Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 5 de diciembre de 2010

La Cuba del stand

Llevo más de una década visitando la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en la mayoría de las ocasiones, para asistir a lanzamientos y debates relacionados con la historia o la literatura mexicanas. Aún así, nunca dejo de visitar el stand de Cuba en dicho foro, el más importante de las letras iberoamericanas. Con esa experiencia de más de diez años puedo afirmar que a diferencia de la mayoría de los espacios de las grandes editoriales de la lengua o de los medianos o pequeños estados de América Latina, que asisten a Guadalajara, el stand de Cuba no cambia.
Los rostros que predominan en el rincón cubano de la Feria son siempre los mismos y son dos: Fidel Castro y el Che Guevara. Grandes carteles, decenas de libros, DVDs, CDs de ambos y sobre ambos. Antologías de poetas y músicos que cantan a la Revolución y al Socialismo y, también, a sus dos emblemas, Fidel y el Che, flanquedas por una burda explotación turística de la música popular y las religiones afrocubanas.
El paseante de la Feria, que ha recorrido los espacios del Fondo de Cultura Económica, de Tusquets, de Anagrama o de Santillana, con imágenes de Ricardo Piglia y Margo Glantz, de Mario Vargas Llosa y José Saramago, de Jean Marie Le Clezio y Elmer Mendoza, de pronto se ve ante un pequeño pabellón donde no se rinde culto a escritores sino a estadistas.
En ningún otro país latinoamericano subsiste esa subordinación de la literatura a la ideología, esa imposibilidad de festejar a los escritores –de eso se trata en una Feria del Libro- sin tener que homenajear, antes y por todo lo alto, a los héroes de la patria o a los jefes de Estado. Ni siquiera en el stand de Venezuela se produce una alteración de roles tan antinatural. Allí pueden verse varios libros de escritores o ideólogos chavistas, pero el centro del espacio está ocupado por clásicos y contemporáneos de la literatura venezolana, desde Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri hasta Rafael Cadenas y Ramón Palomares.
El stand de una Feria del Libro está concebido para exponer lo mejor de la literatura de un país, no para rendir culto a los líderes políticos de ese mismo país. El diseño del stand cubano refleja la vieja visión de la literatura como correlato del discurso del poder, que predomina entre las élites políticas, y que las propias élites intelectuales oficiales han ido abandonando poco a poco en las dos últimas décadas. La Cuba literaria que se proyecta en la Feria de Guadalajara no refleja, desde luego, la riqueza y la pluralidad de la literatura cubana de hoy, dentro y fuera de la isla, pero tampoco refleja las crecientes demandas de autonomía estética que se abren paso en la propia literatura insular.
Si el stand de Cuba en Guadalajara fuera diseñado con criterios como los que predominan en cualquier política cultural latinoamericana –incluidas las del “socialismo del siglo XXI”- sus caras más visibles serían los tres premios Cervantes de la literatura cubana, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz y Guillermo Cabrera Infante, los dos premios Juan Rulfo otorgados por la FIL, Eliseo Diego y Cintio Vitier, además de los autores mejor ubicados en las editoriales iberoamericanas y las novedades que le interesa promover al Ministerio de Cultura.
Este año, por ejemplo, tres novedades editoriales de la isla, el poemario Crítica de la razón puta (Letras Cubanas, 2010) de Omar Pérez, Premio Nicolás Guillén, Una biblia perdida (Letras Cubanas, 2010) de Ernesto Peña González, Premio Alejo Carpentier, interesante novela histórica sobre la conspiración de Aponte –que comentaremos pronto en este blog-, y el ensayo Virgilio Piñera o la libertad de lo grotesco (Letras Cubanas, 2010) de David Leyva González, también Premio Alejo Carpentier, carecieron de visibilidad en el stand, más allá de la opaca presencia de los tres volúmenes en el estante.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Humores y filósofos

