A partir de obras como el cortometraje Monte Rouge, del cineasta Eduardo del Llano, y piezas como Las Joyas de la Corona del artista Carlos Garaicoa y el archivo electrónico reunido en Obra Catálogo # 1, de Yeny Casanueva y Alejandro González, el escritor cubano exiliado en Madrid, Antonio José Ponte, ha escrito un ensayo que hay que leer y que abre, promisoriamente, su volumen Villa Marista en plata. Arte, política, nuevas tecnologías (2010), editado por Víctor Batista en Colibrí.
“Esto no es una crítica de arte”, podría afirmar, magritteanamente, el invisible frontispicio de este libro. Claro que hay crítica de arte aquí: Ponte lee las obras, sus tramas y personajes, sus texturas y sentidos. Pero al escritor le interesa saber qué sucede a los artistas antes y después de una obra que interpela directamente al poder bajo un régimen político como el cubano. Los eventos críticos en la cultura cubana casi siempre surgen de manera espontánea, pero terminan simbólicamente mediados por el poder. De ahí que sea éste quien pone el punto final.
El poder, ese dispositivo funcional y omnipresente, raras veces es aludido de manera directa en la cultura cubana. Cuando esto último sucede, piensa Ponte, la obra no termina con el “fin” del filme, el borde del cuadro o la página electrónica en blanco. Cuando el poder, bajo un orden totalitario como el que subsiste en la isla, es interpelado, la obra pasa de la ficción a la realidad y se convierte en espacio de intervención para críticos y espectadores, funcionarios y policías.
En el estudio de esas mediaciones simbólicas y policiacas, Ponte encontró que los mecanismos represivos del poder cubano en la cultura funcionan de la misma manera en el tratamiento de obras de arte crítico, en el control del debate electrónico –como se vio durante la llamada “guerrita de los e-mails” en 2007, a raíz de los intentos de reivindicación de represores de la cultura en los 70- o en la estigmatización de voces críticas de la esfera pública insular como los blogueros Yoani Sánchez, Claudia Cadelo y Luis Felipe Rojas Rosabal.
Villa Marista en plata deja de ser entonces un estudio específico sobre los avatares políticos de tres obras de arte y se convierte en una historia intelectual del presente cubano. Pero una historia intelectual que, a diferencia de tantas otras, no oculta al sujeto hegemónico de esa cultura -el Estado- sino que lo retrata en sus usos y costumbres más represivos. La presencia del Estado en la cultura cubana es muy visible, en tanto megaempresa cultural y mediática, de la que depende la mayoría de los escritores y artistas. Pero esa misma dependencia conjura las representaciones críticas del poder en la cultura insular.
Ponte hace lo contrario: devuelve el poder a su centro mediático y represivo. Un centro que, al salir de su invisibilidad, pasa a formar parte misma del evento artístico o electrónico. Aquí el poder no es sólo un sujeto aludido en una obra de Carlos Garaicoa o en un post de Yoani Sánchez. Aquí el poder es un lector-censor, un espectador-inquisidor, que tiene la potestad de tolerar al artista y al bloguero, para luego castigarlo por medio de la vigilancia o el vituperio.
Libros del crepúsculo
viernes, 10 de diciembre de 2010
miércoles, 8 de diciembre de 2010
La verdad de lo oscuro
Taurus ha hecho una reimpresión de La oscuridad no miente (2002), el volumen preparado por Ignacio Díaz de la Serna, que dio a conocer por vez primera en castellano los apuntes que dejó Georges Bataille (1897-1962) para la culminación de su Summa Ateológica. Como es sabido, Bataille pensaba completar una serie de cinco libros, dentro de ese gran proyecto intelectual: los tres primeros, La experiencia interior, El culpable y Sobre Nietzsche, se editaron en vida del autor, los otros dos, La pura felicidad y El sistema inacabado del no saber, quedaron inconclusos y conforman los fragmentos reunidos en La oscuridad no miente.
Más de una vez se ha analogado esta gravitación hacia lo fragmentario y lo inconcluso con el gran proyecto de Los pasajes de Walter Benjamin (1892-1940). Habría que insistir, sin embargo, en que la obsesión de Bataille con diversas modalidades de lo oscuro –la muerte, el suicidio, la culpa, el mal, la irracionalidad, el “no saber”…-, sobre todo, al final de su vida, guarda una diferencia sustancial con Benjamin. Para este último, lo oscuro carecía de toda posibilidad epistemológica: la renuncia a la vida era también la renuncia al conocimiento. Bataille, en cambio, no deja nunca de aspirar a la experiencia de la verdad en el no saber.
No estoy seguro de que la diferencia resida, únicamente, en el habitual deslinde entre la formación católica de Bataille y la formación judía de Benjamin o en una figuración discordante del pecado, la culpa y el mal, ya en la madurez laica y, por momentos, atea de ambos. Habría que indagar más sobre los distintos itinerarios filosóficos y biográficos de uno y otro, en sus lecturas divergentes de Hegel y Nietzsche y, sobre todo, en sus similares y, a la vez, no idénticas aproximaciones a la literatura y el arte. He ahí unas vidas paralelas todavía no escritas: Benjamin y Bataille.
Más de una vez se ha analogado esta gravitación hacia lo fragmentario y lo inconcluso con el gran proyecto de Los pasajes de Walter Benjamin (1892-1940). Habría que insistir, sin embargo, en que la obsesión de Bataille con diversas modalidades de lo oscuro –la muerte, el suicidio, la culpa, el mal, la irracionalidad, el “no saber”…-, sobre todo, al final de su vida, guarda una diferencia sustancial con Benjamin. Para este último, lo oscuro carecía de toda posibilidad epistemológica: la renuncia a la vida era también la renuncia al conocimiento. Bataille, en cambio, no deja nunca de aspirar a la experiencia de la verdad en el no saber.
No estoy seguro de que la diferencia resida, únicamente, en el habitual deslinde entre la formación católica de Bataille y la formación judía de Benjamin o en una figuración discordante del pecado, la culpa y el mal, ya en la madurez laica y, por momentos, atea de ambos. Habría que indagar más sobre los distintos itinerarios filosóficos y biográficos de uno y otro, en sus lecturas divergentes de Hegel y Nietzsche y, sobre todo, en sus similares y, a la vez, no idénticas aproximaciones a la literatura y el arte. He ahí unas vidas paralelas todavía no escritas: Benjamin y Bataille.
martes, 7 de diciembre de 2010
La vida alcanza
Antes que novelista o guionista, el escritor cubano exiliado en México, Eliseo Alberto (La Habana, 1951), fue cronista. Cada cierto tiempo, esos orígenes vuelven por sus fueros en la ya extensa obra del autor de Informe contra mí mismo y Caracol Beach.
Como muchos escritores, Eliseo Alberto se gana la vida escribiendo para periódicos. Pero escribir para vivir, como decía Karl Kraus, otro gran cronista, se invierte con los años en un vivir para escribir. La crónica se vuelve un género vital, necesario para que el escritor respire.
Tal vez por eso es en la crónica donde la respiración del escritor se muestra con mayor nitidez. Son esas páginas veloces, que saltan de situación en situación, de silueta en silueta, de imagen en imagen, las que mejor exponen el trasfondo de un estilo que, en la prosa de ficción, busca siempre ocultarse, con o sin éxito.
La editorial Cal y Arena, en la Ciudad de México, ha recogido las últimas crónicas y artículos de Eliseo Alberto en el periódico Milenio. El título es irremplazable, La vida alcanza, y el presentador, también. Nadie mejor que un periodista tan profesional como Rubén Cortés para hacer el prólogo a este nuevo volumen de Lichi.
Queremos tanto a Lichi
En una ocasión, Lichi había llegado al aeropuerto de la Ciudad de México para tomar un avión a Italia. Pero la empleada del mostrador de la aerolínea le informó que no podía volar porque el boleto estaba a nombre de Eliseo Alberto y el que aparecía en el pasaporte que él le acababa de entregar era Eliseo Alberto de Diego García-Marruz.
—Muy bien. Muchas gracias —respondió Lichi y se dispuso
a marcharse.
—Oiga, pero ¿se va así nomás? ¡Así nomás! —exclamó
la mujer, sorprendida ante la única persona del mundo que
no insistía en subir a un avión.
—Usted dice que no puedo viajar. Le agradezco mucho
—insistió Lichi con su voz apagada de asmático sin asma.
Otro, habría increpado a la empleada, llamado al gerente
de la línea aérea o se habría puesto a reclamar sus derechos.
Yo, por ejemplo, podría haberle apretado el cuello. Hombre,
¡Italia! Comerme una verdadera pizza Margarita en la tratoría
Al Fontanone, del Trastevere, o extraviarme entre las 8
serpenteantes y oscuras callejuelas de Capri, para hallarme
de pronto delante de un patio con emparrados de uvas aterciopeladas
y salpicado de tomates rojos, con sábanas blancas
tendidas al sol argentado del Mediterráneo.
Sin embargo, Lichi dio vuelta y se alejó del mostrador
hasta que la mujer, atónita, corrió a buscarlo, vencida ante el
sometimiento de aquel hombre extraño. En sus dos décadas
de operaria del aeropuerto jamás había conocido a alguien
que aceptara con mansedumbre su descarga de rigor burocrático.
—Disculpe mi actitud, señor. Puede usted pasar.
Por favor —le rogó.
Sólo entonces, el mejor novelista cubano del exilio, Premio
Alfaguara de 1998 y autor de Informe contra mí mismo,
accedió, muy a su pesar, a avanzar a la sala de espera y disponerse
a volar doce horas sobre el Océano Atlántico.
