Libros del crepúsculo
jueves, 23 de diciembre de 2010
El tributo de Wainwright
Esta es la canción que Rufus Wainwright compuso en homenaje a Jeff Buckley. No la canta completa en el show de Elvis Costello, que es de donde la tomo. Pero en algún momento de la misma se refiere al "Hallelujah" de Cohen cantado por Buckley. Escuchando estos temas no deja de pensarse en las nuevas religiosidades que ya procesa la cultura popular del siglo XXI. Hay una suerte de nuevo espiritismo, más secular aún que el de Kardec o Blavatsky, en esos ambientes del rock intelectual. Estos jóvenes viven intensamente, entre Los Angeles y Londres, entre New York y París, pero, como los de hace un siglo, también conversan con los muertos.
miércoles, 22 de diciembre de 2010
Aleluya por Buckley
A principios de los 90, cuando Leonard Cohen dio a conocer su “Hallelujah”, el joven Jeff Buckley, que entonces reunía los temas de su primer disco, Grace (1994), hizo este cover que ha tenido la fortuna de inspirar muchos otros más. En la última década lo han grabado, por sólo mencionar dos, Damien Rice y Rufus Wainwright, cuya versión fue incorporada a la banda sonora de Shrek.
En Grace el tema aparece acreditado a Cohen, pero en la versión de Buckley, las primeras estrofas son diferentes, por lo que, en propiedad, este “Hallelujah” debería ser atribuido a Cohen/ Buckley. Los primeros versos de Cohen, que se alteraron en el cover de Buckley dicen: “Baby, I’ve been here before./ I know this room, I’ve walked this floor./ I used to live alone before I knew you./ I’ve seen your flag on the marble arch,/ but love is not a victory march,/ its cold and its broken Hallelujah!" y aparecen cerca del minuto 3.
Cohen le dio un aire soul a la versión original, pero Buckley, que también se interesó en el soul, como puede sentirse en temas suyos como "Lover. You Should've Come Over", prefirió este tono folk, que lo volvió tan seductor, tan suyo. Casi todas las visitas al "Hallelujah" de Cohen que conocemos parten de esta interpretación de Buckley, quien tuvo la suerte -o la desgracia- de ser un genio, como compositor y como intérprete.
martes, 21 de diciembre de 2010
Buckley recita a Poe
El rockero Jeff Buckley (1966-1997), de vida breve y tempestuosa, grabó esta versión de "Ulalume", el poema de Edgar Allan Poe. En la personalidad de Buckley se unían las virtudes del genio y la melancolía del enfermo. Más que en sus propias piezas ("Mojo Pin", "Grace" o "Last Goodbye", por ejemplo), intensas aún cuando trataran de ser ligeras, esa mezcla se escucha, sobre todo, en sus covers: "Lilac Wine", los tributos a Bob Dylan y Nina Simone en "The Other Woman" y "Just Like a Woman", la versión de "Corpus Christi Carol" de Benjamin Britten y, por supuesto, el "Hallelujah" de Leonard Cohen, que se ha vuelto una suerte de canto de confirmación y peregrinaje para músicos de esta década, como Damien Rice y Rufus Wainwright.
Este último, por cierto, compuso a la memoria de Buckley una extraordinaria canción, titulada "Memphis Skyline". El tema alude a la extraña muerte de Buckley en el Wolf River, cerca de esa ciudad sureña, no muy lejos del santuario de Elvis Presley. La escena de la muerte de Buckley, el joven genio ahogado en el río, comparte la atmósfera gótica del poema de Poe: tumbas perdidas, almas errantes, el lago pantanoso de Áuber, el bosque embrujado de Weir. El gusto de Buckley por el poema de Poe podría denotar la búsqueda de un escenario para su propia muerte.
sábado, 18 de diciembre de 2010
El gran moderno
Crónicas de la impaciencia. El periodismo de Alejo Carpentier, la magnífica investigación que durante años ha realizado Wilfredo Cancio sobre la obra periodística del autor de El siglo de las luces, y que ahora publica la editorial Colibrí, en Madrid, viene a confirmar lo que ya sabíamos: que no hay otro escritor cubano, en los dos últimos siglos, mejor ubicado en el torbellino cultural de la modernidad que Alejo Carpentier. Sabíamos que Carpentier es el gran moderno de la literatura cubana, pero faltaba este libro de Cancio para comprobarlo.
