Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 22 de junio de 2011

Los panfletos de la indignación







Mucho se ha escrito en los últimos meses a propósito de la reinvención de la política que demandan en el Medio Oriente o en España, en México o en Bélgica sectores sociales hartos de la corrupción y la violencia, de regímenes autoritarios o de democracias poco representativas. No ha faltado quien sostenga que el mérito de esas movilizaciones es mantenerse un paso más acá de la política, en la búsqueda de mecanismos de representación ajenos a toda institucionalidad -especialmente de la partidaria-, recreando la experiencia de la Comuna parisina.
Más allá de que los contextos y las experiencias de Túnez, Egipto o Siria; Madrid, México o Bruselas son diferentes, conviene recordar que buena parte de la política de izquierda, en los siglos XIX y XX, comenzó con ideas similares y terminó institucionalizándose. Desde el anarquismo hasta el trotskismo, las modalidades más libertarias de la izquierda de los dos últimos siglos no lograron nunca desentenderse de la lucha violenta o pacífica por el poder. Es cierto que nunca lo alcanzaron, pero allí donde sus primos comunistas o socialdemócratas vencieron, unos y otros jamás dejaron de hacer política.
Lo recordaba recientemente José María Ridao, en El País, a propósito de que dos de las lecturas de cabecera de los jóvenes españoles que acampan en Sol y en Plaza Cataluña, y que el pasado domingo marcharon por tantas ciudades peninsulares, son obras de nonagenarios de la izquierda francesa: Indignaos (Destino, 2011) de Stéphane Hessel y La vía: para el futuro de la humanidad (Paidós, 2011) de Edgar Morin. El primero, veterano de la Resistencia antifascista y uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El segundo, sociólogo y filósofo de “la complejidad”, que en su juventud militó en el comunismo y que, a pesar de su expulsión del PCF en 1952, se ha mantenido siempre a la izquierda.
Uno y otro, sin embargo, han rechazado los actos violentos de los “indignados” contra el Parlamento catalán y, junto con una “insurrección pacífica contra la indiferencia”, aconsejan encarrilar políticamente la indignación. Viejos políticos ambos, enseñan a los jóvenes que sin una presión sostenida e inteligente sobre el Estado es poco probable que un mínimo de sus demandas pueda alcanzar la deseada “democratización de la democracia”. Más saben Hessel y Morin, opositores del fascismo, del comunismo y de las malas democracias, por viejos que por diablos.
El panfleto de Hessel, de poco más de 30 páginas, comenzó a circular a principios de año en España y ha vendido más de dos millones de ejemplares. El de Morin, que apenas comienza a venderse en librerías, ya va por más de 100 000. Como en todas las coyunturas revolucionarias, el panfleto impreso se afirma como la forma de escritura política más comunicativa y rentable, aún en la era digital. Por un breve periodo de tiempo las ideas impresas llegan a ser un buen negocio. Tal y como anuncia la portada de La vía, Hessel y Morin parecen, de hecho, repartirse el trabajo: el primero traza el diagnóstico de la crisis y el segundo ofrece la terapia.