¿Por qué Eliseo Alberto había admitido, sin más, el argumento
de la empleada? ¿Por disciplina social? ¿Porque tenía
miedo a volar en avión? ¿Porque no quería viajar a Italia?
Nada de eso. Sólo era una persona para quien toda la
gloria del mundo cabía en un grano de maíz, el legado martiano
que había mamado en Villaberta, su casa de profunda
raigambre cubana en Arroyo Naranjo, en las afueras de La
Habana, la misma donde su tío abuelo Eliseo conversaba con
el generalísimo Máximo Gómez, quien llegaba hasta allí, ya
muy anciano, atravesando a caballo los potreros, desde su
residencia en la Quinta de Los Molinos.
Y porque había escogido un mundo propio donde vivir,
un entorno alejado de los cabildeos políticos de Cuba
y Miami, de las cofradías culturales y de los compadreos literarios…
un universo transparente como un vaso de agua
fresca y que resultaba el único en el que se sentía feliz.
Porque todo lo que deseaba aquella tarde brumosa de
la Ciudad de México era regresar a su departamento de la
sureña colonia Del Valle, frente al Parque Hundido, para
continuar una escena justo donde la había dejado para irse
a Europa: Luna, su perrita cocker spaniel, dormida sobre
sus costillas y él sesteando en un sofá después de dar cuenta
de un tamal en cazuela con manteca de puerco, que
había cocinado ese día para el pintor Pedro Luis Rodríguez
Peyi, el musicólogo Carlitos Olivares, su hija María José y
para mí.
“La patria es un plato de comida”, solía decir. “Yo me
como mi país todos los días. Sus frijoles negros, su yuca
con mojo, y una cosa que se come San Pedro en el cielo:
tamal en cazuela”.
—¿Por qué come eso San Pedro? —le preguntó una vez
el escritor español Juan Cruz.
—Porque sabe... porque tiene buen gusto, y porque ése
es un plato que une a la familia.
En otra ocasión, debía de volar a Tenerife, vía Madrid,
para impartir un curso sobre guiones cinematográficos y
presentar su novela El retablo del Conde Eros. Tenía que estar
en el aeropuerto a las cinco de la tarde, pero a las cuatro y
media aún se encontraba en su departamento —con Luna en
su regazo— en el entresueño del sofá, Peyi dándole masajes
en su pie accidentado años atrás, Carlitos y yo leyendo por
turnos, para él y en voz alta. Hasta que todos, menos él,
reparamos en que era tardísimo.
—Lichito, se te va el avión.
—Lichi, dale viejo.
—Salvaje, coño.
Pero no quería irse. Salir de su casa significaba darse de bruces
con lo que él llamaba “la soledad más espantosa del mundo”,
aquella que combatía “con una espada y acompañado de
una tropa de amigos: es decir, cuatro o cinco. Suficientes”.
Porque Lichi es dueño, como pocos, de esa condición
tan particularmente cubana de ser amigo de sus amigos,
para quienes empieza a preparar desde la madrugada y con
delectación de artista, unos platos laboriosos, como el tamal
en cazuela de sus delicias, que lo obliga a quitarle las hojas
a quince mazorcas, picar doce tomates, una cebolla, un ají,
dos dientes de ajo y moler media cucharadita de pimienta,
además de tener a punto casi dos libras de manteca y una
de carne de puerco, y una naranja agria.
Después tiene que rallar las mazorcas, poner las tusas
en una cazuela con agua, exprimirlas bien para sacarles la
leche, añadirles el maíz rallado y pasarlo por un jibe. Luego,
calentar la manteca en una paila, sofreír la carne hasta
dorarla, rociarle el jugo de la naranja agria, revolverla bien,
ponerla a escurrir y reservarla en una fuente; embutir en la
manteca los tomates, las cebollas, el ají, los dientes de ajo y
sofreírlos; echarle el maíz rallado y la carne de puerco, cocinarlo
todo con mucha candela hasta que hierva, y entonces
volver a reducirle el fuego para sazonarlo con la pimienta
molida y un poco de sal, revolver con una paleta de madera
y cocinar hasta que quede bien cuajado.
Lichi lo prepara por el gusto de disfrutar, a mediodía,
la manera en que sus amigos se lo comen, con una rara mezcla
de paladar rumboso y ojos tristes. Porque son platos felices,
pero condimentados con una nostalgia de sabores idos, que
sólo existen en el ánfora mitológica de sus manos de cubano
de la tradición más pura: embocaduras que te remueven las
lágrimas con un sentimiento de vergel extinguido, acunadas
por el alma fabulante de su cocinero, que cuenta y cuenta
historias, mientras mira cómo se los devoran, pues él casi
siempre tiene apetito de gorrión.
Pero aquella tarde en que debía de volar a Tenerife, vía
Madrid, fue sólo después de mucha insistencia que decidió
vestirse, cepillarse los dientes, echarse colonia… todavía tardó
un rato en llamar un taxi para que lo llevara al aeropuerto.
Pero no habría problemas. Nadie tenía su buena fortuna: era
la única persona por quien aguardaban los aviones. Mientras
todo el mundo tenía que llegar tres horas antes de abordar
la nave, él llegaba cuando quería y siempre lo esperaban.
Durante el vuelo, le tocó sentarse junto a una niña de
cinco años.
—Hola —lo saludó ella.
—Hola, corazón.
—Tienes sueño.
—Sí, corazón.
—Duérmete, que yo te voy a cuidar. Pero tienes que
taparte la cabeza con la manta. ¿Quieres que te despierte
cuando lleguemos a España?
—Muy bien —aceptó, cubriéndose según le pedía la
niña, pero a sabiendas de que no pegaría las pestañas durante
todo el viaje. Jamás había podido dormir en los aviones.
—Despierta. Ya despierta —escuchaba que le hablaban,
como desde el fondo de una botella, y le tocaban suavemente
una mejilla.
Abrió los ojos y vio la cara risueña de la niña. El avión
carreteaba por la pista en el aeropuerto de Barajas. Había
dormido doce horas seguidas. La primera oportunidad en
que conciliaba el sueño entre las nubes.
De hecho, uno de los párrafos mejor logrados de El retablo
del Conde Eros tenía que ver con el sueño:
Durmió en paz, arrullado por un sonido que en la vigilia
del entresueño lo aquietaba con la delicadeza de una canción
de cuna. Había olvidado que en plena oscuridad, cuando la
brisa sacude la fronda de un aguacate, las hojas pegan unas
contra otras y entonces suenan como castañuelas de hojalata.
El retablo…, una comedia humana de la Cuba anterior
al comunismo: 225 páginas escritas en un español bello y
cuidado, que encarnaba una cualidad esencial exigida en toda
escritura, desde una carta de novios hasta una solicitud de
empleo: que el goce de escribir sea gozoso al ser leído.
Lichi es un buen ajedrecista que, incluso, ha enfrentado
a grandes maestros: la tarde del 10 de febrero de 2006 jugó
contra el búlgaro campeón mundial Vaselin Tupalov, durante
una simultánea en el Zócalo de la Ciudad de México, en la
que participaron otros 39 jugadores, entre ellos sus amigos
escritores Vicente Leñero, Homero Aridjis y Daniel Sada.
Ser ajedrecista le dio la clave para lanzar el resto en
aquella novela, con una arriesgada apertura estilo Reti, pues
al igual que el afamado jugador húngaro cuando venció a Capablanca
en el torneo de Nueva York en 1924, en El retablo…
Lichi descubría desde el arranque su estrategia al lector, y lo
alertaba, sin enroques, acerca de lo que venía: un actor volvía
a Cuba tras veinticinco años de ausencia para cumplirle
una prome sa a su hijo, estrenar una obra de teatro y ahorcarse
al final.
¿Funcionaba el riesgo? Sí. Lichi ya lo había demostrado
antes en Caracol Beach y en su texto insignia, Informe contra
mí mismo, que decía en su histórica primera línea: “El
primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales
de 1978”.
Pero la advertencia de El retablo… atrapa al lector en una
suma de casualidades, como si en lugar de leer observase a
través de un caleidoscopio para descubrir un inventario de
personajes que viven contra la pared y apegados a la mentira:
Julián Dalmau, un actor exitoso reconocido por las marcas
de viruela en el rostro y no por sus cualidades histriónicas;
Zamorinni, un ponchero aficionado a la ópera y que sólo
canta en el patio de su taller… individuos lastimados, vendidos
cuando eran niños, violados, abandonados.
¿Vale la pena leer tanta tragedia en medio de una realidad
ya de por sí tormentosa? Por supuesto que sí.
Alejo Carpentier había hecho un estilo literario de la
erudición, Guillermo Cabrera Infante de la exploración de las
posibilidades de la manera de hablar “en cubano”, y Pedro
Juan Gutiérrez de la sordidez de la vida en Centro Habana.
Lichi lo había conseguido con la tristeza, desde que, en La
eternidad por fin comienza un lunes, Asdrúbal el mago nunca
se sintió más viejo que el domingo en que murió el león de
la Metro Goldwyn Mayer.
En Lichi no se lee la melancolía como un sentimiento
débil, sino como algo que puede mover a grandes acciones,
como el Conde Eros, que advierte que, entre la espada y la
pared, hay que escoger la espada. Y con la espada se combate,
aun desde la pena, frente “a la soledad espantosa del
mundo”.
