Un amigo que siempre me discute que El País es el mejor periódico de la lengua, quedó sin argumentos este fin de semana cuando le dije que sólo en ese diario podía leerse una página de opinión de Slavoj Zizek contra las políticas antiinmigrantes en Europa y, al día siguiente, otra de Mario Vargas Llosa criticando los elementos más reaccionarios del Tea Party -aunque reconociendo que algunos reclamos de ese movimiento, como la dilatación del Estado y la burocracia, son genuinos.
Lo importante no es, desde luego, la pluralidad por la pluralidad. El mérito de El País es haber logrado esa pluralidad, en la que un marxista y un liberal pueden ser vecinos, por medio del rigor intelectual. Si algo hay en esas dos cuartas páginas, “Barbarie con rostro humano” de Zizek, el sábado, y “Las caras del Tea Party” de Vargas Llosa, el domingo, es rigor. Ambos, cada uno en su estilo, escriben bien, manejan el género, pero, sobre todo, colocan sus juicios en una perspectiva intelectual de la mayor sofisticación.
La ventaja que El País le saca a los demás periódicos de la lengua tiene que ver con ese rigor plural y, también, con una privilegiada visión espacial. Ese diario madrileño es, tal vez, el más plenamente atlántico que existe en el mundo. A sus editores les interesa Europa y Estados Unidos, España y América Latina, en proporciones más equitativas que a los editores de The New York Times o Le Monde, por ejemplo. Los otros medios impresos iberoamericanos son demasiado nacionales o demasiado continentales, raras veces se mueven entre una y otra orilla con esa agilidad mercurial.
Libros del crepúsculo
martes, 26 de octubre de 2010
viernes, 22 de octubre de 2010
La interpretación histórica de la literatura
Releyendo algunos de los primeros libros de poesía y narrativa del escritor cubano Lorenzo García Vega –Suite para la espera (1948), Espirales del cuje (1952) y Cetrería del títere (1960)- he recordado la defensa que hiciera Edmund Wilson de la “interpretación histórica de la literatura” en The Triple Thinkers (1948). Allí Wilson cuestionaba la mirada ahistórica de la crítica literaria, que persiste en contraponer Literatura e Historia, y demandaba estudios mal vistos por puristas y filólogos como “las ideas políticas de Flaubert”.
Estamos acostumbrados a leer a críticos literarios que nos dicen que las primeras obras de García Vega son “ecos de las vanguardias” o “subsistencias del surrealismo” en Cuba. ¿Es eso suficiente? No, hay muchas más cosas en aquella literatura: una deuda con la lectura de Lezama de las vanguardias literarias (Joyce, Kafka, Borges y Vallejo, por ejemplo) que ha sido demasiado negada, en buena medida, por las propias poses retóricas de Lezama contra la generación de Avance; una apelación a la novela familiar que es síntoma de casi todas las poéticas origenistas; un cuestionamiento radical de la tradición intelectual cubana, rural y urbana, moderna y tradicional, martiana y casaliana, varoniana y mañachiana…
Me temo que la única manera de llegar más a fondo y comprender algunas claves de la literatura del joven García Vega es por medio de la historia intelectual. Para muchos, García Vega es sólo el autor de Los años de Orígenes, Rostros del reverso y El oficio del perder. Es ese el registro, en clave de confesión, memoria o diario, que interesa no sólo porque es ahí donde se encuentra la crítica más explícita al origenismo sino porque se trata de textos en los que la “interpretación histórica de la literatura”, de que hablaba Wilson, es más fácil. Digamos que es ahí donde el crítico tiene menos que hacer, donde es menos ardua su tarea.
Más complicado y, a la vez, más interesante, me parece leer la historia allí donde se oculta, donde debe ser exhumada de la superficie del texto. Pienso ahora no sólo en los tres libros juveniles de García Vega sino también en su primera obra poética en el exilio, como Ritmos acribillados (1972) por ejemplo. El prólogo que escribió Mario Parajón a la primera edición de este cuaderno sigue siendo, a mi entender, lo mejor que se ha escrito sobre García Vega, precisamente, porque escucha las preguntas del escritor a su tiempo y a su ciudad y no se pierde en la ubicación de García Vega en alguna categoría intemporal de la lírica.