No es raro que la confirmación provenga de un estudio que no se centra en las novelas de Carpentier sino en sus crónicas. La actividad periodística de Carpentier fue constante, entre 1922, cuando con sólo 18 años comienza a publicar en La Discusión, El País y otros diarios habaneros, y 1966, cuando el escritor, que escribía regularmente en el periódico El Mundo, fue nombrado Agregado Cultural de Cuba en París. En esas cuatro décadas de cronista, Carpentier se moverá entre publicaciones habaneras, como Carteles, Social y Diario de la Marina, parisinas como Bifur, Documents o Le Cahier , o caraqueñas como El Nacional, su suplemento Papel Literario, y Trópicos Shell.
El recorrido por las crónicas de Carpentier que propone Cancio describe un repertorio intelectual fundamentalmente vanguardista: Picasso y Cocteau, Satie y Stravinsky, Falla y Villa-Lobos, Man Ray y Eisenstein, Borges y Buñuel. Como en la mejor vanguardia, no había para Carpentier fronteras entre alta cultura y cultura popular: su mirada se movía entre el surrealismo o la música dodecafónica y los shows de Josephine Baker y Rita Montaner, la gran arquitectura parisina y los muelles habaneros, la publicidad newyorkina y las procesiones de la Virgen de la Caridad del Cobre. En aquel Carpentier cronista vemos la democracia cultural de la vanguardia en estado puro.
Con este estudio de Cancio vuelve a comprobarse lo mucho que la literatura de Carpentier debió, ya no al contacto con la vanguardia europea en el París de los 20 y 30, sino a la intelección de la cultura popular cubana y latinoamericana a través del prisma de aquellas vanguardias. En varias crónicas de esos años e, incluso, en una carta a Jorge Mañach de 1930, que reproduce Cancio, en la que Carpentier agradece a su amigo, el autor de Indagación del choteo, el envío del último ejemplar de Avance, se plasma esa idea de la vanguardia como instrumento hermenéutico para pensar la cultura popular:
“Algunas cosas de Cuba, de las que “tiramos a relajo”, porque pasamos cotidianamente sobre ellas calzando los coturnos de la costumbre, han cobrado un relieve formidable ante mis ojos, desde que estoy aquí (en París). El otro día, por ejemplo, he podido descubrir que el simbolismo sexual de la Charada China concuerda punto por punto con el simbolismo sexual-onírico de Freud ¿Freud habrá ido a buscar los fundamentos de su teoría a China? En las cosas más barrioteras de Cuba, hay elementos que se vinculan con los problemas capitales del pensamiento actual, utilizando los atajos más imprevistos”.
No es raro que la confirmación provenga de un estudio que no se centra en las novelas de Carpentier sino en sus crónicas. La actividad periodística de Carpentier fue constante, entre 1922, cuando con sólo 18 años comienza a publicar en La Discusión, El País y otros diarios habaneros, y 1966, cuando el escritor, que escribía regularmente en el periódico El Mundo, fue nombrado Agregado Cultural de Cuba en París. En esas cuatro décadas de cronista, Carpentier se moverá entre publicaciones habaneras, como Carteles, Social y Diario de la Marina, parisinas como Bifur, Documents o Le Cahier , o caraqueñas como El Nacional, su suplemento Papel Literario, y Trópicos Shell.
El recorrido por las crónicas de Carpentier que propone Cancio describe un repertorio intelectual fundamentalmente vanguardista: Picasso y Cocteau, Satie y Stravinsky, Falla y Villa-Lobos, Man Ray y Eisenstein, Borges y Buñuel. Como en la mejor vanguardia, no había para Carpentier fronteras entre alta cultura y cultura popular: su mirada se movía entre el surrealismo o la música dodecafónica y los shows de Josephine Baker y Rita Montaner, la gran arquitectura parisina y los muelles habaneros, la publicidad newyorkina y las procesiones de la Virgen de la Caridad del Cobre. En aquel Carpentier cronista vemos la democracia cultural de la vanguardia en estado puro.