viernes, 17 de junio de 2011

Moliendas de Aimé Césaire







A mediados del siglo XX, el poeta y político martiniqueño, Aimé Césaire, utilizó la expresión “máquina del olvido” para describir el proceso de colonización cultural que experimentaban las naciones sometidas, por siglos, a la limitación de sus soberanías y el saqueo de sus recursos naturales, por parte de los grandes imperios de Occidente. Afirmaba Cesaire, en su Discurso sobre el colonialismo (1955), que la gran tradición intelectual del humanismo europeo –especialmente, la francesa-, de De Maistre a Renan y de Bloy a Caillois, había defendido el colonialismo en nombre de la civilización y la memoria, a la vez que justificaba o toleraba la aplicación, sobre los pueblos colonizados de Asia, África y América Latina, de políticas de barbarie y desmemoria.
Césaire se hacía eco de las posiciones de los entonces jóvenes antropólogos, Michel Leiris y Claude Levi-Strauss, en sus polémicas con Roger Caillois, y reprochaba a éste su defensa de una jerarquización de las culturas a favor de Occidente. Lo curioso, concluía Césaire, es que esa jerarquización se producía dentro de una argumentación, como la de Caillois, en la que pesaba mucho la defensa de la memoria cultural como práctica afirmativa de la modernidad occidental y la crítica a los procesos de mecanización y deshumanización de la cultura que generaba el capitalismo industrial. Para Césaire, no era en Europa sino en las colonias del Pacífico, del Atlántico y del Caribe, donde esa maquinaria del olvido –“máquina de aplastar, moler y embrutecer pueblos”- lograba un funcionamiento más perfecto.
Con ironía, a pesar de su inocultable vehemencia, Césaire utilizaba la metáfora azucarera y cafetalera de la “molienda” –el proceso de moler caña de azúcar o granos de café para extraer su jugo- como una figura retórica que identificaba algunos acentos de ese discurso del olvido. El católico de principios del XIX, Joseph de Maistre, por ejemplo, practicaba la “molienda mística”, el darwinista de fines del XIX, Vacher de Lapouge, la “molienda cientificista”, y el crítico de principios del XX, Émile Faguet, la “molienda periodística”. Las jergas de cada uno de ellos sobre los pueblos “primitivos” o “bárbaros” eran dispositivos de moler culturas, así como la esclavitud y la plantación azucareras eran dispositivos de moler carne humana.
En el citado ensayo de Césaire, el descolonizador y marxista antillano reaccionaba contra las que llamaba "obsesiones anti-hitlerianas" del humanismo europeo. Decía, con razón -aunque en un tono inquietante- que las ideas racistas de los nazis no eran novedad si se les cotejaba con el secular racismo colonial, que había legitimado los grandes imperios atlánticos. No habría que olvidar que por los mismos años en que Césaire escribía estas ideas, David Rousset iniciaba en Francia su crítica del "universo concentracionario" de los nazis y, también, de los comunistas. Rousset fue el primero en utilizar, para escándalo de la izquierda europea de entonces, la imagen del gulag como "trituradora de carne", que luego reaparece en Alexander Solzhenitsyn y, más recientemente, en Anne Applebaum, la autora de Gulag. A History (2003).