Lo reafirmó más tarde con Esther en alguna parte, una
novela de 198 páginas, en la que Lino Catalá le confiesa a
Maruja Sánchez que la quiere tanto que le gusta hasta verla
envejecer. Pero el mérito de su escuela literaria consiste en
describir una tristeza inteligente, que mueve a la reflexión, no
al sentimiento aciago y vacío, que en otros autores conduce
a los personajes a la lástima. O a pegarse un tiro.
Esther… se enmarca en una Habana sombría —pero sin
jineteras, pingueros o calamidades políticas—, habitada por
gente digna dentro de su pobreza, empeñada en querer ser
mejor cada día y amar en medio de la miseria, personificada
en Lino Catalá y Larry Po, dos viejos acabados, pero con
unas ganas locas de empezar otra vez, aun cuando a uno
se le ha muerto la mujer el día anterior y el otro es un fracasado
extra de televisión, a dos semanas de morir de un
infarto en el rellano de una escalera lóbrega.
Lino, quien usa pañales de papel periódico porque sufre
de incontinencia urinaria y carece de dinero para comprar
pañales industriales, y Larry, con sus pantalones de rombos
y tirantes, enseñan, sin aspavientos, que existe la amistad a
primera vista y que, también, puede ser un romance.
Lichi lo consigue con una armonía de la palabra escrita
que parece sonar a arpegios de guitarra y que se inspira en
las vivencias más variadas, como la de una plaga de hormigas
que se comía las arecas de su departamento. Muchas
veces llegamos mi hijo Santino y yo para escuchar de su
viva voz los párrafos más recientes de Esther… y debimos
esperar a que Lichi terminara de observar el ir y venir de los
bichos: aquello lo distraía al igual que a su padre, el gran
poeta Eliseo Diego, las legiones de soldaditos de plomo con
las que solía jugar hasta que lo sorprendió la muerte, a los
setenta años, el primero de marzo de 1994 en su casa de
la Ciudad de México.
Una tarde fumigué la planta a escondidas y las hormigas
murieron. Pero después tuve un rapto de miedo: me alarmó
pensar que ya, con las arecas saludables y abrillantadas por
los soles del mediodía, Lichi dejara de ser el escritor de la
tristeza. Y de la dignidad de los cubanos.
* * *
A veces lo que sucede en un único día puede cambiar el
curso de una vida. A Lichi le sucedió una tarde de finales de
los años ochentas, en su casa de la barriada habanera de El
Vedado. Estaba acodado en una ventana, mirando a su hija
María José con unas amiguitas, la negrita Másica y la mulatica
Nievecita. Jugaban a la escuelita y se alternaban para
hacer de maestra y alumnas. Las tres tenían cinco años.
En su turno, Másica la emprendió contra María José:
—A ver tú, blanquita desteñida, siéntate bien carajo
—gritó enfurecida y, de corrido, le espantó un par de bofetadas
por “mal portada”.
María José soportó la andanada, que era parte del divertimiento,
y esperó su oportunidad.
—Tú, negrita cabeza de fósforo, estás castigada por no
hacer la tarea —le abroncó a Másica, para inmediatamente
aporrearla como si fuera una boxeadora.
Espantado, Lichi no esperó la tanda de Nievecita y detuvo
el juego. Más tarde, todavía acodado en la ventana, tomó
una decisión de vida: quería cambiar de aires, asentarse en
otro lugar, hacer, a fin de cuentas, lo que a lo largo de un
par de siglos hicieron, por diferentes causas, algunos de los
grandes intelectuales cubanos, desde el maestro José Martí
hasta el novelista Alejo Carpentier, pasando por el poeta Nicolás
Guillén, el pintor Wifredo Lam, los escritores Guillermo
Cabrera Infante, Jesús Díaz, el músico Ernesto Lecuona y
decenas más.
Lo decidió antes de que viniera la noche: él era de quienes,
con la caída del sol, perdían toda fuerza para decidir
sobre asuntos importantes. “No tomes decisiones por las
noches”, le aconsejaba su abuela paterna, que era una anciana
sabia y sorda.
Nadie como él amaba a Cuba, pero no era de quienes
la idealizaban. Su explicación más básica de lo que era la
isla resultaba todo menos mítica: Cuba es una pequeña isla
del Caribe llena de negros y de blancos, que tocan maraca,
que juegan beisbol, les gusta el boxeo, juegan dominó, donde
hace mucho calor, la gente está en la playa y le gusta comer
fruta, eso es Cuba, no se hagan más ilusiones, y qué bueno
que sea así.
Llegó a México, donde encontró todo lo que necesitaba:
otra ventana. Porque Lichi necesita tener delante una ventana
para sentarse a escribir, temprano en la mañana, aún
a oscuras. Frente a la que encontró, surgió la obra más rica
de cualquier escritor cubano de la diáspora que siguió a la
caída del Muro de Berlín: La eternidad por fin comienza un
lunes, Caracol Beach, La fábula de José, Esther en alguna parte,
finalista Premio Primavera de Novela; El retablo del Conde
Eros, Informe contra mí mismo, Dos cubalibres, Una noche
dentro de la noche, Breve historia del mundo, Del otro lado de
los sueños y un libro para niños, En el jardín del mundo.
No había sido profeta en su tierra. Cristalizó como escritor
en México. En Cuba sólo había escrito los poemarios
Importará el trueno, Las cosas que yo amo y Un instante en
cada cosa; la novela juvenil La fogata roja y, eso sí, muchísimos
guiones de cine y televisión, entre otros el de la película
Guantanamera (1997), dirigida por Tomás Gutiérrez Alea.
Por lo mismo, Cuba fue volviéndose cada vez más para
él un estado de ánimo, una masa reconocible casi solamente
en sus letras, sus guayaberas blancas, azules y oscuras, en
el olor del orégano y el cilantro de sus frijoles negros, en el
estallido de colores de las santabárbaras de Zaida del Río
que colgaban de las paredes de su departamento.
Alguna vez lo explicó: Confieso, no sin tristeza, que cada
día pienso menos en Cuba, cada día los problemas mexicanos
me ganan más... Está bien que así sea porque también soy
mexicano desde el año 2000. El lío va a ser cuando muera,
porque como fantasma me la pasaré volando de la isla a México,
voy a ser un fantasma en medio del Golfo de México.
Pero no dijo toda la verdad. Si un escritor habanero ha
sabido tomarle el pulso a su ciudad, ése es él, a diferencia,
por ejemplo, de Cabrera Infante, quien transmitió una Habana
elegante, de una noche eterna y rutilante de cabarés y
steaks texanos que venían de Camagüey; que tenía el salario
por cabeza más alto de América Latina, con 550 dólares y
era, junto con Viena y Londres, la mayor capital en proporción
de habitantes; que tenía 18 diarios, 32 emisoras de
radio y cinco canales de TV. A su lado, las otras capitales
del Caribe parecían aldeas. Una Habana que, sin embargo,
representaba la desigualdad más atroz de la Cuba anterior
a 1959, pues tenía 600 de los mil dentistas que había en
todo el país; 400 farmacéuticos de 660; 650 enfermeras de
900 y 130 veterinarios de 200.
Lichi, en cambio, evoca una Habana que lo cala hasta
los huesos, un sitio que lo colma de amores, pero donde el
salitre del mar corroe los picaportes de las puertas, la humedad
desconcha la pintura de las paredes, el calor deslava el
color de las fotografías hasta transfigurarlas en sepia aunque
hubiesen sido tomadas en colores con una Leica V-Lux 20;
y las calles y las casas ofrecen un paisaje asolado.
Una ciudad poblada de una tropa absolutamente lichiana,
de seres malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes
virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices
presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos
alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas comemierdas litigantes
anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes
perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos
dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos
casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases
meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes
clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias
buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas: “Ellos,
mi manada”, dice, “van conmigo a todas partes”.
Porque escribe sobre La Habana, como si lo hiciera sentado
en el muro del malecón: viendo de un lado pasar la
vida y del otro pasar los barcos. Y con un equilibrio raro
en un cubano, justo como según él, se prepara un buen
cubalibre, ese trago hecho con dos productos emblemáticos,
uno de Cuba y otro de Estados Unidos, en el que si se te
va la mano con el ron, es una mierda; y si se te pasa de
Coca, de la dependencia, es la misma mierda.
Una Habana que en sus letras parece una mujer bellamente
vestida que, sin embargo, va desnuda. O una mujer
bellamente desnuda que, sin embargo, va vestida.
* * *
Una noche del arranque de 2009 me acosté temprano porque
no tenía mucho que hacer. Andaba en busca de trabajo,
pero eso era de día y sin suerte. En la alta madrugada, me
levanté al baño y vi un parpadeo en la pantalla del teléfono:
marcaba una llamada de Lichi a las 9:25. Raro, pues casi
no usaba el teléfono y jamás a esa hora. Fui a verlo muy
temprano en la mañana. Entré a la penumbra matinal del
departamento y vi a Lichi de pie en medio de su estudio,
llevaba una guayabera azul de mangas cortas. Al instante, un
resorte inmemorial de la raza me hizo intuir la tragedia: una
consulta médica reveló que sus riñones apenas funcionaban
y necesitaba un trasplante con carácter de urgente. Para
contarme eso era la llamada de la noche anterior.
Recordé entonces aquel vuelo a Madrid junto a la niña
que le cuidó el sueño interoceánico: porque Lichi no había
dormido sólo en ese avión, sino que en los últimos años
también en restaurantes, frente a los semáforos mientras
esperaba en el coche el cambio de luces, en el cine, en la
cola del mercado, en el metro, en su casa en medio de los
gritos de sus amigos tras la comida y después de aquel vuelo
a Madrid, desde donde viajó a Tenerife a presentar El retablo
del Conde Eros y se amodorró en los comentarios, y un médico
que estaba allí le dijo que padecía “apnea del sueño”…
Buscando ese diagnóstico a aquellos síntomas silenciosos, fue
luego a una clínica en México y supo que, en realidad, sus
riñones se habían cansado para siempre.
