Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 22 de mayo de 2011

Labra y las comillas del radicalismo






¿Cuándo dejó de ser cubano Rafael María de Labra (1841-1918)? La pregunta es tan pertinente para la biografía de este importante político español de fines del siglo XIX, nacido en Cuba, como para la historiografía nacionalista y revolucionaria cubana, empeñada en colocar a Labra fuera de los más autorizados linajes intelectuales de la historia insular. A estas alturas de la memoria –o del olvido-, Labra parecería ser uno de esos cubanos por azar, uno de esos nacidos en Cuba que no permitió que el drama cubano controlara su obra intelectual.
Como su contemporáneo Pablo Lafargue (1842-1911), Labra sólo vivió su infancia en Cuba. Desde principios de la década del 60 del siglo XIX lo vemos involucrado en la política peninsular, como colaborador de publicaciones como El Contemporáneo, La Discusión y la Revista Hispanoamericana y como fundador de la Sociedad Abolicionista Española en 1864. Ya desde entonces Labra está mejor ubicado en la política española que en la política cubana, aunque buena parte de esta última se dirimiera en Madrid.
Durante más de veinte años, Labra fue legislador en las Cortes madrileñas. Primero fue diputado por Asturias, luego por Puerto Rico, por Cuba, también fue senador por la Sociedad Económica de Amigos del País y, una vez más, diputado por Santa Clara. Sin embargo, Labra no desarrolló una labor legislativa, política y publicística exclusivamente cubana, como la de sus colegas autonomistas de la isla, Gálvez, Montoro o Giberga.
Labra se sumó a la Revolución de 1868 –la española, no la cubana-, defendió la abolición de la esclavitud no sólo en Cuba sino también en Puerto Rico, se hizo republicano y fue de los pocos liberales de su generación que desarrolló una visión histórica positiva de Toussaint Louverture y la Revolución Haitiana –su polémica con Saco sobre la esclavitud fue, en este sentido, ejemplar. Fueron su abolicionismo y su republicanismo, entre los años 60 y 70, los que lo ubicaron en los sectores radicales de la política española de aquellas épocas.
En el Diccionario de la literatura cubana (1980), ese radicalismo aparece entrecomillado. ¿Por qué entre comillas? Tal vez, porque la historiografía nacionalista revolucionaria cubana no puede conciliar, en un mismo sujeto, abolicionismo, republicanismo y autonomismo. Pero lo cierto es que Labra, dentro de la política peninsular, llegó a ubicarse más a la izquierda que muchos separatistas de su generación. Su visión del problema cubano como capítulo del “problema antillano” tenía, desde luego, un componente imperial, pero, como en Lafargue, respondía también a un enfoque más transnacional o atlántico de los asuntos cubanos y caribeños.
La última etapa de la vida pública de Labra, aquella que se enmarca entre 1898 y 1919, es decir, durante las dos primeras décadas postcoloniales, está marcada por la insistencia en la identidad hispánica del Caribe y el mundo suramericano. Al igual que en Rafael Altamira y Crevea y otros defensores de la hispanidad, ese discurso no carecía de una conservadora nostalgia imperial. Pero en el caso de Labra el hispanismo era parte de una visión crítica de la hegemonía de Estados Unidos sobre la región, que lo acercaba, por otra vía, al radicalismo "sin comillas" de los nacionalistas y revolucionarios cubanos.

viernes, 20 de mayo de 2011

Toussaint Louverture y la poesía europea

Una buena saga del gran estudio de Susan Buck-Morss sobre Hegel y la Revolución Haitiana, que comentamos hace algunos días, sería la reconstrucción de imágenes sobre la epopeya haitiana y, específicamente, sobre Toussaint Louverture en la poesía europea. Cuando la Gran Bretaña decidió enviar tropas contra la rebelión de esclavos en la parte occidental de Santo Domingo, William Blake, enemigo del rey George, escribió el poema "America: A Prophecy", (1793), donde se lee:

Let the slave grinding at the mill run out into the field;
Let him look up into the heavens and laugh in the bright air.

