Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 24 de julio de 2011

La pirámide deshabitada



El poema "En el teocalli de Cholula", del poeta romántico cubano José María Heredia (1803-39), escrito durante su largo exilio mexicano, es un documento propicio donde leer las ambivalencias del primer republicanismo hispanoamericano. Heredia aplica en el mismo la habitual contraposición entre la "belleza del físico mundo" y el "horror del mundo moral", señalada en el "Himno del desterrado" y otros poemas suyos, y celebra, no la arquitectura de la pirámide sino el paisaje que la rodea: cañas, pinos, naranjos y plátanos y los volcanes nevados del valle, el Iztaccihuatl, el Popocatepetl y el Orizaba.

Ya enfocado en el teocalli, todas sus observaciones de la civilización mexica están referidas a la "barbarie" de la misma: guerra, sangre, violencia, superstición, sacrificios. Habla Heredia de "gritos", de "agonizantes víctimas", de "horrendos alaridos", de "impíos sacerdotes" y de "corazones sangrientos". La visión de Heredia de la cultura prehispánica, como se observa en ese y otros poemas y, acaso, en la novela "Xicoténcatl", de su autoría según Alejandro González Acosta y otros estudiosos, está más cerca de los ilustrados europeos que despreciaban el mundo prehispánico que de los padres jesuitas (Clavijero, Alegre, Viscardo Guzmán…) que defendieron el legado indígena.

El teocalli, casa de Dios en nahuatl, estaba deshabitado. El poeta romántico buscaba un idilio en el pasado, pero no lo encontraba. El paraíso perdido de Heredia carecía de localización histórica. Se acercaba, pero no eran las antiguas Grecia y Roma. Tampoco lo eran Egipto o Tenochtitlan. Su melancolía republicana tenía como fundamento la creencia en una época dorada, que era imposible asociar a un periodo histórico de la humanidad: "todo perece/ por ley universal. Aun este mundo/ tan bello y tan brillante que habitamos,/ es el cadáver pálido y deforme/ de otro mundo que fue…"

sábado, 23 de julio de 2011

Del símbolo a la alegoría




El segundo cuaderno de José Martí, “Versos sencillos” (1891), escrito en plena inmersión del líder político en la organización de una nueva guerra separatista en Cuba y luego de haber alcanzado una gran familiaridad con la cultura norteamericana, desde su exilio en Nueva York, apela a varios significantes distintos a los que predominan en “Ismaelillo” (1882).

El poema XXIX, por ejemplo, que dice “la imagen del rey, por ley,/ lleva el papel del Estado:/ el niño fue fusilado/ por los fusiles del rey./ Festejar el santo es ley/ del rey: y en la fiesta santa/ ¡la hermana del niño canta/ ante la imagen del rey!”, nos coloca frente al núcleo jurídico y teológico de las monarquías absolutas.

Si en aquel primer cuaderno eran recurrentes las imágenes monárquicas –castillos, reyes, príncipes, caballeros-, en este el republicanismo martiano no da tregua a cualquier forma de despotismo: monarquías, dictaduras o tiranías. El tirano –del que debe “decirse todo” y a quien se “clava con furia de mano esclava sobre su oprobio”- es un enemigo en “Versos sencillos”.

Junto al tirano, el otro rival que erige Martí en “Versos sencillos” es el obispo. Son varios los poemas anticlericales de este cuaderno y en alguno no es imposible encontrar rastros de la lectura que pudo haber hecho Martí de “The Bible in Spain” (1843), el hilarante libro del viajero inglés, George Borrow, en el que se narraban las extravagancias del dogmatismo católico en España.

