Siempre que se llega a Cádiz es inevitable pensar en lo mucho de América que entró a España y a Europa por esta pequeña puerta atlántica y en lo mucho, también, que de España y Europa salió de aquí hacia los principales puertos de la América hispana. Caminar por Cádiz es leer historia hispanoamericana, la mayoría de las veces, en clave diferente a la historia oficial que trasmite el espacio público latinoamericano.
Es muy poca la memoria que en América Latina se dedica a los diputados americanos que intervinieron en los debates de las Cortes de Cádiz, entre 1810 y 1812, y que firmaron la célebre Constitución liberal de este año, que modernizó la vida política de la monarquía católica española. La Constitución de Cádiz, como es sabido, fue la primera de muchas similares que se propagarían por Europa tras la caída de Napoleón.
Aquí, en Cádiz, se rinde culto al quiteño José Mejía Lequerica, “Demóstenes americano”, como le llamó Félix Varela, a los novohispanos Guridi Alcocer y Ramos Arizpe, al guatemalteco Antonio Larrazábal y al puertorriqueño Ramón Power. Junto a una tarja en honor a José Celestino Mutis, viajero, matemático y botánico gaditano, que encabezó expediciones científicas a América y acabó colombianizado, puede encontrarse otra en honor al Inca Yupangui, diputado peruano a las Cortes de Cádiz.
En Buenos Aires abundan las estatuas de San Martín y Belgrano, en Caracas, las de Bolívar y Sucre, en México, las de Hidalgo y Morelos. Pocos recuerdan a los bonaerenses Francisco López Lisperguer y Luis de Velasco o a los venezolanos Esteban de Palacios y Fermín de Clemente. Aquí en Cádiz los héroes americanos parecen ser otros, aunque, por vías distintas, hayan defendido las mismas causas como la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos entre América y España.
Pero en Cádiz también se recuerda al caraqueño Francisco Miranda, uno de los héroes mejor ubicados en el panteón latinoamericano. En viaje inverso al de Mutis, nacido en Cádiz y muerto en Bogotá, Miranda fue entregado por Bolívar a las tropas españolas y luego arrestado en el Castillo de San Felipe en Puerto Cabello. De allí se le trasladó al Morro de San Juan, Puerto Rico, y finalmente se le recluyó en el penal de las Cuatro Torres, ubicado en el arsenal de la Carraca, en Cádiz, no muy lejos de donde habían sesionado las cortes gaditanas.
Aquí murió Miranda, de apoplejía, en 1816, mientras planeada una última fuga hacia Gibraltar, donde aspiraba al apoyo de los británicos. Ya para entonces Fernando VII había sido restaurado como monarca absoluto de las Españas y los diputados americanos que sobrevivieron a las epidemias y a la represión se exiliaban en Londres. Justo en ese momento se comprobaría que las ideas de los americanos constitucionalistas no eran muy diferentes a las de los próceres de la independencia.
Libros del crepúsculo
sábado, 27 de noviembre de 2010
sábado, 20 de noviembre de 2010
Estoy con Paz
Varias veces hemos elogiado, en este blog, la labor de rescate bibliográfico que realiza la editorial sevillana Renacimiento. Poco a poco, Renacimiento y el Centro de Estudios Andaluces conforman un archivo de obligada consulta a la hora de reconstruir la historia intelectual de la guerra civil española y del exilio republicano en América.
Entre los varios títulos dados a conocer por esta imprenta en lo que va de año figura Hombres de la España real (2010), un conjunto de entrevistas a personalidades de la segunda República que realizaron los escritores comunistas cubanos, Juan Marinello y Nicolás Guillén, y que fueron publicadas en la revista habanera Mediodía entre 1936 y 1938.
Magníficamente prologado por el estudioso Jorge Domingo Cuadriello, este libro rescata las conversaciones de Marinello y Guillén, quienes asistieron al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura y recorrieron varias ciudades de la península, con José Bergamín, Rafael Alberti, Dolores Ibarruri y María Teresa León, entre otros.
Uno de los escritores que entrevistaron los comunistas cubanos fue el poeta Miguel Hernández. Nicolás Guillén y su amigo, el poeta norteamericano Langston Hughes, se citaron con Hernández en una fonda valenciana y, entre otras cosas, le comentaron que durante una de las sesiones del Congreso en Madrid el poeta mexicano Octavio Paz (en la foto, con su esposa Elena Garro) y el poeta argentino Raúl González Tuñón, polemizaron sobre las “posibilidades líricas del romance para la poesía revolucionaria”.