Estamos acostumbrados a leer a críticos literarios que nos dicen que las primeras obras de García Vega son “ecos de las vanguardias” o “subsistencias del surrealismo” en Cuba. ¿Es eso suficiente? No, hay muchas más cosas en aquella literatura: una deuda con la lectura de Lezama de las vanguardias literarias (Joyce, Kafka, Borges y Vallejo, por ejemplo) que ha sido demasiado negada, en buena medida, por las propias poses retóricas de Lezama contra la generación de Avance; una apelación a la novela familiar que es síntoma de casi todas las poéticas origenistas; un cuestionamiento radical de la tradición intelectual cubana, rural y urbana, moderna y tradicional, martiana y casaliana, varoniana y mañachiana…
Me temo que la única manera de llegar más a fondo y comprender algunas claves de la literatura del joven García Vega es por medio de la historia intelectual. Para muchos, García Vega es sólo el autor de Los años de Orígenes, Rostros del reverso y El oficio del perder. Es ese el registro, en clave de confesión, memoria o diario, que interesa no sólo porque es ahí donde se encuentra la crítica más explícita al origenismo sino porque se trata de textos en los que la “interpretación histórica de la literatura”, de que hablaba Wilson, es más fácil. Digamos que es ahí donde el crítico tiene menos que hacer, donde es menos ardua su tarea.
Más complicado y, a la vez, más interesante, me parece leer la historia allí donde se oculta, donde debe ser exhumada de la superficie del texto. Pienso ahora no sólo en los tres libros juveniles de García Vega sino también en su primera obra poética en el exilio, como Ritmos acribillados (1972) por ejemplo. El prólogo que escribió Mario Parajón a la primera edición de este cuaderno sigue siendo, a mi entender, lo mejor que se ha escrito sobre García Vega, precisamente, porque escucha las preguntas del escritor a su tiempo y a su ciudad y no se pierde en la ubicación de García Vega en alguna categoría intemporal de la lírica.
jueves, 21 de octubre de 2010
El joven poeta lector
Releí la Suite para la espera (1948) de Lorenzo García Vega en busca de algunas imágenes de creía recordar: un buitre tras las rejas, flamencos desnucados, tumbas rojas, niños semidesnudos disfrazados de vikingos, un buey henchido, las insoportables campanas de los predicantes, noches de Matanzas, delfines de algodón, heliotropos, focas, caracoles…
Encontré, sin embargo, un joven poeta, de apenas 22 años, que afirma sus lecturas. “Sí, he sido lector de Lautréamont” –dice-, como si confesara una culpa o se defendiera de quienes le reprochan algún desvío. Y luego, la “frente estrujada de Blake”, y Conrad y Verlaine y Vallejo y Whitman. Los libros juveniles son un tema clave de ese poemario de García Vega.
En “Conjuros del lector”, por ejemplo, se entabla el diálogo entre lectura y dispersión, entre el libro y sus fugas. El lector parece conversar con el libro, pedirle disculpas por perder la concentración, a ratos: “Ya vuelvo, libro. Invernadero, ventana, han desplazado nuca/ Han dicho que tedioso horizonte, y que frente de rebuscados espejos/ tiene el lago/ He vuelto al libro; digo que vuelvo el mascoteo de mis manos/ Que orla, parla, y tarde se han vencido”.
martes, 19 de octubre de 2010
El imposible Libro Negro
Habíamos leído la novela Vida y destino (1980) del gran escritor ucraniano Vasili Grossman (1905-1964). Sabíamos que su autor había sufrido toda clase de infortunio bajo el régimen estalinista y que aquella inmensa novela, que tantos lectores le ganó, había sido publicada, en Suiza, dos décadas después de su muerte. Sabíamos, pues, que Grossman fue un desgraciado.
Lo que no sabíamos, hasta la edición de La vida y el destino de Vasili Grossman (Madrid, Encuentro, 2010), la espléndida biografía de John y Carol Garrard, reseñada en Babelia por L. F. Moreno Claros, era que aquella desgracia había comenzado cuando Grossman, respaldado por el escritor estalinista, también ucraniano, Iliá Erenburg, había propuesto a Stalin la redacción de un Libro Negro de las matanzas de judíos en la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial.
Para Grossman era evidente que los principales responsables de ese capítulo del holocausto eran los nazis, en campos como Treblinka o Sobidor. Pero a él le parecía también importante documentar la colaboración de antisemitas ucranianos y lituanos en aquellas masacres. Aunque aquellos antisemitas eran enemigos de Stalin que se aliaban con la invasión nazi, la propuesta del Libro Negro molestó tremendamente a Stalin ya que ofrecía una imagen bárbara de algunos ciudadanos soviéticos.
Ahí comenzó el infortunio de Grossman. Ni el apoyo del oficialista Erenburg, ni la prosa tolstoyana o el resuelto antifascismo salvaron a Grossman de la furia de Stalin. Rechazada su propuesta, quedaba el propio Grossman como testigo incómodo de aquella protección del mito soviético, capaz, ya no de controlar la información, sino de eliminar físicamente a quien la utilizase para defender los propios valores comunistas.
lunes, 18 de octubre de 2010
Maalouf, el exilio y las estatuas
Juan Cruz viajó a la isla de Yeu, en el Atlántico francés, donde murió el mariscal Petain y donde vive su exilio el escritor libanés Amin Maalouf. El autor de Identidades asesinas y Orígenes, reciente Premio Príncipe de Asturias, habló con Cruz, para El País Semanal, sobre los temas de su último libro de ensayos, El desajuste del mundo, y, naturalmente, sobre el exilio, uno de los focos principales de su obra.
