Crónicas de la impaciencia. El periodismo de Alejo Carpentier, la magnífica investigación que durante años ha realizado Wilfredo Cancio sobre la obra periodística del autor de El siglo de las luces, y que ahora publica la editorial Colibrí, en Madrid, viene a confirmar lo que ya sabíamos: que no hay otro escritor cubano, en los dos últimos siglos, mejor ubicado en el torbellino cultural de la modernidad que Alejo Carpentier. Sabíamos que Carpentier es el gran moderno de la literatura cubana, pero faltaba este libro de Cancio para comprobarlo.
No es raro que la confirmación provenga de un estudio que no se centra en las novelas de Carpentier sino en sus crónicas. La actividad periodística de Carpentier fue constante, entre 1922, cuando con sólo 18 años comienza a publicar en La Discusión, El País y otros diarios habaneros, y 1966, cuando el escritor, que escribía regularmente en el periódico El Mundo, fue nombrado Agregado Cultural de Cuba en París. En esas cuatro décadas de cronista, Carpentier se moverá entre publicaciones habaneras, como Carteles, Social y Diario de la Marina, parisinas como Bifur, Documents o Le Cahier , o caraqueñas como El Nacional, su suplemento Papel Literario, y Trópicos Shell.
El recorrido por las crónicas de Carpentier que propone Cancio describe un repertorio intelectual fundamentalmente vanguardista: Picasso y Cocteau, Satie y Stravinsky, Falla y Villa-Lobos, Man Ray y Eisenstein, Borges y Buñuel. Como en la mejor vanguardia, no había para Carpentier fronteras entre alta cultura y cultura popular: su mirada se movía entre el surrealismo o la música dodecafónica y los shows de Josephine Baker y Rita Montaner, la gran arquitectura parisina y los muelles habaneros, la publicidad newyorkina y las procesiones de la Virgen de la Caridad del Cobre. En aquel Carpentier cronista vemos la democracia cultural de la vanguardia en estado puro.
Con este estudio de Cancio vuelve a comprobarse lo mucho que la literatura de Carpentier debió, ya no al contacto con la vanguardia europea en el París de los 20 y 30, sino a la intelección de la cultura popular cubana y latinoamericana a través del prisma de aquellas vanguardias. En varias crónicas de esos años e, incluso, en una carta a Jorge Mañach de 1930, que reproduce Cancio, en la que Carpentier agradece a su amigo, el autor de Indagación del choteo, el envío del último ejemplar de Avance, se plasma esa idea de la vanguardia como instrumento hermenéutico para pensar la cultura popular:
“Algunas cosas de Cuba, de las que “tiramos a relajo”, porque pasamos cotidianamente sobre ellas calzando los coturnos de la costumbre, han cobrado un relieve formidable ante mis ojos, desde que estoy aquí (en París). El otro día, por ejemplo, he podido descubrir que el simbolismo sexual de la Charada China concuerda punto por punto con el simbolismo sexual-onírico de Freud ¿Freud habrá ido a buscar los fundamentos de su teoría a China? En las cosas más barrioteras de Cuba, hay elementos que se vinculan con los problemas capitales del pensamiento actual, utilizando los atajos más imprevistos”.
Libros del crepúsculo
sábado, 18 de diciembre de 2010
viernes, 17 de diciembre de 2010
La novela del rebelde
Desde que Georg Lukács la pensara, durante el periodo estalinista, la novela histórica ha cambiado considerablemente. Para Lukács lo distintivo del género era la creación de una verosimilitud por medio de la ficción, que él veía personificada en autores decimonónicos como Scott, Cooper, Hugo o Dumas. Además de realistas, las novelas históricas debían ser eso, novelas, y alejarse lo suficiente del discurso historiográfico.
La transformación del género, sobre todo en las últimas décadas del siglo XX, tal y como se lee en obras de Michael Ondaatje, Simon Schama o Claudio Magris, por ejemplo, tiene que ver con la mayor permeabilidad con que hoy se entienden la historia y la ficción. En sus estudios sobre “tiempo y narración”, a mediados de los 80, Paul Ricoeur dio cuenta de ese cambio, por el cual se admite más plenamente el papel de la ficción en la historia profesional o académica y, a la vez, se reconoce la construcción de sentidos históricos por parte de la literatura.
A diferencia de la mayoría de las novelas históricas que conoce la literatura cubana, en las que la ficción traza límites muy precisos frente a la reconstrucción del pasado, la reciente Una biblia perdida (La Habana, Letras Cubanas, Premio Alejo Carpentier, 2010), de Ernesto Peña González (Santa Clara, 1976), no oculta la erudición histórica sino que la explota y hasta la exhibe, al punto de concebir un texto que por momentos borra las fronteras entre historiografía y narrativa.
Una biblia perdida cuenta la historia de la temprana conspiración abolicionista que entre 1811 y 1812 encabezó, en Cuba, el negro libre habanero, José Antonio Aponte y Ulabarra, maestro ebanista y ex miliciano del Batallón de Pardos borbónico. La historiografía peninsular y buena parte de la criolla, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, presentó a Aponte como un monstruo. Francisco Calcagno, por ejemplo, en su Diccionario biográfico cubano (1878), aseguraba que Aponte había sido “limosnero, sicario y raptor asalariado de desordenados potentados de la época”.
Sabemos muy poco sobre aquella conspiración, que se produjo en año tan decisivo para la historia hispanoamericana como 1812 -esa bruma historiográfica, que coloca a la conspiración entre el mito y la realidad, favorece la narrativa histórica. Cuando Aponte fraguaba su levantamiento de negros libres, inspirado en la Revolución Haitiana, en Cádiz los diputados novohispanos proponían la abolición de la trata esclavista y algunos se pronunciaban abiertamente contra la esclavitud, en sintonía con el cura Hidalgo, quien la suprimió en Guadalajara en 1811.
Fueron precisamente los diputados habaneros quienes con más fuerza se opusieron a los novohispanos, en aquel célebre debate constitucional. De hecho, la primera Constitución Cubana que conocemos, la de Joaquín Infante del mismo año (1812), inspirada en la federal venezolana del año anterior, estaba concebida para que la representación política, en el “Estado de la Isla de Cuba”, fuera capitalizada por “americanos buenos, blancos y capaces”. A diferencia del proyecto de Infante, la conspiración de Aponte era claramente abolicionista, sin embargo, no sabemos cómo se colocaba la misma frente al dilema de la soberanía napoleónica, fernandista o republicana, que entonces dividía a los hispanoamericanos.
La novela de Peña González logra reconstruir aquel movimiento y la represión que contra el mismo desató el entonces Capitán General de la Isla, Marqués de Someruelos –personaje retratado sin maniqueísmo, a través de la memoria del Licenciado José María Nerey, suerte de testigo-narrador. Buena parte del atractivo y la amenidad de la narración proviene del leit motiv elegido: un libro perdido de pinturas, elaborado por Aponte entre 1806 y 1812, que, según la leyenda, narraba la historia gloriosa de la raza negra, desde el Imperio Etíope hasta la Revolución Haitiana.
La transformación del género, sobre todo en las últimas décadas del siglo XX, tal y como se lee en obras de Michael Ondaatje, Simon Schama o Claudio Magris, por ejemplo, tiene que ver con la mayor permeabilidad con que hoy se entienden la historia y la ficción. En sus estudios sobre “tiempo y narración”, a mediados de los 80, Paul Ricoeur dio cuenta de ese cambio, por el cual se admite más plenamente el papel de la ficción en la historia profesional o académica y, a la vez, se reconoce la construcción de sentidos históricos por parte de la literatura.
A diferencia de la mayoría de las novelas históricas que conoce la literatura cubana, en las que la ficción traza límites muy precisos frente a la reconstrucción del pasado, la reciente Una biblia perdida (La Habana, Letras Cubanas, Premio Alejo Carpentier, 2010), de Ernesto Peña González (Santa Clara, 1976), no oculta la erudición histórica sino que la explota y hasta la exhibe, al punto de concebir un texto que por momentos borra las fronteras entre historiografía y narrativa.
Una biblia perdida cuenta la historia de la temprana conspiración abolicionista que entre 1811 y 1812 encabezó, en Cuba, el negro libre habanero, José Antonio Aponte y Ulabarra, maestro ebanista y ex miliciano del Batallón de Pardos borbónico. La historiografía peninsular y buena parte de la criolla, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, presentó a Aponte como un monstruo. Francisco Calcagno, por ejemplo, en su Diccionario biográfico cubano (1878), aseguraba que Aponte había sido “limosnero, sicario y raptor asalariado de desordenados potentados de la época”.
Sabemos muy poco sobre aquella conspiración, que se produjo en año tan decisivo para la historia hispanoamericana como 1812 -esa bruma historiográfica, que coloca a la conspiración entre el mito y la realidad, favorece la narrativa histórica. Cuando Aponte fraguaba su levantamiento de negros libres, inspirado en la Revolución Haitiana, en Cádiz los diputados novohispanos proponían la abolición de la trata esclavista y algunos se pronunciaban abiertamente contra la esclavitud, en sintonía con el cura Hidalgo, quien la suprimió en Guadalajara en 1811.