Guillén reseña a Hernández las posiciones del debate: mientras el mexicano pensaba que el romance era el “medio de expresión por excelencia del pueblo español”, González Tuñón sostenía que el romance era un “hermoso instrumento ya gastado por el uso”. Luego de la reseña de Guillén, Miguel Hernández afirma:
“Estoy con Paz. Pero pienso que lo importante es la técnica personal del poeta. Lorca renovó, retocó, pulió el viejo romance de Góngora y el Romancero; le impuso un sello único ¿Por qué no ha de ser posible, cada vez que la calidad lírica lo permita, la obtención del romance de guerra con toda la fuerza del pueblo alentándolo como otras veces”.
Entre los varios títulos dados a conocer por esta imprenta en lo que va de año figura Hombres de la España real (2010), un conjunto de entrevistas a personalidades de la segunda República que realizaron los escritores comunistas cubanos, Juan Marinello y Nicolás Guillén, y que fueron publicadas en la revista habanera Mediodía entre 1936 y 1938.
Magníficamente prologado por el estudioso Jorge Domingo Cuadriello, este libro rescata las conversaciones de Marinello y Guillén, quienes asistieron al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura y recorrieron varias ciudades de la península, con José Bergamín, Rafael Alberti, Dolores Ibarruri y María Teresa León, entre otros.
Uno de los escritores que entrevistaron los comunistas cubanos fue el poeta Miguel Hernández. Nicolás Guillén y su amigo, el poeta norteamericano Langston Hughes, se citaron con Hernández en una fonda valenciana y, entre otras cosas, le comentaron que durante una de las sesiones del Congreso en Madrid el poeta mexicano Octavio Paz (en la foto, con su esposa Elena Garro) y el poeta argentino Raúl González Tuñón, polemizaron sobre las “posibilidades líricas del romance para la poesía revolucionaria”.
Guillén reseña a Hernández las posiciones del debate: mientras el mexicano pensaba que el romance era el “medio de expresión por excelencia del pueblo español”, González Tuñón sostenía que el romance era un “hermoso instrumento ya gastado por el uso”. Luego de la reseña de Guillén, Miguel Hernández afirma:
“Estoy con Paz. Pero pienso que lo importante es la técnica personal del poeta. Lorca renovó, retocó, pulió el viejo romance de Góngora y el Romancero; le impuso un sello único ¿Por qué no ha de ser posible, cada vez que la calidad lírica lo permita, la obtención del romance de guerra con toda la fuerza del pueblo alentándolo como otras veces”.
jueves, 18 de noviembre de 2010
Parábolas del mal
La apasionante historia de Roger Casement, el diplomático irlandés que informó al Foreign Office de Gran Bretaña sobre las atrocidades cometidas por el imperio de Leopoldo II de Bélgica contra los congoleses y por las compañías del caucho contra los indios de la Amazonía, establece, en El sueño del celta (2010) de Mario Vargas Llosa, un contrapunto con El corazón de las tinieblas (1902), la gran novela de Joseph Conrad.
Vargas Llosa repara en la coincidencia de que Casement y Conrad eran nacionalistas católicos –uno irlandés y el otro polaco- pero que sus críticas al régimen colonial del Congo partían de visiones contrapuestas sobre el imperio británico y sobre el mundo africano. Mientras Charles Marlon, el personaje narrador de la novela de Conrad describe al señor Kurtz como un civilizado europeo barbarizado en el contacto con África, Vargas Llosa presenta a Casement como un arquetipo de la civilización europea que se afirma frente a la barbarie imperial.
Si para Kurtz el mal estaba en la salvaje humanidad del África, para Casement el mal estaba en los imperios europeos. Vargas Llosa llama la atención sobre el hecho de que durante el arresto y juicio contra Casement en Gran Bretaña, en 1916, la firma de Conrad no apareciera, junto a las de Arthur Conan Doyle, William Butler Yeats y George Bernard Shaw, en las cartas de solidaridad que pedían clemencia para el político irlandés y que no lograron impedir su muerte en la horca.