Pero el mayor desplazamiento del significante tal vez haya que encontrarlo en algunos poemas enigmáticos en los que Martí pasa del símbolo a la alegoría. Desde una perspectiva simbólica, toda la poesía de Martí, como ha visto Iván Schulman en su gran estudio “Símbolo y color en la obra de José Martí” (1970), posee una notable coherencia. Sin embargo, en algunos poemas de “Versos sencillos”, al pasar del símbolo a la alegoría, Martí se interna en una zona exclusiva de la literatura del siglo XIX, transitada por Edgar Allan Poe, Herman Melville y otros escritores norteamericanos.

Pienso, por ejemplo, en el XII, donde Martí narra un paseo en bote en el que se topa con un “pez muerto, un pez hediondo” y, sobre todo, en el XIII y el XXXII, dos de los poemas más intrigantes de la poesía cubana. El primero reconstruye una visión nocturna en la que una iglesia newyorkina aparece en forma de búho, mientras graznan una cigarra y un búho. El segundo ofrece otra visión:

Por donde abunda la malva

Y da el camino un rodeo,

Iba un ángel de paseo

Con una cabeza calva.


Del castañar por la zona

La pareja se perdía:

La calva resplandecía

Lo mismo que una corona.


Sonaba el hacha en lo espeso

Y cruzó un ave volando:

Pero no se sabe cuándo

Se dieron el primer beso


Era rubio el ángel, era

El de la calva radiosa,

Como el tronco a que amorosa

Se prende la enredadera.


Martí parece referirse a una pareja, un ángel rubio, tal vez una mujer -como el "Angel of the Waters" del Central Park-, y un calvo, que se funden en un beso, al punto que en la última estrofa alude a ambos como una misma persona. El tono narrativo y enigmático es, sin embargo, el de relatos alegóricos como los que abundan en la literatura medieval francesa, italiana y española y que observamos todavía en “Laberinto de Fortuna” de Juan de Mena y “La Divina Comedia” de Dante Alighieri. Martí, quien en sus “Cuadernos de apuntes” hizo varios ejercicios de escritura alegórica, se familiarizó con ese tono leyendo a escritores norteamericanos del siglo XIX como Poe y Melville.

miércoles, 20 de julio de 2011

Arabismos de Martí


Este verano releo la poesía de José Martí y vuelvo a recorrer poemas y versos interpretados por tantos y buenos estudiosos. En “Ismaelillo” (1882), por ejemplo, reencuentro la profusión de arabismos que distinguen a ese texto, como a muchos otros poemarios modernistas de la misma época. Mucho y bien han escrito sobre esa variante de orientalismo Cintio Vitier, Carlos Ripoll, Enrico Mario Santí, Arcadio Díaz Quiñones, Jorge Luis Camacho y otros estudiosos.

Desde el nombre de Ismael –el hijo de Abraham y Agar, la esclava egipcia, que funda la civilización árabe, mientras que su hermano Isaac fundaba la estirpe hebrea- hasta las constantes alusiones a moros y moras, paños y ónices árabes, “Ismaelillo” demuestra el interés de Martí por el mundo norafricano. Un interés desarrollado antes de la experiencia newyorkina y cuyo origen y fuentes no se limitan a la estancia en Zaragoza y a su contacto con los elementos moros de la cultura peninsular.

Es interesante que Martí, en los versos “¡Oh, Jacob, mariposa,/ Ismaeillo árabe!", no establezca una equivalencia de la figura de Ismael, el verdadero primogénito de Abraham, aunque hijo de una esclava egipcia, con la de Isaac, el primer hijo de Sara, el del sacrificio, sino con la de Jacob, el nieto de Abraham, también llamado Israel, que en las tradiciones judeo-cristianas se desdobla en varios nombres de profetas y apóstoles: Jaime, Santiago, Diego…

Hay aquí una reveladora invocación paralela de las tradiciones judías y musulmanas y una concentración en el patriarca árabe que denota una vindicación del hijo ilegítimo, expulsado de casa, pero que al final de la vida honra al padre junto a su hermano y la familia de éste. El poema XLII de “Versos sencillos”, en que Martí reconstruye el diálogo de Agar, la madre de Ismael, quien tira al mar la perla que “le tocó por suerte en el bazar del amor”, es otra muestra de esta preferencia por el mundo árabe.