Fueron precisamente los diputados habaneros quienes con más fuerza se opusieron a los novohispanos, en aquel célebre debate constitucional. De hecho, la primera Constitución Cubana que conocemos, la de Joaquín Infante del mismo año (1812), inspirada en la federal venezolana del año anterior, estaba concebida para que la representación política, en el “Estado de la Isla de Cuba”, fuera capitalizada por “americanos buenos, blancos y capaces”. A diferencia del proyecto de Infante, la conspiración de Aponte era claramente abolicionista, sin embargo, no sabemos cómo se colocaba la misma frente al dilema de la soberanía napoleónica, fernandista o republicana, que entonces dividía a los hispanoamericanos.
La novela de Peña González logra reconstruir aquel movimiento y la represión que contra el mismo desató el entonces Capitán General de la Isla, Marqués de Someruelos –personaje retratado sin maniqueísmo, a través de la memoria del Licenciado José María Nerey, suerte de testigo-narrador. Buena parte del atractivo y la amenidad de la narración proviene del leit motiv elegido: un libro perdido de pinturas, elaborado por Aponte entre 1806 y 1812, que, según la leyenda, narraba la historia gloriosa de la raza negra, desde el Imperio Etíope hasta la Revolución Haitiana.
domingo, 12 de diciembre de 2010
El libro mutante
Durante toda la segunda mitad del 2010 hemos leído notas que advierten sobre las dificultades que enfrentan los libros electrónicos para crear mercado en España y algunos países latinoamericanos, como México y Argentina. Los iPads y los Kindles se extienden con menos velocidad que en otras partes de Europa y Estados Unidos, a pesar de los esfuerzos de distribuidores como Libranda y del avance de la digitalización de clásicos de la lengua.
Muchos piensan que es cuestión de tiempo, de poco tiempo. Habría que recordar, en todo caso, que la articulación de un gran mercado literario impreso iberoamericano es fenómeno relativamente reciente –de los 80 para acá, a lo sumo- y que es natural que en el espacio de la lengua castellana haya mayores resistencias editoriales al libro electrónico. Me temo que quienes piensan que es cuestión de pocos años, no de una década siquiera, la extensión del uso de libros electrónicos en España y América Latina, tienen razón.
Algo de ese futuro próximo se lee ya en los propios libros impresos, sobre todo, en aquellos que intentan lidiar con fenómenos de la opinión pública del siglo XXI. Quien vaya a las páginas de “Referencias” del reciente libro Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías (Colibrí, 2010), de Antonio José Ponte, comentado en este blog hace un par de días, observará que casi todas las fuentes utilizadas por este escritor, para su crítica de la esfera pública insular, son electrónicas.
Si acaso, alguna referencia a John Lennon en La Habana With a Little Help From my Friends (Unión, 2005) de Ernesto Juan Castellanos o a La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión (Centro Teórico-Cultural Criterios, 2008), editado por Desiderio Navarro. Todo lo demás proviene de la red. Con lo cual Villa Marista en plata se presenta como una especie de ensayo mutante, entre la Era Gutenberg y la Era Digital.
Muchos piensan que es cuestión de tiempo, de poco tiempo. Habría que recordar, en todo caso, que la articulación de un gran mercado literario impreso iberoamericano es fenómeno relativamente reciente –de los 80 para acá, a lo sumo- y que es natural que en el espacio de la lengua castellana haya mayores resistencias editoriales al libro electrónico. Me temo que quienes piensan que es cuestión de pocos años, no de una década siquiera, la extensión del uso de libros electrónicos en España y América Latina, tienen razón.
Algo de ese futuro próximo se lee ya en los propios libros impresos, sobre todo, en aquellos que intentan lidiar con fenómenos de la opinión pública del siglo XXI. Quien vaya a las páginas de “Referencias” del reciente libro Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías (Colibrí, 2010), de Antonio José Ponte, comentado en este blog hace un par de días, observará que casi todas las fuentes utilizadas por este escritor, para su crítica de la esfera pública insular, son electrónicas.
Si acaso, alguna referencia a John Lennon en La Habana With a Little Help From my Friends (Unión, 2005) de Ernesto Juan Castellanos o a La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión (Centro Teórico-Cultural Criterios, 2008), editado por Desiderio Navarro. Todo lo demás proviene de la red. Con lo cual Villa Marista en plata se presenta como una especie de ensayo mutante, entre la Era Gutenberg y la Era Digital.
sábado, 11 de diciembre de 2010
Psique y Marte
Desde Lacan, el lenguaje del psicoanálisis ha desarrollado una jerga comunitaria, cada vez menos accesible al público lego. Una diferencia notable entre los escritos de Freud y Lacan tiene que ver con la transparencia de la prosa del primero, más apegada a la descripción de casos clínicos, una modalidad de la escritura con inherentes virtudes narrativas y ensayísticas. La tradición del ensayo neurológico, que podríamos asociar con el ruso Alexander Luria –autor del clásico La mente de un mnemonista- y su discípulo inglés, Oliver Sacks –cuyos libros La isla de los ciegos (1999), El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (2005) o Musicofilia (2007), fueron editados por Anagrama- ha dejado atrás al psicoanálisis como género literario.
Un psicoanalista norteamericano, James Hillman (Atlantic City, 1926), ha escrito, sin embargo, uno de los mejores ensayos que conocemos sobre el fenómeno político y cultural de la guerra. Se titula A Terrible Love of War (2004) y aparece, ahora en castellano, en la ineludible editorial mexicana Sexto Piso, con el título de Un terrible amor por la guerra (2010). Hillman repasa, con soltura envidiable, la gran galería de pensadores y escritores de la guerra: Tucídides, Sun Tzu, Maquiavelo, Hobbes, Kant, Clausewitz, Twain, Tolstoi, Mao… Pero lo hace más como historiador de la filosofía y la literatura que como hermeneuta psicoanalítico de textos clásicos. Su narrativa histórica nos lleva de la mano por un vasto archivo del saber, que vemos desfilar sin angustia, a pesar de lo monstruoso de la guerra.
Luego de su amigable recorrido, Hillman llega a cuatro conclusiones, válidas para el pasado y para el presente de la humanidad –su libro apareció en 2004, en plena guerra de Irak. 1) La guerra es normal. 2) La guerra es inhumana. 3) La guerra es sublime. 4) La religión es la guerra. Silogísticamente, la cuarta conclusión lo lleva a derivar el argumento de que, como la guerra, la religión es normal, inhumana y, a la vez, sublime. Pero contrario a lo que podría imaginarse, no hay en este libro enfoque fatalista alguno: la religión y la guerra son prácticas humanas inveteradas y recurrentes, pero no por ello deben dejar de ser pensadas, criticadas e, incluso, humanizadas. No es Hillman de los que creen en la kantiana quimera de la “paz perpetua”, pero tampoco de los que desiste en el propósito de civilizar, pacificar e, incluso, evitar las guerras.
El secreto de la buena prosa de Hillman tiene que ver con su fidelidad al método narrativo de Freud y Jung y con su rechazo a la deriva postestructuralista francesa o, más específicamente, lacaniana. La buena prosa es también un interés propio de la obra psicoanalítica de Hillman, ya que la misma aparece asociada a la codificación romántica de ciertas almas, como se observa en Anima. An Anatomy of a Personified Notion (1985) y The Soul’s Code (1997), libros en los que ha recuperado la teoría del genio romántico, de vida trunca, refiriéndolo no sólo a poetas canónicos del siglo XIX, como Byron y Keats, sino a rockeros de fines del siglo XX como Kurt Cobain y Jeff Buckley.
Un psicoanalista norteamericano, James Hillman (Atlantic City, 1926), ha escrito, sin embargo, uno de los mejores ensayos que conocemos sobre el fenómeno político y cultural de la guerra. Se titula A Terrible Love of War (2004) y aparece, ahora en castellano, en la ineludible editorial mexicana Sexto Piso, con el título de Un terrible amor por la guerra (2010). Hillman repasa, con soltura envidiable, la gran galería de pensadores y escritores de la guerra: Tucídides, Sun Tzu, Maquiavelo, Hobbes, Kant, Clausewitz, Twain, Tolstoi, Mao… Pero lo hace más como historiador de la filosofía y la literatura que como hermeneuta psicoanalítico de textos clásicos. Su narrativa histórica nos lleva de la mano por un vasto archivo del saber, que vemos desfilar sin angustia, a pesar de lo monstruoso de la guerra.
Luego de su amigable recorrido, Hillman llega a cuatro conclusiones, válidas para el pasado y para el presente de la humanidad –su libro apareció en 2004, en plena guerra de Irak. 1) La guerra es normal. 2) La guerra es inhumana. 3) La guerra es sublime. 4) La religión es la guerra. Silogísticamente, la cuarta conclusión lo lleva a derivar el argumento de que, como la guerra, la religión es normal, inhumana y, a la vez, sublime. Pero contrario a lo que podría imaginarse, no hay en este libro enfoque fatalista alguno: la religión y la guerra son prácticas humanas inveteradas y recurrentes, pero no por ello deben dejar de ser pensadas, criticadas e, incluso, humanizadas. No es Hillman de los que creen en la kantiana quimera de la “paz perpetua”, pero tampoco de los que desiste en el propósito de civilizar, pacificar e, incluso, evitar las guerras.