Vargas Llosa ha dicho que su novela es una ficción histórica, pero yo he encontrado más historia que ficción en la misma. En el prólogo de Pere Gimferrer a Los exiliados románticos del historiador británico E. H. Carr, reeditado este año en Anagrama, se dice que aquellos intelectuales rusos (Herzen, Bakunin, Ogarev…) que peregrinaban por la Europa de la segunda mitad del XIX eran encarnaciones históricas de personajes de novelas de la misma época, como Monsieur du Charles o Rastignac, Julien Sorel o Raskolnikov.
Lo mismo podría decirse de Casement, lector atento de El corazón de las tinieblas, aunque más admirador de versos de Yeats. Vargas Llosa retrata a Casement como un protagonista de la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial que vivió su vida como personaje de una novela de Conrad. Hay aquí un trasiego de caracteres e imágenes entre ficción e historia que encuentra trasfondo común en las parábolas del mal construidas por culturas nacionalistas y católicas.
Vargas Llosa repara en la coincidencia de que Casement y Conrad eran nacionalistas católicos –uno irlandés y el otro polaco- pero que sus críticas al régimen colonial del Congo partían de visiones contrapuestas sobre el imperio británico y sobre el mundo africano. Mientras Charles Marlon, el personaje narrador de la novela de Conrad describe al señor Kurtz como un civilizado europeo barbarizado en el contacto con África, Vargas Llosa presenta a Casement como un arquetipo de la civilización europea que se afirma frente a la barbarie imperial.
Si para Kurtz el mal estaba en la salvaje humanidad del África, para Casement el mal estaba en los imperios europeos. Vargas Llosa llama la atención sobre el hecho de que durante el arresto y juicio contra Casement en Gran Bretaña, en 1916, la firma de Conrad no apareciera, junto a las de Arthur Conan Doyle, William Butler Yeats y George Bernard Shaw, en las cartas de solidaridad que pedían clemencia para el político irlandés y que no lograron impedir su muerte en la horca.
Vargas Llosa ha dicho que su novela es una ficción histórica, pero yo he encontrado más historia que ficción en la misma. En el prólogo de Pere Gimferrer a Los exiliados románticos del historiador británico E. H. Carr, reeditado este año en Anagrama, se dice que aquellos intelectuales rusos (Herzen, Bakunin, Ogarev…) que peregrinaban por la Europa de la segunda mitad del XIX eran encarnaciones históricas de personajes de novelas de la misma época, como Monsieur du Charles o Rastignac, Julien Sorel o Raskolnikov.
Lo mismo podría decirse de Casement, lector atento de El corazón de las tinieblas, aunque más admirador de versos de Yeats. Vargas Llosa retrata a Casement como un protagonista de la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial que vivió su vida como personaje de una novela de Conrad. Hay aquí un trasiego de caracteres e imágenes entre ficción e historia que encuentra trasfondo común en las parábolas del mal construidas por culturas nacionalistas y católicas.
lunes, 8 de noviembre de 2010
El anciano Tolstoi y el estado de naturaleza literario
El crítico y traductor colombiano Jorge Bustamante García publicó en La Jornada Semanal de ayer, por vez primera en castellano, algunas entrevistas que León Tolstoi concedió a periódicos de San Petersburgo y otras ciudades rusas y ucranianas a fines del siglo XIX o principios del XX. En una de aquellas entrevistas, publicada en Los Registros Bursátiles de Kiev en 1906, Tolstoi habla de la literatura rusa de esos años
Dice que Máximo Gorki y Lionid Andréyev carecen de “bondad espiritual y valor artístico” y que su “éxito es efímero”. De los decadentistas (Merezhkovski, Guíppius, Rózanov, Biely…) dice que “no son siquiera espinillas, son bubas”. Y se pregunta, “¿acaso vale la pena hablar del decadentismo?” Y se responde: “alguna vez alguien me mostró lo que escriben y no entendí nada”. Para Tolstoi, en 1906, sólo había dos escritores rusos de valía: Antón Chejov, en narrativa y teatro, y Daniil Ratgauz en poesía.
Ya para entonces Iván Bunin y Alexander Blok habían escrito sus primeros libros, pero Tolstoi no los veía, no los podía ver. Tolstoi era un anciano de 78 años, al que quedaban otros cuatro de vida. Pero su desprecio por la literatura de las generaciones que lo seguían es una actitud bastante común en el campo literario y no exclusivamente entre los más viejos. Son muchos los escritores de 40 años que creen que la historia literaria acabó con ellos.