Con este estudio de Cancio vuelve a comprobarse lo mucho que la literatura de Carpentier debió, ya no al contacto con la vanguardia europea en el París de los 20 y 30, sino a la intelección de la cultura popular cubana y latinoamericana a través del prisma de aquellas vanguardias. En varias crónicas de esos años e, incluso, en una carta a Jorge Mañach de 1930, que reproduce Cancio, en la que Carpentier agradece a su amigo, el autor de Indagación del choteo, el envío del último ejemplar de Avance, se plasma esa idea de la vanguardia como instrumento hermenéutico para pensar la cultura popular:
“Algunas cosas de Cuba, de las que “tiramos a relajo”, porque pasamos cotidianamente sobre ellas calzando los coturnos de la costumbre, han cobrado un relieve formidable ante mis ojos, desde que estoy aquí (en París). El otro día, por ejemplo, he podido descubrir que el simbolismo sexual de la Charada China concuerda punto por punto con el simbolismo sexual-onírico de Freud ¿Freud habrá ido a buscar los fundamentos de su teoría a China? En las cosas más barrioteras de Cuba, hay elementos que se vinculan con los problemas capitales del pensamiento actual, utilizando los atajos más imprevistos”.
viernes, 17 de diciembre de 2010
La novela del rebelde
Desde que Georg Lukács la pensara, durante el periodo estalinista, la novela histórica ha cambiado considerablemente. Para Lukács lo distintivo del género era la creación de una verosimilitud por medio de la ficción, que él veía personificada en autores decimonónicos como Scott, Cooper, Hugo o Dumas. Además de realistas, las novelas históricas debían ser eso, novelas, y alejarse lo suficiente del discurso historiográfico.
La transformación del género, sobre todo en las últimas décadas del siglo XX, tal y como se lee en obras de Michael Ondaatje, Simon Schama o Claudio Magris, por ejemplo, tiene que ver con la mayor permeabilidad con que hoy se entienden la historia y la ficción. En sus estudios sobre “tiempo y narración”, a mediados de los 80, Paul Ricoeur dio cuenta de ese cambio, por el cual se admite más plenamente el papel de la ficción en la historia profesional o académica y, a la vez, se reconoce la construcción de sentidos históricos por parte de la literatura.
A diferencia de la mayoría de las novelas históricas que conoce la literatura cubana, en las que la ficción traza límites muy precisos frente a la reconstrucción del pasado, la reciente Una biblia perdida (La Habana, Letras Cubanas, Premio Alejo Carpentier, 2010), de Ernesto Peña González (Santa Clara, 1976), no oculta la erudición histórica sino que la explota y hasta la exhibe, al punto de concebir un texto que por momentos borra las fronteras entre historiografía y narrativa.
Una biblia perdida cuenta la historia de la temprana conspiración abolicionista que entre 1811 y 1812 encabezó, en Cuba, el negro libre habanero, José Antonio Aponte y Ulabarra, maestro ebanista y ex miliciano del Batallón de Pardos borbónico. La historiografía peninsular y buena parte de la criolla, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, presentó a Aponte como un monstruo. Francisco Calcagno, por ejemplo, en su Diccionario biográfico cubano (1878), aseguraba que Aponte había sido “limosnero, sicario y raptor asalariado de desordenados potentados de la época”.
Sabemos muy poco sobre aquella conspiración, que se produjo en año tan decisivo para la historia hispanoamericana como 1812 -esa bruma historiográfica, que coloca a la conspiración entre el mito y la realidad, favorece la narrativa histórica. Cuando Aponte fraguaba su levantamiento de negros libres, inspirado en la Revolución Haitiana, en Cádiz los diputados novohispanos proponían la abolición de la trata esclavista y algunos se pronunciaban abiertamente contra la esclavitud, en sintonía con el cura Hidalgo, quien la suprimió en Guadalajara en 1811.
Fueron precisamente los diputados habaneros quienes con más fuerza se opusieron a los novohispanos, en aquel célebre debate constitucional. De hecho, la primera Constitución Cubana que conocemos, la de Joaquín Infante del mismo año (1812), inspirada en la federal venezolana del año anterior, estaba concebida para que la representación política, en el “Estado de la Isla de Cuba”, fuera capitalizada por “americanos buenos, blancos y capaces”. A diferencia del proyecto de Infante, la conspiración de Aponte era claramente abolicionista, sin embargo, no sabemos cómo se colocaba la misma frente al dilema de la soberanía napoleónica, fernandista o republicana, que entonces dividía a los hispanoamericanos.
