Durante una breve estancia en Nueva York, en 1936, antes de su partida a España, como soldado de la República, Pablo de la Torriente Brau advirtió la fascinación que despiertan, en grandes capitales culturales de Occidente, como Nueva York y París, las revoluciones. Observaba este socialista cubano, nacido en Puerto Rico, que, en 1936, Nueva York pasaba del entusiasmo por la Revolución Cubana del 33 al entusiasmo por la República española.
“Siempre han tenido aquí indiscutible prestigio… los problemas de la Revolución Cubana; el triunfo de nuestra música, había hecho que las maracas –castañuelas ñáñigas- conquistaran Nueva York. Porque aquí, la mejor manera de obtener publicidad, es realizar algo clamoroso, terrible, inaudito. ¿Qué cosa mejor que una revolución? Por eso, las luchas contra Machado, con sus alardes de heroísmo y sacrificio, con sus víctimas gloriosas, con sus escenas de terror y barbarie, abrieron un mercado para todas las manifestaciones exteriores, plásticas y sonoras del pueblo de Cuba. Y los cabarets se llenaron de rumba y son, y en todas las casas, sobre el radio, se cruzaron dos maracas, como mazas heráldicas de una nueva nobleza: la nobleza sin ceremonia de la rumba y el son. Desde entonces, el yubiar de municiones de las maracas ha sido para los americanos algo así como la imagen confusa y sonora de Cuba y sus problemas. Mas ahora vendrán las castañuelas”.
Tal vez, sólo las decadencias pueden llegar a ser tan favorables a la oferta y la demanda de una cultura como las revoluciones. El ocaso del imperio austrohúngaro entre fines del siglo XIX y principios del XX o la década de los 80, en la Unión Soviética, serían dos ejemplos notables, pero no los únicos. Hoy por hoy, lo que queda de aquella “fantasía roja”, estudiada por Iván de la Nuez, en el caso de Cuba, tiene que ver, sobre todo, con la decadencia del orden revolucionario.