Los juicios de Tolstoi sobre la literatura rusa de fines del XIX y principios del XX me hicieron recordar algunas ideas de Harold Bloom en sus primeros libros. No sólo por la insistencia en el agon que caracteriza la vida literaria sino por la defensa de la figura del crítico como árbitro del estado de naturaleza, de guerra de todos contra todos, en que llegan a convertirse las literaturas nacionales modernas.
Dice que Máximo Gorki y Lionid Andréyev carecen de “bondad espiritual y valor artístico” y que su “éxito es efímero”. De los decadentistas (Merezhkovski, Guíppius, Rózanov, Biely…) dice que “no son siquiera espinillas, son bubas”. Y se pregunta, “¿acaso vale la pena hablar del decadentismo?” Y se responde: “alguna vez alguien me mostró lo que escriben y no entendí nada”. Para Tolstoi, en 1906, sólo había dos escritores rusos de valía: Antón Chejov, en narrativa y teatro, y Daniil Ratgauz en poesía.
Ya para entonces Iván Bunin y Alexander Blok habían escrito sus primeros libros, pero Tolstoi no los veía, no los podía ver. Tolstoi era un anciano de 78 años, al que quedaban otros cuatro de vida. Pero su desprecio por la literatura de las generaciones que lo seguían es una actitud bastante común en el campo literario y no exclusivamente entre los más viejos. Son muchos los escritores de 40 años que creen que la historia literaria acabó con ellos.
Los juicios de Tolstoi sobre la literatura rusa de fines del XIX y principios del XX me hicieron recordar algunas ideas de Harold Bloom en sus primeros libros. No sólo por la insistencia en el agon que caracteriza la vida literaria sino por la defensa de la figura del crítico como árbitro del estado de naturaleza, de guerra de todos contra todos, en que llegan a convertirse las literaturas nacionales modernas.
viernes, 5 de noviembre de 2010
Tomás Estrada Palma en Paradiso
En Los años de Orígenes, Lorenzo García Vega dice que si no se ha leído bien el pasaje de Paradiso en el que Rialta se encuentra con Tomás Estrada Palma no se ha entendido a Lezama, a Orígenes y a Paradiso. Reproduzco dicho pasaje y regreso:
“El Presidente atravesaba la sala de baile con la lentitud de una reverencia gentil en el ornamento de una caja de tabaco. Los gendarmes pegaban con sus porras a las arañas que descendían curiosas por la invertida torre de la lámpara. Saludaba a unos como si se hubieran reencontrado en una lejanía a donde iban llegando emigrados para sentarse a la sombra de una ceiba. Coincidían, muy cerca de la ventana que cruzaba los dos hilos de la mirilla, el Presidente y Rialta. El centro de los dos hilos fijó la mano derecha del Presidente patriarcalmente alzada y en ligero movimiento, encontrándose venturosamente la sonrisa reverencial de Rialta.
¿No se acuerda de mí, don Tomás? –dijo Rialta, saliendo al encuentro de la presentación que hacía Paulita Nibú.
Cómo no te voy a conocer, eres la hija de don Andrés. No se pueden olvidar aquellas Navidades de Jacksonville. Y la espantosa tómbola donde todavía me parece oír el grito aquel, cuando la muerte de tu hermano Andresito. No se olviden de traer sus restos, pues hay que mezclarlos con la tierra nuestra.”
García Vega asegura que esta escena era narrada por Rosa Lima Rosado (Rialta en la novela), la madre de Lezama, y que la misma traslucía un afectado criollismo republicano, de folletín y bombín de mármol, por el cual Lezama y los origenistas intentaban sublimar una grandeza venida menos con una conexión familiar o afectiva con el patriciado. García Vega tiene razón en que hay que leer ese pasaje para entender a Lezama, a Paradiso y a Orígenes, pero, creo, que en sentido inverso al sugerido por él.
En la disputa por el legado de Orígenes se movilizan, con frecuencia, dos actitudes, la de quienes atacaron a aquel grupo intelectual por su entendimiento con el orden republicano y la de quienes insisten en presentar a Lezama y sus revistas como “resistencias” contra el orden republicano. Como sucede en casi todas las disputas, algo de razón hay en ambas actitudes.