Estos arabismos tienen que ver, sin duda, con los tópicos del orientalismo modernista hispanoamericano, que Martí compartió con otros poetas de su generación durante sus exilios en México y Guatemala, con una idea plural de la cultura hispánica, que no subvaloraba el componente moro, pero también con una simpatía por lo ilegítimo. Durante el periodo newyorkino, Martí comprenderá que el estigma de lo ilegítimo también le era impuesto a la cultura hebrea por un ascendente antisemitismo europeo.

No sería desencaminado encontrar en esa simpatía por lo ilegítimo algún interés de Martí por el fenómeno de los nacientes nacionalismos árabes y judíos, en la coyuntura de la creación del protectorado británico en Egipto, que inició con el bombardeo de Alejandría en 1882 –año de la publicación de “Ismaelillo”-, y del proceso de “autoemancipación” encabezada por el líder judío ruso, Leo Pinsker, quien defendió la emigración a Eretz en contra de los pogromos antisemitas en Europa.

jueves, 7 de julio de 2011

Verano de Vallejo







Buscando poemas al verano, doy con este extraño canto de César Vallejo, que alguna vez musicalizó el trovador cubano Noel Nicola. Aquí están los tres grandes temas que el estudioso colombiano Rafael Gutiérrez Girardot reconoció en la obra de Vallejo: el amor, la muerte y Dios. Sombrío cristianismo, sin duda, el del mayor poeta peruano.




Verano


Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a nadie.
Verano! Y pasarás por mis balcones
con gran rosario de amatistas y oros,
como un obispo triste que llegara
de lejos a buscar y bendecir
los rotos aros de unos muertos novios.
Verano, ya me voy. Allá, en setiembre
tengo una rosa que te encargo mucho;
la regarás de agua bendita todos
los días de pecado y de sepulcro.
Si a fuerza de llorar el mausoleo,
con luz de fe su mármol aletea,
levanta en alto tu responso, y pide
a Dios que siga para siempre muerta.
Todo ha de ser ya tarde;
y tú no encontrarás en mi alma a nadie.
Ya no llores, Verano! En aquel surco
muere una rosa que renace mucho…

martes, 5 de julio de 2011

Estado de la poesía cubana a mediados del siglo XX







Entre 1940 y 1964, el poeta cubano Eugenio Florit, quien era profesor del Barnard College de la Universidad de Columbia, en Nueva York, publicó notas y reseñas sobre novedades editoriales hispanoamericanas en la Revista Hispánica Moderna, que editaba el Instituto de las Españas de esa universidad, fundado por Federico de Onís. Pueden leerse en esas notas una política literaria o un estado de la poesía cubana a mediados del siglo XX.
Un modo fácil de reconstruir la visión de la literatura cubana –o más específicamente de la poesía cubana- de Florit, en aquellas décadas, es recorrer las reseñas que dedicó a libros editados en la isla. Lo primero que llama la atención de aquellas reseñas es el interés de Florit en libros que, a su juicio, condensaban la cultura histórica cubana, como la selección de textos de Carlos Manuel de Céspedes, De Bayamo a San Lorenzo (1944), preparada por Andrés de Piedra Bueno y editado por los Cuadernos de Cultura del Ministerio de Educación de la isla, o los poemarios de Julián del Casal y Bonifacio Byrne, sin exceptuar estudios martianos como Martí, escritor (1945) del mexicano Andrés Iduarte.
Céspedes y Martí, Casal y Byrne colocaban la visión de la literatura y la historia cubanas de Florit bajo un linaje criollo, fundacional, que entrelazaba modernismo y republicanismo. Sin embargo, los otros libros cubanos reseñados en la Revista Hispánica Moderna remiten a una imagen sumamente plural e, incluso, vanguardista de la literatura de mediados del siglo XX. Florit reseñó dos poemarios de Nicolás Guillén, la edición de la Verónica de Sóngoro cosongo (1942) y El son entero (1947). En la nota sobre el primero de aquellos cuadernos, decía Florit, no sin cierto paternalismo:



“Nos sigue gustando Nicolás Guillén aunque ya no nos gusten los demás, los que se pusieron a bailar al son que les tocaban –esa música de maraca y botijuela que amenazaba con inundar a su ritmo una gran parte de la poesía antillana de aquel momento. Porque en Nicolás Guillén la música está dentro –y no en la orquesta improvisada por los amantes de “color local”; porque en su verso hay tragedia honda y verdadera; porque en ellos el pueblo es el pueblo y no espectáculo de comparsa de carnaval”


En la reseña sobre El son entero (1947), Florit recurría al tópico de la “cubanía” de Guillén para insistir en el sentido “trágico” de la poesía negra:


“Es totalmente cubano, auténticamente cubano, y por serlo, resulta universal. Su obra poética, que comenzó con aquellos Motivos de son tan llenos de gracia, ligeros en la apariencia tipicista de lo popular ciudadano, fue alzándose poco a poco de ese tono de mulatería simpática y algo picaresca; cada nuevo libro de Guillén iba entrando más, con mayor seriedad, en lo más hondo de la tragedia antillana o simplemente humana; ya no se trataba de “color local”, sino de color cubano, y a medida que se le iba ensanchando el círculo donde la piedra del poeta había caído, el mundo literario hispánico se percataba de este nuevo caso: el del mulato cubano que se salía de su estrechez insular para darse a los vientos con una palabra sincera, profunda, nueva, dolorosa, con gracia a veces y otras con ira; con misterio y folklore, o con protesta social alta y vibrante”.


Además de a Guillén, Florit reseñó a los poetas de Orígenes, con quienes tenía una mayor afinidad y quienes lo consideraban un precursor. Comentó elogiosamente la antología Diez poetas cubanos (1948) de Cintio Vitier y dedicó palabras de aprecio a los Poemas (1938) de éste último. Pero la idea de la literatura cubana de Florit estaba muy lejos de ceñirse, únicamente, a las poéticas de Orígenes. Ya en la nota sobre la antología de Vitier, Florit destacaba la obra del poeta villareño Samuel Feijóo, del que reseñaría Camarada celeste (1944) y las prosas de Diarios de viajes, que publicó la Universidad Central de Las Villas en 1958 y que comparó con el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos de Martí.


Florit también habló con admiración de los poemas de Pulso y onda (1944) y La tierra herida (1944) de Manuel Navarro Luna -suscribiendo los juicios de Juan Marinello sobre este último-, de los cuentos de Carlos Montenegro en Los héroes (1941) e, incluso, de los primeros ensayos de José Juan Arrom, reunidos en Certidumbre de América (1959). Pero nunca esa admiración llegó al tono de resuelto entusiasmo con que Florit escribió sobre Feijóo:



“En Samuel Feijóo no hay, por fortuna, nada “querido” ni nada “hecho”. La gran poesía sale sola, sola se expresa, desnuda de todo afeite que no sea propia y natural compostura. Poesía que a lo largo de este libro –Camarada celeste- permanece en presencia indudable. Y presencia que es, no solo de tono, de ambiente, de aire, sino de expresión verbal, de modos originalísimos de decir que no buscan lo original y que, sin buscarlo, lo hallan en todo momento. Poesía atormentada, porque así ha de ser la que sale del alma que en tormentas humanas y divinas lucha”.