Pero la vida alcanza: eso advierten y eso demuestran los
textos que forman este hermoso libro, una prosa que se va
de corrido (aunque no siempre toque el mismo tema), engarzada
apenas por unos títulos certeros, lacónicos, que él
llama “balazos” y que es el término que usa también para
contar cómo le va en las tres diálisis semanales a las que
se somete en el Hospital General de la Ciudad de México.
En una ocasión nos escribió una nota a sus amigos: Ahora
debo dializarme lunes, miércoles y viernes, de 10 AM a 2 PM,
algo muy parecido a lo que le hacen al Conde Drácula en su
ataúd, allá en los sótanos de su castillo rumano: una infusión
de sangre para seguir vivo —sólo que sin chupadas ni colmillos
ni vampiresas. Esto es duro, hermanos, muy duro. Es como si
te metieran un balazo en el pecho cada 48 horas. Yo resisto
por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable
de no tenerme.
Quiero, debo, necesito, me hace falta repetir la última
línea: Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme
e inconsolable de no tenerme.
Y la repito porque cada uno de esos balazos es un cuchillo
de hielo que entra en mi alma y, nadie me dejará
mentir, en las almas de todos nosotros, que queremos tanto
a Lichi.
Rubén Cortés
Colonia Condesa
Septiembre de 2010
Como muchos escritores, Eliseo Alberto se gana la vida escribiendo para periódicos. Pero escribir para vivir, como decía Karl Kraus, otro gran cronista, se invierte con los años en un vivir para escribir. La crónica se vuelve un género vital, necesario para que el escritor respire.
Tal vez por eso es en la crónica donde la respiración del escritor se muestra con mayor nitidez. Son esas páginas veloces, que saltan de situación en situación, de silueta en silueta, de imagen en imagen, las que mejor exponen el trasfondo de un estilo que, en la prosa de ficción, busca siempre ocultarse, con o sin éxito.
La editorial Cal y Arena, en la Ciudad de México, ha recogido las últimas crónicas y artículos de Eliseo Alberto en el periódico Milenio. El título es irremplazable, La vida alcanza, y el presentador, también. Nadie mejor que un periodista tan profesional como Rubén Cortés para hacer el prólogo a este nuevo volumen de Lichi.
Queremos tanto a Lichi
En una ocasión, Lichi había llegado al aeropuerto de la Ciudad de México para tomar un avión a Italia. Pero la empleada del mostrador de la aerolínea le informó que no podía volar porque el boleto estaba a nombre de Eliseo Alberto y el que aparecía en el pasaporte que él le acababa de entregar era Eliseo Alberto de Diego García-Marruz.
—Muy bien. Muchas gracias —respondió Lichi y se dispuso
a marcharse.
—Oiga, pero ¿se va así nomás? ¡Así nomás! —exclamó
la mujer, sorprendida ante la única persona del mundo que
no insistía en subir a un avión.
—Usted dice que no puedo viajar. Le agradezco mucho
—insistió Lichi con su voz apagada de asmático sin asma.
Otro, habría increpado a la empleada, llamado al gerente
de la línea aérea o se habría puesto a reclamar sus derechos.
Yo, por ejemplo, podría haberle apretado el cuello. Hombre,
¡Italia! Comerme una verdadera pizza Margarita en la tratoría
Al Fontanone, del Trastevere, o extraviarme entre las 8
serpenteantes y oscuras callejuelas de Capri, para hallarme
de pronto delante de un patio con emparrados de uvas aterciopeladas
y salpicado de tomates rojos, con sábanas blancas
tendidas al sol argentado del Mediterráneo.
Sin embargo, Lichi dio vuelta y se alejó del mostrador
hasta que la mujer, atónita, corrió a buscarlo, vencida ante el
sometimiento de aquel hombre extraño. En sus dos décadas
de operaria del aeropuerto jamás había conocido a alguien
que aceptara con mansedumbre su descarga de rigor burocrático.
—Disculpe mi actitud, señor. Puede usted pasar.
Por favor —le rogó.
Sólo entonces, el mejor novelista cubano del exilio, Premio
Alfaguara de 1998 y autor de Informe contra mí mismo,
accedió, muy a su pesar, a avanzar a la sala de espera y disponerse
a volar doce horas sobre el Océano Atlántico.
¿Por qué Eliseo Alberto había admitido, sin más, el argumento
de la empleada? ¿Por disciplina social? ¿Porque tenía
miedo a volar en avión? ¿Porque no quería viajar a Italia?
Nada de eso. Sólo era una persona para quien toda la
gloria del mundo cabía en un grano de maíz, el legado martiano
que había mamado en Villaberta, su casa de profunda
raigambre cubana en Arroyo Naranjo, en las afueras de La
Habana, la misma donde su tío abuelo Eliseo conversaba con
el generalísimo Máximo Gómez, quien llegaba hasta allí, ya
muy anciano, atravesando a caballo los potreros, desde su
residencia en la Quinta de Los Molinos.
Y porque había escogido un mundo propio donde vivir,
un entorno alejado de los cabildeos políticos de Cuba
y Miami, de las cofradías culturales y de los compadreos literarios…
un universo transparente como un vaso de agua
fresca y que resultaba el único en el que se sentía feliz.
Porque todo lo que deseaba aquella tarde brumosa de
la Ciudad de México era regresar a su departamento de la
sureña colonia Del Valle, frente al Parque Hundido, para
continuar una escena justo donde la había dejado para irse
a Europa: Luna, su perrita cocker spaniel, dormida sobre
sus costillas y él sesteando en un sofá después de dar cuenta
de un tamal en cazuela con manteca de puerco, que
había cocinado ese día para el pintor Pedro Luis Rodríguez
Peyi, el musicólogo Carlitos Olivares, su hija María José y
para mí.
“La patria es un plato de comida”, solía decir. “Yo me
como mi país todos los días. Sus frijoles negros, su yuca
con mojo, y una cosa que se come San Pedro en el cielo:
tamal en cazuela”.
—¿Por qué come eso San Pedro? —le preguntó una vez
el escritor español Juan Cruz.
—Porque sabe... porque tiene buen gusto, y porque ése
es un plato que une a la familia.
En otra ocasión, debía de volar a Tenerife, vía Madrid,
para impartir un curso sobre guiones cinematográficos y
presentar su novela El retablo del Conde Eros. Tenía que estar
en el aeropuerto a las cinco de la tarde, pero a las cuatro y
media aún se encontraba en su departamento —con Luna en
su regazo— en el entresueño del sofá, Peyi dándole masajes
en su pie accidentado años atrás, Carlitos y yo leyendo por
turnos, para él y en voz alta. Hasta que todos, menos él,
reparamos en que era tardísimo.
—Lichito, se te va el avión.
—Lichi, dale viejo.
—Salvaje, coño.
Pero no quería irse. Salir de su casa significaba darse de bruces
con lo que él llamaba “la soledad más espantosa del mundo”,
aquella que combatía “con una espada y acompañado de
una tropa de amigos: es decir, cuatro o cinco. Suficientes”.
Porque Lichi es dueño, como pocos, de esa condición
tan particularmente cubana de ser amigo de sus amigos,
para quienes empieza a preparar desde la madrugada y con
delectación de artista, unos platos laboriosos, como el tamal
en cazuela de sus delicias, que lo obliga a quitarle las hojas
a quince mazorcas, picar doce tomates, una cebolla, un ají,
dos dientes de ajo y moler media cucharadita de pimienta,
además de tener a punto casi dos libras de manteca y una
de carne de puerco, y una naranja agria.
Después tiene que rallar las mazorcas, poner las tusas
en una cazuela con agua, exprimirlas bien para sacarles la
leche, añadirles el maíz rallado y pasarlo por un jibe. Luego,
calentar la manteca en una paila, sofreír la carne hasta
dorarla, rociarle el jugo de la naranja agria, revolverla bien,
ponerla a escurrir y reservarla en una fuente; embutir en la
manteca los tomates, las cebollas, el ají, los dientes de ajo y
sofreírlos; echarle el maíz rallado y la carne de puerco, cocinarlo
todo con mucha candela hasta que hierva, y entonces
volver a reducirle el fuego para sazonarlo con la pimienta
molida y un poco de sal, revolver con una paleta de madera
y cocinar hasta que quede bien cuajado.
Lichi lo prepara por el gusto de disfrutar, a mediodía,
la manera en que sus amigos se lo comen, con una rara mezcla
de paladar rumboso y ojos tristes. Porque son platos felices,
pero condimentados con una nostalgia de sabores idos, que
sólo existen en el ánfora mitológica de sus manos de cubano
de la tradición más pura: embocaduras que te remueven las
lágrimas con un sentimiento de vergel extinguido, acunadas
por el alma fabulante de su cocinero, que cuenta y cuenta
historias, mientras mira cómo se los devoran, pues él casi
siempre tiene apetito de gorrión.
Pero aquella tarde en que debía de volar a Tenerife, vía
Madrid, fue sólo después de mucha insistencia que decidió
vestirse, cepillarse los dientes, echarse colonia… todavía tardó
un rato en llamar un taxi para que lo llevara al aeropuerto.
