (Jamaica, Trinidad, Barbados), es decir, las sugar islands que, junto con Haití, sirvieron de modelo a la plantación azucarera cubana entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. Esta observación conecta a Marx no sólo con Manuel Moreno Fraginals sino con José Antonio Saco y Ramiro Guerra, quienes también se ocuparon del tema.
Pero en la traducción de Roces hay otra peculiaridad y es que luego de la última frase en itálicas aparecen unas comillas, que señalan una cita textual del libro The Slave Power (1862) del economista irlandés John Elliot Cairnes (1823-75), no Cairness, como dice la Bibliografía de la traducción de Roces. Cairnes, quien era profesor en el University College de London, había escrito en 1857 un libro titulado Character and Logical Method of Political Economy, que fue elogiado por John Stuart Mill como la primera aplicación de un método científico a la economía política clásica, desarrollada por Smith, Ricardo, Mill, Malthus y otros economistas británicos. Un mérito que Engels, Lenin y buena parte del marxismo soviético atribuyeron a Marx.
En las páginas 110 y 111 de The Slave Power de Cairnes es difícil ubicar cuándo comienza y cuándo termina la referencia textual de Marx. Cairnes no sólo habla de las torturas del exceso de trabajo, de la falta de sueño y de la mala alimentación de los esclavos sino de los sacarócratas cubanos como “princes of the tropics”. De manera que lo que Marx cita del economista y abolicionista irlandés no es sólo lo comprendido en la oración en itálicas. Los estudiosos de Marx no han reparado lo suficiente en la deuda que este contrajo con la gran tradición del abolicionismo británico del siglo XIX. Cairnes, por cierto, fue también una fuente de José Antonio Saco, quien a partir de 1875 comenzaría a publicar su monumental Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta nuestros días (1875-77).

viernes, 16 de septiembre de 2011

Secreto real



Las agencias han reportado el hallazgo de un poema erótico, escrito en francés, de Federico el Grande (1712-1786) de Prusia. La noticia, sin embargo, pareciera ser el hallazgo mismo y no el poema. Muchos se preguntan cómo es posible que un manuscrito de 1740, de una personalidad tan visible, como el emperador ilustrado de los prusianos, haya permanecido en la penumbra de la historia por 270 años. Pregunta comprensible, sobre todo, si se advierte que el manuscrito fue encontrado en la Fundación del Patrimonio Cultural Prusiano, en el corazón de Berlín.
El poema tal vez permita a los biógrafos comprender mejor la debatida sexualidad del autor de El Anti-Maquiavelo. Por siglos, muchos admiradores del emperador se han resistido a aceptar los comentarios de su admirado y protegido Voltaire sobre la homosexualidad de Federico el Grande y sus amores con Hans Hermann von Katte. En todo caso, si hay pasajes homosexuales en el poema tal vez se explique mejor el ocultamiento del manuscrito que, esperemos, pronto dé a conocer Die Zeit. El secreto real de aquel emperador, masón, afrancesado, enemigo de la tortura y dado a los secretos, habría sido revelado.

martes, 13 de septiembre de 2011

Un socialista olvidado






El historiador mexicano, Carlos Illades, autor del valioso volumen, Las otras ideas. El primer socialismo en México, 1850-1935 (2007), ha dedicado buena parte de los últimos años a estudiar la figura de Plotino C. Rhodakanaty. Este hijo de un médico y escritor griego, de madre austriaca, nacido en Atenas en 1824, llegó a México en 1861, en medio de los conflictos del gobierno de Benito Juárez con las potencias europeas, que desembocaría en la invasión francesa y el breve imperio de Maximiliano.
Rhodakanaty desarrolló en México una extraordinaria obra, como pensador y escritor socialista, seguidor de las ideas de Charles Fourier, pero también como filántropo, conferencista, defensor del divorcio y los derechos de la mujer, ajedrecista y líder obrero y campesino. Durante su estancia en México, entre 1861 y 1886, Rhodakanaty publicó, entre otras obras, la Cartilla Socialista (1876), uno de los primeros manifiestos del socialismo latinoamericano, cuyas líneas de arranque reproduzco a continuación:

