La muerte de Lichi, como llamamos sus amigos al escritor cubano Eliseo Alberto de Diego y García Marruz (La Habana, 1951-México D.F., 2011), produce un dolor seco y sordo. Un dolor que no cesa ni amaina, que parece instalarse para siempre en nuestro interior. Un dolor que nos cambia, que nos regresa distintos al mundo, luego de una terrible sacudida. Nadie que haya sido amigo de Lichi -y somos muchos los que nos dejamos tocar por la magia de su nobleza y su ingenio- será el mismo después del domingo 31 de julio de 2011.
Escribir sobre la persona o la obra de Eliseo Alberto ha tenido para mí la dificultad de no poder deslindar el afecto y la admiración. La admiración que sentí por su persona y por su obra fue, de hecho, el origen de una amistad que el exilio convirtió en hermandad. Quería a Lichi porque lo admiraba, porque era uno de esos escritores que, para conocerlo verdaderamente, no basta con leerlo. A Lichi había que leerlo, pero también escucharlo y observarlo, verlo respirar, reír o llorar. Sus novelas y sus crónicas comenzaban o terminaban fuera de las páginas, en una conversación, una mirada o un silencio.
A pesar de que mis juicios sobre su obra han tenido siempre un acento afectivo, puedo ubicar racionalmente dónde reside mi admiración por el autor de Informe contra mí mismo. Podría decirse, incluso, que la literatura, a pesar de lo central que fue en nuestra amistad, no era la fuente de esa admiración. Lo que admiré en Lichi fue la honestidad emocional, esa voluntad de ser leal a sus emociones, de darles salida con tanto humor y bondad, con tanta inteligencia y ternura.
Sólo alguien leal a sus emociones puede escribir libros como las memorias Informe contra mí mismo o las crónicas de Dos cubalibres y La vida alcanza o las novelas La eternidad por fin comienza un lunes, Caracol Beach, La fábula de José, Esther en alguna parte o El retablo del Conde Eros. En la memoria, en la crónica o en la ficción, había un trasfondo espiritual que tomaba forma en la escritura por medio de la fidelidad a las pasiones. Una lealtad, con frecuencia agónica, que lograba hacerse visible luego de un forcejeo con demonios y fantasmas.
Es esa honestidad sentimental la que hizo del hijo de Eliseo Diego uno de los escritores más representativos de la nueva diáspora cubana. Lichi fue, junto con Jesús Díaz y Raúl Rivero, una de las voces más reconocibles de un tipo de crítica al sistema político de la isla, escrita desde la ausencia de rencor y revanchismo. Una crítica en la que la condición del exilio no se erigía en lugar de superioridad ideológica o pureza moral, sino en espacio de respetuosa discordancia.
Recuerdo los dos últimos años de Lichi, desde que le fue diagnosticada su crónica insuficiencia renal, en el verano de 2009, y el trasplante del pasado 18 de julio de 2011, y me percato de un aspecto de su personalidad, poco visible desde lejos: esa honestidad tenía un fuerte componente de valentía. Lichi, que se decía cobarde y que fue tan malcriado e irresponsable con su salud, enfrentó la enfermedad con un coraje que sólo se da en quienes tienen sus emociones a buen recaudo.
Luego de un breve periodo de melancolía, que como en su padre era atributo de su naturaleza, recuperó el ánimo y se puso a escribir su novela inconclusa. Se trata de una ficción que atravesaba las biografías de tres deportistas cubanos de las primeras décadas del siglo XX: el ajedrecista José Raúl Capablanca, el esgrimista Ramón Fonst y el boxeador Kid Chocolate. Lo que más le atraía de los tres personajes era la mezcla de arrojo, elegancia y tragedia. Tres tristes valientes, tres enamorados de la belleza y de la muerte.
No puedo dejar de asociar con esa valentía la resolución con que decidió someterse a un delicadísimo trasplante. Tampoco puedo dejar de advertir en esa fuerza de última hora lo que este maravilloso pecador logró preservar de la fe católica que le enseñaron sus padres. Él también, a su manera, creyó en el Dios hogareño y afectuoso de la calzada de Jesús del Monte. A Lichi no le gustaban las despedidas -"bueno, adió", decía cuando una conversación telefónica empezaba a aburrirlo- y se fue sin despedirse. Se fue con ganas de vivir, con la ilusión de una nueva novela y una nueva vida. Así será más fácil recordarlo.