Blake ya se había estrenado como partidario de la abolición cuando ilustró el estremecedor volumen Narrative of a Five Years Expedition Against the Revolted Negroes in Surinam (1794), escrita por el capitán John G. Stedman, un vehemente alegato contra el sistema de plantación francés y holandés en las Antillas, que comentó elogiosamente otro poeta inglés, William Wordsworth. Al conocer la muerte del líder jacobino negro en el Castillo de Fort de Joux, en 1803, Wordsworth le dedicó el poema “To Toussaint Loverture”:

Though fallen thyself, never to rise again,
Live, and take comfort. Thou hast left behind
Powers that will work for thee; air, earth and skies;
There's not a breathing of the common wind
That will forget thee; thou has great allies;
Thy friends are exultations, agonies,
And Love, and Man's unconquerable mind.




Pocos años después de la muerte de Toussaint, en 1807 específicamente, el poeta romántico alemán, Heinrich von Kleist, acusado de ser agente prusiano contra Napoleón, fue encarcelado en el mismo castillo de Fort de Joux donde murió el caudillo haitiano. Von Kleist llegó a identificarse tanto con Toussaint que dedicó a su memoria un relato en homenaje a la Revolución Haitiana, titulado Die Verlobung in St. Domingue, traducido al inglés como “The Betrothal in Santo Domingo” y al español como “Los desposorios en Santo Domingo”.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Herodoto y la lluvia




Cuántas veces no nos topamos con polémicas entre historiadores en las que el punto a dirimir es, aparentemente, la exactitud del dato y no la diferencia en la interpretación de un fenómeno del pasado. Casi siempre que un polemista abusa del tópico del “error”, la “imprecisión” o la “pifia” lo hace para sumar agravantes a su rival, para debilitar a su oponente, no en lo que verdaderamente moviliza su réplica, sino en la credibilidad ante los lectores.
Los malos hábitos en las polémicas historiográficas provienen, por lo general, de una equivocada identificación entre historia y verdad –cuando no entre historia y derecho-, abastecida por múltiples plataformas doctrinales: historicismo, positivismo, marxismo, estructuralismo… La idea de que lo que sucedió, por haber sucedido, es siempre “verdadero” no sólo es atribuible al público interesado en cuestiones históricas sino a los historiadores profesionales mismos. De ahí que una legendaria tradición filosófica, enfrentada a esa creencia en el último siglo, haya logrado tan poco.
Desviar las diferencias de sentido entre dos historiadores a la vulgar disputa sobre la veracidad de un dato y confundir historia y derecho es tan viejo como Aulo Gelio. Este abogado y escritor romano del siglo II escribió una obra titulada Noches áticas, en la que se adjudica todo tipo de errores a Sócrates, Platón, Tucídides y Virgilio. Una de las refutaciones más ridículas de Aulo Gelio fue la dedicada a Herodoto, quien, a su juicio, “cometió un error al decir que el pino, a diferencia de otros árboles, después de cortado no producía ningún retoño”.
Herodoto, que había descrito de manera insuperable la cultura persa y había narrado con virtuosismo las guerras médicas, hizo, según Gelio, “observaciones poco exactas sobre la lluvia y la nieve”. Los errores “físicos” del historiador Herodoto, concluía Gelio, eran sólo equiparables a los “errores históricos” del poeta Virgilio en el libro sexto de la Eneida. Era imperdonable que el poeta, en sus versos, mezclara las guerras aqueas con las guerras pírricas.

