En Los años de Orígenes, Lorenzo García Vega dice que si no se ha leído bien el pasaje de Paradiso en el que Rialta se encuentra con Tomás Estrada Palma no se ha entendido a Lezama, a Orígenes y a Paradiso. Reproduzco dicho pasaje y regreso:
“El Presidente atravesaba la sala de baile con la lentitud de una reverencia gentil en el ornamento de una caja de tabaco. Los gendarmes pegaban con sus porras a las arañas que descendían curiosas por la invertida torre de la lámpara. Saludaba a unos como si se hubieran reencontrado en una lejanía a donde iban llegando emigrados para sentarse a la sombra de una ceiba. Coincidían, muy cerca de la ventana que cruzaba los dos hilos de la mirilla, el Presidente y Rialta. El centro de los dos hilos fijó la mano derecha del Presidente patriarcalmente alzada y en ligero movimiento, encontrándose venturosamente la sonrisa reverencial de Rialta.
¿No se acuerda de mí, don Tomás? –dijo Rialta, saliendo al encuentro de la presentación que hacía Paulita Nibú.
Cómo no te voy a conocer, eres la hija de don Andrés. No se pueden olvidar aquellas Navidades de Jacksonville. Y la espantosa tómbola donde todavía me parece oír el grito aquel, cuando la muerte de tu hermano Andresito. No se olviden de traer sus restos, pues hay que mezclarlos con la tierra nuestra.”
García Vega asegura que esta escena era narrada por Rosa Lima Rosado (Rialta en la novela), la madre de Lezama, y que la misma traslucía un afectado criollismo republicano, de folletín y bombín de mármol, por el cual Lezama y los origenistas intentaban sublimar una grandeza venida menos con una conexión familiar o afectiva con el patriciado. García Vega tiene razón en que hay que leer ese pasaje para entender a Lezama, a Paradiso y a Orígenes, pero, creo, que en sentido inverso al sugerido por él.
En la disputa por el legado de Orígenes se movilizan, con frecuencia, dos actitudes, la de quienes atacaron a aquel grupo intelectual por su entendimiento con el orden republicano y la de quienes insisten en presentar a Lezama y sus revistas como “resistencias” contra el orden republicano. Como sucede en casi todas las disputas, algo de razón hay en ambas actitudes.
Personalmente, me cuesta trabajo reconocerme en una o en otra, ya que no veo el sutil o lateral republicanismo de Orígenes como algo negativo, a la manera, digamos de Lunes de Revolución, Piñera o García Vega. Como tampoco logra convencerme el mito de un Lezama resistente, precursor intelectual de la Revolución, fabricado por Cintio Vitier y sus discípulos.
A propósito del pasaje citado de Paradiso, en la edición crítica de la novela preparada por Vitier, la imagen de Tomás Estrada Palma que aparece es, curiosamente, menos estereotipada que la que aparece en Los años de Orígenes de García Vega. Vitier reconoce, por lo menos, “la intachable honradez de Estrada Palma en el manejo de los fondos públicos”, aunque fuerza la interpretación cuando afirma que la imagen del primer Presidente en Paradiso quiere captar lo “falso” o lo “ingenuo” de aquella República.
La clave simbólica de esa imagen no es el “creerse querido por todos”, que señala Vitier, sino la idea de la primera República, con un ex presidente de la República en Armas y un ex delegado del Partido Revolucionario Cubano –un heredero de Martí, en suma- en el poder, como un espectáculo de la repatriación del exilio y de la armonía entre cubanos luego de una costosa y sangrienta guerra.
Libros del crepúsculo
viernes, 5 de noviembre de 2010
martes, 2 de noviembre de 2010
Pensar la fiesta
Roberto González Echevarría ha hecho de la fiesta cubana una figura de lo pensable. Esa experiencia que parece escabullirse de cualquier racionalización logra en Cuban fiestas (Yale University Press, 2010) un estatuto intelectual hasta ahora inalcanzado. Con ese tono antropológico ya estrenado en The Pride of Havana (1999), este libro continúa la gran tradición de Fernando Ortiz y Jorge Mañach, de pensar aquello que constituye una cultura nacional, aun cuando se resista a la menor teorización.