En Temperamentos filosóficos (Siruela, 2010), una colección de prólogos a obras clásicas de filósofos antiguos, medievales y modernos, Peter Sloterdijk parte de la idea de Fichte de que cada quien elige la filosofía más parecida a su temperamento.
A simple vista podría pensarse que Sloterdijk recicla la vieja teoría de los humores, en versión antigua de Teofrasto o en versión moderna de Kretschner, para clasificar a los filósofos según el líquido predominante en su cuerpo.
Nada más lejos de la propuesta de Sloterdijk que esta racionalidad naturalista o clasificadora de los humores filosóficos. La noción de temperamento que le interesa a Sloterdijk es de otra estirpe, más cercana al arjé griego o atributo distintivo de cada héroe y cada hombre. El temperamento vendría siendo aquí un acento o una pulsión definidora de toda obra filosófica.
De ahí que Sloterdijk no divida a sus 19 filósofos (Platón, Aristóteles, Agustín, Bruno, Descartes, Pascal, Leibniz, Kant, Fichte, Hegel, Schelling, Schopenhauer, Kierkegaard, Marx, Nietzsche, Husserl, Wittgenstein, Sartre y Foucault) en coléricos, sanguíneos o melancólicos sino que intente condesar la obra de cada uno en un concepto.
Educación (Platón), imperio (Aristóteles), persona (Agustín), libertad (Bruno), método (Descartes), universalidad (Leibniz), civilidad (Kant), subjetividad (Fichte), totalidad (Hegel), fragmentación (Schelling), renuncia (Schopenhauer), modernidad radical ( Kierkegaard), capitalismo (Marx), psiquis (Nietzsche), autopercepción (Husserl), límite (Wittgenstein), heroísmo (Sartre), política (Foucault).
Los conceptos que elige Sloterdijk como emblemas son, a la vez, arquetipos intelectuales y biográficos. Cada filósofo es descrito en estas viñetas como autor y como persona, como bios y como grafía. Tal vez por ello nos resultan arbitrarios o insuficientes algunos de los conceptos distintivos. Sloterdijk intentó dibujos de siluetas, trazos veloces de densidades epistemológicas que, por momentos, suenan caricaturescos o tan cuestionables como la selección misma de los 19 filósofos.
La explicación de esto último tal vez resida en el origen de los textos –prólogos a compilaciones básicas de estos filósofos en la editorial Diederichs-, pero, en todo caso, el propósito de “ofrecer una historia alternativa de la filosofía” parece, a todas luces, excesivo. Es curioso que en el prólogo no sólo no se inserten las habituales excusas de “esto no es un canon” y hasta se hable de una “crestomatía de los autores más significativos”.
Aún aceptando la centralidad alemana de esa crestomatía y desconociendo las demandas reales de edición de la obra, por ejemplo, de Martin Heidegger, no deja de ser pertinente la pregunta por la ausencia del autor de Ser y tiempo en Temperamentos filosóficos. Sobre todo cuando, como el propio Sloterdijk reconoce, la falta de buenas antologías de Heidegger fue una de las razones que impulsó el proyecto de Diederichs en los 90.

domingo, 28 de noviembre de 2010

La tentación del celta

Es interesante observar la forma en que Mario Vargas Llosa trata la homosexualidad de Roger Casement en El sueño del celta (2010). El escritor peruano presenta a Casement como un anglicano siempre en proceso de convertirse al catolicismo. Una conversión en la que pesa sobremanera el desplazamiento de este diplomático británico al nacionalismo irlandés en los años de la Primera Guerra Mundial.
Las conversaciones con el padre Carey y la lectura de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis en la cárcel, antes de su ejecución, colocan desde un inicio la sexualidad de Casement dentro de la moralización católica de la culpa y el pecado. El propio Casement llega a sostener en algún momento que su conversión no es tal, ya que su madre era católica y lo había bautizado secretamente de niño.
La novela no desarrolla una explícita autoinculpación de Casement en torno a su homosexualidad, pero el personaje, por lo visto, sí practica su sexo a la manera victoriana. Aunque Vargas Llosa no llega a confirmar que Casement haya sido, en realidad, el autor de los Black Diaries, los encuentros sexuales del diplomático siempre tienen lugar en escenarios ocultos y en rachas de frenesí, a las que sigue un periodo de abstinencia y arrepentimiento.
La homosexualidad no se despliega en el Congo belga, en la Amazonía peruana o en la Irlanda nacionalista, escenarios de la filantropía y el civismo de Casement, sino en Manaos, en Barbados o en Canarias, lugares exóticos y sensuales, que Vargas Llosa presenta como mundos paralelos o remansos en la cruzada política del diplomático.
Una homosexualidad, además, siempre ligada a la escritura. Cada aventura, cada conquista, debía ser anotada, escrupulosamente descrita y ocasionalmente inventada. No como testimonio de conquistador sino como bitácora de fantasías, como archivo de lo prohibido. Cuando al borde del cadalso lee en Kempis que ningún cristiano está libre de la tentación de la concupiscencia, Casement admite el peso de la fantasía en sus pecados, pero desde el remordimiento católico:

“Él había sido débil y sucumbido a la concupiscencia muchas veces. No tantas como había escrito en sus agendas y cuadernos de notas, aunque, sin duda, escribir lo que no se había vivido, lo que sólo se había querido vivir, era también una manera –cobarde y tímida- de vivirlo y por lo tanto de rendirse a la tentación”.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Cádiz y la historia americana al revés