Personalmente, me cuesta trabajo reconocerme en una o en otra, ya que no veo el sutil o lateral republicanismo de Orígenes como algo negativo, a la manera, digamos de Lunes de Revolución, Piñera o García Vega. Como tampoco logra convencerme el mito de un Lezama resistente, precursor intelectual de la Revolución, fabricado por Cintio Vitier y sus discípulos.
A propósito del pasaje citado de Paradiso, en la edición crítica de la novela preparada por Vitier, la imagen de Tomás Estrada Palma que aparece es, curiosamente, menos estereotipada que la que aparece en Los años de Orígenes de García Vega. Vitier reconoce, por lo menos, “la intachable honradez de Estrada Palma en el manejo de los fondos públicos”, aunque fuerza la interpretación cuando afirma que la imagen del primer Presidente en Paradiso quiere captar lo “falso” o lo “ingenuo” de aquella República.
La clave simbólica de esa imagen no es el “creerse querido por todos”, que señala Vitier, sino la idea de la primera República, con un ex presidente de la República en Armas y un ex delegado del Partido Revolucionario Cubano –un heredero de Martí, en suma- en el poder, como un espectáculo de la repatriación del exilio y de la armonía entre cubanos luego de una costosa y sangrienta guerra.
“El Presidente atravesaba la sala de baile con la lentitud de una reverencia gentil en el ornamento de una caja de tabaco. Los gendarmes pegaban con sus porras a las arañas que descendían curiosas por la invertida torre de la lámpara. Saludaba a unos como si se hubieran reencontrado en una lejanía a donde iban llegando emigrados para sentarse a la sombra de una ceiba. Coincidían, muy cerca de la ventana que cruzaba los dos hilos de la mirilla, el Presidente y Rialta. El centro de los dos hilos fijó la mano derecha del Presidente patriarcalmente alzada y en ligero movimiento, encontrándose venturosamente la sonrisa reverencial de Rialta.
¿No se acuerda de mí, don Tomás? –dijo Rialta, saliendo al encuentro de la presentación que hacía Paulita Nibú.
Cómo no te voy a conocer, eres la hija de don Andrés. No se pueden olvidar aquellas Navidades de Jacksonville. Y la espantosa tómbola donde todavía me parece oír el grito aquel, cuando la muerte de tu hermano Andresito. No se olviden de traer sus restos, pues hay que mezclarlos con la tierra nuestra.”
García Vega asegura que esta escena era narrada por Rosa Lima Rosado (Rialta en la novela), la madre de Lezama, y que la misma traslucía un afectado criollismo republicano, de folletín y bombín de mármol, por el cual Lezama y los origenistas intentaban sublimar una grandeza venida menos con una conexión familiar o afectiva con el patriciado. García Vega tiene razón en que hay que leer ese pasaje para entender a Lezama, a Paradiso y a Orígenes, pero, creo, que en sentido inverso al sugerido por él.
En la disputa por el legado de Orígenes se movilizan, con frecuencia, dos actitudes, la de quienes atacaron a aquel grupo intelectual por su entendimiento con el orden republicano y la de quienes insisten en presentar a Lezama y sus revistas como “resistencias” contra el orden republicano. Como sucede en casi todas las disputas, algo de razón hay en ambas actitudes.
Personalmente, me cuesta trabajo reconocerme en una o en otra, ya que no veo el sutil o lateral republicanismo de Orígenes como algo negativo, a la manera, digamos de Lunes de Revolución, Piñera o García Vega. Como tampoco logra convencerme el mito de un Lezama resistente, precursor intelectual de la Revolución, fabricado por Cintio Vitier y sus discípulos.
A propósito del pasaje citado de Paradiso, en la edición crítica de la novela preparada por Vitier, la imagen de Tomás Estrada Palma que aparece es, curiosamente, menos estereotipada que la que aparece en Los años de Orígenes de García Vega. Vitier reconoce, por lo menos, “la intachable honradez de Estrada Palma en el manejo de los fondos públicos”, aunque fuerza la interpretación cuando afirma que la imagen del primer Presidente en Paradiso quiere captar lo “falso” o lo “ingenuo” de aquella República.