González Echevarría recorre todas las modalidades de la fiesta en Cuba, desde las de la liturgia católica hasta las del panteón afrocubano, pasando por la cívica de la República, la comunista de la Revolución, los carnavales y los bembés. Por el camino, este pensador de la fiesta, lee todo tipo de documentos: ensayos de Ortiz y Mañach, novelas de Cirilo Villaverde y Alejo Carpentier, poemas de Guillén y Lezama.
Hay en este libro una buena compilación del pensamiento de la fiesta en la cultura occidental. González Echevarría recupera ideas de Curtius y Huizinga, de Marcel Mauss y Mijaíl Bajtin, y concluye que siempre hay un elemento trágico en toda ceremonia festiva. Toda fiesta moviliza la voluntad de muerte y distribuye sus homenajes y sus agravios, sus catarsis y sus venganzas. Las fiestas son espectáculos ambivalentes, en los que se celebran fortunas y se lloran pérdidas.
Entre las muchas lecturas cubanas de González Echevarría en este libro, destaca la de “El coche musical”, el poema de Lezama, incluido en Dador (1960) y dedicado al músico mulato Raimundo Valenzuela, quien dirigió orquestas de carnaval, en el Parque Central, durante el siglo XIX. González Echevarría percibe la ambivalencia pitagórica, antes mencionada, en versos como “bailar es encontrar la unidad que forman los vivientes y los muertos” o “aquí el hombre antes de morir no tenía que ejercitarse en la música,/ ni las sombras aconsejar el ritmo al bajar al infierno”.
La fidelidad con que Lezama retrata a Valenzuela como un Orfeo negro, saltando de orquesta en orquesta, hace siempre pensar en el poeta, vecino de Trocadero, como espectador del carnaval. Pero dice González Echevarría que Valenzuela murió en 1905, por lo que Lezama no pudo ver nunca su espectáculo y que, tal vez, haya confundido a Raimundo con su hijo Pablo o que su recuerdo fuera, en realidad, el recuerdo de sus padres. En una conocida introducción a ese poema, grabada por Casa de las Américas, Lezama decía:
“Yo recuerdo que cuando yo era muy joven, al llegar los carnavales, los fines de año, el Parque Central cobraba una animación fiestera verdaderamente vertiginosa… Y entonces Valenzuela, que era de muy buena presencia, en su levita de tafetán, pues iba de orquesta en orquesta y daba como el compás, y entonces inmediatamente la orquesta empezaba sus sones criollos… Valenzuela me causaba la impresión de un Orfeo que iba dando los sones de la flauta, los números de la armonía”.
Lezama estaba convencido de haber visto a Raimundo Valenzuela en aquellos carnavales. No se trataba, pues, de un ejercicio de ficción, como cuando identificó a Julio Antonio Mella como el Apolo que, en Paradiso, dirigía la manifestación del 30 de septiembre de 1930. Valenzuela era ese Orfeo real que, “como un general entierna el vozarrón”, “riega doce orquestas en el Parque Central” y “recorre las marcas zodiacales”.
González Echevarría recorre todas las modalidades de la fiesta en Cuba, desde las de la liturgia católica hasta las del panteón afrocubano, pasando por la cívica de la República, la comunista de la Revolución, los carnavales y los bembés. Por el camino, este pensador de la fiesta, lee todo tipo de documentos: ensayos de Ortiz y Mañach, novelas de Cirilo Villaverde y Alejo Carpentier, poemas de Guillén y Lezama.
Hay en este libro una buena compilación del pensamiento de la fiesta en la cultura occidental. González Echevarría recupera ideas de Curtius y Huizinga, de Marcel Mauss y Mijaíl Bajtin, y concluye que siempre hay un elemento trágico en toda ceremonia festiva. Toda fiesta moviliza la voluntad de muerte y distribuye sus homenajes y sus agravios, sus catarsis y sus venganzas. Las fiestas son espectáculos ambivalentes, en los que se celebran fortunas y se lloran pérdidas.