domingo, 12 de junio de 2011

El socialismo cubano y la crítica neomarxista

Decíamos que el número 36 de Criterios, la revista habanera dirigida por Desiderio Navarro, cierra con un ensayo del joven teórico rumano Ovidiu Tichindeleanu que lleva por título “La modernidad del postcomunismo”. El texto, ágil e inteligente, arranca con recuento del debate modernidad/ postmodernidad de los 80, con glosas de Lyotard, Rorty, Derrida, Habermas, Wallerstein, en el que se posiciona, muy a la manera de los dos últimos, a favor de una modernidad alternativa, donde sean conciliables razón y libertad, vida y utopía.
Dicho posicionamiento, que no carece, por cierto, de conexiones latinoamericanas –cita, por ejemplo, a Enrique Dussel y a Aníbal Quijano y habla de América Latina como región utópica, sin la menor alusión al socialismo cubano o algún marxista de la isla- le permite pasar a la crítica de la modernidad hegemónica de las transiciones a las democracias y los mercados en Europa del Este. Tichindeleanu posee una visión sumamente negativa de esas transiciones y aunque su texto carece de neosovietismo o nostalgia del socialismo real –sus juicios sobre el régimen de Dej y Ceausescu son severos- subvalora, a mi juicio, la revuelta cultural que se vivió entre los 80 y los 90 en la Unión Soviética y Europa del Este.
El joven rumano coincide con la mayoría de los neomarxistas, especialmente con Buck-Morss, Badiou, Ranciere y Zizek –a quien, sintomáticamente, no cita- en que los regímenes postcomunistas cayeron todos en una desenfrenada reconstitución de la hegemonía liberal y en modernizaciones tecnocráticas y autoritarias, sumamente costosas para sus culturas. A esto último, agrega un cuestionamiento del giro al nacionalismo en las políticas culturales de casi todos esos países, que generó obscenas apropiaciones e instrumentaciones de los legados nacionales por parte de los nuevos Estados.
Tichindeleanu lamenta que el discurso de “la transición” haya rebajado o anulado los acentos emancipatorios y anticapitalistas de la propia tradición ilustrada. Pero, a mi juicio, se equivoca en enfatizar la continuidad entre esa idea hegemónica de la transición y la vieja idea soviética de la transición del socialismo al comunismo. Las transiciones a la economía de mercado y a la democracia representativa en Europa del Este, en los 90, no se establecieron como presentes eternos o como periodos en los que se suspendía toda temporalidad de cambio. La apertura de la esfera pública, la ampliación de los derechos civiles y políticos y la alternancia en el poder generadas por la democracia impidieron que eso sucediera.
¿Cómo se lee esta crítica en La Habana? Depende del lector, naturalmente. Parte de la habilidad de un proyecto editorial como el de Desiderio Navarro consiste en que los discursos que pone a circular en la isla pueden ser leídos favorablemente por diversos actores culturales y políticos, dentro o fuera del oficialismo. La burocracia, por ejemplo, leerá con entusiasmo los pasajes en que Tichindeleanu cuestiona las pastorales del liberalismo que se produjeron durante las transiciones. Pero un intelectual crítico podría hacer suyo el agudo cuestionamiento que el joven rumano hace del nacionalismo como sustituto del marxismo-leninismo en los regímenes postcomunistas.
El socialismo cubano es actualmente una mezcla de comunismo y postcomunismo. Su régimen político sigue siendo, institucionalmente, como el de los viejos comunismos: partido único, sociedad civil limitada, restricción de derechos civiles y políticos, control gubernamental de los medios de comunicación… Pero su economía, su sociedad y su cultura asimilan, desde mediados de los 90, varios elementos del postcomunismo: enclaves de mercado, reestratificación social, nuevo empresariado, desplazamiento ideológico nacionalista, discurso oficial de “la transición” o “del cambio”...
Dado que Ovidiu Tichindeleanu, como todos los neomarxistas, es crítico del socialismo real y del postcomunismo, su crítica sería aplicable a Cuba por partida doble. Los elementos totalitarios del régimen cubano le parecerían, al autor de “La modernidad del postcomunismo”, tan cuestionables como los elementos de destotalización que comienzan a manifestarse en la isla. He aquí un buen ejemplo de las muchas posibilidades argumentativas que tendría la crítica neomarxista del socialismo cubano.