Pero no habría problemas. Nadie tenía su buena fortuna: era
la única persona por quien aguardaban los aviones. Mientras
todo el mundo tenía que llegar tres horas antes de abordar
la nave, él llegaba cuando quería y siempre lo esperaban.
Durante el vuelo, le tocó sentarse junto a una niña de
cinco años.
—Hola —lo saludó ella.
—Hola, corazón.
—Tienes sueño.
—Sí, corazón.
—Duérmete, que yo te voy a cuidar. Pero tienes que
taparte la cabeza con la manta. ¿Quieres que te despierte
cuando lleguemos a España?
—Muy bien —aceptó, cubriéndose según le pedía la
niña, pero a sabiendas de que no pegaría las pestañas durante
todo el viaje. Jamás había podido dormir en los aviones.
—Despierta. Ya despierta —escuchaba que le hablaban,
como desde el fondo de una botella, y le tocaban suavemente
una mejilla.
Abrió los ojos y vio la cara risueña de la niña. El avión
carreteaba por la pista en el aeropuerto de Barajas. Había
dormido doce horas seguidas. La primera oportunidad en
que conciliaba el sueño entre las nubes.
De hecho, uno de los párrafos mejor logrados de El retablo
del Conde Eros tenía que ver con el sueño:
Durmió en paz, arrullado por un sonido que en la vigilia
del entresueño lo aquietaba con la delicadeza de una canción
de cuna. Había olvidado que en plena oscuridad, cuando la
brisa sacude la fronda de un aguacate, las hojas pegan unas
contra otras y entonces suenan como castañuelas de hojalata.
El retablo…, una comedia humana de la Cuba anterior
al comunismo: 225 páginas escritas en un español bello y
cuidado, que encarnaba una cualidad esencial exigida en toda
escritura, desde una carta de novios hasta una solicitud de
empleo: que el goce de escribir sea gozoso al ser leído.
Lichi es un buen ajedrecista que, incluso, ha enfrentado
a grandes maestros: la tarde del 10 de febrero de 2006 jugó
contra el búlgaro campeón mundial Vaselin Tupalov, durante
una simultánea en el Zócalo de la Ciudad de México, en la
que participaron otros 39 jugadores, entre ellos sus amigos
escritores Vicente Leñero, Homero Aridjis y Daniel Sada.
Ser ajedrecista le dio la clave para lanzar el resto en
aquella novela, con una arriesgada apertura estilo Reti, pues
al igual que el afamado jugador húngaro cuando venció a Capablanca
en el torneo de Nueva York en 1924, en El retablo…
Lichi descubría desde el arranque su estrategia al lector, y lo
alertaba, sin enroques, acerca de lo que venía: un actor volvía
a Cuba tras veinticinco años de ausencia para cumplirle
una prome sa a su hijo, estrenar una obra de teatro y ahorcarse
al final.
¿Funcionaba el riesgo? Sí. Lichi ya lo había demostrado
antes en Caracol Beach y en su texto insignia, Informe contra
mí mismo, que decía en su histórica primera línea: “El
primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales
de 1978”.
Pero la advertencia de El retablo… atrapa al lector en una
suma de casualidades, como si en lugar de leer observase a
través de un caleidoscopio para descubrir un inventario de
personajes que viven contra la pared y apegados a la mentira:
Julián Dalmau, un actor exitoso reconocido por las marcas
de viruela en el rostro y no por sus cualidades histriónicas;
Zamorinni, un ponchero aficionado a la ópera y que sólo
canta en el patio de su taller… individuos lastimados, vendidos
cuando eran niños, violados, abandonados.
¿Vale la pena leer tanta tragedia en medio de una realidad
ya de por sí tormentosa? Por supuesto que sí.
Alejo Carpentier había hecho un estilo literario de la
erudición, Guillermo Cabrera Infante de la exploración de las
posibilidades de la manera de hablar “en cubano”, y Pedro
Juan Gutiérrez de la sordidez de la vida en Centro Habana.
Lichi lo había conseguido con la tristeza, desde que, en La
eternidad por fin comienza un lunes, Asdrúbal el mago nunca
se sintió más viejo que el domingo en que murió el león de
la Metro Goldwyn Mayer.
En Lichi no se lee la melancolía como un sentimiento
débil, sino como algo que puede mover a grandes acciones,
como el Conde Eros, que advierte que, entre la espada y la
pared, hay que escoger la espada. Y con la espada se combate,
aun desde la pena, frente “a la soledad espantosa del
mundo”.
Lo reafirmó más tarde con Esther en alguna parte, una
novela de 198 páginas, en la que Lino Catalá le confiesa a
Maruja Sánchez que la quiere tanto que le gusta hasta verla
envejecer. Pero el mérito de su escuela literaria consiste en
describir una tristeza inteligente, que mueve a la reflexión, no
al sentimiento aciago y vacío, que en otros autores conduce
a los personajes a la lástima. O a pegarse un tiro.
Esther… se enmarca en una Habana sombría —pero sin
jineteras, pingueros o calamidades políticas—, habitada por
gente digna dentro de su pobreza, empeñada en querer ser
mejor cada día y amar en medio de la miseria, personificada
en Lino Catalá y Larry Po, dos viejos acabados, pero con
unas ganas locas de empezar otra vez, aun cuando a uno
se le ha muerto la mujer el día anterior y el otro es un fracasado
extra de televisión, a dos semanas de morir de un
infarto en el rellano de una escalera lóbrega.
Lino, quien usa pañales de papel periódico porque sufre
de incontinencia urinaria y carece de dinero para comprar
pañales industriales, y Larry, con sus pantalones de rombos
y tirantes, enseñan, sin aspavientos, que existe la amistad a
primera vista y que, también, puede ser un romance.
Lichi lo consigue con una armonía de la palabra escrita
que parece sonar a arpegios de guitarra y que se inspira en
las vivencias más variadas, como la de una plaga de hormigas
que se comía las arecas de su departamento. Muchas
veces llegamos mi hijo Santino y yo para escuchar de su
viva voz los párrafos más recientes de Esther… y debimos
esperar a que Lichi terminara de observar el ir y venir de los
bichos: aquello lo distraía al igual que a su padre, el gran
poeta Eliseo Diego, las legiones de soldaditos de plomo con
las que solía jugar hasta que lo sorprendió la muerte, a los
setenta años, el primero de marzo de 1994 en su casa de
la Ciudad de México.
Una tarde fumigué la planta a escondidas y las hormigas
murieron. Pero después tuve un rapto de miedo: me alarmó
pensar que ya, con las arecas saludables y abrillantadas por
los soles del mediodía, Lichi dejara de ser el escritor de la
tristeza. Y de la dignidad de los cubanos.
* * *
A veces lo que sucede en un único día puede cambiar el
curso de una vida. A Lichi le sucedió una tarde de finales de
los años ochentas, en su casa de la barriada habanera de El
Vedado. Estaba acodado en una ventana, mirando a su hija
María José con unas amiguitas, la negrita Másica y la mulatica
Nievecita. Jugaban a la escuelita y se alternaban para
hacer de maestra y alumnas. Las tres tenían cinco años.
En su turno, Másica la emprendió contra María José:
—A ver tú, blanquita desteñida, siéntate bien carajo
—gritó enfurecida y, de corrido, le espantó un par de bofetadas
por “mal portada”.
María José soportó la andanada, que era parte del divertimiento,
y esperó su oportunidad.
—Tú, negrita cabeza de fósforo, estás castigada por no
hacer la tarea —le abroncó a Másica, para inmediatamente
aporrearla como si fuera una boxeadora.
Espantado, Lichi no esperó la tanda de Nievecita y detuvo
el juego. Más tarde, todavía acodado en la ventana, tomó
una decisión de vida: quería cambiar de aires, asentarse en
otro lugar, hacer, a fin de cuentas, lo que a lo largo de un
par de siglos hicieron, por diferentes causas, algunos de los
grandes intelectuales cubanos, desde el maestro José Martí
hasta el novelista Alejo Carpentier, pasando por el poeta Nicolás
Guillén, el pintor Wifredo Lam, los escritores Guillermo
Cabrera Infante, Jesús Díaz, el músico Ernesto Lecuona y
decenas más.
Lo decidió antes de que viniera la noche: él era de quienes,
con la caída del sol, perdían toda fuerza para decidir
sobre asuntos importantes. “No tomes decisiones por las
noches”, le aconsejaba su abuela paterna, que era una anciana
sabia y sorda.
Nadie como él amaba a Cuba, pero no era de quienes
la idealizaban. Su explicación más básica de lo que era la
isla resultaba todo menos mítica: Cuba es una pequeña isla
del Caribe llena de negros y de blancos, que tocan maraca,
que juegan beisbol, les gusta el boxeo, juegan dominó, donde
hace mucho calor, la gente está en la playa y le gusta comer
fruta, eso es Cuba, no se hagan más ilusiones, y qué bueno
que sea así.
Llegó a México, donde encontró todo lo que necesitaba:
otra ventana. Porque Lichi necesita tener delante una ventana
para sentarse a escribir, temprano en la mañana, aún
a oscuras. Frente a la que encontró, surgió la obra más rica
de cualquier escritor cubano de la diáspora que siguió a la
caída del Muro de Berlín: La eternidad por fin comienza un
lunes, Caracol Beach, La fábula de José, Esther en alguna parte,
finalista Premio Primavera de Novela; El retablo del Conde
Eros, Informe contra mí mismo, Dos cubalibres, Una noche
dentro de la noche, Breve historia del mundo, Del otro lado de
los sueños y un libro para niños, En el jardín del mundo.