Entre las muchas lecturas cubanas de González Echevarría en este libro, destaca la de “El coche musical”, el poema de Lezama, incluido en Dador (1960) y dedicado al músico mulato Raimundo Valenzuela, quien dirigió orquestas de carnaval, en el Parque Central, durante el siglo XIX. González Echevarría percibe la ambivalencia pitagórica, antes mencionada, en versos como “bailar es encontrar la unidad que forman los vivientes y los muertos” o “aquí el hombre antes de morir no tenía que ejercitarse en la música,/ ni las sombras aconsejar el ritmo al bajar al infierno”.
La fidelidad con que Lezama retrata a Valenzuela como un Orfeo negro, saltando de orquesta en orquesta, hace siempre pensar en el poeta, vecino de Trocadero, como espectador del carnaval. Pero dice González Echevarría que Valenzuela murió en 1905, por lo que Lezama no pudo ver nunca su espectáculo y que, tal vez, haya confundido a Raimundo con su hijo Pablo o que su recuerdo fuera, en realidad, el recuerdo de sus padres. En una conocida introducción a ese poema, grabada por Casa de las Américas, Lezama decía:
“Yo recuerdo que cuando yo era muy joven, al llegar los carnavales, los fines de año, el Parque Central cobraba una animación fiestera verdaderamente vertiginosa… Y entonces Valenzuela, que era de muy buena presencia, en su levita de tafetán, pues iba de orquesta en orquesta y daba como el compás, y entonces inmediatamente la orquesta empezaba sus sones criollos… Valenzuela me causaba la impresión de un Orfeo que iba dando los sones de la flauta, los números de la armonía”.
Lezama estaba convencido de haber visto a Raimundo Valenzuela en aquellos carnavales. No se trataba, pues, de un ejercicio de ficción, como cuando identificó a Julio Antonio Mella como el Apolo que, en Paradiso, dirigía la manifestación del 30 de septiembre de 1930. Valenzuela era ese Orfeo real que, “como un general entierna el vozarrón”, “riega doce orquestas en el Parque Central” y “recorre las marcas zodiacales”.
sábado, 30 de octubre de 2010
Contra la justicia trascendental
Quien sepa disfrutar la lectura de clásicos de la filosofía política como Aristóteles y Santo Tomás, Hobbes y Locke, Montesquieu y Rousseau, Constant y Tocqueville o Burke y Stuart Mill, encontrará poco refinados la exposición y el argumento de Amartya Sen, en su último libro, La idea de la justicia (2010). Me temo, sin embargo, que este libro, aunque menos sofisticado y con pocas posibilidades de construir un paradigma teórico tan influyente, puede ser más útil que el clásico Teoría de la justicia (1979) de John Rawls, con quien se mide.
Sen comienza distinguiendo dos actitudes filosóficas ante el concepto de justicia. La de los contractualistas (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau, Kant…), que desemboca en Rawls, y que parte de una definición de la justicia como ideal, alcanzable o inalcanzable, pero ideal al fin. Frente a esa célebre y variopinta tradición, que Sen llama del “institucionalismo trascendental”, se articularía otra, que opta por un enfoque comparativo, en el que la justicia es más lo menos injusto que lo perfectamente justo.
Esa tradición, igualmente distinguida y plural, a la que pertenecerían Adam Smith, Condorcet, Jeremy Bentham, Mary Wollstonecraft, Karl Marx y John Stuart Mill, es en la que Sen se reconoce. Si la primera desemboca en el maestro Rawls, la segunda desemboca en el discípulo Sen. Pero no hay aquí mera construcción de genealogías intelectuales sino un resuelto empeño de colocar la justicia entre las prioridades de las políticas públicas y privadas del siglo XXI.