La novela de Peña González logra reconstruir aquel movimiento y la represión que contra el mismo desató el entonces Capitán General de la Isla, Marqués de Someruelos –personaje retratado sin maniqueísmo, a través de la memoria del Licenciado José María Nerey, suerte de testigo-narrador. Buena parte del atractivo y la amenidad de la narración proviene del leit motiv elegido: un libro perdido de pinturas, elaborado por Aponte entre 1806 y 1812, que, según la leyenda, narraba la historia gloriosa de la raza negra, desde el Imperio Etíope hasta la Revolución Haitiana.
La transformación del género, sobre todo en las últimas décadas del siglo XX, tal y como se lee en obras de Michael Ondaatje, Simon Schama o Claudio Magris, por ejemplo, tiene que ver con la mayor permeabilidad con que hoy se entienden la historia y la ficción. En sus estudios sobre “tiempo y narración”, a mediados de los 80, Paul Ricoeur dio cuenta de ese cambio, por el cual se admite más plenamente el papel de la ficción en la historia profesional o académica y, a la vez, se reconoce la construcción de sentidos históricos por parte de la literatura.
A diferencia de la mayoría de las novelas históricas que conoce la literatura cubana, en las que la ficción traza límites muy precisos frente a la reconstrucción del pasado, la reciente Una biblia perdida (La Habana, Letras Cubanas, Premio Alejo Carpentier, 2010), de Ernesto Peña González (Santa Clara, 1976), no oculta la erudición histórica sino que la explota y hasta la exhibe, al punto de concebir un texto que por momentos borra las fronteras entre historiografía y narrativa.
Una biblia perdida cuenta la historia de la temprana conspiración abolicionista que entre 1811 y 1812 encabezó, en Cuba, el negro libre habanero, José Antonio Aponte y Ulabarra, maestro ebanista y ex miliciano del Batallón de Pardos borbónico. La historiografía peninsular y buena parte de la criolla, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, presentó a Aponte como un monstruo. Francisco Calcagno, por ejemplo, en su Diccionario biográfico cubano (1878), aseguraba que Aponte había sido “limosnero, sicario y raptor asalariado de desordenados potentados de la época”.
Sabemos muy poco sobre aquella conspiración, que se produjo en año tan decisivo para la historia hispanoamericana como 1812 -esa bruma historiográfica, que coloca a la conspiración entre el mito y la realidad, favorece la narrativa histórica. Cuando Aponte fraguaba su levantamiento de negros libres, inspirado en la Revolución Haitiana, en Cádiz los diputados novohispanos proponían la abolición de la trata esclavista y algunos se pronunciaban abiertamente contra la esclavitud, en sintonía con el cura Hidalgo, quien la suprimió en Guadalajara en 1811.
Fueron precisamente los diputados habaneros quienes con más fuerza se opusieron a los novohispanos, en aquel célebre debate constitucional. De hecho, la primera Constitución Cubana que conocemos, la de Joaquín Infante del mismo año (1812), inspirada en la federal venezolana del año anterior, estaba concebida para que la representación política, en el “Estado de la Isla de Cuba”, fuera capitalizada por “americanos buenos, blancos y capaces”. A diferencia del proyecto de Infante, la conspiración de Aponte era claramente abolicionista, sin embargo, no sabemos cómo se colocaba la misma frente al dilema de la soberanía napoleónica, fernandista o republicana, que entonces dividía a los hispanoamericanos.
La novela de Peña González logra reconstruir aquel movimiento y la represión que contra el mismo desató el entonces Capitán General de la Isla, Marqués de Someruelos –personaje retratado sin maniqueísmo, a través de la memoria del Licenciado José María Nerey, suerte de testigo-narrador. Buena parte del atractivo y la amenidad de la narración proviene del leit motiv elegido: un libro perdido de pinturas, elaborado por Aponte entre 1806 y 1812, que, según la leyenda, narraba la historia gloriosa de la raza negra, desde el Imperio Etíope hasta la Revolución Haitiana.
domingo, 12 de diciembre de 2010
El libro mutante
Durante toda la segunda mitad del 2010 hemos leído notas que advierten sobre las dificultades que enfrentan los libros electrónicos para crear mercado en España y algunos países latinoamericanos, como México y Argentina. Los iPads y los Kindles se extienden con menos velocidad que en otras partes de Europa y Estados Unidos, a pesar de los esfuerzos de distribuidores como Libranda y del avance de la digitalización de clásicos de la lengua.