sábado, 11 de junio de 2011

Criterios o las condiciones de la crítica

Gracias a amigos expertos en burlar todo tipo de aduana he podido hacerme de un ejemplar del último número de la revista Criterios, que dirige en La Habana Desiderio Navarro. Se trata del número 36, correspondiente a 2009, que se editó en 2010 y que fue presentado en la Feria del Libro de La Habana de ese año. La revista lleva, por tanto, más de un año circulando en la isla, por lo que su recepción ya puede comenzar a ser documentada.
La mejor reseña sobre este número que he leído es la de Arturo Arango, en las palabras de presentación en Camagüey, que fueron reproducidas por el crítico Juan Antonio García Borrero en su blog Cine Cubano, la pupila insomne (16/4/2010). Habla allí Arango de una “política del conocimiento” impulsada por Navarro en su publicación, cuyo principal acierto sería una suerte de servicio de instrucción intelectual y referencia teórica para los artistas cubanos, que los ayuda a conectar sus poéticas con el arte y la crítica globales.
El índice continuo, tradicional en esta revista, con frecuencia mueve a engaño. A primera vista puede parecer una suma aleatoria de textos teóricos –traducidos todos por Navarro- sobre arte, cultura y semiótica, que en los últimos años ha incorporado otras áreas del saber contemporáneo como los estudios culturales, los campos intelectuales, las esferas públicas, las sociedades postcomunistas y la circulación de ideas. Pero si se lee con cuidado la portada, el lector puede comprender que el proyecto editorial de Navarro es más ambicioso.
Allí se agrupan los ensayos en tres secciones: 1) “Circulación de ideas, censura, esfera pública y repolitización del arte”; 2) “filosofía intercultural, Occidente, mestizaje, sincretismo, world music, turismo”; 3) “estudio, instalación, kitsch, Stanislavski-Grotowski, postcomunismo”. Bajo esta organización temática, el índice adquiere otras connotaciones y hasta podría ser dotado de cierta circularidad, ya que el último de los textos, “La modernidad del postcomunismo”, del joven teórico rumano, Ovidiu Tichindeleanu, compendia buena parte de los temas desarrollados en el volumen, aunque los constriñe a un posicionamiento ideológico, a mi juicio, demasiado estrecho.
Al movernos de una sección a otra, Navarro nos conduce por tres niveles de la crítica cultural contemporánea, que en el caso cubano tienen implicaciones paradigmáticas por tratarse de una sociedad postcomunista en América Latina y el Caribe. El primer nivel se relaciona con las condiciones institucionales e ideológicas en que se produce una cultura, el segundo con las conexiones o resistencias a la globalización que esa cultura interpone y el tercero con la práctica artística o teatral –en este caso- propiamente dicha, sin descartar en esta última la dimensión mercantil y mediática que posee el arte, la literatura o el teatro en siglo XXI.
No hay en Criterios ninguna propuesta analítica sobre la cultura cubana contemporánea en cualquiera de los tres niveles. El sello de esta revista y del trabajo intelectual de Navarro tiene que ver con una referencialidad oblicua o alegórica, por medio de la cual se tratan de manera indirecta o diferida a otros espacios, los principales problemas de la cultura cubana contemporánea. No quiere decir esto que no haya aquí ideas de gran impacto para el debate intelectual cubano, si se hacen pasar las mismas de la referencialidad teórica o de su ambientación euro-oriental al cuestionamiento directo de las condiciones de producción del arte y la cultura en la isla.
Por sólo mencionar algunos, los ensayos de Pierre Bourdieu sobre “Las condiciones sociales de circulación internacional de las ideas”, de Beate Müller sobre “La censura y la regulación cultural”, de Nancy Fraser sobre “Política, cultura y esfera pública” y de Jacques Rancière sobre “Las paradojas del arte político” nos colocan en el centro de un campo intelectual donde predomina la demanda de apertura de la esfera pública y la limitación de la hegemonía y el control de los poderes globales y nacionales sobre la libre circulación de prácticas y discursos culturales. Los principales mensajes de esos textos están dirigidos a afirmar la autonomía de los artistas como actores de una sociedad civil y no como miembros de una corporación estatal.
El propio ensayo de Rancière y los de Ales Erjavec, Artur Zmijewski, Hal Foster y Pawel Moscicki son llamados a la repolitización del arte. Si se entrelaza esta sección con la anterior, es fácil concluir que en una esfera pública como la cubana, controlada por el Estado y sometida a una política cultural que pasó de la defensa del compromiso a la defensa de la neutralidad, la recepción de Criterios opera, mayoritariamente, en el sentido de la pluralización y la democratización de la vida cultural cubana. Una pluralización que no se basa en la “armonía”, la “reconciliación” o el “diálogo” sino en el conflicto entre arte y poder.
Con frecuencia se destaca la función pedagógica o de instrucción teórica que cumple Criterios dentro de la cultura insular contemporánea. Sin dejar de reconocer dicha función, habría que repensar mejor el rol de traducción intelectual que un proyecto editorial de esa naturaleza juega bajo un Estado totalitario como el cubano, trasladando a la isla, no tanto las críticas a las democracias occidentales o a los postcomunismos eurorientales que se producen en las esferas públicas de Francia o Rumanía, sino las condiciones teóricas e, incluso, retóricas de una crítica neomarxista al socialismo cubano desde la cultura insular.

