Mucho se ha escrito en los últimos meses a propósito de la reinvención de la política que demandan en el Medio Oriente o en España, en México o en Bélgica sectores sociales hartos de la corrupción y la violencia, de regímenes autoritarios o de democracias poco representativas. No ha faltado quien sostenga que el mérito de esas movilizaciones es mantenerse un paso más acá de la política, en la búsqueda de mecanismos de representación ajenos a toda institucionalidad -especialmente de la partidaria-, recreando la experiencia de la Comuna parisina.
Más allá de que los contextos y las experiencias de Túnez, Egipto o Siria; Madrid, México o Bruselas son diferentes, conviene recordar que buena parte de la política de izquierda, en los siglos XIX y XX, comenzó con ideas similares y terminó institucionalizándose. Desde el anarquismo hasta el trotskismo, las modalidades más libertarias de la izquierda de los dos últimos siglos no lograron nunca desentenderse de la lucha violenta o pacífica por el poder. Es cierto que nunca lo alcanzaron, pero allí donde sus primos comunistas o socialdemócratas vencieron, unos y otros jamás dejaron de hacer política.
Lo recordaba recientemente José María Ridao, en El País, a propósito de que dos de las lecturas de cabecera de los jóvenes españoles que acampan en Sol y en Plaza Cataluña, y que el pasado domingo marcharon por tantas ciudades peninsulares, son obras de nonagenarios de la izquierda francesa: Indignaos (Destino, 2011) de Stéphane Hessel y La vía: para el futuro de la humanidad (Paidós, 2011) de Edgar Morin. El primero, veterano de la Resistencia antifascista y uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El segundo, sociólogo y filósofo de “la complejidad”, que en su juventud militó en el comunismo y que, a pesar de su expulsión del PCF en 1952, se ha mantenido siempre a la izquierda.
Uno y otro, sin embargo, han rechazado los actos violentos de los “indignados” contra el Parlamento catalán y, junto con una “insurrección pacífica contra la indiferencia”, aconsejan encarrilar políticamente la indignación. Viejos políticos ambos, enseñan a los jóvenes que sin una presión sostenida e inteligente sobre el Estado es poco probable que un mínimo de sus demandas pueda alcanzar la deseada “democratización de la democracia”. Más saben Hessel y Morin, opositores del fascismo, del comunismo y de las malas democracias, por viejos que por diablos.
El panfleto de Hessel, de poco más de 30 páginas, comenzó a circular a principios de año en España y ha vendido más de dos millones de ejemplares. El de Morin, que apenas comienza a venderse en librerías, ya va por más de 100 000. Como en todas las coyunturas revolucionarias, el panfleto impreso se afirma como la forma de escritura política más comunicativa y rentable, aún en la era digital. Por un breve periodo de tiempo las ideas impresas llegan a ser un buen negocio. Tal y como anuncia la portada de La vía, Hessel y Morin parecen, de hecho, repartirse el trabajo: el primero traza el diagnóstico de la crisis y el segundo ofrece la terapia.
Más allá de que los contextos y las experiencias de Túnez, Egipto o Siria; Madrid, México o Bruselas son diferentes, conviene recordar que buena parte de la política de izquierda, en los siglos XIX y XX, comenzó con ideas similares y terminó institucionalizándose. Desde el anarquismo hasta el trotskismo, las modalidades más libertarias de la izquierda de los dos últimos siglos no lograron nunca desentenderse de la lucha violenta o pacífica por el poder. Es cierto que nunca lo alcanzaron, pero allí donde sus primos comunistas o socialdemócratas vencieron, unos y otros jamás dejaron de hacer política.
Lo recordaba recientemente José María Ridao, en El País, a propósito de que dos de las lecturas de cabecera de los jóvenes españoles que acampan en Sol y en Plaza Cataluña, y que el pasado domingo marcharon por tantas ciudades peninsulares, son obras de nonagenarios de la izquierda francesa: Indignaos (Destino, 2011) de Stéphane Hessel y La vía: para el futuro de la humanidad (Paidós, 2011) de Edgar Morin. El primero, veterano de la Resistencia antifascista y uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El segundo, sociólogo y filósofo de “la complejidad”, que en su juventud militó en el comunismo y que, a pesar de su expulsión del PCF en 1952, se ha mantenido siempre a la izquierda.
Uno y otro, sin embargo, han rechazado los actos violentos de los “indignados” contra el Parlamento catalán y, junto con una “insurrección pacífica contra la indiferencia”, aconsejan encarrilar políticamente la indignación. Viejos políticos ambos, enseñan a los jóvenes que sin una presión sostenida e inteligente sobre el Estado es poco probable que un mínimo de sus demandas pueda alcanzar la deseada “democratización de la democracia”. Más saben Hessel y Morin, opositores del fascismo, del comunismo y de las malas democracias, por viejos que por diablos.
El panfleto de Hessel, de poco más de 30 páginas, comenzó a circular a principios de año en España y ha vendido más de dos millones de ejemplares. El de Morin, que apenas comienza a venderse en librerías, ya va por más de 100 000. Como en todas las coyunturas revolucionarias, el panfleto impreso se afirma como la forma de escritura política más comunicativa y rentable, aún en la era digital. Por un breve periodo de tiempo las ideas impresas llegan a ser un buen negocio. Tal y como anuncia la portada de La vía, Hessel y Morin parecen, de hecho, repartirse el trabajo: el primero traza el diagnóstico de la crisis y el segundo ofrece la terapia.