Siempre que se llega a Cádiz es inevitable pensar en lo mucho de América que entró a España y a Europa por esta pequeña puerta atlántica y en lo mucho, también, que de España y Europa salió de aquí hacia los principales puertos de la América hispana. Caminar por Cádiz es leer historia hispanoamericana, la mayoría de las veces, en clave diferente a la historia oficial que trasmite el espacio público latinoamericano.
Es muy poca la memoria que en América Latina se dedica a los diputados americanos que intervinieron en los debates de las Cortes de Cádiz, entre 1810 y 1812, y que firmaron la célebre Constitución liberal de este año, que modernizó la vida política de la monarquía católica española. La Constitución de Cádiz, como es sabido, fue la primera de muchas similares que se propagarían por Europa tras la caída de Napoleón.
Aquí, en Cádiz, se rinde culto al quiteño José Mejía Lequerica, “Demóstenes americano”, como le llamó Félix Varela, a los novohispanos Guridi Alcocer y Ramos Arizpe, al guatemalteco Antonio Larrazábal y al puertorriqueño Ramón Power. Junto a una tarja en honor a José Celestino Mutis, viajero, matemático y botánico gaditano, que encabezó expediciones científicas a América y acabó colombianizado, puede encontrarse otra en honor al Inca Yupangui, diputado peruano a las Cortes de Cádiz.
En Buenos Aires abundan las estatuas de San Martín y Belgrano, en Caracas, las de Bolívar y Sucre, en México, las de Hidalgo y Morelos. Pocos recuerdan a los bonaerenses Francisco López Lisperguer y Luis de Velasco o a los venezolanos Esteban de Palacios y Fermín de Clemente. Aquí en Cádiz los héroes americanos parecen ser otros, aunque, por vías distintas, hayan defendido las mismas causas como la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos entre América y España.
Pero en Cádiz también se recuerda al caraqueño Francisco Miranda, uno de los héroes mejor ubicados en el panteón latinoamericano. En viaje inverso al de Mutis, nacido en Cádiz y muerto en Bogotá, Miranda fue entregado por Bolívar a las tropas españolas y luego arrestado en el Castillo de San Felipe en Puerto Cabello. De allí se le trasladó al Morro de San Juan, Puerto Rico, y finalmente se le recluyó en el penal de las Cuatro Torres, ubicado en el arsenal de la Carraca, en Cádiz, no muy lejos de donde habían sesionado las cortes gaditanas.
Aquí murió Miranda, de apoplejía, en 1816, mientras planeada una última fuga hacia Gibraltar, donde aspiraba al apoyo de los británicos. Ya para entonces Fernando VII había sido restaurado como monarca absoluto de las Españas y los diputados americanos que sobrevivieron a las epidemias y a la represión se exiliaban en Londres. Justo en ese momento se comprobaría que las ideas de los americanos constitucionalistas no eran muy diferentes a las de los próceres de la independencia.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Estoy con Paz

Varias veces hemos elogiado, en este blog, la labor de rescate bibliográfico que realiza la editorial sevillana Renacimiento. Poco a poco, Renacimiento y el Centro de Estudios Andaluces conforman un archivo de obligada consulta a la hora de reconstruir la historia intelectual de la guerra civil española y del exilio republicano en América.
Entre los varios títulos dados a conocer por esta imprenta en lo que va de año figura Hombres de la España real (2010), un conjunto de entrevistas a personalidades de la segunda República que realizaron los escritores comunistas cubanos, Juan Marinello y Nicolás Guillén, y que fueron publicadas en la revista habanera Mediodía entre 1936 y 1938.
Magníficamente prologado por el estudioso Jorge Domingo Cuadriello, este libro rescata las conversaciones de Marinello y Guillén, quienes asistieron al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura y recorrieron varias ciudades de la península, con José Bergamín, Rafael Alberti, Dolores Ibarruri y María Teresa León, entre otros.
Uno de los escritores que entrevistaron los comunistas cubanos fue el poeta Miguel Hernández. Nicolás Guillén y su amigo, el poeta norteamericano Langston Hughes, se citaron con Hernández en una fonda valenciana y, entre otras cosas, le comentaron que durante una de las sesiones del Congreso en Madrid el poeta mexicano Octavio Paz (en la foto, con su esposa Elena Garro) y el poeta argentino Raúl González Tuñón, polemizaron sobre las “posibilidades líricas del romance para la poesía revolucionaria”.
Guillén reseña a Hernández las posiciones del debate: mientras el mexicano pensaba que el romance era el “medio de expresión por excelencia del pueblo español”, González Tuñón sostenía que el romance era un “hermoso instrumento ya gastado por el uso”. Luego de la reseña de Guillén, Miguel Hernández afirma:
“Estoy con Paz. Pero pienso que lo importante es la técnica personal del poeta. Lorca renovó, retocó, pulió el viejo romance de Góngora y el Romancero; le impuso un sello único ¿Por qué no ha de ser posible, cada vez que la calidad lírica lo permita, la obtención del romance de guerra con toda la fuerza del pueblo alentándolo como otras veces”.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Parábolas del mal