domingo, 15 de mayo de 2011

Cómo recordar la guerra




Se agita, una vez más, el debate sobre la guerra civil en periódicos españoles, a propósito del reciente libro de Paul Preston, El holocausto español (Debate, 2011). En El País (11/ 5/ 2011), Jorge M. Reverte le dedica una crítica severa, titulada “De holocaustos y matanzas”, en la que, entre otras cosas no tan justas –como sostener que Preston se está volviendo “español”, al igual que Ian Gibson, porque parece abandonar la neutralidad del historiador para defender la memoria del bando republicano- cuestiona con agudeza la aplicación del concepto de holocausto a la guerra civil española.
Hoy, en Público (15/ 5/ 2011), le responde el gran historiador catalán, Josep Fontana, con el artículo “El holocausto español”, que vindica la obra de Preston, empezando por el título. Fontana vuelve a llamar la atención sobre la equivocada simetría historiográfica entre un régimen legítimamente electo, como el de la Segunda República, y un golpe de Estado como el franquista y recuerda, una vez más, el dato incontrovertible de que, en la cuenta de los muertos, los nacionalistas fueron más letales que los republicanos. 150 000 murieron en zonas controladas por Franco, mientras en tierras de la República murieron 50 000.
Tal vez haya un punto, sin embargo, en que la crítica de Fontana es desproporcionada y es cuando atribuye a la historiografía revisionista, en “la línea de Ernst Nolte con el nazismo”, dentro de la que ubica el buen libro coordinado por Fernando del Rey, Palabras como puños: la intransigencia política en la Segunda República (Tecnos, 2011), y el propio artículo de Reverte en El País, un intento de proteger la memoria del franquismo. Fontana tiene razón en impugnar la simetría de aquellos dos movimientos políticos en pugna, pero se equivoca en rechazar como filofranquista toda historiografía crítica sobre la experiencia republicana.
Surge en este debate, como siempre que se piensa históricamente una guerra civil, el impulso, no de historiar críticamente, sino de continuar la guerra a través de la memoria. Por momentos se tiene la impresión de que el fondo de la discusión no son los hechos que describen el autoritarismo que, en efecto, se manifestó en ambos lados, o el número de muertos, tres veces mayor en el bando franquista, sino la ética de la memoria. No estaría mal que los buenos historiadores españoles, involucrados en la polémica, repasaran las ideas de Avishai Margalit en Ethics of Memory (Harvard University Press, 2002), de Sthathis Kalyvas en The Logic of Violence in Civil War (Cambridge, 2006) y de Nigel C. Hunt en Memory, War, and Trauma (Cambridge, 2010).

viernes, 13 de mayo de 2011

Cuando los genios negocian

Una limitación frecuente de las biografías de grandes artistas, escritores o filósofos, que tuvieron relaciones de entendimiento con poderes totalitarios del siglo XX, es que la exposición de la complicidad con aquellos regímenes desplaza o relega la obra que les dio trascendencia ¿Cuántos ensayos no hemos leído en los que se documenta el nazismo de Heidegger o el estalinismo de Lukács, sin que el biógrafo se tome el trabajo, siquiera, de leer las obras de estos y de encontrar confluencias o tensiones entre sus filosofías y sus políticas, entre sus creaciones personales y sus negociaciones con el poder?
El reciente ensayo de Wendy Lesser, Music for Silenced Voices: Shostakovich and His Fifteen Quartets (Yale University Press, 2011), es un magnífico ejemplo de lo contrario. Lesser es escritora -novelista y crítica por más señas- pero posee suficientes conocimientos musicales como para adentrarse en los quince cuartetos de Dimitri Shostakóvich y desentrañar sus referentes germánicos (Beethoven, Brahms, Mahler) y rusos (Mussorgsky, Prokofiev, Stravinsky), además de encontrar, en intrincada pesquisa, resonancias de los tormentos físicos y espirituales de Shostakóvich en sus célebres composiciones para cuerdas.
Paralelo a esta hermenéutica de la música de cámara, corre la historia de los encuentros y desencuentros del músico con el poder soviético. Pero no se trata de un paralelismo sin contactos: el libro de Lesser está concebido como una composición (sus capítulos se llaman Elegía, Serenata, Intermezzo, Nocturno…) en la que la política de Shostakóvich no es ajena a su música. La protección de Trotsky y Tujachevski en los años 20, el distanciamiento con Stalin en los 30, la estigmatización del músico entre los 40 y 50 y su reivindicación en los años 60, que lo llevó a ingresar al Partido Comunista y a formar parte del Soviet Supremo, son tramas que dejaron huellas en la obra sinfónica y concertística de Shostakóvich.
Según Lesser, el gran proyecto artístico de Shostakóvich fue siempre –o tal vez, desde Lady Macbeth en Mtsensk (1934)- la adaptación de un espíritu occidental o cosmopolita a una sonoridad rusa. Desde un punto de vista ideológico, el propósito del estalinismo y el comunismo habría sido el inverso: proyectar universal u occidentalmente un espíritu ruso. Ese cruce de sentidos entre la obra de Shostakóvich y el régimen soviético permitió tanto la ruptura como la negociación entre genio y poder.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Hegel sobre la libertad en servidumbre