El secreto de la buena prosa de Hillman tiene que ver con su fidelidad al método narrativo de Freud y Jung y con su rechazo a la deriva postestructuralista francesa o, más específicamente, lacaniana. La buena prosa es también un interés propio de la obra psicoanalítica de Hillman, ya que la misma aparece asociada a la codificación romántica de ciertas almas, como se observa en Anima. An Anatomy of a Personified Notion (1985) y The Soul’s Code (1997), libros en los que ha recuperado la teoría del genio romántico, de vida trunca, refiriéndolo no sólo a poetas canónicos del siglo XIX, como Byron y Keats, sino a rockeros de fines del siglo XX como Kurt Cobain y Jeff Buckley.
viernes, 10 de diciembre de 2010
El poder en plata
A partir de obras como el cortometraje Monte Rouge, del cineasta Eduardo del Llano, y piezas como Las Joyas de la Corona del artista Carlos Garaicoa y el archivo electrónico reunido en Obra Catálogo # 1, de Yeny Casanueva y Alejandro González, el escritor cubano exiliado en Madrid, Antonio José Ponte, ha escrito un ensayo que hay que leer y que abre, promisoriamente, su volumen Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías (2010), editado por Víctor Batista en Colibrí.
“Esto no es una crítica de arte”, podría afirmar, magritteanamente, el invisible frontispicio de este libro. Claro que hay crítica de arte aquí: Ponte lee las obras, sus tramas y personajes, sus texturas y sentidos. Pero al escritor le interesa saber qué sucede a los artistas antes y después de una obra que interpela directamente al poder bajo un régimen político como el cubano. Los eventos críticos en la cultura cubana casi siempre surgen de manera espontánea, pero terminan simbólicamente mediados por el poder. De ahí que sea éste quien pone el punto final.
El poder, ese dispositivo funcional y omnipresente, raras veces es aludido de manera directa en la cultura cubana. Cuando esto último sucede, piensa Ponte, la obra no termina con el “fin” del filme, el borde del cuadro o la página electrónica en blanco. Cuando el poder, bajo un orden totalitario como el que subsiste en la isla, es interpelado, la obra pasa de la ficción a la realidad y se convierte en espacio de intervención para críticos y espectadores, funcionarios y policías.
En el estudio de esas mediaciones simbólicas y policiacas, Ponte encontró que los mecanismos represivos del poder cubano en la cultura funcionan de la misma manera en el tratamiento de obras de arte crítico, en el control del debate electrónico –como se vio durante la llamada “guerrita de los e-mails” en 2007, a raíz de los intentos de reivindicación de represores de la cultura en los 70- o en la estigmatización de voces críticas de la esfera pública insular como los blogueros Yoani Sánchez, Claudia Cadelo y Luis Felipe Rojas Rosabal.
Villa Marista en plata deja de ser entonces un estudio específico sobre los avatares políticos de tres obras de arte y se convierte en una historia intelectual del presente cubano. Pero una historia intelectual que, a diferencia de tantas otras, no oculta al sujeto hegemónico de esa cultura -el Estado- sino que lo retrata en sus usos y costumbres más represivos. La presencia del Estado en la cultura cubana es muy visible, en tanto megaempresa cultural y mediática, de la que depende la mayoría de los escritores y artistas. Pero esa misma dependencia conjura las representaciones críticas del poder en la cultura insular.
Ponte hace lo contrario: devuelve el poder a su centro mediático y represivo. Un centro que, al salir de su invisibilidad, pasa a formar parte misma del evento artístico o electrónico. Aquí el poder no es sólo un sujeto aludido en una obra de Carlos Garaicoa o en un post de Yoani Sánchez. Aquí el poder es un lector-censor, un espectador-inquisidor, que tiene la potestad de tolerar al artista y al bloguero, para luego castigarlo por medio de la vigilancia o el vituperio.
“Esto no es una crítica de arte”, podría afirmar, magritteanamente, el invisible frontispicio de este libro. Claro que hay crítica de arte aquí: Ponte lee las obras, sus tramas y personajes, sus texturas y sentidos. Pero al escritor le interesa saber qué sucede a los artistas antes y después de una obra que interpela directamente al poder bajo un régimen político como el cubano. Los eventos críticos en la cultura cubana casi siempre surgen de manera espontánea, pero terminan simbólicamente mediados por el poder. De ahí que sea éste quien pone el punto final.
El poder, ese dispositivo funcional y omnipresente, raras veces es aludido de manera directa en la cultura cubana. Cuando esto último sucede, piensa Ponte, la obra no termina con el “fin” del filme, el borde del cuadro o la página electrónica en blanco. Cuando el poder, bajo un orden totalitario como el que subsiste en la isla, es interpelado, la obra pasa de la ficción a la realidad y se convierte en espacio de intervención para críticos y espectadores, funcionarios y policías.
En el estudio de esas mediaciones simbólicas y policiacas, Ponte encontró que los mecanismos represivos del poder cubano en la cultura funcionan de la misma manera en el tratamiento de obras de arte crítico, en el control del debate electrónico –como se vio durante la llamada “guerrita de los e-mails” en 2007, a raíz de los intentos de reivindicación de represores de la cultura en los 70- o en la estigmatización de voces críticas de la esfera pública insular como los blogueros Yoani Sánchez, Claudia Cadelo y Luis Felipe Rojas Rosabal.
Villa Marista en plata deja de ser entonces un estudio específico sobre los avatares políticos de tres obras de arte y se convierte en una historia intelectual del presente cubano. Pero una historia intelectual que, a diferencia de tantas otras, no oculta al sujeto hegemónico de esa cultura -el Estado- sino que lo retrata en sus usos y costumbres más represivos. La presencia del Estado en la cultura cubana es muy visible, en tanto megaempresa cultural y mediática, de la que depende la mayoría de los escritores y artistas. Pero esa misma dependencia conjura las representaciones críticas del poder en la cultura insular.
Ponte hace lo contrario: devuelve el poder a su centro mediático y represivo. Un centro que, al salir de su invisibilidad, pasa a formar parte misma del evento artístico o electrónico. Aquí el poder no es sólo un sujeto aludido en una obra de Carlos Garaicoa o en un post de Yoani Sánchez. Aquí el poder es un lector-censor, un espectador-inquisidor, que tiene la potestad de tolerar al artista y al bloguero, para luego castigarlo por medio de la vigilancia o el vituperio.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
La verdad de lo oscuro
Taurus ha hecho una reimpresión de La oscuridad no miente (2002), el volumen preparado por Ignacio Díaz de la Serna, que dio a conocer por vez primera en castellano los apuntes que dejó Georges Bataille (1897-1962) para la culminación de su Summa Ateológica. Como es sabido, Bataille pensaba completar una serie de cinco libros, dentro de ese gran proyecto intelectual: los tres primeros, La experiencia interior, El culpable y Sobre Nietzsche, se editaron en vida del autor, los otros dos, La pura felicidad y El sistema inacabado del no saber, quedaron inconclusos y conforman los fragmentos reunidos en La oscuridad no miente.
Más de una vez se ha analogado esta gravitación hacia lo fragmentario y lo inconcluso con el gran proyecto de Los pasajes de Walter Benjamin (1892-1940). Habría que insistir, sin embargo, en que la obsesión de Bataille con diversas modalidades de lo oscuro –la muerte, el suicidio, la culpa, el mal, la irracionalidad, el “no saber”…-, sobre todo, al final de su vida, guarda una diferencia sustancial con Benjamin. Para este último, lo oscuro carecía de toda posibilidad epistemológica: la renuncia a la vida era también la renuncia al conocimiento. Bataille, en cambio, no deja nunca de aspirar a la experiencia de la verdad en el no saber.
No estoy seguro de que la diferencia resida, únicamente, en el habitual deslinde entre la formación católica de Bataille y la formación judía de Benjamin o en una figuración discordante del pecado, la culpa y el mal, ya en la madurez laica y, por momentos, atea de ambos. Habría que indagar más sobre los distintos itinerarios filosóficos y biográficos de uno y otro, en sus lecturas divergentes de Hegel y Nietzsche y, sobre todo, en sus similares y, a la vez, no idénticas aproximaciones a la literatura y el arte. He ahí unas vidas paralelas todavía no escritas: Benjamin y Bataille.
Más de una vez se ha analogado esta gravitación hacia lo fragmentario y lo inconcluso con el gran proyecto de Los pasajes de Walter Benjamin (1892-1940). Habría que insistir, sin embargo, en que la obsesión de Bataille con diversas modalidades de lo oscuro –la muerte, el suicidio, la culpa, el mal, la irracionalidad, el “no saber”…-, sobre todo, al final de su vida, guarda una diferencia sustancial con Benjamin. Para este último, lo oscuro carecía de toda posibilidad epistemológica: la renuncia a la vida era también la renuncia al conocimiento. Bataille, en cambio, no deja nunca de aspirar a la experiencia de la verdad en el no saber.
No estoy seguro de que la diferencia resida, únicamente, en el habitual deslinde entre la formación católica de Bataille y la formación judía de Benjamin o en una figuración discordante del pecado, la culpa y el mal, ya en la madurez laica y, por momentos, atea de ambos. Habría que indagar más sobre los distintos itinerarios filosóficos y biográficos de uno y otro, en sus lecturas divergentes de Hegel y Nietzsche y, sobre todo, en sus similares y, a la vez, no idénticas aproximaciones a la literatura y el arte. He ahí unas vidas paralelas todavía no escritas: Benjamin y Bataille.
martes, 7 de diciembre de 2010
La vida alcanza
Antes que novelista o guionista, el escritor cubano exiliado en México, Eliseo Alberto (La Habana, 1951), fue cronista. Cada cierto tiempo, esos orígenes vuelven por sus fueros en la ya extensa obra del autor de Informe contra mí mismo y Caracol Beach.