La apasionante historia de Roger Casement, el diplomático irlandés que informó al Foreign Office de Gran Bretaña sobre las atrocidades cometidas por el imperio de Leopoldo II de Bélgica contra los congoleses y por las compañías del caucho contra los indios de la Amazonía, establece, en El sueño del celta (2010) de Mario Vargas Llosa, un contrapunto con El corazón de las tinieblas (1902), la gran novela de Joseph Conrad.
Vargas Llosa repara en la coincidencia de que Casement y Conrad eran nacionalistas católicos –uno irlandés y el otro polaco- pero que sus críticas al régimen colonial del Congo partían de visiones contrapuestas sobre el imperio británico y sobre el mundo africano. Mientras Charles Marlon, el personaje narrador de la novela de Conrad describe al señor Kurtz como un civilizado europeo barbarizado en el contacto con África, Vargas Llosa presenta a Casement como un arquetipo de la civilización europea que se afirma frente a la barbarie imperial.
Si para Kurtz el mal estaba en la salvaje humanidad del África, para Casement el mal estaba en los imperios europeos. Vargas Llosa llama la atención sobre el hecho de que durante el arresto y juicio contra Casement en Gran Bretaña, en 1916, la firma de Conrad no apareciera, junto a las de Arthur Conan Doyle, William Butler Yeats y George Bernard Shaw, en las cartas de solidaridad que pedían clemencia para el político irlandés y que no lograron impedir su muerte en la horca.
Vargas Llosa ha dicho que su novela es una ficción histórica, pero yo he encontrado más historia que ficción en la misma. En el prólogo de Pere Gimferrer a Los exiliados románticos del historiador británico E. H. Carr, reeditado este año en Anagrama, se dice que aquellos intelectuales rusos (Herzen, Bakunin, Ogarev…) que peregrinaban por la Europa de la segunda mitad del XIX eran encarnaciones históricas de personajes de novelas de la misma época, como Monsieur du Charles o Rastignac, Julien Sorel o Raskolnikov.
Lo mismo podría decirse de Casement, lector atento de El corazón de las tinieblas, aunque más admirador de versos de Yeats. Vargas Llosa retrata a Casement como un protagonista de la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial que vivió su vida como personaje de una novela de Conrad. Hay aquí un trasiego de caracteres e imágenes entre ficción e historia que encuentra trasfondo común en las parábolas del mal construidas por culturas nacionalistas y católicas.

lunes, 8 de noviembre de 2010

El anciano Tolstoi y el estado de naturaleza literario

El crítico y traductor colombiano Jorge Bustamante García publicó en La Jornada Semanal de ayer, por vez primera en castellano, algunas entrevistas que León Tolstoi concedió a periódicos de San Petersburgo y otras ciudades rusas y ucranianas a fines del siglo XIX o principios del XX. En una de aquellas entrevistas, publicada en Los Registros Bursátiles de Kiev en 1906, Tolstoi habla de la literatura rusa de esos años
Dice que Máximo Gorki y Lionid Andréyev carecen de “bondad espiritual y valor artístico” y que su “éxito es efímero”. De los decadentistas (Merezhkovski, Guíppius, Rózanov, Biely…) dice que “no son siquiera espinillas, son bubas”. Y se pregunta, “¿acaso vale la pena hablar del decadentismo?” Y se responde: “alguna vez alguien me mostró lo que escriben y no entendí nada”. Para Tolstoi, en 1906, sólo había dos escritores rusos de valía: Antón Chejov, en narrativa y teatro, y Daniil Ratgauz en poesía.
Ya para entonces Iván Bunin y Alexander Blok habían escrito sus primeros libros, pero Tolstoi no los veía, no los podía ver. Tolstoi era un anciano de 78 años, al que quedaban otros cuatro de vida. Pero su desprecio por la literatura de las generaciones que lo seguían es una actitud bastante común en el campo literario y no exclusivamente entre los más viejos. Son muchos los escritores de 40 años que creen que la historia literaria acabó con ellos.
Los juicios de Tolstoi sobre la literatura rusa de fines del XIX y principios del XX me hicieron recordar algunas ideas de Harold Bloom en sus primeros libros. No sólo por la insistencia en el agon que caracteriza la vida literaria sino por la defensa de la figura del crítico como árbitro del estado de naturaleza, de guerra de todos contra todos, en que llegan a convertirse las literaturas nacionales modernas.