martes, 7 de junio de 2011

Montalvo contra dictadores

El gran escritor liberal y republicano ecuatoriano del siglo XIX, Juan Montalvo (1832-1889), escribió en su periódico El Cosmopolita, entre 1863 y 1869, una serie de artículos extraordinarios sobre el estado de la libertad de imprenta en Hispanoamérica. Gobernaba entonces en Ecuador el caudillo conservador Gabriel García Moreno, a quien Montalvo se enfrentó con tanta valentía como elocuencia.
En uno de aquellos artículos, Montalvo no sólo denunciaba la persecución contra periodistas y escritores ecuatorianos, por parte del régimen de García Moreno, sino los atropellos contra la prensa del caudillo boliviano Manuel Isidoro Belzú y del venezolano Juan Crisóstomo Falcón. A este último no lo mencionaba Montalvo por su nombre, pero por un pasaje del escrito, en que menciona al liberal colombiano Manuel Ezequiel Bruzual como una de sus víctimas, es posible concluir que el “Fierabrás” venezolano no es otro que Falcón:


“Vaya, si siquiera hubiera cultura en estos sultanuelos ruines que nos quitan la vida. Pero sus pasiones son de salvajes, de fieras sus arranques. Todo es matar, desterrar, azotar, repartir palos como ciego a Dios y a la ventura, echarse sobre las leyes y los ciudadanos cual pudiera un lobo hambreado sobre un aprisco sin guardianes. Un Fierabrás en Venezuela sabe que un escritor ha vituperado sus pésimas acciones, y a sablazos, le echa a la cama en artículo de muerte. Un Belzú oye algunas palabras malsonantes a sus oídos, y se le erizan los pelos del bigote, y cierra con quienes censuran su gobierno. Un García Moreno acude presuroso adonde se escribía, allana el hogar doméstico con batallones enteros de soldados, cierne la ciudad probando si daba con los escritores, y de tomarlos, sin remedio los sepulta en las ciénagas del Napo”.

domingo, 5 de junio de 2011

Historia oficial a debate






Desde hace más de una semana el diario español Público ha convocado a un grupo de historiadores peninsulares (Andreu Mayayo, Julián Casanova, Francisco Espinosa, Javier Chinchón, Laurenzo Fernández Prieto, Pere Oriol Costa, Jaime Pastor, Paloma Aguilar, José Luis Ledesma…) a debatir el reciente Diccionario Biográfico Español redactado y editado por la Real Academia de Historia, que dirige Gonzalo Anes.
Las críticas se han localizado, sobre todo, en la entrada correspondiente a Francisco Franco, escrita por Luis Suárez, pero se extienden también a diversas valoraciones sobre líderes republicanos, como Juan Negrín, y fenómenos como la Segunda República misma, la guerra civil o el levantamiento militar franquista. Los críticos de la historia oficial franquista reaccionan, con razón, contra el tono hagiográfico de varios pasajes sobre Franco, contra el juicio anticomunista que empaña la semblanza de Negrín o contra la caracterización del golpe contra la República como “cruzada”, “alzamiento nacional” o “guerra de liberación”.
Tan admirable de este debate es la participación de decenas de historiadores jóvenes en el mismo como el grado de interpelación que logra con las instituciones oficiales. El Ministro de Educación de España, Ángel Gabilondo, y la Ministra de Cultura, Ángeles González Sinde, han llegado a solicitar a la Real Academia de Historia que revise los pasajes más controvertidos del Diccionario y los académicos han anunciado que lo harán.
La polémica es ilustrativa de la circulación de diversos relatos de un pasado nacional que distingue a las democracias. Los historiadores críticos españoles se enfrentan a los residuos de la historia oficial de la dictadura y logran desestabilizar los mitos que la misma difunde. Algunos conceptos como los de autoritarismo y totalitarismo –personalmente, creo que el régimen de Franco estuvo más cerca del primero que del segundo, lo cual no quiere decir que no fuera una dictadura- no logran generar consenso historiográfico entre los propios críticos, pero ningún historiador serio, de cualquier simpatía ideológica o teórica, suscribe a estas alturas un panegírico de Franco ni una catilinaria contra Negrín.
En América Latina, podrían ubicarse debates similares en Argentina y Chile, sobre las dictaduras de la Junta Militar y Augusto Pinochet, y en Venezuela sobre los usos oficiales de la figura de Simón Bolívar. Si algo demuestran esas polémicas, en contra de lo que afirman algunos, es que España, Argentina, Chile y Venezuela son democracias. Debates como esos serían inimaginables en China, Corea del Norte, Viet Nam o Cuba, donde la historia oficial comunista nunca es contrariada en los medios de comunicación.