Sen, como sabemos, es filósofo y, a la vez, economista. Esa dualidad es tan excepcional como efectiva a la hora de diagnosticar un problema social y recomendar sus posibles soluciones. Este libro es un buen ejemplo de dotación de sentido práctico al pensamiento político. Las reglas de la recepción intelectual funcionan, sin embargo, de otra manera. No por útil el libro de Sen tendrá mejor fortuna académica que el clásico de Rawls.
miércoles, 27 de octubre de 2010
Lezama fastidia a Hegel
Entre la polvareda de invisibilidades, lugares comunes, folklorismos e instrumentaciones turísticas o políticas que está produciendo José Lezama Lima en su centenario, una idea, ayer, de Ottmar Ette -el gran crítico alemán, autor del mejor estudio con que contamos sobre la recepción de José Martí en el siglo XX cubano y estudioso de figuras tan hurañas como Humboldt, Barthes y Arenas- en el homenaje al autor de Paradiso, organizado por El Colegio de México, el CIDE, la UNAM, la UAM y el Claustro de Sor Juana.
Dice Ette que algunos pasajes de La expresión americana (1957), como aquellos que hablan del “pesimismo de los alimentos de Hegel” o invita a los “sibaritas ingleses a hundirse en el argentino bife” o protesta contra la españolización de Picasso, contra tantas y tantas maniobras para “extraerlo de la tradición francesa” y “desamericanizarlo”, remitiéndolo obsesivamente a los toros y las caras malagueñas, deben ser leídos como carcajadas, risas, burlas de Lezama contra los estereotipos nacionalistas e identitarios.
El propio Lezama lo dice a propósito de la representación del mundo americano en la Filosofía de la historia de Hegel: “si vuelvo a él, es un tanto con el propósito de burlarlo, señalando para su fastidio, una de las veces en que la idea no coincidió con la realidad, pues en ese soberano espíritu, parece como si los hechos y lo empírico domesticados siguieran su ideograma previo, las irritadas exigencias de su mando conceptual”.
Aquí Lezama, dice Ette, es un criollo, un republicano, un heredero de Fray Servando Teresa de Mier, José Martí, Walt Whitman y Herman Melville, un americano –más que un latino, un hispano o un “nuestroamericano”- que defiende su Nuevo Mundo, su Hemisferio, su continente, su orilla atlántica de los clichés de la vieja Europa, especialmente de la que quedó aturdida por los excesos del racionalismo neoclásico.
Dice Ette que algunos pasajes de La expresión americana (1957), como aquellos que hablan del “pesimismo de los alimentos de Hegel” o invita a los “sibaritas ingleses a hundirse en el argentino bife” o protesta contra la españolización de Picasso, contra tantas y tantas maniobras para “extraerlo de la tradición francesa” y “desamericanizarlo”, remitiéndolo obsesivamente a los toros y las caras malagueñas, deben ser leídos como carcajadas, risas, burlas de Lezama contra los estereotipos nacionalistas e identitarios.
El propio Lezama lo dice a propósito de la representación del mundo americano en la Filosofía de la historia de Hegel: “si vuelvo a él, es un tanto con el propósito de burlarlo, señalando para su fastidio, una de las veces en que la idea no coincidió con la realidad, pues en ese soberano espíritu, parece como si los hechos y lo empírico domesticados siguieran su ideograma previo, las irritadas exigencias de su mando conceptual”.
Aquí Lezama, dice Ette, es un criollo, un republicano, un heredero de Fray Servando Teresa de Mier, José Martí, Walt Whitman y Herman Melville, un americano –más que un latino, un hispano o un “nuestroamericano”- que defiende su Nuevo Mundo, su Hemisferio, su continente, su orilla atlántica de los clichés de la vieja Europa, especialmente de la que quedó aturdida por los excesos del racionalismo neoclásico.
martes, 26 de octubre de 2010
El periódico de la lengua
Un amigo que siempre me discute que El País es el mejor periódico de la lengua, quedó sin argumentos este fin de semana cuando le dije que sólo en ese diario podía leerse una página de opinión de Slavoj Zizek contra las políticas antiinmigrantes en Europa y, al día siguiente, otra de Mario Vargas Llosa criticando los elementos más reaccionarios del Tea Party -aunque reconociendo que algunos reclamos de ese movimiento, como la dilatación del Estado y la burocracia, son genuinos.