La clave simbólica de esa imagen no es el “creerse querido por todos”, que señala Vitier, sino la idea de la primera República, con un ex presidente de la República en Armas y un ex delegado del Partido Revolucionario Cubano –un heredero de Martí, en suma- en el poder, como un espectáculo de la repatriación del exilio y de la armonía entre cubanos luego de una costosa y sangrienta guerra.
martes, 2 de noviembre de 2010
Pensar la fiesta
Roberto González Echevarría ha hecho de la fiesta cubana una figura de lo pensable. Esa experiencia que parece escabullirse de cualquier racionalización logra en Cuban fiestas (Yale University Press, 2010) un estatuto intelectual hasta ahora inalcanzado. Con ese tono antropológico ya estrenado en The Pride of Havana (1999), este libro continúa la gran tradición de Fernando Ortiz y Jorge Mañach, de pensar aquello que constituye una cultura nacional, aun cuando se resista a la menor teorización.
González Echevarría recorre todas las modalidades de la fiesta en Cuba, desde las de la liturgia católica hasta las del panteón afrocubano, pasando por la cívica de la República, la comunista de la Revolución, los carnavales y los bembés. Por el camino, este pensador de la fiesta, lee todo tipo de documentos: ensayos de Ortiz y Mañach, novelas de Cirilo Villaverde y Alejo Carpentier, poemas de Guillén y Lezama.
Hay en este libro una buena compilación del pensamiento de la fiesta en la cultura occidental. González Echevarría recupera ideas de Curtius y Huizinga, de Marcel Mauss y Mijaíl Bajtin, y concluye que siempre hay un elemento trágico en toda ceremonia festiva. Toda fiesta moviliza la voluntad de muerte y distribuye sus homenajes y sus agravios, sus catarsis y sus venganzas. Las fiestas son espectáculos ambivalentes, en los que se celebran fortunas y se lloran pérdidas.
Entre las muchas lecturas cubanas de González Echevarría en este libro, destaca la de “El coche musical”, el poema de Lezama, incluido en Dador (1960) y dedicado al músico mulato Raimundo Valenzuela, quien dirigió orquestas de carnaval, en el Parque Central, durante el siglo XIX. González Echevarría percibe la ambivalencia pitagórica, antes mencionada, en versos como “bailar es encontrar la unidad que forman los vivientes y los muertos” o “aquí el hombre antes de morir no tenía que ejercitarse en la música,/ ni las sombras aconsejar el ritmo al bajar al infierno”.
La fidelidad con que Lezama retrata a Valenzuela como un Orfeo negro, saltando de orquesta en orquesta, hace siempre pensar en el poeta, vecino de Trocadero, como espectador del carnaval. Pero dice González Echevarría que Valenzuela murió en 1905, por lo que Lezama no pudo ver nunca su espectáculo y que, tal vez, haya confundido a Raimundo con su hijo Pablo o que su recuerdo fuera, en realidad, el recuerdo de sus padres. En una conocida introducción a ese poema, grabada por Casa de las Américas, Lezama decía:
“Yo recuerdo que cuando yo era muy joven, al llegar los carnavales, los fines de año, el Parque Central cobraba una animación fiestera verdaderamente vertiginosa… Y entonces Valenzuela, que era de muy buena presencia, en su levita de tafetán, pues iba de orquesta en orquesta y daba como el compás, y entonces inmediatamente la orquesta empezaba sus sones criollos… Valenzuela me causaba la impresión de un Orfeo que iba dando los sones de la flauta, los números de la armonía”.
Lezama estaba convencido de haber visto a Raimundo Valenzuela en aquellos carnavales. No se trataba, pues, de un ejercicio de ficción, como cuando identificó a Julio Antonio Mella como el Apolo que, en Paradiso, dirigía la manifestación del 30 de septiembre de 1930. Valenzuela era ese Orfeo real que, “como un general entierna el vozarrón”, “riega doce orquestas en el Parque Central” y “recorre las marcas zodiacales”.
González Echevarría recorre todas las modalidades de la fiesta en Cuba, desde las de la liturgia católica hasta las del panteón afrocubano, pasando por la cívica de la República, la comunista de la Revolución, los carnavales y los bembés. Por el camino, este pensador de la fiesta, lee todo tipo de documentos: ensayos de Ortiz y Mañach, novelas de Cirilo Villaverde y Alejo Carpentier, poemas de Guillén y Lezama.
Hay en este libro una buena compilación del pensamiento de la fiesta en la cultura occidental. González Echevarría recupera ideas de Curtius y Huizinga, de Marcel Mauss y Mijaíl Bajtin, y concluye que siempre hay un elemento trágico en toda ceremonia festiva. Toda fiesta moviliza la voluntad de muerte y distribuye sus homenajes y sus agravios, sus catarsis y sus venganzas. Las fiestas son espectáculos ambivalentes, en los que se celebran fortunas y se lloran pérdidas.