miércoles, 1 de junio de 2011

Cohen y Joplin en el Chelsea Hotel

El Premio Príncipe de Asturias de las Letras a Leonard Cohen produce una alegría más diáfana que cualquier otro premio literario. Es tanta la familiaridad que se puede alcanzar con Cohen, escuchándolo por décadas, que su coronación como escritor nos parece acto de elemental justicia. Con el Cohen escritor sucede lo mismo que con el Dylan escritor, su reconocimiento es un triunfo sobre las ideas ensimismadas de la literatura.
No conozco la obra escrita, no cantada, de Cohen, ni la de Dylan. Sólo conozco sus canciones. Canciones que pueden ser leídas como poemas, aunque lo más recomendable sea escucharlas como poemas, no como canciones. A Cohen y a Dylan no hay que leerlos sin escucharlos, de la misma manera que a San Juan de la Cruz o a T. S. Eliot hay que leerlos en silencio, sin música de fondo. A Cohen hay que leerlo en su propia voz, como lo que siempre ha dicho ser, no un song writer sino un song worker.
Se me ha hecho difícil encontrar una canción de Cohen, representativa de esa poesía cantada, porque casi todas lo son. Pensé en “Tennessee Waltz”, tan bien cantada por Joan Baez, en el “Hallelujah”, que inmortalizó Jeff Buckley y que alguna vez colgamos aquí, o en “Dance me to the End of Love”, que ha cantado como nadie Madeleine Peyroux. Me he decidido por “Chelsea Hotel”, la canción en la que Cohen rememoró un encuentro con Janis Joplin, en los años 60, en ese célebre lugar de Manhattan.
La canción, que ha sido bien cantada por otro canadiense, Rufus Wainwright –qué no ha cantado bien Wainwright!- fue compuesta luego de que Cohen, quien perseguía a Brigitte Bardot por los pasillos del Chelsea, se tropezara en un ascensor con Joplin. Más tarde Cohen recordaría el encuentro como el principio de un breve y poco memorable romance: la recordaba claramente pero no pensaba en ella demasiado.







Chelsea Hotel



I remember you well in the Chelsea Hotel,
you were talking so brave and so sweet,
giving me head on the unmade bed,
while the limousines wait in the street.
Those were the reasons and that was New York,
we were running for the money and the flesh.
And that was called love for the workers in song
probably still is for those of them left.
Ah but you got away, didn't you babe,
you just turned your back on the crowd,
you got away, I never once heard you say,
I need you, I don't need you,
I need you, I don't need you
and all of that jiving around.
I remember you well in the Chelsea Hotel
you were famous, your heart was a legend.
You told me again you preferred handsome men
but for me you would make an exception.
And clenching your fist for the ones like us
who are oppressed by the figures of beauty,
you fixed yourself, you said, "Well never mind,
we are ugly but we have the music."
And then you got away, didn't you babe,
you just turned your back on the crowd
you got away, I never once heard you say,
I need you, I don't need you,
I need you, I don't need you
and all of that jiving around.
I don't mean to suggest that I loved you the best,
I can't keep track of each fallen robin.
I remember you well in the Chelsea Hotel,
that's all, I don't even think of you that often.