sábado, 2 de julio de 2011

Los dos horrores de Jorge Semprún

No he leído todo Jorge Semprún (1923-2011) y me arriesgo a la injusticia afirmando que sus dos libros fundamentales, los que articulan el sentido último de su obra, son El largo viaje (1963) y Autobiografía de Federico Sánchez (1977). Él mismo pareció compartir este juicio cuando, en varias entrevistas, insistió en que el origen de su escritura debía encontrarse en la voluntad de testimonio que siguió a la experiencia de los dos totalitarismos del siglo XX: el fascismo y el comunismo. Ambos, sufridos en carne propia: como recluso del campo de concentración de Buchenwald en los 40 y como disidente del comunismo español en los 60.
Todo escritor que comienza tarde su carrera –Semprún publicó su primer libro a los 40 años- otorga al origen de su escritura un significado misterioso y, a la vez, inteligible. La explicación que él diera y que han reiterado, con menor claridad, decenas de críticos, biógrafos y psicoanalistas, es que, tras sobrevivir a Buchenwald, se sumergió en la lucha clandestina de los comunistas españoles contra el franquismo. Su función en esa lucha fue, inicialmente, más ideológica y propagandística, lo cual liberaba su vocación literaria por otros medios. Luego Federico Sánchez –su nombre clandestino- pasaría a la acción subversiva contra el régimen franquista, traduciendo la memoria de una víctima del fascismo en conspiración y violencia antiautoritaria.
Hasta 1962, Semprún experimentó con diversos tipos de escritura (poesía, cuentos, novelas, teatro, periodismo, ensayo…), pero ninguno le satisfizo. Ese año, cuando la ruptura con el liderazgo del Partido Comunista Español se precipita luego de su destitución al frente de la clandestinidad y de sonadas divergencias con Santiago Carrillo, las notas sobre Buchenwald, que ha acumulado durante veinte años, comienzan a tomar forma. Meses después de la aparición de El largo viaje (1963), el estremecedor relato sobre la vida en aquella institución nazi, se produce la reunión del Comité Central del PCE en la que Dolores Ibárruri (la “Pasionaria") pide la expulsión de Federico Sánchez y Fernando Claudín y los condena al “infierno de las tinieblas exteriores”, como dirá Semprún en la Autobiografía (1977).
La muerte de Federico Sánchez como militante del PCE representó el nacimiento de Jorge Semprún como autor. Una autoría que se desplegó en la memoria de los dos grandes horrores del siglo XX, el fascismo y el comunismo, como si la literatura misma requiriera de ese testimonio para poder existir. La célebre tesis de Theodor W. Adorno de que la poesía después de Auzchwitz podía constituir un acto de barbarie lograba un mentís frontal en la obra de Semprún, al afirmar no sólo la literatura sino, específicamente, el testimonio de la barbarie nazi como acto de civilización. Lo curioso es que, en Semprún, ese testimonio iba de la mano del otro, el de la barbarie comunista, inadmisible para la mayoría de los propios críticos del fascismo. Esa ruptura con el comunismo, en tanto sublimación del antifascismo, hacía de Semprún una mezcla de Primo Levi y Alexander Solzhenitsyn.
No fue Semprún, desde luego, una víctima del comunismo como Solzhenitsyn, Mandelshtam o Shalámov. Los dolores de su memoria no provenían del gulag sino de las noches sin sueño de Buchenwald, del pesadillesco vaivén de la lealtad y la traición, de las mañanas de domingo en aquella triste biblioteca de varios miles de volúmenes donde descubrió ¡Absalón, Absalón! de William Faulkner y no quiso salir de sus páginas. El sufrimiento de la familia Sutpen, en el Sur norteamericano del siglo XIX, era un alivio en aquellos días de hambre y trabajo en las afueras de Weimar. Pero aunque Semprún no estuvo en un campo de concentración de Stalin hizo de sus libros conjuras contra el olvido de ambos horrores.
