
Gracias a amigos expertos en burlar todo tipo de aduana he podido hacerme de un ejemplar del último número de la revista
Criterios, que dirige en La Habana Desiderio Navarro. Se trata del número 36, correspondiente a 2009, que se editó en 2010 y que fue presentado en la Feria del Libro de La Habana de ese año. La revista lleva, por tanto, más de un año circulando en la isla, por lo que su recepción ya puede comenzar a ser documentada.
La mejor reseña sobre este número que he leído es la de Arturo Arango, en las palabras de presentación en Camagüey, que fueron reproducidas por el crítico Juan Antonio García Borrero en su blog
Cine Cubano, la pupila insomne (16/4/2010). Habla allí Arango de una “política del conocimiento” impulsada por Navarro en su publicación, cuyo principal acierto sería una suerte de servicio de instrucción intelectual y referencia teórica para los artistas cubanos, que los ayuda a conectar sus poéticas con el arte y la crítica globales.
El índice continuo, tradicional en esta revista, con frecuencia mueve a engaño. A primera vista puede parecer una suma aleatoria de textos teóricos –traducidos todos por Navarro- sobre arte, cultura y semiótica, que en los últimos años ha incorporado otras áreas del saber contemporáneo como los estudios culturales, los campos intelectuales, las esferas públicas, las sociedades postcomunistas y la circulación de ideas. Pero si se lee con cuidado la portada, el lector puede comprender que el proyecto editorial de Navarro es más ambicioso.
Allí se agrupan los ensayos en tres secciones: 1) “Circulación de ideas, censura, esfera pública y repolitización del arte”; 2) “filosofía intercultural, Occidente, mestizaje, sincretismo, world music, turismo”; 3) “estudio, instalación, kitsch, Stanislavski-Grotowski, postcomunismo”. Bajo esta organización temática, el índice adquiere otras connotaciones y hasta podría ser dotado de cierta circularidad, ya que el último de los textos, “La modernidad del postcomunismo”, del joven teórico rumano, Ovidiu Tichindeleanu, compendia buena parte de los temas desarrollados en el volumen, aunque los constriñe a un posicionamiento ideológico, a mi juicio, demasiado estrecho.
Al movernos de una sección a otra, Navarro nos conduce por tres niveles de la crítica cultural contemporánea, que en el caso cubano tienen implicaciones paradigmáticas por tratarse de una sociedad postcomunista en América Latina y el Caribe. El primer nivel se relaciona con las condiciones institucionales e ideológicas en que se produce una cultura, el segundo con las conexiones o resistencias a la globalización que esa cultura interpone y el tercero con la práctica artística o teatral –en este caso- propiamente dicha, sin descartar en esta última la dimensión mercantil y mediática que posee el arte, la literatura o el teatro en siglo XXI.
No hay en
Criterios ninguna propuesta analítica sobre la cultura cubana contemporánea en cualquiera de los tres niveles. El sello de esta revista y del trabajo intelectual de Navarro tiene que ver con una referencialidad oblicua o alegórica, por medio de la cual se tratan de manera indirecta o diferida a otros espacios, los principales problemas de la cultura cubana contemporánea. No quiere decir esto que no haya aquí ideas de gran impacto para el debate intelectual cubano, si se hacen pasar las mismas de la referencialidad teórica o de su ambientación euro-oriental al cuestionamiento directo de las condiciones de producción del arte y la cultura en la isla.
Por sólo mencionar algunos, los ensayos de Pierre Bourdieu sobre “Las condiciones sociales de circulación internacional de las ideas”, de Beate Müller sobre “La censura y la regulación cultural”, de Nancy Fraser sobre “Política, cultura y esfera pública” y de Jacques Rancière sobre “Las paradojas del arte político” nos colocan en el centro de un campo intelectual donde predomina la demanda de apertura de la esfera pública y la limitación de la hegemonía y el control de los poderes globales y nacionales sobre la libre circulación de prácticas y discursos culturales. Los principales mensajes de esos textos están dirigidos a afirmar la autonomía de los artistas como actores de una sociedad civil y no como miembros de una corporación estatal.
El propio ensayo de Rancière y los de Ales Erjavec, Artur Zmijewski, Hal Foster y Pawel Moscicki son llamados a la repolitización del arte. Si se entrelaza esta sección con la anterior, es fácil concluir que en una esfera pública como la cubana, controlada por el Estado y sometida a una política cultural que pasó de la defensa del compromiso a la defensa de la neutralidad, la recepción de
Criterios opera, mayoritariamente, en el sentido de la pluralización y la democratización de la vida cultural cubana. Una pluralización que no se basa en la “armonía”, la “reconciliación” o el “diálogo” sino en el conflicto entre arte y poder.
Con frecuencia se destaca la función pedagógica o de instrucción teórica que cumple
Criterios dentro de la cultura insular contemporánea. Sin dejar de reconocer dicha función, habría que repensar mejor el rol de traducción intelectual que un proyecto editorial de esa naturaleza juega bajo un Estado totalitario como el cubano, trasladando a la isla, no tanto las críticas a las democracias occidentales o a los postcomunismos eurorientales que se producen en las esferas públicas de Francia o Rumanía, sino las condiciones teóricas e, incluso, retóricas de una crítica neomarxista al socialismo cubano desde la cultura insular.