En uno de los pasajes dedicados a la dialéctica del amo y el esclavo, en la Fenomenología del espíritu (1807) –esos pasajes que, como probara Susan Buck-Morss, Hegel escribió mientras leía las noticias sobre Toussaint Louverture y la Revolución Haitiana en la prensa alemana y francesa- se dice del miedo total:




“Sin la disciplina del servicio y la obediencia, el temor se mantiene en lo formal y no se propaga a la realidad consciente de la existencia. Sin la formación, el temor permanece interior y mudo y la conciencia no deviene para ella misma. Si la conciencia se forma sin pasar por el temor primario absoluto, sólo es un sentido propio vano, pues su negatividad no es la negatividad en sí, por lo cual su formarse no podrá darle la conciencia de sí como de la esencia. Y si no se ha sobrepuesto al temor absoluto, sino solamente a una angustia cualquiera, la esencia negativa seguirá siendo para ella algo externo, su sustancia no se verá totalmente contaminada por ella. Si todos los contenidos de su conciencia natural no se estremecen, esta conciencia pertenece aún en sí al ser determinado; el sentido propio, es obstinación, una libertad que sigue manteniéndose dentro de la servidumbre.”

sábado, 7 de mayo de 2011

De la selva al aula

Hace algunos días comentamos aquí el volumen que la madrileña editorial Akal dedicó a La declaración de independencia de Thomas Jefferson, prologado por Michael Hardt. Lo cierto es que ese volumen, vertido al español desde la edición newyorkina de Verso, forma parte de una serie de clásicos del pensamiento de la izquierda radical, impulsada por Akal y que tiene en Slavoj Zizek su más asiduo prologuista.
En la misma serie, Zizek presentó la compilación Sobre la práctica y la contradicción (2010) de Mao Tse Tung y la antología Virtud y terror (2011), que reúne los principales discursos de Robespierre ante la Convención. El propio Zizek , junto con Sebastián Budgen y Stathis Kouvelakis, compiló también el volumen Lenin reactivado (2010), en el que se intenta una suerte de resurrección de Lenin en el siglo XXI: un holograma vivo del líder bolchevique en medio de la globalización actual.
Habría que preguntarse si el relanzamiento de esta biblioteca de la izquierda radical, republicana (Jefferson y Robespierre) o comunista (Mao y Lenin), en un mundo globalmente regido por el mercado y la democracia, busca realmente la destrucción de dicho mundo. Por momentos se tiene la impresión de que esa literatura, tal y como la releen pensadores neomarxistas como Hardt y Zizek, no funciona como llamado a la acción sino como archivo ideológico de una izquierda académica.
Vale la pena regresar, entonces, a la sugerencia del poeta y crítico mexicano Gabriel Zaid en su siempre actual De los libros al poder (1988). Hasta los años 80 o 90 del pasado siglo, por lo menos, el marxismo, el leninismo, el maoísmo o el guevarismo fueron doctrinas que se movían de las aulas a las fábricas, los talleres, las montañas o las selvas, donde se practicaba la revolución. Ahora el movimiento parece ser a la inversa: de la selva al aula.
No como una forma de reiniciar el proceso ilustrado o pedagógico de la instrucción revolucionaria de las masas sino para quedarse allí, en el aula. El sujeto receptor del nuevo pensamiento de izquierda no es el obrero, el campesino, ni siquiera el estudiante revolucionario, sino el alumno o, más específicamente, el doctorando. La validez del neomarxismo contemporáneo se prueba en la vida académica de las ciencias sociales y, acaso, en la crítica cultural y el debate público.