Muchos piensan que es cuestión de tiempo, de poco tiempo. Habría que recordar, en todo caso, que la articulación de un gran mercado literario impreso iberoamericano es fenómeno relativamente reciente –de los 80 para acá, a lo sumo- y que es natural que en el espacio de la lengua castellana haya mayores resistencias editoriales al libro electrónico. Me temo que quienes piensan que es cuestión de pocos años, no de una década siquiera, la extensión del uso de libros electrónicos en España y América Latina, tienen razón.
Algo de ese futuro próximo se lee ya en los propios libros impresos, sobre todo, en aquellos que intentan lidiar con fenómenos de la opinión pública del siglo XXI. Quien vaya a las páginas de “Referencias” del reciente libro Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías (Colibrí, 2010), de Antonio José Ponte, comentado en este blog hace un par de días, observará que casi todas las fuentes utilizadas por este escritor, para su crítica de la esfera pública insular, son electrónicas.
Si acaso, alguna referencia a John Lennon en La Habana With a Little Help From my Friends (Unión, 2005) de Ernesto Juan Castellanos o a La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión (Centro Teórico-Cultural Criterios, 2008), editado por Desiderio Navarro. Todo lo demás proviene de la red. Con lo cual Villa Marista en plata se presenta como una especie de ensayo mutante, entre la Era Gutenberg y la Era Digital.
Muchos piensan que es cuestión de tiempo, de poco tiempo. Habría que recordar, en todo caso, que la articulación de un gran mercado literario impreso iberoamericano es fenómeno relativamente reciente –de los 80 para acá, a lo sumo- y que es natural que en el espacio de la lengua castellana haya mayores resistencias editoriales al libro electrónico. Me temo que quienes piensan que es cuestión de pocos años, no de una década siquiera, la extensión del uso de libros electrónicos en España y América Latina, tienen razón.
Algo de ese futuro próximo se lee ya en los propios libros impresos, sobre todo, en aquellos que intentan lidiar con fenómenos de la opinión pública del siglo XXI. Quien vaya a las páginas de “Referencias” del reciente libro Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías (Colibrí, 2010), de Antonio José Ponte, comentado en este blog hace un par de días, observará que casi todas las fuentes utilizadas por este escritor, para su crítica de la esfera pública insular, son electrónicas.
Si acaso, alguna referencia a John Lennon en La Habana With a Little Help From my Friends (Unión, 2005) de Ernesto Juan Castellanos o a La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión (Centro Teórico-Cultural Criterios, 2008), editado por Desiderio Navarro. Todo lo demás proviene de la red. Con lo cual Villa Marista en plata se presenta como una especie de ensayo mutante, entre la Era Gutenberg y la Era Digital.
sábado, 11 de diciembre de 2010
Psique y Marte
Desde Lacan, el lenguaje del psicoanálisis ha desarrollado una jerga comunitaria, cada vez menos accesible al público lego. Una diferencia notable entre los escritos de Freud y Lacan tiene que ver con la transparencia de la prosa del primero, más apegada a la descripción de casos clínicos, una modalidad de la escritura con inherentes virtudes narrativas y ensayísticas. La tradición del ensayo neurológico, que podríamos asociar con el ruso Alexander Luria –autor del clásico La mente de un mnemonista- y su discípulo inglés, Oliver Sacks –cuyos libros La isla de los ciegos (1999), El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (2005) o Musicofilia (2007), fueron editados por Anagrama- ha dejado atrás al psicoanálisis como género literario.
Un psicoanalista norteamericano, James Hillman (Atlantic City, 1926), ha escrito, sin embargo, uno de los mejores ensayos que conocemos sobre el fenómeno político y cultural de la guerra. Se titula A Terrible Love of War (2004) y aparece, ahora en castellano, en la ineludible editorial mexicana Sexto Piso, con el título de Un terrible amor por la guerra (2010). Hillman repasa, con soltura envidiable, la gran galería de pensadores y escritores de la guerra: Tucídides, Sun Tzu, Maquiavelo, Hobbes, Kant, Clausewitz, Twain, Tolstoi, Mao… Pero lo hace más como historiador de la filosofía y la literatura que como hermeneuta psicoanalítico de textos clásicos. Su narrativa histórica nos lleva de la mano por un vasto archivo del saber, que vemos desfilar sin angustia, a pesar de lo monstruoso de la guerra.