Como muchos escritores, Eliseo Alberto se gana la vida escribiendo para periódicos. Pero escribir para vivir, como decía Karl Kraus, otro gran cronista, se invierte con los años en un vivir para escribir. La crónica se vuelve un género vital, necesario para que el escritor respire.
Tal vez por eso es en la crónica donde la respiración del escritor se muestra con mayor nitidez. Son esas páginas veloces, que saltan de situación en situación, de silueta en silueta, de imagen en imagen, las que mejor exponen el trasfondo de un estilo que, en la prosa de ficción, busca siempre ocultarse, con o sin éxito.
La editorial Cal y Arena, en la Ciudad de México, ha recogido las últimas crónicas y artículos de Eliseo Alberto en el periódico Milenio. El título es irremplazable, La vida alcanza, y el presentador, también. Nadie mejor que un periodista tan profesional como Rubén Cortés para hacer el prólogo a este nuevo volumen de Lichi.
Queremos tanto a Lichi
En una ocasión, Lichi había llegado al aeropuerto de la Ciudad de México para tomar un avión a Italia. Pero la empleada del mostrador de la aerolínea le informó que no podía volar porque el boleto estaba a nombre de Eliseo Alberto y el que aparecía en el pasaporte que él le acababa de entregar era Eliseo Alberto de Diego García-Marruz.
—Muy bien. Muchas gracias —respondió Lichi y se dispuso
a marcharse.
—Oiga, pero ¿se va así nomás? ¡Así nomás! —exclamó
la mujer, sorprendida ante la única persona del mundo que
no insistía en subir a un avión.
—Usted dice que no puedo viajar. Le agradezco mucho
—insistió Lichi con su voz apagada de asmático sin asma.
Otro, habría increpado a la empleada, llamado al gerente
de la línea aérea o se habría puesto a reclamar sus derechos.
Yo, por ejemplo, podría haberle apretado el cuello. Hombre,
¡Italia! Comerme una verdadera pizza Margarita en la tratoría
Al Fontanone, del Trastevere, o extraviarme entre las 8
serpenteantes y oscuras callejuelas de Capri, para hallarme
de pronto delante de un patio con emparrados de uvas aterciopeladas
y salpicado de tomates rojos, con sábanas blancas
tendidas al sol argentado del Mediterráneo.
Sin embargo, Lichi dio vuelta y se alejó del mostrador
hasta que la mujer, atónita, corrió a buscarlo, vencida ante el
sometimiento de aquel hombre extraño. En sus dos décadas
de operaria del aeropuerto jamás había conocido a alguien
que aceptara con mansedumbre su descarga de rigor burocrático.
—Disculpe mi actitud, señor. Puede usted pasar.
Por favor —le rogó.
Sólo entonces, el mejor novelista cubano del exilio, Premio
Alfaguara de 1998 y autor de Informe contra mí mismo,
accedió, muy a su pesar, a avanzar a la sala de espera y disponerse
a volar doce horas sobre el Océano Atlántico.
¿Por qué Eliseo Alberto había admitido, sin más, el argumento
de la empleada? ¿Por disciplina social? ¿Porque tenía
miedo a volar en avión? ¿Porque no quería viajar a Italia?
Nada de eso. Sólo era una persona para quien toda la
gloria del mundo cabía en un grano de maíz, el legado martiano
que había mamado en Villaberta, su casa de profunda
raigambre cubana en Arroyo Naranjo, en las afueras de La
Habana, la misma donde su tío abuelo Eliseo conversaba con
el generalísimo Máximo Gómez, quien llegaba hasta allí, ya
muy anciano, atravesando a caballo los potreros, desde su
residencia en la Quinta de Los Molinos.
Y porque había escogido un mundo propio donde vivir,
un entorno alejado de los cabildeos políticos de Cuba
y Miami, de las cofradías culturales y de los compadreos literarios…
un universo transparente como un vaso de agua
fresca y que resultaba el único en el que se sentía feliz.
Porque todo lo que deseaba aquella tarde brumosa de
la Ciudad de México era regresar a su departamento de la
sureña colonia Del Valle, frente al Parque Hundido, para
continuar una escena justo donde la había dejado para irse
a Europa: Luna, su perrita cocker spaniel, dormida sobre
sus costillas y él sesteando en un sofá después de dar cuenta
de un tamal en cazuela con manteca de puerco, que
había cocinado ese día para el pintor Pedro Luis Rodríguez
Peyi, el musicólogo Carlitos Olivares, su hija María José y
para mí.
“La patria es un plato de comida”, solía decir. “Yo me
como mi país todos los días. Sus frijoles negros, su yuca
con mojo, y una cosa que se come San Pedro en el cielo:
tamal en cazuela”.
—¿Por qué come eso San Pedro? —le preguntó una vez
el escritor español Juan Cruz.
—Porque sabe... porque tiene buen gusto, y porque ése
es un plato que une a la familia.
En otra ocasión, debía de volar a Tenerife, vía Madrid,
para impartir un curso sobre guiones cinematográficos y
presentar su novela El retablo del Conde Eros. Tenía que estar
en el aeropuerto a las cinco de la tarde, pero a las cuatro y
media aún se encontraba en su departamento —con Luna en
su regazo— en el entresueño del sofá, Peyi dándole masajes
en su pie accidentado años atrás, Carlitos y yo leyendo por
turnos, para él y en voz alta. Hasta que todos, menos él,
reparamos en que era tardísimo.
—Lichito, se te va el avión.
—Lichi, dale viejo.
—Salvaje, coño.
Pero no quería irse. Salir de su casa significaba darse de bruces
con lo que él llamaba “la soledad más espantosa del mundo”,
aquella que combatía “con una espada y acompañado de
una tropa de amigos: es decir, cuatro o cinco. Suficientes”.
Porque Lichi es dueño, como pocos, de esa condición
tan particularmente cubana de ser amigo de sus amigos,
para quienes empieza a preparar desde la madrugada y con
delectación de artista, unos platos laboriosos, como el tamal
en cazuela de sus delicias, que lo obliga a quitarle las hojas
a quince mazorcas, picar doce tomates, una cebolla, un ají,
dos dientes de ajo y moler media cucharadita de pimienta,
además de tener a punto casi dos libras de manteca y una
de carne de puerco, y una naranja agria.
Después tiene que rallar las mazorcas, poner las tusas
en una cazuela con agua, exprimirlas bien para sacarles la
leche, añadirles el maíz rallado y pasarlo por un jibe. Luego,
calentar la manteca en una paila, sofreír la carne hasta
dorarla, rociarle el jugo de la naranja agria, revolverla bien,
ponerla a escurrir y reservarla en una fuente; embutir en la
manteca los tomates, las cebollas, el ají, los dientes de ajo y
sofreírlos; echarle el maíz rallado y la carne de puerco, cocinarlo
todo con mucha candela hasta que hierva, y entonces
volver a reducirle el fuego para sazonarlo con la pimienta
molida y un poco de sal, revolver con una paleta de madera
y cocinar hasta que quede bien cuajado.
Lichi lo prepara por el gusto de disfrutar, a mediodía,
la manera en que sus amigos se lo comen, con una rara mezcla
de paladar rumboso y ojos tristes. Porque son platos felices,
pero condimentados con una nostalgia de sabores idos, que
sólo existen en el ánfora mitológica de sus manos de cubano
de la tradición más pura: embocaduras que te remueven las
lágrimas con un sentimiento de vergel extinguido, acunadas
por el alma fabulante de su cocinero, que cuenta y cuenta
historias, mientras mira cómo se los devoran, pues él casi
siempre tiene apetito de gorrión.
Pero aquella tarde en que debía de volar a Tenerife, vía
Madrid, fue sólo después de mucha insistencia que decidió
vestirse, cepillarse los dientes, echarse colonia… todavía tardó
un rato en llamar un taxi para que lo llevara al aeropuerto.
Pero no habría problemas. Nadie tenía su buena fortuna: era
la única persona por quien aguardaban los aviones. Mientras
todo el mundo tenía que llegar tres horas antes de abordar
la nave, él llegaba cuando quería y siempre lo esperaban.
Durante el vuelo, le tocó sentarse junto a una niña de
cinco años.
—Hola —lo saludó ella.
—Hola, corazón.
—Tienes sueño.
—Sí, corazón.
—Duérmete, que yo te voy a cuidar. Pero tienes que
taparte la cabeza con la manta. ¿Quieres que te despierte
cuando lleguemos a España?
—Muy bien —aceptó, cubriéndose según le pedía la
niña, pero a sabiendas de que no pegaría las pestañas durante
todo el viaje. Jamás había podido dormir en los aviones.
—Despierta. Ya despierta —escuchaba que le hablaban,
como desde el fondo de una botella, y le tocaban suavemente
una mejilla.
Abrió los ojos y vio la cara risueña de la niña. El avión
carreteaba por la pista en el aeropuerto de Barajas. Había
dormido doce horas seguidas. La primera oportunidad en
que conciliaba el sueño entre las nubes.
De hecho, uno de los párrafos mejor logrados de El retablo
del Conde Eros tenía que ver con el sueño:
Durmió en paz, arrullado por un sonido que en la vigilia
del entresueño lo aquietaba con la delicadeza de una canción
de cuna. Había olvidado que en plena oscuridad, cuando la
brisa sacude la fronda de un aguacate, las hojas pegan unas
contra otras y entonces suenan como castañuelas de hojalata.