Lo importante no es, desde luego, la pluralidad por la pluralidad. El mérito de El País es haber logrado esa pluralidad, en la que un marxista y un liberal pueden ser vecinos, por medio del rigor intelectual. Si algo hay en esas dos cuartas páginas, “Barbarie con rostro humano” de Zizek, el sábado, y “Las caras del Tea Party” de Vargas Llosa, el domingo, es rigor. Ambos, cada uno en su estilo, escriben bien, manejan el género, pero, sobre todo, colocan sus juicios en una perspectiva intelectual de la mayor sofisticación.
La ventaja que El País le saca a los demás periódicos de la lengua tiene que ver con ese rigor plural y, también, con una privilegiada visión espacial. Ese diario madrileño es, tal vez, el más plenamente atlántico que existe en el mundo. A sus editores les interesa Europa y Estados Unidos, España y América Latina, en proporciones más equitativas que a los editores de The New York Times o Le Monde, por ejemplo. Los otros medios impresos iberoamericanos son demasiado nacionales o demasiado continentales, raras veces se mueven entre una y otra orilla con esa agilidad mercurial.
Lo importante no es, desde luego, la pluralidad por la pluralidad. El mérito de El País es haber logrado esa pluralidad, en la que un marxista y un liberal pueden ser vecinos, por medio del rigor intelectual. Si algo hay en esas dos cuartas páginas, “Barbarie con rostro humano” de Zizek, el sábado, y “Las caras del Tea Party” de Vargas Llosa, el domingo, es rigor. Ambos, cada uno en su estilo, escriben bien, manejan el género, pero, sobre todo, colocan sus juicios en una perspectiva intelectual de la mayor sofisticación.
La ventaja que El País le saca a los demás periódicos de la lengua tiene que ver con ese rigor plural y, también, con una privilegiada visión espacial. Ese diario madrileño es, tal vez, el más plenamente atlántico que existe en el mundo. A sus editores les interesa Europa y Estados Unidos, España y América Latina, en proporciones más equitativas que a los editores de The New York Times o Le Monde, por ejemplo. Los otros medios impresos iberoamericanos son demasiado nacionales o demasiado continentales, raras veces se mueven entre una y otra orilla con esa agilidad mercurial.
viernes, 22 de octubre de 2010
La interpretación histórica de la literatura
Releyendo algunos de los primeros libros de poesía y narrativa del escritor cubano Lorenzo García Vega –Suite para la espera (1948), Espirales del cuje (1952) y Cetrería del títere (1960)- he recordado la defensa que hiciera Edmund Wilson de la “interpretación histórica de la literatura” en The Triple Thinkers (1948). Allí Wilson cuestionaba la mirada ahistórica de la crítica literaria, que persiste en contraponer Literatura e Historia, y demandaba estudios mal vistos por puristas y filólogos como “las ideas políticas de Flaubert”.
Estamos acostumbrados a leer a críticos literarios que nos dicen que las primeras obras de García Vega son “ecos de las vanguardias” o “subsistencias del surrealismo” en Cuba. ¿Es eso suficiente? No, hay muchas más cosas en aquella literatura: una deuda con la lectura de Lezama de las vanguardias literarias (Joyce, Kafka, Borges y Vallejo, por ejemplo) que ha sido demasiado negada, en buena medida, por las propias poses retóricas de Lezama contra la generación de Avance; una apelación a la novela familiar que es síntoma de casi todas las poéticas origenistas; un cuestionamiento radical de la tradición intelectual cubana, rural y urbana, moderna y tradicional, martiana y casaliana, varoniana y mañachiana…
Me temo que la única manera de llegar más a fondo y comprender algunas claves de la literatura del joven García Vega es por medio de la historia intelectual. Para muchos, García Vega es sólo el autor de Los años de Orígenes, Rostros del reverso y El oficio del perder. Es ese el registro, en clave de confesión, memoria o diario, que interesa no sólo porque es ahí donde se encuentra la crítica más explícita al origenismo sino porque se trata de textos en los que la “interpretación histórica de la literatura”, de que hablaba Wilson, es más fácil. Digamos que es ahí donde el crítico tiene menos que hacer, donde es menos ardua su tarea.