“¿Cuál es el objeto más elevado y razonable a que pueda consagrarse la inteligencia humana?
La realización de la Asociación Universal de individuos y de pueblos, para el cumplimiento de los destinos terrestres de la humanidad.
¿De qué manera puede alcanzarse la realización de la Asociación Universal de individuos y de pueblos?
Por medio de un sistema que enseñe el conocimiento del objeto, los medios adecuados a su realización y principios en que se funde el objeto y los medios.
¿Y para qué se requieren todas esas circunstancias?
Porque donde no hay objeto determinado, no puede haber política, en el sentido racional de la palabra”.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Derecho a la pereza


En un viejo libro cubano, Tres vidas y una época: Pablo Lafargue, Diego Vicente Tejera, Enrique Lluria (La Habana, Índice, 1940), de Francisco Domenech Vinajeras, prologado por Juan Clemente Zamora, encuentro una de esas rutas arqueológicas que facilitan la renovación de la historia intelectual. Hubo, entre estos tres intelectuales de fines del XIX y principios del XX, más de una conexión: los tres se aproximaron al positivismo y al socialismo y desarrollaron una visión cosmopolita de los problemas de la sociedad moderna, que los mantuvo alejados del nacionalismo predominante de sus contemporáneos.
A esa convergencia habría que agregar otras más tangibles, como que Lafargue y Tejera nacieron en la misma ciudad, Santiago de Cuba, donde también nació otro socialista ya mencionado en este blog, Fernando Tarrida del Mármol, que podría agregarse al trío biografiado por Domenech, mientras que el médico Lluria, de familia catalana, nació en Cienfuegos. Ninguno fue, por tanto, habanero, y todos viajaron más por Europa que por Estados Unidos. Sus formaciones intelectuales debieron más al liberalismo y el socialismo europeos que al republicanismo norteamericano, referente decisivo de un José Martí o un Enrique José Varona.
Pero la más sugerente coincidencia entre Lafargue, Tejera, Lluria y Tarrida es que los cuatro destacaron en sus obras la facultad redentora del ocio o la pereza en la vida moderna. Como los socialistas que fueron, estos intelectuales se opusieron al poder del capital por medio de una defensa del derecho al trabajo y al descanso, que se colocaba en las antípodas del discurso liberal sobre la vagancia desarrollado por José Antonio Saco y otros reformistas criollos. Lafargue, el yerno mulato de Marx, dedicó al tema su ensayo "El derecho a la pereza" (1880), Lluria lo trató también en su "Humanidad del porvenir" (1906) y Tarrida en varios de sus artículos en la prensa anarquista española.
El caso de Tejera tal vez sea menos conocido porque no abordó la cuestión de la vagancia o la pereza en alguno de sus ensayos sino en un poema, “En la hamaca” (1870), donde se establecía una contraposición entre el ocio de los sultanes turcos y el reposo rural de los trópicos, el descanso del campesino que “vive en calma consigo mismo” y la decadencia de los serrallos del despotismo otomano. Hay en algunos versos del poema, escrito durante la segunda estancia de Tejera en Puerto Rico, un orientalismo al revés, que trasladaba el lugar de lo exótico de Estambul a Ponce:

En la hamaca la existencia
Dulcemente resbalando
Se desliza.
Culpable o no de mi indolencia,
Mi acento su influjo blando
Solemniza

Goce el sultán en reposo
Los infinitos placeres
Del harén,
Y éxtasis voluptuoso
Fínjase entre sus mujeres
Un Edén.

No su fabulosa tierra
Envidio, ni su radiante
Cielo azul,
Ni los primores que encierra
El serrallo deslumbrante
De Estambul.

Y su poder no ambiciono,
Ni lo temo cuando estalla
Su furor,
Y humilla, desde su trono,
Al pueblo que tiembla y calla
De pavor…

Que es tan vívido el sol mío,
Tan espléndido mi suelo
Tropical,
Y en mi rústico bohío
Bríndame próvido el cielo
Dicha tal...,