El retablo…, una comedia humana de la Cuba anterior
al comunismo: 225 páginas escritas en un español bello y
cuidado, que encarnaba una cualidad esencial exigida en toda
escritura, desde una carta de novios hasta una solicitud de
empleo: que el goce de escribir sea gozoso al ser leído.
Lichi es un buen ajedrecista que, incluso, ha enfrentado
a grandes maestros: la tarde del 10 de febrero de 2006 jugó
contra el búlgaro campeón mundial Vaselin Tupalov, durante
una simultánea en el Zócalo de la Ciudad de México, en la
que participaron otros 39 jugadores, entre ellos sus amigos
escritores Vicente Leñero, Homero Aridjis y Daniel Sada.
Ser ajedrecista le dio la clave para lanzar el resto en
aquella novela, con una arriesgada apertura estilo Reti, pues
al igual que el afamado jugador húngaro cuando venció a Capablanca
en el torneo de Nueva York en 1924, en El retablo…
Lichi descubría desde el arranque su estrategia al lector, y lo
alertaba, sin enroques, acerca de lo que venía: un actor volvía
a Cuba tras veinticinco años de ausencia para cumplirle
una prome sa a su hijo, estrenar una obra de teatro y ahorcarse
al final.
¿Funcionaba el riesgo? Sí. Lichi ya lo había demostrado
antes en Caracol Beach y en su texto insignia, Informe contra
mí mismo, que decía en su histórica primera línea: “El
primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales
de 1978”.
Pero la advertencia de El retablo… atrapa al lector en una
suma de casualidades, como si en lugar de leer observase a
través de un caleidoscopio para descubrir un inventario de
personajes que viven contra la pared y apegados a la mentira:
Julián Dalmau, un actor exitoso reconocido por las marcas
de viruela en el rostro y no por sus cualidades histriónicas;
Zamorinni, un ponchero aficionado a la ópera y que sólo
canta en el patio de su taller… individuos lastimados, vendidos
cuando eran niños, violados, abandonados.
¿Vale la pena leer tanta tragedia en medio de una realidad
ya de por sí tormentosa? Por supuesto que sí.
Alejo Carpentier había hecho un estilo literario de la
erudición, Guillermo Cabrera Infante de la exploración de las
posibilidades de la manera de hablar “en cubano”, y Pedro
Juan Gutiérrez de la sordidez de la vida en Centro Habana.
Lichi lo había conseguido con la tristeza, desde que, en La
eternidad por fin comienza un lunes, Asdrúbal el mago nunca
se sintió más viejo que el domingo en que murió el león de
la Metro Goldwyn Mayer.
En Lichi no se lee la melancolía como un sentimiento
débil, sino como algo que puede mover a grandes acciones,
como el Conde Eros, que advierte que, entre la espada y la
pared, hay que escoger la espada. Y con la espada se combate,
aun desde la pena, frente “a la soledad espantosa del
mundo”.
Lo reafirmó más tarde con Esther en alguna parte, una
novela de 198 páginas, en la que Lino Catalá le confiesa a
Maruja Sánchez que la quiere tanto que le gusta hasta verla
envejecer. Pero el mérito de su escuela literaria consiste en
describir una tristeza inteligente, que mueve a la reflexión, no
al sentimiento aciago y vacío, que en otros autores conduce
a los personajes a la lástima. O a pegarse un tiro.
Esther… se enmarca en una Habana sombría —pero sin
jineteras, pingueros o calamidades políticas—, habitada por
gente digna dentro de su pobreza, empeñada en querer ser
mejor cada día y amar en medio de la miseria, personificada
en Lino Catalá y Larry Po, dos viejos acabados, pero con
unas ganas locas de empezar otra vez, aun cuando a uno
se le ha muerto la mujer el día anterior y el otro es un fracasado
extra de televisión, a dos semanas de morir de un
infarto en el rellano de una escalera lóbrega.
Lino, quien usa pañales de papel periódico porque sufre
de incontinencia urinaria y carece de dinero para comprar
pañales industriales, y Larry, con sus pantalones de rombos
y tirantes, enseñan, sin aspavientos, que existe la amistad a
primera vista y que, también, puede ser un romance.
Lichi lo consigue con una armonía de la palabra escrita
que parece sonar a arpegios de guitarra y que se inspira en
las vivencias más variadas, como la de una plaga de hormigas
que se comía las arecas de su departamento. Muchas
veces llegamos mi hijo Santino y yo para escuchar de su
viva voz los párrafos más recientes de Esther… y debimos
esperar a que Lichi terminara de observar el ir y venir de los
bichos: aquello lo distraía al igual que a su padre, el gran
poeta Eliseo Diego, las legiones de soldaditos de plomo con
las que solía jugar hasta que lo sorprendió la muerte, a los
setenta años, el primero de marzo de 1994 en su casa de
la Ciudad de México.
Una tarde fumigué la planta a escondidas y las hormigas
murieron. Pero después tuve un rapto de miedo: me alarmó
pensar que ya, con las arecas saludables y abrillantadas por
los soles del mediodía, Lichi dejara de ser el escritor de la
tristeza. Y de la dignidad de los cubanos.
* * *
A veces lo que sucede en un único día puede cambiar el
curso de una vida. A Lichi le sucedió una tarde de finales de
los años ochentas, en su casa de la barriada habanera de El
Vedado. Estaba acodado en una ventana, mirando a su hija
María José con unas amiguitas, la negrita Másica y la mulatica
Nievecita. Jugaban a la escuelita y se alternaban para
hacer de maestra y alumnas. Las tres tenían cinco años.
En su turno, Másica la emprendió contra María José:
—A ver tú, blanquita desteñida, siéntate bien carajo
—gritó enfurecida y, de corrido, le espantó un par de bofetadas
por “mal portada”.
María José soportó la andanada, que era parte del divertimiento,
y esperó su oportunidad.
—Tú, negrita cabeza de fósforo, estás castigada por no
hacer la tarea —le abroncó a Másica, para inmediatamente
aporrearla como si fuera una boxeadora.
Espantado, Lichi no esperó la tanda de Nievecita y detuvo
el juego. Más tarde, todavía acodado en la ventana, tomó
una decisión de vida: quería cambiar de aires, asentarse en
otro lugar, hacer, a fin de cuentas, lo que a lo largo de un
par de siglos hicieron, por diferentes causas, algunos de los
grandes intelectuales cubanos, desde el maestro José Martí
hasta el novelista Alejo Carpentier, pasando por el poeta Nicolás
Guillén, el pintor Wifredo Lam, los escritores Guillermo
Cabrera Infante, Jesús Díaz, el músico Ernesto Lecuona y
decenas más.
Lo decidió antes de que viniera la noche: él era de quienes,
con la caída del sol, perdían toda fuerza para decidir
sobre asuntos importantes. “No tomes decisiones por las
noches”, le aconsejaba su abuela paterna, que era una anciana
sabia y sorda.
Nadie como él amaba a Cuba, pero no era de quienes
la idealizaban. Su explicación más básica de lo que era la
isla resultaba todo menos mítica: Cuba es una pequeña isla
del Caribe llena de negros y de blancos, que tocan maraca,
que juegan beisbol, les gusta el boxeo, juegan dominó, donde
hace mucho calor, la gente está en la playa y le gusta comer
fruta, eso es Cuba, no se hagan más ilusiones, y qué bueno
que sea así.
Llegó a México, donde encontró todo lo que necesitaba:
otra ventana. Porque Lichi necesita tener delante una ventana
para sentarse a escribir, temprano en la mañana, aún
a oscuras. Frente a la que encontró, surgió la obra más rica
de cualquier escritor cubano de la diáspora que siguió a la
caída del Muro de Berlín: La eternidad por fin comienza un
lunes, Caracol Beach, La fábula de José, Esther en alguna parte,
finalista Premio Primavera de Novela; El retablo del Conde
Eros, Informe contra mí mismo, Dos cubalibres, Una noche
dentro de la noche, Breve historia del mundo, Del otro lado de
los sueños y un libro para niños, En el jardín del mundo.
No había sido profeta en su tierra. Cristalizó como escritor
en México. En Cuba sólo había escrito los poemarios
Importará el trueno, Las cosas que yo amo y Un instante en
cada cosa; la novela juvenil La fogata roja y, eso sí, muchísimos
guiones de cine y televisión, entre otros el de la película
Guantanamera (1997), dirigida por Tomás Gutiérrez Alea.
Por lo mismo, Cuba fue volviéndose cada vez más para
él un estado de ánimo, una masa reconocible casi solamente
en sus letras, sus guayaberas blancas, azules y oscuras, en
el olor del orégano y el cilantro de sus frijoles negros, en el
estallido de colores de las santabárbaras de Zaida del Río
que colgaban de las paredes de su departamento.
Alguna vez lo explicó: Confieso, no sin tristeza, que cada
día pienso menos en Cuba, cada día los problemas mexicanos
me ganan más... Está bien que así sea porque también soy
mexicano desde el año 2000. El lío va a ser cuando muera,
porque como fantasma me la pasaré volando de la isla a México,
voy a ser un fantasma en medio del Golfo de México.