Luego de su amigable recorrido, Hillman llega a cuatro conclusiones, válidas para el pasado y para el presente de la humanidad –su libro apareció en 2004, en plena guerra de Irak. 1) La guerra es normal. 2) La guerra es inhumana. 3) La guerra es sublime. 4) La religión es la guerra. Silogísticamente, la cuarta conclusión lo lleva a derivar el argumento de que, como la guerra, la religión es normal, inhumana y, a la vez, sublime. Pero contrario a lo que podría imaginarse, no hay en este libro enfoque fatalista alguno: la religión y la guerra son prácticas humanas inveteradas y recurrentes, pero no por ello deben dejar de ser pensadas, criticadas e, incluso, humanizadas. No es Hillman de los que creen en la kantiana quimera de la “paz perpetua”, pero tampoco de los que desiste en el propósito de civilizar, pacificar e, incluso, evitar las guerras.
El secreto de la buena prosa de Hillman tiene que ver con su fidelidad al método narrativo de Freud y Jung y con su rechazo a la deriva postestructuralista francesa o, más específicamente, lacaniana. La buena prosa es también un interés propio de la obra psicoanalítica de Hillman, ya que la misma aparece asociada a la codificación romántica de ciertas almas, como se observa en Anima. An Anatomy of a Personified Notion (1985) y The Soul’s Code (1997), libros en los que ha recuperado la teoría del genio romántico, de vida trunca, refiriéndolo no sólo a poetas canónicos del siglo XIX, como Byron y Keats, sino a rockeros de fines del siglo XX como Kurt Cobain y Jeff Buckley.
Un psicoanalista norteamericano, James Hillman (Atlantic City, 1926), ha escrito, sin embargo, uno de los mejores ensayos que conocemos sobre el fenómeno político y cultural de la guerra. Se titula A Terrible Love of War (2004) y aparece, ahora en castellano, en la ineludible editorial mexicana Sexto Piso, con el título de Un terrible amor por la guerra (2010). Hillman repasa, con soltura envidiable, la gran galería de pensadores y escritores de la guerra: Tucídides, Sun Tzu, Maquiavelo, Hobbes, Kant, Clausewitz, Twain, Tolstoi, Mao… Pero lo hace más como historiador de la filosofía y la literatura que como hermeneuta psicoanalítico de textos clásicos. Su narrativa histórica nos lleva de la mano por un vasto archivo del saber, que vemos desfilar sin angustia, a pesar de lo monstruoso de la guerra.
Luego de su amigable recorrido, Hillman llega a cuatro conclusiones, válidas para el pasado y para el presente de la humanidad –su libro apareció en 2004, en plena guerra de Irak. 1) La guerra es normal. 2) La guerra es inhumana. 3) La guerra es sublime. 4) La religión es la guerra. Silogísticamente, la cuarta conclusión lo lleva a derivar el argumento de que, como la guerra, la religión es normal, inhumana y, a la vez, sublime. Pero contrario a lo que podría imaginarse, no hay en este libro enfoque fatalista alguno: la religión y la guerra son prácticas humanas inveteradas y recurrentes, pero no por ello deben dejar de ser pensadas, criticadas e, incluso, humanizadas. No es Hillman de los que creen en la kantiana quimera de la “paz perpetua”, pero tampoco de los que desiste en el propósito de civilizar, pacificar e, incluso, evitar las guerras.
El secreto de la buena prosa de Hillman tiene que ver con su fidelidad al método narrativo de Freud y Jung y con su rechazo a la deriva postestructuralista francesa o, más específicamente, lacaniana. La buena prosa es también un interés propio de la obra psicoanalítica de Hillman, ya que la misma aparece asociada a la codificación romántica de ciertas almas, como se observa en Anima. An Anatomy of a Personified Notion (1985) y The Soul’s Code (1997), libros en los que ha recuperado la teoría del genio romántico, de vida trunca, refiriéndolo no sólo a poetas canónicos del siglo XIX, como Byron y Keats, sino a rockeros de fines del siglo XX como Kurt Cobain y Jeff Buckley.
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