Más complicado y, a la vez, más interesante, me parece leer la historia allí donde se oculta, donde debe ser exhumada de la superficie del texto. Pienso ahora no sólo en los tres libros juveniles de García Vega sino también en su primera obra poética en el exilio, como Ritmos acribillados (1972) por ejemplo. El prólogo que escribió Mario Parajón a la primera edición de este cuaderno sigue siendo, a mi entender, lo mejor que se ha escrito sobre García Vega, precisamente, porque escucha las preguntas del escritor a su tiempo y a su ciudad y no se pierde en la ubicación de García Vega en alguna categoría intemporal de la lírica.
Estamos acostumbrados a leer a críticos literarios que nos dicen que las primeras obras de García Vega son “ecos de las vanguardias” o “subsistencias del surrealismo” en Cuba. ¿Es eso suficiente? No, hay muchas más cosas en aquella literatura: una deuda con la lectura de Lezama de las vanguardias literarias (Joyce, Kafka, Borges y Vallejo, por ejemplo) que ha sido demasiado negada, en buena medida, por las propias poses retóricas de Lezama contra la generación de Avance; una apelación a la novela familiar que es síntoma de casi todas las poéticas origenistas; un cuestionamiento radical de la tradición intelectual cubana, rural y urbana, moderna y tradicional, martiana y casaliana, varoniana y mañachiana…
Me temo que la única manera de llegar más a fondo y comprender algunas claves de la literatura del joven García Vega es por medio de la historia intelectual. Para muchos, García Vega es sólo el autor de Los años de Orígenes, Rostros del reverso y El oficio del perder. Es ese el registro, en clave de confesión, memoria o diario, que interesa no sólo porque es ahí donde se encuentra la crítica más explícita al origenismo sino porque se trata de textos en los que la “interpretación histórica de la literatura”, de que hablaba Wilson, es más fácil. Digamos que es ahí donde el crítico tiene menos que hacer, donde es menos ardua su tarea.
Más complicado y, a la vez, más interesante, me parece leer la historia allí donde se oculta, donde debe ser exhumada de la superficie del texto. Pienso ahora no sólo en los tres libros juveniles de García Vega sino también en su primera obra poética en el exilio, como Ritmos acribillados (1972) por ejemplo. El prólogo que escribió Mario Parajón a la primera edición de este cuaderno sigue siendo, a mi entender, lo mejor que se ha escrito sobre García Vega, precisamente, porque escucha las preguntas del escritor a su tiempo y a su ciudad y no se pierde en la ubicación de García Vega en alguna categoría intemporal de la lírica.
jueves, 21 de octubre de 2010
El joven poeta lector
Releí la Suite para la espera (1948) de Lorenzo García Vega en busca de algunas imágenes de creía recordar: un buitre tras las rejas, flamencos desnucados, tumbas rojas, niños semidesnudos disfrazados de vikingos, un buey henchido, las insoportables campanas de los predicantes, noches de Matanzas, delfines de algodón, heliotropos, focas, caracoles…
Encontré, sin embargo, un joven poeta, de apenas 22 años, que afirma sus lecturas. “Sí, he sido lector de Lautréamont” –dice-, como si confesara una culpa o se defendiera de quienes le reprochan algún desvío. Y luego, la “frente estrujada de Blake”, y Conrad y Verlaine y Vallejo y Whitman. Los libros juveniles son un tema clave de ese poemario de García Vega.
En “Conjuros del lector”, por ejemplo, se entabla el diálogo entre lectura y dispersión, entre el libro y sus fugas. El lector parece conversar con el libro, pedirle disculpas por perder la concentración, a ratos: “Ya vuelvo, libro. Invernadero, ventana, han desplazado nuca/ Han dicho que tedioso horizonte, y que frente de rebuscados espejos/ tiene el lago/ He vuelto al libro; digo que vuelvo el mascoteo de mis manos/ Que orla, parla, y tarde se han vencido”.
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