Pero no dijo toda la verdad. Si un escritor habanero ha
sabido tomarle el pulso a su ciudad, ése es él, a diferencia,
por ejemplo, de Cabrera Infante, quien transmitió una Habana
elegante, de una noche eterna y rutilante de cabarés y
steaks texanos que venían de Camagüey; que tenía el salario
por cabeza más alto de América Latina, con 550 dólares y
era, junto con Viena y Londres, la mayor capital en proporción
de habitantes; que tenía 18 diarios, 32 emisoras de
radio y cinco canales de TV. A su lado, las otras capitales
del Caribe parecían aldeas. Una Habana que, sin embargo,
representaba la desigualdad más atroz de la Cuba anterior
a 1959, pues tenía 600 de los mil dentistas que había en
todo el país; 400 farmacéuticos de 660; 650 enfermeras de
900 y 130 veterinarios de 200.
Lichi, en cambio, evoca una Habana que lo cala hasta
los huesos, un sitio que lo colma de amores, pero donde el
salitre del mar corroe los picaportes de las puertas, la humedad
desconcha la pintura de las paredes, el calor deslava el
color de las fotografías hasta transfigurarlas en sepia aunque
hubiesen sido tomadas en colores con una Leica V-Lux 20;
y las calles y las casas ofrecen un paisaje asolado.
Una ciudad poblada de una tropa absolutamente lichiana,
de seres malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes
virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices
presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos
alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas comemierdas litigantes
anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes
perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos
dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos
casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases
meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes
clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias
buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas: “Ellos,
mi manada”, dice, “van conmigo a todas partes”.
Porque escribe sobre La Habana, como si lo hiciera sentado
en el muro del malecón: viendo de un lado pasar la
vida y del otro pasar los barcos. Y con un equilibrio raro
en un cubano, justo como según él, se prepara un buen
cubalibre, ese trago hecho con dos productos emblemáticos,
uno de Cuba y otro de Estados Unidos, en el que si se te
va la mano con el ron, es una mierda; y si se te pasa de
Coca, de la dependencia, es la misma mierda.
Una Habana que en sus letras parece una mujer bellamente
vestida que, sin embargo, va desnuda. O una mujer
bellamente desnuda que, sin embargo, va vestida.
* * *
Una noche del arranque de 2009 me acosté temprano porque
no tenía mucho que hacer. Andaba en busca de trabajo,
pero eso era de día y sin suerte. En la alta madrugada, me
levanté al baño y vi un parpadeo en la pantalla del teléfono:
marcaba una llamada de Lichi a las 9:25. Raro, pues casi
no usaba el teléfono y jamás a esa hora. Fui a verlo muy
temprano en la mañana. Entré a la penumbra matinal del
departamento y vi a Lichi de pie en medio de su estudio,
llevaba una guayabera azul de mangas cortas. Al instante, un
resorte inmemorial de la raza me hizo intuir la tragedia: una
consulta médica reveló que sus riñones apenas funcionaban
y necesitaba un trasplante con carácter de urgente. Para
contarme eso era la llamada de la noche anterior.
Recordé entonces aquel vuelo a Madrid junto a la niña
que le cuidó el sueño interoceánico: porque Lichi no había
dormido sólo en ese avión, sino que en los últimos años
también en restaurantes, frente a los semáforos mientras
esperaba en el coche el cambio de luces, en el cine, en la
cola del mercado, en el metro, en su casa en medio de los
gritos de sus amigos tras la comida y después de aquel vuelo
a Madrid, desde donde viajó a Tenerife a presentar El retablo
del Conde Eros y se amodorró en los comentarios, y un médico
que estaba allí le dijo que padecía “apnea del sueño”…
Buscando ese diagnóstico a aquellos síntomas silenciosos, fue
luego a una clínica en México y supo que, en realidad, sus
riñones se habían cansado para siempre.
Pero la vida alcanza: eso advierten y eso demuestran los
textos que forman este hermoso libro, una prosa que se va
de corrido (aunque no siempre toque el mismo tema), engarzada
apenas por unos títulos certeros, lacónicos, que él
llama “balazos” y que es el término que usa también para
contar cómo le va en las tres diálisis semanales a las que
se somete en el Hospital General de la Ciudad de México.
En una ocasión nos escribió una nota a sus amigos: Ahora
debo dializarme lunes, miércoles y viernes, de 10 AM a 2 PM,
algo muy parecido a lo que le hacen al Conde Drácula en su
ataúd, allá en los sótanos de su castillo rumano: una infusión
de sangre para seguir vivo —sólo que sin chupadas ni colmillos
ni vampiresas. Esto es duro, hermanos, muy duro. Es como si
te metieran un balazo en el pecho cada 48 horas. Yo resisto
por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable
de no tenerme.
Quiero, debo, necesito, me hace falta repetir la última
línea: Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme
e inconsolable de no tenerme.
Y la repito porque cada uno de esos balazos es un cuchillo
de hielo que entra en mi alma y, nadie me dejará
mentir, en las almas de todos nosotros, que queremos tanto
a Lichi.
Rubén Cortés
Colonia Condesa
Septiembre de 2010
Como muchos escritores, Eliseo Alberto se gana la vida escribiendo para periódicos. Pero escribir para vivir, como decía Karl Kraus, otro gran cronista, se invierte con los años en un vivir para escribir. La crónica se vuelve un género vital, necesario para que el escritor respire.
Tal vez por eso es en la crónica donde la respiración del escritor se muestra con mayor nitidez. Son esas páginas veloces, que saltan de situación en situación, de silueta en silueta, de imagen en imagen, las que mejor exponen el trasfondo de un estilo que, en la prosa de ficción, busca siempre ocultarse, con o sin éxito.
La editorial Cal y Arena, en la Ciudad de México, ha recogido las últimas crónicas y artículos de Eliseo Alberto en el periódico Milenio. El título es irremplazable, La vida alcanza, y el presentador, también. Nadie mejor que un periodista tan profesional como Rubén Cortés para hacer el prólogo a este nuevo volumen de Lichi.
Queremos tanto a Lichi
En una ocasión, Lichi había llegado al aeropuerto de la Ciudad de México para tomar un avión a Italia. Pero la empleada del mostrador de la aerolínea le informó que no podía volar porque el boleto estaba a nombre de Eliseo Alberto y el que aparecía en el pasaporte que él le acababa de entregar era Eliseo Alberto de Diego García-Marruz.
—Muy bien. Muchas gracias —respondió Lichi y se dispuso
a marcharse.
—Oiga, pero ¿se va así nomás? ¡Así nomás! —exclamó
la mujer, sorprendida ante la única persona del mundo que
no insistía en subir a un avión.
—Usted dice que no puedo viajar. Le agradezco mucho
—insistió Lichi con su voz apagada de asmático sin asma.
Otro, habría increpado a la empleada, llamado al gerente
de la línea aérea o se habría puesto a reclamar sus derechos.
Yo, por ejemplo, podría haberle apretado el cuello. Hombre,
¡Italia! Comerme una verdadera pizza Margarita en la tratoría
Al Fontanone, del Trastevere, o extraviarme entre las 8
serpenteantes y oscuras callejuelas de Capri, para hallarme
de pronto delante de un patio con emparrados de uvas aterciopeladas
y salpicado de tomates rojos, con sábanas blancas
tendidas al sol argentado del Mediterráneo.
Sin embargo, Lichi dio vuelta y se alejó del mostrador
hasta que la mujer, atónita, corrió a buscarlo, vencida ante el
sometimiento de aquel hombre extraño. En sus dos décadas
de operaria del aeropuerto jamás había conocido a alguien
que aceptara con mansedumbre su descarga de rigor burocrático.
—Disculpe mi actitud, señor. Puede usted pasar.
Por favor —le rogó.
Sólo entonces, el mejor novelista cubano del exilio, Premio
Alfaguara de 1998 y autor de Informe contra mí mismo,
accedió, muy a su pesar, a avanzar a la sala de espera y disponerse
a volar doce horas sobre el Océano Atlántico.
¿Por qué Eliseo Alberto había admitido, sin más, el argumento
de la empleada? ¿Por disciplina social? ¿Porque tenía
miedo a volar en avión? ¿Porque no quería viajar a Italia?
Nada de eso. Sólo era una persona para quien toda la
gloria del mundo cabía en un grano de maíz, el legado martiano
que había mamado en Villaberta, su casa de profunda
raigambre cubana en Arroyo Naranjo, en las afueras de La
Habana, la misma donde su tío abuelo Eliseo conversaba con
el generalísimo Máximo Gómez, quien llegaba hasta allí, ya
muy anciano, atravesando a caballo los potreros, desde su
residencia en la Quinta de Los Molinos.
Y porque había escogido un mundo propio donde vivir,
un entorno alejado de los cabildeos políticos de Cuba
y Miami, de las cofradías culturales y de los compadreos literarios…
un universo transparente como un vaso de agua
fresca y que resultaba el único en el que se sentía feliz.
Porque todo lo que deseaba aquella tarde brumosa de
la Ciudad de México era regresar a su departamento de la
sureña colonia Del Valle, frente al Parque Hundido, para
continuar una escena justo donde la había dejado para irse
a Europa: Luna, su perrita cocker spaniel, dormida sobre
sus costillas y él sesteando en un sofá después de dar cuenta
de un tamal en cazuela con manteca de puerco, que
había cocinado ese día para el pintor Pedro Luis Rodríguez
Peyi, el musicólogo Carlitos Olivares, su hija María José y
para mí.
“La patria es un plato de comida”, solía decir. “Yo me
como mi país todos los días. Sus frijoles negros, su yuca
con mojo, y una cosa que se come San Pedro en el cielo:
tamal en cazuela”.
—¿Por qué come eso San Pedro? —le preguntó una vez
el escritor español Juan Cruz.