Entre las muchas lecturas cubanas de González Echevarría en este libro, destaca la de “El coche musical”, el poema de Lezama, incluido en Dador (1960) y dedicado al músico mulato Raimundo Valenzuela, quien dirigió orquestas de carnaval, en el Parque Central, durante el siglo XIX. González Echevarría percibe la ambivalencia pitagórica, antes mencionada, en versos como “bailar es encontrar la unidad que forman los vivientes y los muertos” o “aquí el hombre antes de morir no tenía que ejercitarse en la música,/ ni las sombras aconsejar el ritmo al bajar al infierno”.
La fidelidad con que Lezama retrata a Valenzuela como un Orfeo negro, saltando de orquesta en orquesta, hace siempre pensar en el poeta, vecino de Trocadero, como espectador del carnaval. Pero dice González Echevarría que Valenzuela murió en 1905, por lo que Lezama no pudo ver nunca su espectáculo y que, tal vez, haya confundido a Raimundo con su hijo Pablo o que su recuerdo fuera, en realidad, el recuerdo de sus padres. En una conocida introducción a ese poema, grabada por Casa de las Américas, Lezama decía:
“Yo recuerdo que cuando yo era muy joven, al llegar los carnavales, los fines de año, el Parque Central cobraba una animación fiestera verdaderamente vertiginosa… Y entonces Valenzuela, que era de muy buena presencia, en su levita de tafetán, pues iba de orquesta en orquesta y daba como el compás, y entonces inmediatamente la orquesta empezaba sus sones criollos… Valenzuela me causaba la impresión de un Orfeo que iba dando los sones de la flauta, los números de la armonía”.
Lezama estaba convencido de haber visto a Raimundo Valenzuela en aquellos carnavales. No se trataba, pues, de un ejercicio de ficción, como cuando identificó a Julio Antonio Mella como el Apolo que, en Paradiso, dirigía la manifestación del 30 de septiembre de 1930. Valenzuela era ese Orfeo real que, “como un general entierna el vozarrón”, “riega doce orquestas en el Parque Central” y “recorre las marcas zodiacales”.
sábado, 30 de octubre de 2010
Contra la justicia trascendental
Quien sepa disfrutar la lectura de clásicos de la filosofía política como Aristóteles y Santo Tomás, Hobbes y Locke, Montesquieu y Rousseau, Constant y Tocqueville o Burke y Stuart Mill, encontrará poco refinados la exposición y el argumento de Amartya Sen, en su último libro, La idea de la justicia (2010). Me temo, sin embargo, que este libro, aunque menos sofisticado y con pocas posibilidades de construir un paradigma teórico tan influyente, puede ser más útil que el clásico Teoría de la justicia (1979) de John Rawls, con quien se mide.
Sen comienza distinguiendo dos actitudes filosóficas ante el concepto de justicia. La de los contractualistas (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau, Kant…), que desemboca en Rawls, y que parte de una definición de la justicia como ideal, alcanzable o inalcanzable, pero ideal al fin. Frente a esa célebre y variopinta tradición, que Sen llama del “institucionalismo trascendental”, se articularía otra, que opta por un enfoque comparativo, en el que la justicia es más lo menos injusto que lo perfectamente justo.
Esa tradición, igualmente distinguida y plural, a la que pertenecerían Adam Smith, Condorcet, Jeremy Bentham, Mary Wollstonecraft, Karl Marx y John Stuart Mill, es en la que Sen se reconoce. Si la primera desemboca en el maestro Rawls, la segunda desemboca en el discípulo Sen. Pero no hay aquí mera construcción de genealogías intelectuales sino un resuelto empeño de colocar la justicia entre las prioridades de las políticas públicas y privadas del siglo XXI.
Sen, como sabemos, es filósofo y, a la vez, economista. Esa dualidad es tan excepcional como efectiva a la hora de diagnosticar un problema social y recomendar sus posibles soluciones. Este libro es un buen ejemplo de dotación de sentido práctico al pensamiento político. Las reglas de la recepción intelectual funcionan, sin embargo, de otra manera. No por útil el libro de Sen tendrá mejor fortuna académica que el clásico de Rawls.
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