No había sido profeta en su tierra. Cristalizó como escritor
en México. En Cuba sólo había escrito los poemarios
Importará el trueno, Las cosas que yo amo y Un instante en
cada cosa; la novela juvenil La fogata roja y, eso sí, muchísimos
guiones de cine y televisión, entre otros el de la película
Guantanamera (1997), dirigida por Tomás Gutiérrez Alea.
Por lo mismo, Cuba fue volviéndose cada vez más para
él un estado de ánimo, una masa reconocible casi solamente
en sus letras, sus guayaberas blancas, azules y oscuras, en
el olor del orégano y el cilantro de sus frijoles negros, en el
estallido de colores de las santabárbaras de Zaida del Río
que colgaban de las paredes de su departamento.
Alguna vez lo explicó: Confieso, no sin tristeza, que cada
día pienso menos en Cuba, cada día los problemas mexicanos
me ganan más... Está bien que así sea porque también soy
mexicano desde el año 2000. El lío va a ser cuando muera,
porque como fantasma me la pasaré volando de la isla a México,
voy a ser un fantasma en medio del Golfo de México.
Pero no dijo toda la verdad. Si un escritor habanero ha
sabido tomarle el pulso a su ciudad, ése es él, a diferencia,
por ejemplo, de Cabrera Infante, quien transmitió una Habana
elegante, de una noche eterna y rutilante de cabarés y
steaks texanos que venían de Camagüey; que tenía el salario
por cabeza más alto de América Latina, con 550 dólares y
era, junto con Viena y Londres, la mayor capital en proporción
de habitantes; que tenía 18 diarios, 32 emisoras de
radio y cinco canales de TV. A su lado, las otras capitales
del Caribe parecían aldeas. Una Habana que, sin embargo,
representaba la desigualdad más atroz de la Cuba anterior
a 1959, pues tenía 600 de los mil dentistas que había en
todo el país; 400 farmacéuticos de 660; 650 enfermeras de
900 y 130 veterinarios de 200.
Lichi, en cambio, evoca una Habana que lo cala hasta
los huesos, un sitio que lo colma de amores, pero donde el
salitre del mar corroe los picaportes de las puertas, la humedad
desconcha la pintura de las paredes, el calor deslava el
color de las fotografías hasta transfigurarlas en sepia aunque
hubiesen sido tomadas en colores con una Leica V-Lux 20;
y las calles y las casas ofrecen un paisaje asolado.
Una ciudad poblada de una tropa absolutamente lichiana,
de seres malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes
virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices
presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos
alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas comemierdas litigantes
anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes
perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos
dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos
casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases
meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes
clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias
buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas: “Ellos,
mi manada”, dice, “van conmigo a todas partes”.
Porque escribe sobre La Habana, como si lo hiciera sentado
en el muro del malecón: viendo de un lado pasar la
vida y del otro pasar los barcos. Y con un equilibrio raro
en un cubano, justo como según él, se prepara un buen
cubalibre, ese trago hecho con dos productos emblemáticos,
uno de Cuba y otro de Estados Unidos, en el que si se te
va la mano con el ron, es una mierda; y si se te pasa de
Coca, de la dependencia, es la misma mierda.
Una Habana que en sus letras parece una mujer bellamente
vestida que, sin embargo, va desnuda. O una mujer
bellamente desnuda que, sin embargo, va vestida.
* * *
Una noche del arranque de 2009 me acosté temprano porque
no tenía mucho que hacer. Andaba en busca de trabajo,
pero eso era de día y sin suerte. En la alta madrugada, me
levanté al baño y vi un parpadeo en la pantalla del teléfono:
marcaba una llamada de Lichi a las 9:25. Raro, pues casi
no usaba el teléfono y jamás a esa hora. Fui a verlo muy
temprano en la mañana. Entré a la penumbra matinal del
departamento y vi a Lichi de pie en medio de su estudio,
llevaba una guayabera azul de mangas cortas. Al instante, un
resorte inmemorial de la raza me hizo intuir la tragedia: una
consulta médica reveló que sus riñones apenas funcionaban
y necesitaba un trasplante con carácter de urgente. Para
contarme eso era la llamada de la noche anterior.
Recordé entonces aquel vuelo a Madrid junto a la niña
que le cuidó el sueño interoceánico: porque Lichi no había
dormido sólo en ese avión, sino que en los últimos años
también en restaurantes, frente a los semáforos mientras
esperaba en el coche el cambio de luces, en el cine, en la
cola del mercado, en el metro, en su casa en medio de los
gritos de sus amigos tras la comida y después de aquel vuelo
a Madrid, desde donde viajó a Tenerife a presentar El retablo
del Conde Eros y se amodorró en los comentarios, y un médico
que estaba allí le dijo que padecía “apnea del sueño”…
Buscando ese diagnóstico a aquellos síntomas silenciosos, fue
luego a una clínica en México y supo que, en realidad, sus
riñones se habían cansado para siempre.
Pero la vida alcanza: eso advierten y eso demuestran los
textos que forman este hermoso libro, una prosa que se va
de corrido (aunque no siempre toque el mismo tema), engarzada
apenas por unos títulos certeros, lacónicos, que él
llama “balazos” y que es el término que usa también para
contar cómo le va en las tres diálisis semanales a las que
se somete en el Hospital General de la Ciudad de México.
En una ocasión nos escribió una nota a sus amigos: Ahora
debo dializarme lunes, miércoles y viernes, de 10 AM a 2 PM,
algo muy parecido a lo que le hacen al Conde Drácula en su
ataúd, allá en los sótanos de su castillo rumano: una infusión
de sangre para seguir vivo —sólo que sin chupadas ni colmillos
ni vampiresas. Esto es duro, hermanos, muy duro. Es como si
te metieran un balazo en el pecho cada 48 horas. Yo resisto
por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable
de no tenerme.
Quiero, debo, necesito, me hace falta repetir la última
línea: Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme
e inconsolable de no tenerme.
Y la repito porque cada uno de esos balazos es un cuchillo
de hielo que entra en mi alma y, nadie me dejará
mentir, en las almas de todos nosotros, que queremos tanto
a Lichi.
Rubén Cortés
Colonia Condesa
Septiembre de 2010
domingo, 5 de diciembre de 2010
La Cuba del stand
Llevo más de una década visitando la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en la mayoría de las ocasiones, para asistir a lanzamientos y debates relacionados con la historia o la literatura mexicanas. Aún así, nunca dejo de visitar el stand de Cuba en dicho foro, el más importante de las letras iberoamericanas. Con esa experiencia de más de diez años puedo afirmar que a diferencia de la mayoría de los espacios de las grandes editoriales de la lengua o de los medianos o pequeños estados de América Latina, que asisten a Guadalajara, el stand de Cuba no cambia.
Los rostros que predominan en el rincón cubano de la Feria son siempre los mismos y son dos: Fidel Castro y el Che Guevara. Grandes carteles, decenas de libros, DVDs, CDs de ambos y sobre ambos. Antologías de poetas y músicos que cantan a la Revolución y al Socialismo y, también, a sus dos emblemas, Fidel y el Che, flanquedas por una burda explotación turística de la música popular y las religiones afrocubanas.
El paseante de la Feria, que ha recorrido los espacios del Fondo de Cultura Económica, de Tusquets, de Anagrama o de Santillana, con imágenes de Ricardo Piglia y Margo Glantz, de Mario Vargas Llosa y José Saramago, de Jean Marie Le Clezio y Elmer Mendoza, de pronto se ve ante un pequeño pabellón donde no se rinde culto a escritores sino a estadistas.
En ningún otro país latinoamericano subsiste esa subordinación de la literatura a la ideología, esa imposibilidad de festejar a los escritores –de eso se trata en una Feria del Libro- sin tener que homenajear, antes y por todo lo alto, a los héroes de la patria o a los jefes de Estado. Ni siquiera en el stand de Venezuela se produce una alteración de roles tan antinatural. Allí pueden verse varios libros de escritores o ideólogos chavistas, pero el centro del espacio está ocupado por clásicos y contemporáneos de la literatura venezolana, desde Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri hasta Rafael Cadenas y Ramón Palomares.
El stand de una Feria del Libro está concebido para exponer lo mejor de la literatura de un país, no para rendir culto a los líderes políticos de ese mismo país. El diseño del stand cubano refleja la vieja visión de la literatura como correlato del discurso del poder, que predomina entre las élites políticas, y que las propias élites intelectuales oficiales han ido abandonando poco a poco en las dos últimas décadas. La Cuba literaria que se proyecta en la Feria de Guadalajara no refleja, desde luego, la riqueza y la pluralidad de la literatura cubana de hoy, dentro y fuera de la isla, pero tampoco refleja las crecientes demandas de autonomía estética que se abren paso en la propia literatura insular.
Si el stand de Cuba en Guadalajara fuera diseñado con criterios como los que predominan en cualquier política cultural latinoamericana –incluidas las del “socialismo del siglo XXI”- sus caras más visibles serían los tres premios Cervantes de la literatura cubana, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz y Guillermo Cabrera Infante, los dos premios Juan Rulfo otorgados por la FIL, Eliseo Diego y Cintio Vitier, además de los autores mejor ubicados en las editoriales iberoamericanas y las novedades que le interesa promover al Ministerio de Cultura.