—Porque sabe... porque tiene buen gusto, y porque ése
es un plato que une a la familia.
En otra ocasión, debía de volar a Tenerife, vía Madrid,
para impartir un curso sobre guiones cinematográficos y
presentar su novela El retablo del Conde Eros. Tenía que estar
en el aeropuerto a las cinco de la tarde, pero a las cuatro y
media aún se encontraba en su departamento —con Luna en
su regazo— en el entresueño del sofá, Peyi dándole masajes
en su pie accidentado años atrás, Carlitos y yo leyendo por
turnos, para él y en voz alta. Hasta que todos, menos él,
reparamos en que era tardísimo.
—Lichito, se te va el avión.
—Lichi, dale viejo.
—Salvaje, coño.
Pero no quería irse. Salir de su casa significaba darse de bruces
con lo que él llamaba “la soledad más espantosa del mundo”,
aquella que combatía “con una espada y acompañado de
una tropa de amigos: es decir, cuatro o cinco. Suficientes”.
Porque Lichi es dueño, como pocos, de esa condición
tan particularmente cubana de ser amigo de sus amigos,
para quienes empieza a preparar desde la madrugada y con
delectación de artista, unos platos laboriosos, como el tamal
en cazuela de sus delicias, que lo obliga a quitarle las hojas
a quince mazorcas, picar doce tomates, una cebolla, un ají,
dos dientes de ajo y moler media cucharadita de pimienta,
además de tener a punto casi dos libras de manteca y una
de carne de puerco, y una naranja agria.
Después tiene que rallar las mazorcas, poner las tusas
en una cazuela con agua, exprimirlas bien para sacarles la
leche, añadirles el maíz rallado y pasarlo por un jibe. Luego,
calentar la manteca en una paila, sofreír la carne hasta
dorarla, rociarle el jugo de la naranja agria, revolverla bien,
ponerla a escurrir y reservarla en una fuente; embutir en la
manteca los tomates, las cebollas, el ají, los dientes de ajo y
sofreírlos; echarle el maíz rallado y la carne de puerco, cocinarlo
todo con mucha candela hasta que hierva, y entonces
volver a reducirle el fuego para sazonarlo con la pimienta
molida y un poco de sal, revolver con una paleta de madera
y cocinar hasta que quede bien cuajado.
Lichi lo prepara por el gusto de disfrutar, a mediodía,
la manera en que sus amigos se lo comen, con una rara mezcla
de paladar rumboso y ojos tristes. Porque son platos felices,
pero condimentados con una nostalgia de sabores idos, que
sólo existen en el ánfora mitológica de sus manos de cubano
de la tradición más pura: embocaduras que te remueven las
lágrimas con un sentimiento de vergel extinguido, acunadas
por el alma fabulante de su cocinero, que cuenta y cuenta
historias, mientras mira cómo se los devoran, pues él casi
siempre tiene apetito de gorrión.
Pero aquella tarde en que debía de volar a Tenerife, vía
Madrid, fue sólo después de mucha insistencia que decidió
vestirse, cepillarse los dientes, echarse colonia… todavía tardó
un rato en llamar un taxi para que lo llevara al aeropuerto.
Pero no habría problemas. Nadie tenía su buena fortuna: era
la única persona por quien aguardaban los aviones. Mientras
todo el mundo tenía que llegar tres horas antes de abordar
la nave, él llegaba cuando quería y siempre lo esperaban.
Durante el vuelo, le tocó sentarse junto a una niña de
cinco años.
—Hola —lo saludó ella.
—Hola, corazón.
—Tienes sueño.
—Sí, corazón.
—Duérmete, que yo te voy a cuidar. Pero tienes que
taparte la cabeza con la manta. ¿Quieres que te despierte
cuando lleguemos a España?
—Muy bien —aceptó, cubriéndose según le pedía la
niña, pero a sabiendas de que no pegaría las pestañas durante
todo el viaje. Jamás había podido dormir en los aviones.
—Despierta. Ya despierta —escuchaba que le hablaban,
como desde el fondo de una botella, y le tocaban suavemente
una mejilla.
Abrió los ojos y vio la cara risueña de la niña. El avión
carreteaba por la pista en el aeropuerto de Barajas. Había
dormido doce horas seguidas. La primera oportunidad en
que conciliaba el sueño entre las nubes.
De hecho, uno de los párrafos mejor logrados de El retablo
del Conde Eros tenía que ver con el sueño:
Durmió en paz, arrullado por un sonido que en la vigilia
del entresueño lo aquietaba con la delicadeza de una canción
de cuna. Había olvidado que en plena oscuridad, cuando la
brisa sacude la fronda de un aguacate, las hojas pegan unas
contra otras y entonces suenan como castañuelas de hojalata.
El retablo…, una comedia humana de la Cuba anterior
al comunismo: 225 páginas escritas en un español bello y
cuidado, que encarnaba una cualidad esencial exigida en toda
escritura, desde una carta de novios hasta una solicitud de
empleo: que el goce de escribir sea gozoso al ser leído.
Lichi es un buen ajedrecista que, incluso, ha enfrentado
a grandes maestros: la tarde del 10 de febrero de 2006 jugó
contra el búlgaro campeón mundial Vaselin Tupalov, durante
una simultánea en el Zócalo de la Ciudad de México, en la
que participaron otros 39 jugadores, entre ellos sus amigos
escritores Vicente Leñero, Homero Aridjis y Daniel Sada.
Ser ajedrecista le dio la clave para lanzar el resto en
aquella novela, con una arriesgada apertura estilo Reti, pues
al igual que el afamado jugador húngaro cuando venció a Capablanca
en el torneo de Nueva York en 1924, en El retablo…
Lichi descubría desde el arranque su estrategia al lector, y lo
alertaba, sin enroques, acerca de lo que venía: un actor volvía
a Cuba tras veinticinco años de ausencia para cumplirle
una prome sa a su hijo, estrenar una obra de teatro y ahorcarse
al final.
¿Funcionaba el riesgo? Sí. Lichi ya lo había demostrado
antes en Caracol Beach y en su texto insignia, Informe contra
mí mismo, que decía en su histórica primera línea: “El
primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales
de 1978”.
Pero la advertencia de El retablo… atrapa al lector en una
suma de casualidades, como si en lugar de leer observase a
través de un caleidoscopio para descubrir un inventario de
personajes que viven contra la pared y apegados a la mentira:
Julián Dalmau, un actor exitoso reconocido por las marcas
de viruela en el rostro y no por sus cualidades histriónicas;
Zamorinni, un ponchero aficionado a la ópera y que sólo
canta en el patio de su taller… individuos lastimados, vendidos
cuando eran niños, violados, abandonados.
¿Vale la pena leer tanta tragedia en medio de una realidad
ya de por sí tormentosa? Por supuesto que sí.
Alejo Carpentier había hecho un estilo literario de la
erudición, Guillermo Cabrera Infante de la exploración de las
posibilidades de la manera de hablar “en cubano”, y Pedro
Juan Gutiérrez de la sordidez de la vida en Centro Habana.
Lichi lo había conseguido con la tristeza, desde que, en La
eternidad por fin comienza un lunes, Asdrúbal el mago nunca
se sintió más viejo que el domingo en que murió el león de
la Metro Goldwyn Mayer.
En Lichi no se lee la melancolía como un sentimiento
débil, sino como algo que puede mover a grandes acciones,
como el Conde Eros, que advierte que, entre la espada y la
pared, hay que escoger la espada. Y con la espada se combate,
aun desde la pena, frente “a la soledad espantosa del
mundo”.
Lo reafirmó más tarde con Esther en alguna parte, una
novela de 198 páginas, en la que Lino Catalá le confiesa a
Maruja Sánchez que la quiere tanto que le gusta hasta verla
envejecer. Pero el mérito de su escuela literaria consiste en
describir una tristeza inteligente, que mueve a la reflexión, no
al sentimiento aciago y vacío, que en otros autores conduce
a los personajes a la lástima. O a pegarse un tiro.
Esther… se enmarca en una Habana sombría —pero sin
jineteras, pingueros o calamidades políticas—, habitada por
gente digna dentro de su pobreza, empeñada en querer ser
mejor cada día y amar en medio de la miseria, personificada
en Lino Catalá y Larry Po, dos viejos acabados, pero con
unas ganas locas de empezar otra vez, aun cuando a uno
se le ha muerto la mujer el día anterior y el otro es un fracasado
extra de televisión, a dos semanas de morir de un
infarto en el rellano de una escalera lóbrega.
Lino, quien usa pañales de papel periódico porque sufre
de incontinencia urinaria y carece de dinero para comprar
pañales industriales, y Larry, con sus pantalones de rombos
y tirantes, enseñan, sin aspavientos, que existe la amistad a
primera vista y que, también, puede ser un romance.
Lichi lo consigue con una armonía de la palabra escrita
que parece sonar a arpegios de guitarra y que se inspira en
las vivencias más variadas, como la de una plaga de hormigas
que se comía las arecas de su departamento. Muchas
veces llegamos mi hijo Santino y yo para escuchar de su
viva voz los párrafos más recientes de Esther… y debimos
esperar a que Lichi terminara de observar el ir y venir de los
bichos: aquello lo distraía al igual que a su padre, el gran
poeta Eliseo Diego, las legiones de soldaditos de plomo con
las que solía jugar hasta que lo sorprendió la muerte, a los
setenta años, el primero de marzo de 1994 en su casa de
la Ciudad de México.