Entre 1964 y 1968, luego de su expulsión del PCE, se elaboró intelectualmente la disidencia de Semprún. Ya en 1969, cuando aparece La segunda muerte de Ramón Mercader, dicha disidencia posee todos sus elementos constitutivos. La crítica de Semprún al comunismo era doble: por un lado, dicho sistema, en los países en que se había establecido como poder, anulaba las libertades públicas modernas que defendió el propio Marx; por el otro, los comunistas, donde eran oposición –legal o clandestina, pacífica o violenta- o donde gobernaban, como la Unión Soviética o Cuba, se desentendían del objetivo principal del bolchevismo originario, que era transferir todo el poder a los consejos obreros, y creaban una estructura burocrática de dirección a la que debían subordinarse los militantes, bajo criterios de lealtad doctrinal y política similares a los de la Iglesia católica.
En La segunda muerte de Ramón Mercader (1969), un relato sobre la ficticia ejecución del asesino de Trotski en Amsterdam –como es sabido, Mercader moriría en la Habana, en los 70, protegido por Fidel Castro- que le sirvió de pretexto para historiar críticamente el estalinismo y el entendimiento de los comunistas españoles con el mismo, y, sobre todo, en la Autobiografía de Federico Sánchez (1977), esos son los dos argumentos básicos: la analogía del Partido Comunista y la Iglesia Católica y el cuestionamiento de la falta de autonomía individual y comunitaria bajo el comunismo. Evidentemente, Semprún ya había conformado esta disidencia antes de 1968, algo excepcional para la izquierda europea de entonces, que comenzó a distanciarse públicamente de Moscú y de La Habana a partir de aquel año.
Las críticas de Semprún al socialismo cubano son, en este sentido, ejemplares –por raras- dentro de la izquierda iberoamericana de los años 60 y 70, tan dada a disculpar el totalitarismo habanero desde la legítima oposición a la política de Estados Unidos hacia la isla. Ya en La segunda muerte de Ramón Mercader (1969) se leía el rechazo a la invasión soviética a Checoslovaquia e, indirectamente, se aludía a la estalinización del socialismo cubano. Dos años después, Semprún sería, junto con los hermanos Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente y otros cuantos escritores españoles más, uno de los firmantes de la Primera Carta a Fidel Castro (1971) en contra del encarcelamiento, en La Habana, del poeta Heberto Padilla.
Para 1975, cuando se celebra el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, Jorge Semprún confirmaba la sovietización institucional del socialismo cubano. Sus juicios sobre ese proceso en la Autobiografía (1977) siguen siendo irrebatibles más tres décadas después. Decía entonces Semprún que la coronación de Fidel Castro al frente del Estado y del Partido Comunista en Cuba no hacía más que reproducir la misma estructura autocrática, diseñada por Stalin en la Unión Soviética y por Mao en China: “el Partido es su ego y su superego. El Partido lo resume todo y en Él el Partido se consume, o sea, es consumido y consumado”. Fidel, agrega, rinde culto a sí mismo a través del Partido, pero, a diferencia de Santiago Carrillo o Maurice Thorez o Jacques Duclos, que hablan el lenguaje de la política moderna, se expresa en “la lengua de la burguesía colonial española”.
Quien esto escribía era un intelectual al que era imposible escamotear su lucha a muerte contra el fascismo desde las filas del comunismo. Un intelectual, para colmo, que seguía afirmando su posición pública en la izquierda y que, en contra de los tantos prejuicios acumulados por la ortodoxia prosoviética, tenía el coraje de vindicar una filiación socialdemócrata. Semprún no sería el primero ni el último de los comunistas del siglo XX en desplazarse a la socialdemocracia, pero tal vez uno de los que experimentó dicho desplazamiento con mayor coherencia. Su principal reproche al comunismo es que había hecho de la institución del partido único lo que los fundadores del marxismo no habían propuesto: un doble de la Iglesia Católica e, incluso, un doble del Estado absolutista. Al salvar el legado libertario del marxismo y de todos los socialismos de los dos últimos siglos –sin excluir al anarquista- Semprún supo llegar a la socialdemocracia sin renunciar a las ideas y valores de su juventud antifascista.

Letras Libres (julio y 2011)