Este año, por ejemplo, tres novedades editoriales de la isla, el poemario Crítica de la razón puta (Letras Cubanas, 2010) de Omar Pérez, Premio Nicolás Guillén, Una biblia perdida (Letras Cubanas, 2010) de Ernesto Peña González, Premio Alejo Carpentier, interesante novela histórica sobre la conspiración de Aponte –que comentaremos pronto en este blog-, y el ensayo Virgilio Piñera o la libertad de lo grotesco (Letras Cubanas, 2010) de David Leyva González, también Premio Alejo Carpentier, carecieron de visibilidad en el stand, más allá de la opaca presencia de los tres volúmenes en el estante.
Los rostros que predominan en el rincón cubano de la Feria son siempre los mismos y son dos: Fidel Castro y el Che Guevara. Grandes carteles, decenas de libros, DVDs, CDs de ambos y sobre ambos. Antologías de poetas y músicos que cantan a la Revolución y al Socialismo y, también, a sus dos emblemas, Fidel y el Che, flanquedas por una burda explotación turística de la música popular y las religiones afrocubanas.
El paseante de la Feria, que ha recorrido los espacios del Fondo de Cultura Económica, de Tusquets, de Anagrama o de Santillana, con imágenes de Ricardo Piglia y Margo Glantz, de Mario Vargas Llosa y José Saramago, de Jean Marie Le Clezio y Elmer Mendoza, de pronto se ve ante un pequeño pabellón donde no se rinde culto a escritores sino a estadistas.
En ningún otro país latinoamericano subsiste esa subordinación de la literatura a la ideología, esa imposibilidad de festejar a los escritores –de eso se trata en una Feria del Libro- sin tener que homenajear, antes y por todo lo alto, a los héroes de la patria o a los jefes de Estado. Ni siquiera en el stand de Venezuela se produce una alteración de roles tan antinatural. Allí pueden verse varios libros de escritores o ideólogos chavistas, pero el centro del espacio está ocupado por clásicos y contemporáneos de la literatura venezolana, desde Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri hasta Rafael Cadenas y Ramón Palomares.
El stand de una Feria del Libro está concebido para exponer lo mejor de la literatura de un país, no para rendir culto a los líderes políticos de ese mismo país. El diseño del stand cubano refleja la vieja visión de la literatura como correlato del discurso del poder, que predomina entre las élites políticas, y que las propias élites intelectuales oficiales han ido abandonando poco a poco en las dos últimas décadas. La Cuba literaria que se proyecta en la Feria de Guadalajara no refleja, desde luego, la riqueza y la pluralidad de la literatura cubana de hoy, dentro y fuera de la isla, pero tampoco refleja las crecientes demandas de autonomía estética que se abren paso en la propia literatura insular.
Si el stand de Cuba en Guadalajara fuera diseñado con criterios como los que predominan en cualquier política cultural latinoamericana –incluidas las del “socialismo del siglo XXI”- sus caras más visibles serían los tres premios Cervantes de la literatura cubana, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz y Guillermo Cabrera Infante, los dos premios Juan Rulfo otorgados por la FIL, Eliseo Diego y Cintio Vitier, además de los autores mejor ubicados en las editoriales iberoamericanas y las novedades que le interesa promover al Ministerio de Cultura.
Este año, por ejemplo, tres novedades editoriales de la isla, el poemario Crítica de la razón puta (Letras Cubanas, 2010) de Omar Pérez, Premio Nicolás Guillén, Una biblia perdida (Letras Cubanas, 2010) de Ernesto Peña González, Premio Alejo Carpentier, interesante novela histórica sobre la conspiración de Aponte –que comentaremos pronto en este blog-, y el ensayo Virgilio Piñera o la libertad de lo grotesco (Letras Cubanas, 2010) de David Leyva González, también Premio Alejo Carpentier, carecieron de visibilidad en el stand, más allá de la opaca presencia de los tres volúmenes en el estante.
jueves, 2 de diciembre de 2010
Humores y filósofos
En Temperamentos filosóficos (Siruela, 2010), una colección de prólogos a obras clásicas de filósofos antiguos, medievales y modernos, Peter Sloterdijk parte de la idea de Fichte de que cada quien elige la filosofía más parecida a su temperamento.
A simple vista podría pensarse que Sloterdijk recicla la vieja teoría de los humores, en versión antigua de Teofrasto o en versión moderna de Kretschner, para clasificar a los filósofos según el líquido predominante en su cuerpo.
Nada más lejos de la propuesta de Sloterdijk que esta racionalidad naturalista o clasificadora de los humores filosóficos. La noción de temperamento que le interesa a Sloterdijk es de otra estirpe, más cercana al arjé griego o atributo distintivo de cada héroe y cada hombre. El temperamento vendría siendo aquí un acento o una pulsión definidora de toda obra filosófica.
De ahí que Sloterdijk no divida a sus 19 filósofos (Platón, Aristóteles, Agustín, Bruno, Descartes, Pascal, Leibniz, Kant, Fichte, Hegel, Schelling, Schopenhauer, Kierkegaard, Marx, Nietzsche, Husserl, Wittgenstein, Sartre y Foucault) en coléricos, sanguíneos o melancólicos sino que intente condesar la obra de cada uno en un concepto.
Educación (Platón), imperio (Aristóteles), persona (Agustín), libertad (Bruno), método (Descartes), universalidad (Leibniz), civilidad (Kant), subjetividad (Fichte), totalidad (Hegel), fragmentación (Schelling), renuncia (Schopenhauer), modernidad radical ( Kierkegaard), capitalismo (Marx), psiquis (Nietzsche), autopercepción (Husserl), límite (Wittgenstein), heroísmo (Sartre), política (Foucault).
Los conceptos que elige Sloterdijk como emblemas son, a la vez, arquetipos intelectuales y biográficos. Cada filósofo es descrito en estas viñetas como autor y como persona, como bios y como grafía. Tal vez por ello nos resultan arbitrarios o insuficientes algunos de los conceptos distintivos. Sloterdijk intentó dibujos de siluetas, trazos veloces de densidades epistemológicas que, por momentos, suenan caricaturescos o tan cuestionables como la selección misma de los 19 filósofos.
La explicación de esto último tal vez resida en el origen de los textos –prólogos a compilaciones básicas de estos filósofos en la editorial Diederichs-, pero, en todo caso, el propósito de “ofrecer una historia alternativa de la filosofía” parece, a todas luces, excesivo. Es curioso que en el prólogo no sólo no se inserten las habituales excusas de “esto no es un canon” y hasta se hable de una “crestomatía de los autores más significativos”.
Aún aceptando la centralidad alemana de esa crestomatía y desconociendo las demandas reales de edición de la obra, por ejemplo, de Martin Heidegger, no deja de ser pertinente la pregunta por la ausencia del autor de Ser y tiempo en Temperamentos filosóficos. Sobre todo cuando, como el propio Sloterdijk reconoce, la falta de buenas antologías de Heidegger fue una de las razones que impulsó el proyecto de Diederichs en los 90.
A simple vista podría pensarse que Sloterdijk recicla la vieja teoría de los humores, en versión antigua de Teofrasto o en versión moderna de Kretschner, para clasificar a los filósofos según el líquido predominante en su cuerpo.
Nada más lejos de la propuesta de Sloterdijk que esta racionalidad naturalista o clasificadora de los humores filosóficos. La noción de temperamento que le interesa a Sloterdijk es de otra estirpe, más cercana al arjé griego o atributo distintivo de cada héroe y cada hombre. El temperamento vendría siendo aquí un acento o una pulsión definidora de toda obra filosófica.
De ahí que Sloterdijk no divida a sus 19 filósofos (Platón, Aristóteles, Agustín, Bruno, Descartes, Pascal, Leibniz, Kant, Fichte, Hegel, Schelling, Schopenhauer, Kierkegaard, Marx, Nietzsche, Husserl, Wittgenstein, Sartre y Foucault) en coléricos, sanguíneos o melancólicos sino que intente condesar la obra de cada uno en un concepto.
Educación (Platón), imperio (Aristóteles), persona (Agustín), libertad (Bruno), método (Descartes), universalidad (Leibniz), civilidad (Kant), subjetividad (Fichte), totalidad (Hegel), fragmentación (Schelling), renuncia (Schopenhauer), modernidad radical ( Kierkegaard), capitalismo (Marx), psiquis (Nietzsche), autopercepción (Husserl), límite (Wittgenstein), heroísmo (Sartre), política (Foucault).
Los conceptos que elige Sloterdijk como emblemas son, a la vez, arquetipos intelectuales y biográficos. Cada filósofo es descrito en estas viñetas como autor y como persona, como bios y como grafía. Tal vez por ello nos resultan arbitrarios o insuficientes algunos de los conceptos distintivos. Sloterdijk intentó dibujos de siluetas, trazos veloces de densidades epistemológicas que, por momentos, suenan caricaturescos o tan cuestionables como la selección misma de los 19 filósofos.
La explicación de esto último tal vez resida en el origen de los textos –prólogos a compilaciones básicas de estos filósofos en la editorial Diederichs-, pero, en todo caso, el propósito de “ofrecer una historia alternativa de la filosofía” parece, a todas luces, excesivo. Es curioso que en el prólogo no sólo no se inserten las habituales excusas de “esto no es un canon” y hasta se hable de una “crestomatía de los autores más significativos”.
Aún aceptando la centralidad alemana de esa crestomatía y desconociendo las demandas reales de edición de la obra, por ejemplo, de Martin Heidegger, no deja de ser pertinente la pregunta por la ausencia del autor de Ser y tiempo en Temperamentos filosóficos. Sobre todo cuando, como el propio Sloterdijk reconoce, la falta de buenas antologías de Heidegger fue una de las razones que impulsó el proyecto de Diederichs en los 90.
domingo, 28 de noviembre de 2010
La tentación del celta
Es interesante observar la forma en que Mario Vargas Llosa trata la homosexualidad de Roger Casement en El sueño del celta (2010). El escritor peruano presenta a Casement como un anglicano siempre en proceso de convertirse al catolicismo. Una conversión en la que pesa sobremanera el desplazamiento de este diplomático británico al nacionalismo irlandés en los años de la Primera Guerra Mundial.