Una tarde fumigué la planta a escondidas y las hormigas
murieron. Pero después tuve un rapto de miedo: me alarmó
pensar que ya, con las arecas saludables y abrillantadas por
los soles del mediodía, Lichi dejara de ser el escritor de la
tristeza. Y de la dignidad de los cubanos.
* * *
A veces lo que sucede en un único día puede cambiar el
curso de una vida. A Lichi le sucedió una tarde de finales de
los años ochentas, en su casa de la barriada habanera de El
Vedado. Estaba acodado en una ventana, mirando a su hija
María José con unas amiguitas, la negrita Másica y la mulatica
Nievecita. Jugaban a la escuelita y se alternaban para
hacer de maestra y alumnas. Las tres tenían cinco años.
En su turno, Másica la emprendió contra María José:
—A ver tú, blanquita desteñida, siéntate bien carajo
—gritó enfurecida y, de corrido, le espantó un par de bofetadas
por “mal portada”.
María José soportó la andanada, que era parte del divertimiento,
y esperó su oportunidad.
—Tú, negrita cabeza de fósforo, estás castigada por no
hacer la tarea —le abroncó a Másica, para inmediatamente
aporrearla como si fuera una boxeadora.
Espantado, Lichi no esperó la tanda de Nievecita y detuvo
el juego. Más tarde, todavía acodado en la ventana, tomó
una decisión de vida: quería cambiar de aires, asentarse en
otro lugar, hacer, a fin de cuentas, lo que a lo largo de un
par de siglos hicieron, por diferentes causas, algunos de los
grandes intelectuales cubanos, desde el maestro José Martí
hasta el novelista Alejo Carpentier, pasando por el poeta Nicolás
Guillén, el pintor Wifredo Lam, los escritores Guillermo
Cabrera Infante, Jesús Díaz, el músico Ernesto Lecuona y
decenas más.
Lo decidió antes de que viniera la noche: él era de quienes,
con la caída del sol, perdían toda fuerza para decidir
sobre asuntos importantes. “No tomes decisiones por las
noches”, le aconsejaba su abuela paterna, que era una anciana
sabia y sorda.
Nadie como él amaba a Cuba, pero no era de quienes
la idealizaban. Su explicación más básica de lo que era la
isla resultaba todo menos mítica: Cuba es una pequeña isla
del Caribe llena de negros y de blancos, que tocan maraca,
que juegan beisbol, les gusta el boxeo, juegan dominó, donde
hace mucho calor, la gente está en la playa y le gusta comer
fruta, eso es Cuba, no se hagan más ilusiones, y qué bueno
que sea así.
Llegó a México, donde encontró todo lo que necesitaba:
otra ventana. Porque Lichi necesita tener delante una ventana
para sentarse a escribir, temprano en la mañana, aún
a oscuras. Frente a la que encontró, surgió la obra más rica
de cualquier escritor cubano de la diáspora que siguió a la
caída del Muro de Berlín: La eternidad por fin comienza un
lunes, Caracol Beach, La fábula de José, Esther en alguna parte,
finalista Premio Primavera de Novela; El retablo del Conde
Eros, Informe contra mí mismo, Dos cubalibres, Una noche
dentro de la noche, Breve historia del mundo, Del otro lado de
los sueños y un libro para niños, En el jardín del mundo.
No había sido profeta en su tierra. Cristalizó como escritor
en México. En Cuba sólo había escrito los poemarios
Importará el trueno, Las cosas que yo amo y Un instante en
cada cosa; la novela juvenil La fogata roja y, eso sí, muchísimos
guiones de cine y televisión, entre otros el de la película
Guantanamera (1997), dirigida por Tomás Gutiérrez Alea.
Por lo mismo, Cuba fue volviéndose cada vez más para
él un estado de ánimo, una masa reconocible casi solamente
en sus letras, sus guayaberas blancas, azules y oscuras, en
el olor del orégano y el cilantro de sus frijoles negros, en el
estallido de colores de las santabárbaras de Zaida del Río
que colgaban de las paredes de su departamento.
Alguna vez lo explicó: Confieso, no sin tristeza, que cada
día pienso menos en Cuba, cada día los problemas mexicanos
me ganan más... Está bien que así sea porque también soy
mexicano desde el año 2000. El lío va a ser cuando muera,
porque como fantasma me la pasaré volando de la isla a México,
voy a ser un fantasma en medio del Golfo de México.
Pero no dijo toda la verdad. Si un escritor habanero ha
sabido tomarle el pulso a su ciudad, ése es él, a diferencia,
por ejemplo, de Cabrera Infante, quien transmitió una Habana
elegante, de una noche eterna y rutilante de cabarés y
steaks texanos que venían de Camagüey; que tenía el salario
por cabeza más alto de América Latina, con 550 dólares y
era, junto con Viena y Londres, la mayor capital en proporción
de habitantes; que tenía 18 diarios, 32 emisoras de
radio y cinco canales de TV. A su lado, las otras capitales
del Caribe parecían aldeas. Una Habana que, sin embargo,
representaba la desigualdad más atroz de la Cuba anterior
a 1959, pues tenía 600 de los mil dentistas que había en
todo el país; 400 farmacéuticos de 660; 650 enfermeras de
900 y 130 veterinarios de 200.
Lichi, en cambio, evoca una Habana que lo cala hasta
los huesos, un sitio que lo colma de amores, pero donde el
salitre del mar corroe los picaportes de las puertas, la humedad
desconcha la pintura de las paredes, el calor deslava el
color de las fotografías hasta transfigurarlas en sepia aunque
hubiesen sido tomadas en colores con una Leica V-Lux 20;
y las calles y las casas ofrecen un paisaje asolado.
Una ciudad poblada de una tropa absolutamente lichiana,
de seres malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes
virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices
presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos
alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas comemierdas litigantes
anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes
perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos
dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos
casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases
meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes
clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias
buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas: “Ellos,
mi manada”, dice, “van conmigo a todas partes”.
Porque escribe sobre La Habana, como si lo hiciera sentado
en el muro del malecón: viendo de un lado pasar la
vida y del otro pasar los barcos. Y con un equilibrio raro
en un cubano, justo como según él, se prepara un buen
cubalibre, ese trago hecho con dos productos emblemáticos,
uno de Cuba y otro de Estados Unidos, en el que si se te
va la mano con el ron, es una mierda; y si se te pasa de
Coca, de la dependencia, es la misma mierda.
Una Habana que en sus letras parece una mujer bellamente
vestida que, sin embargo, va desnuda. O una mujer
bellamente desnuda que, sin embargo, va vestida.
* * *
Una noche del arranque de 2009 me acosté temprano porque
no tenía mucho que hacer. Andaba en busca de trabajo,
pero eso era de día y sin suerte. En la alta madrugada, me
levanté al baño y vi un parpadeo en la pantalla del teléfono:
marcaba una llamada de Lichi a las 9:25. Raro, pues casi
no usaba el teléfono y jamás a esa hora. Fui a verlo muy
temprano en la mañana. Entré a la penumbra matinal del
departamento y vi a Lichi de pie en medio de su estudio,
llevaba una guayabera azul de mangas cortas. Al instante, un
resorte inmemorial de la raza me hizo intuir la tragedia: una
consulta médica reveló que sus riñones apenas funcionaban
y necesitaba un trasplante con carácter de urgente. Para
contarme eso era la llamada de la noche anterior.
Recordé entonces aquel vuelo a Madrid junto a la niña
que le cuidó el sueño interoceánico: porque Lichi no había
dormido sólo en ese avión, sino que en los últimos años
también en restaurantes, frente a los semáforos mientras
esperaba en el coche el cambio de luces, en el cine, en la
cola del mercado, en el metro, en su casa en medio de los
gritos de sus amigos tras la comida y después de aquel vuelo
a Madrid, desde donde viajó a Tenerife a presentar El retablo
del Conde Eros y se amodorró en los comentarios, y un médico
que estaba allí le dijo que padecía “apnea del sueño”…
Buscando ese diagnóstico a aquellos síntomas silenciosos, fue
luego a una clínica en México y supo que, en realidad, sus
riñones se habían cansado para siempre.
Pero la vida alcanza: eso advierten y eso demuestran los
textos que forman este hermoso libro, una prosa que se va
de corrido (aunque no siempre toque el mismo tema), engarzada
apenas por unos títulos certeros, lacónicos, que él
llama “balazos” y que es el término que usa también para
contar cómo le va en las tres diálisis semanales a las que
se somete en el Hospital General de la Ciudad de México.
En una ocasión nos escribió una nota a sus amigos: Ahora
debo dializarme lunes, miércoles y viernes, de 10 AM a 2 PM,
algo muy parecido a lo que le hacen al Conde Drácula en su
ataúd, allá en los sótanos de su castillo rumano: una infusión
de sangre para seguir vivo —sólo que sin chupadas ni colmillos
ni vampiresas. Esto es duro, hermanos, muy duro. Es como si
te metieran un balazo en el pecho cada 48 horas. Yo resisto
por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable
de no tenerme.
Quiero, debo, necesito, me hace falta repetir la última
línea: Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme
e inconsolable de no tenerme.
Y la repito porque cada uno de esos balazos es un cuchillo
de hielo que entra en mi alma y, nadie me dejará
mentir, en las almas de todos nosotros, que queremos tanto
a Lichi.
Rubén Cortés
Colonia Condesa
Septiembre de 2010
Suscribirse a:
Entradas (Atom)