La contradictoria información que el gobierno de Estados Unidos ha trasmitido en relación con el operativo militar que dio muerte a Osama bin Laden, el domingo pasado, en Abbottabad, Paquistán, está generando sentimientos encontrados en la opinión pública mundial. La mayoría internacional piensa que Bin Laden merecía morir, pero no todos coinciden en que debió ser ejecutado. Si, como ha trascendido, es cierto que la orden que dieron la CIA, el Pentágono y la Casa Blanca no fue capturar vivo a Bin Laden sino ejecutarlo, el debate sobre si el líder de Al Qaeda estaba o no armado, si opuso o no resistencia o si su sepelio e inhumación en el mar siguió o no el ritual musulmán pierde relevancia.
Si la orden fue ultimar a Bin Laden, cualquier otra consideración apegada a la moral o el derecho en relación con el operativo mismo sale sobrando. El debate debería trasladarse entonces a las razones por las que el gobierno de Estados Unidos decidió no proceder con Bin Laden como se procede con un criminal de guerra. Una actuación que, aunque incoherente con el derecho internacional, es coherente con la negativa de Washington a reconocer en el terrorismo islámico un ejército enemigo, como el que se reconoce en una guerra regular, y con su resistencia a suscribir el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que recoge las premisas más avanzadas en materia jurídica global.
A Bin Laden se le hubiera podido procesar por cualquiera de los cuatro grandes crímenes que contempla el Estatuto de Roma: genocidio, lesa humanidad, guerra o agresión. O se le hubiera podido condenar a muerte en un tribunal de Estados Unidos, país donde perpetró el mayor de sus crímenes. Pero para cualquiera de esas dos opciones, primero debía ser considerado un enemigo regular, un “beligerante”, como decían los viejos juristas de la guerra, que se reunieron a fines del siglo XIX en San Petersburgo, La Haya y Ginebra. El paralelo con el Che Guevara, planteado por Jon Lee Anderson en
The New Yorker, adquiere su mayor sentido, ya que, como el yihadí ejecutado, el guerrillero argentino no era reconocido como soldado de un ejército enemigo.
La racionalidad que ha guiado al gobierno de Estados Unidos se coloca, no sin razones, fuera de la normatividad establecida por el derecho internacional. Esta vez dicha racionalidad tiene a su favor la memoria de las víctimas del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York. Víctimas que, como todas las víctimas de una masacre de esas dimensiones, se consideran únicas e irrepetibles: sujetos singularizados por la muerte y el dolor, cuya vindicación exige la propia excepción de la ley. La víctima como criatura excepcional es, precisamente, uno de los temas del magnífico libro
La ética ante las víctimas (2003), que coordinaron los filósofos españoles José María Mardones y Reyes Mate.
Pero así como en la ejecución de Bin Laden el presidente Barack Obama afirma la propia excepcionalidad hegemónica de Estados Unidos en el mundo, en la oposición a mostrar las fotos del cadáver del terrorista intenta recuperar la pertenencia a una civilización universal. Cuando Obama dice que el cadáver de Bin Laden no es un trofeo o que no quiere herir la sensibilidad de la comunidad musulmana parece querer compensar el excepcionalismo que ha mostrado en la ejecución del terrorista con un gesto honorable, de respeto al enemigo caído. No creo que esa ambivalencia logre contener las críticas y especulaciones que, desde el pasado domingo, rodearán la muerte de Bin Laden.