Las conversaciones con el padre Carey y la lectura de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis en la cárcel, antes de su ejecución, colocan desde un inicio la sexualidad de Casement dentro de la moralización católica de la culpa y el pecado. El propio Casement llega a sostener en algún momento que su conversión no es tal, ya que su madre era católica y lo había bautizado secretamente de niño.
La novela no desarrolla una explícita autoinculpación de Casement en torno a su homosexualidad, pero el personaje, por lo visto, sí practica su sexo a la manera victoriana. Aunque Vargas Llosa no llega a confirmar que Casement haya sido, en realidad, el autor de los Black Diaries, los encuentros sexuales del diplomático siempre tienen lugar en escenarios ocultos y en rachas de frenesí, a las que sigue un periodo de abstinencia y arrepentimiento.
La homosexualidad no se despliega en el Congo belga, en la Amazonía peruana o en la Irlanda nacionalista, escenarios de la filantropía y el civismo de Casement, sino en Manaos, en Barbados o en Canarias, lugares exóticos y sensuales, que Vargas Llosa presenta como mundos paralelos o remansos en la cruzada política del diplomático.
Una homosexualidad, además, siempre ligada a la escritura. Cada aventura, cada conquista, debía ser anotada, escrupulosamente descrita y ocasionalmente inventada. No como testimonio de conquistador sino como bitácora de fantasías, como archivo de lo prohibido. Cuando al borde del cadalso lee en Kempis que ningún cristiano está libre de la tentación de la concupiscencia, Casement admite el peso de la fantasía en sus pecados, pero desde el remordimiento católico:
“Él había sido débil y sucumbido a la concupiscencia muchas veces. No tantas como había escrito en sus agendas y cuadernos de notas, aunque, sin duda, escribir lo que no se había vivido, lo que sólo se había querido vivir, era también una manera –cobarde y tímida- de vivirlo y por lo tanto de rendirse a la tentación”.
Las conversaciones con el padre Carey y la lectura de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis en la cárcel, antes de su ejecución, colocan desde un inicio la sexualidad de Casement dentro de la moralización católica de la culpa y el pecado. El propio Casement llega a sostener en algún momento que su conversión no es tal, ya que su madre era católica y lo había bautizado secretamente de niño.
La novela no desarrolla una explícita autoinculpación de Casement en torno a su homosexualidad, pero el personaje, por lo visto, sí practica su sexo a la manera victoriana. Aunque Vargas Llosa no llega a confirmar que Casement haya sido, en realidad, el autor de los Black Diaries, los encuentros sexuales del diplomático siempre tienen lugar en escenarios ocultos y en rachas de frenesí, a las que sigue un periodo de abstinencia y arrepentimiento.
La homosexualidad no se despliega en el Congo belga, en la Amazonía peruana o en la Irlanda nacionalista, escenarios de la filantropía y el civismo de Casement, sino en Manaos, en Barbados o en Canarias, lugares exóticos y sensuales, que Vargas Llosa presenta como mundos paralelos o remansos en la cruzada política del diplomático.
Una homosexualidad, además, siempre ligada a la escritura. Cada aventura, cada conquista, debía ser anotada, escrupulosamente descrita y ocasionalmente inventada. No como testimonio de conquistador sino como bitácora de fantasías, como archivo de lo prohibido. Cuando al borde del cadalso lee en Kempis que ningún cristiano está libre de la tentación de la concupiscencia, Casement admite el peso de la fantasía en sus pecados, pero desde el remordimiento católico:
“Él había sido débil y sucumbido a la concupiscencia muchas veces. No tantas como había escrito en sus agendas y cuadernos de notas, aunque, sin duda, escribir lo que no se había vivido, lo que sólo se había querido vivir, era también una manera –cobarde y tímida- de vivirlo y por lo tanto de rendirse a la tentación”.
sábado, 27 de noviembre de 2010
Cádiz y la historia americana al revés
Siempre que se llega a Cádiz es inevitable pensar en lo mucho de América que entró a España y a Europa por esta pequeña puerta atlántica y en lo mucho, también, que de España y Europa salió de aquí hacia los principales puertos de la América hispana. Caminar por Cádiz es leer historia hispanoamericana, la mayoría de las veces, en clave diferente a la historia oficial que trasmite el espacio público latinoamericano.
Es muy poca la memoria que en América Latina se dedica a los diputados americanos que intervinieron en los debates de las Cortes de Cádiz, entre 1810 y 1812, y que firmaron la célebre Constitución liberal de este año, que modernizó la vida política de la monarquía católica española. La Constitución de Cádiz, como es sabido, fue la primera de muchas similares que se propagarían por Europa tras la caída de Napoleón.
Aquí, en Cádiz, se rinde culto al quiteño José Mejía Lequerica, “Demóstenes americano”, como le llamó Félix Varela, a los novohispanos Guridi Alcocer y Ramos Arizpe, al guatemalteco Antonio Larrazábal y al puertorriqueño Ramón Power. Junto a una tarja en honor a José Celestino Mutis, viajero, matemático y botánico gaditano, que encabezó expediciones científicas a América y acabó colombianizado, puede encontrarse otra en honor al Inca Yupangui, diputado peruano a las Cortes de Cádiz.
En Buenos Aires abundan las estatuas de San Martín y Belgrano, en Caracas, las de Bolívar y Sucre, en México, las de Hidalgo y Morelos. Pocos recuerdan a los bonaerenses Francisco López Lisperguer y Luis de Velasco o a los venezolanos Esteban de Palacios y Fermín de Clemente. Aquí en Cádiz los héroes americanos parecen ser otros, aunque, por vías distintas, hayan defendido las mismas causas como la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos entre América y España.
Pero en Cádiz también se recuerda al caraqueño Francisco Miranda, uno de los héroes mejor ubicados en el panteón latinoamericano. En viaje inverso al de Mutis, nacido en Cádiz y muerto en Bogotá, Miranda fue entregado por Bolívar a las tropas españolas y luego arrestado en el Castillo de San Felipe en Puerto Cabello. De allí se le trasladó al Morro de San Juan, Puerto Rico, y finalmente se le recluyó en el penal de las Cuatro Torres, ubicado en el arsenal de la Carraca, en Cádiz, no muy lejos de donde habían sesionado las cortes gaditanas.
Aquí murió Miranda, de apoplejía, en 1816, mientras planeada una última fuga hacia Gibraltar, donde aspiraba al apoyo de los británicos. Ya para entonces Fernando VII había sido restaurado como monarca absoluto de las Españas y los diputados americanos que sobrevivieron a las epidemias y a la represión se exiliaban en Londres. Justo en ese momento se comprobaría que las ideas de los americanos constitucionalistas no eran muy diferentes a las de los próceres de la independencia.
Es muy poca la memoria que en América Latina se dedica a los diputados americanos que intervinieron en los debates de las Cortes de Cádiz, entre 1810 y 1812, y que firmaron la célebre Constitución liberal de este año, que modernizó la vida política de la monarquía católica española. La Constitución de Cádiz, como es sabido, fue la primera de muchas similares que se propagarían por Europa tras la caída de Napoleón.
Aquí, en Cádiz, se rinde culto al quiteño José Mejía Lequerica, “Demóstenes americano”, como le llamó Félix Varela, a los novohispanos Guridi Alcocer y Ramos Arizpe, al guatemalteco Antonio Larrazábal y al puertorriqueño Ramón Power. Junto a una tarja en honor a José Celestino Mutis, viajero, matemático y botánico gaditano, que encabezó expediciones científicas a América y acabó colombianizado, puede encontrarse otra en honor al Inca Yupangui, diputado peruano a las Cortes de Cádiz.
En Buenos Aires abundan las estatuas de San Martín y Belgrano, en Caracas, las de Bolívar y Sucre, en México, las de Hidalgo y Morelos. Pocos recuerdan a los bonaerenses Francisco López Lisperguer y Luis de Velasco o a los venezolanos Esteban de Palacios y Fermín de Clemente. Aquí en Cádiz los héroes americanos parecen ser otros, aunque, por vías distintas, hayan defendido las mismas causas como la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos entre América y España.
Pero en Cádiz también se recuerda al caraqueño Francisco Miranda, uno de los héroes mejor ubicados en el panteón latinoamericano. En viaje inverso al de Mutis, nacido en Cádiz y muerto en Bogotá, Miranda fue entregado por Bolívar a las tropas españolas y luego arrestado en el Castillo de San Felipe en Puerto Cabello. De allí se le trasladó al Morro de San Juan, Puerto Rico, y finalmente se le recluyó en el penal de las Cuatro Torres, ubicado en el arsenal de la Carraca, en Cádiz, no muy lejos de donde habían sesionado las cortes gaditanas.
Aquí murió Miranda, de apoplejía, en 1816, mientras planeada una última fuga hacia Gibraltar, donde aspiraba al apoyo de los británicos. Ya para entonces Fernando VII había sido restaurado como monarca absoluto de las Españas y los diputados americanos que sobrevivieron a las epidemias y a la represión se exiliaban en Londres. Justo en ese momento se comprobaría que las ideas de los americanos constitucionalistas no eran muy diferentes a las de los próceres de la independencia.
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