Maalouf es el caso raro de exiliado sin nostalgia. Él se siente un extraviado. Se imagina como un “vagabundo doméstico”, que se olvida de sí mismo, “que siempre está alejándose del centro”. No de otra manera podría explicarse su crítica paralela a los nacionalismos del Medio Oriente y al racismo de Occidente o la búsqueda de su doble en Cuba, donde vivió por un tiempo su abuelo, para luego regresar al Líbano, donde nacieron su padre y él.
Sobre Cuba, país que visitó mientras investigaba la trama de su libro, Orígenes, o más específicamente sobre Fidel Castro, habló Amin Maalouf con Juan Cruz:
“Fidel es, por supuesto, muy autócrata; eso lo sabía antes de ir, y lo tenía presente cuando estaba allá, pero lo que yo no sabía antes de ir a Cuba es que él no tiene el hábito de poner su nombre a las calles o a las avenidas, ni de erigir estatuas suyas o publicar sus fotos en carteles. Inevitablemente, todos los autócratas de la historia son expulsados algún día. La última estatua que vimos derribar fue la de Saddam Husein en Irak, pero hay otros ejemplos, como Stalin, Lenin… En Cuba, sin embargo, cuando se vayan los dos hermanos Castro, no habrá estatuas que destruir. No tendrán que rebautizar avenidas, porque allí se llaman Che Guevara o Allende, pero no hay ninguna llamada Fidel Castro”.
Antes, en Orígenes, Maalouf había anotado:
“Cuando sus sucesores se rebelen contra sus recuerdos, no encontrarán ninguna cerca que tirar abajo ni ninguna gran obra que inaugurar”.
Maalouf es el caso raro de exiliado sin nostalgia. Él se siente un extraviado. Se imagina como un “vagabundo doméstico”, que se olvida de sí mismo, “que siempre está alejándose del centro”. No de otra manera podría explicarse su crítica paralela a los nacionalismos del Medio Oriente y al racismo de Occidente o la búsqueda de su doble en Cuba, donde vivió por un tiempo su abuelo, para luego regresar al Líbano, donde nacieron su padre y él.
Sobre Cuba, país que visitó mientras investigaba la trama de su libro, Orígenes, o más específicamente sobre Fidel Castro, habló Amin Maalouf con Juan Cruz:
“Fidel es, por supuesto, muy autócrata; eso lo sabía antes de ir, y lo tenía presente cuando estaba allá, pero lo que yo no sabía antes de ir a Cuba es que él no tiene el hábito de poner su nombre a las calles o a las avenidas, ni de erigir estatuas suyas o publicar sus fotos en carteles. Inevitablemente, todos los autócratas de la historia son expulsados algún día. La última estatua que vimos derribar fue la de Saddam Husein en Irak, pero hay otros ejemplos, como Stalin, Lenin… En Cuba, sin embargo, cuando se vayan los dos hermanos Castro, no habrá estatuas que destruir. No tendrán que rebautizar avenidas, porque allí se llaman Che Guevara o Allende, pero no hay ninguna llamada Fidel Castro”.
Antes, en Orígenes, Maalouf había anotado:
“Cuando sus sucesores se rebelen contra sus recuerdos, no encontrarán ninguna cerca que tirar abajo ni ninguna gran obra que inaugurar”.
jueves, 14 de octubre de 2010
Libros de otros
Hoy los periódicos mexicanos reportan que durante la ceremonia de entrega de la Medalla al Mérito Artístico al poeta José Emilio Pacheco, la comisionada de cultura de la Asamblea del Distrito Federal, militante del PRD, le atribuyó las obras Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams y Cuatro cuartetos de T. S. Eliot.
Otro legislador del PRI dijo que “se quitaba el sombrero frente a Pacheco”, que sus “obras eran muy buenas” y que “las conocía porque en la escuela le enseñaron Crónica de una muerte anunciada ”.
He pensado en la diversión de José Emilio, Premio Cervantes, y en su famoso poema “A quien pueda interesar”, donde deja a otros (Williams, Eliot, García Márquez…) la voluntad de escribir esos libros que le atribuyen.
Otro legislador del PRI dijo que “se quitaba el sombrero frente a Pacheco”, que sus “obras eran muy buenas” y que “las conocía porque en la escuela le enseñaron Crónica de una muerte anunciada ”.
He pensado en la diversión de José Emilio, Premio Cervantes, y en su famoso poema “A quien pueda interesar”, donde deja a otros (Williams, Eliot, García Márquez…) la voluntad de escribir esos libros que le atribuyen.
Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas obras
que sean espejo de armonía
A mí sólo me importa
el testimonio del momento que pasa
las palabras que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo
La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida
Sobre la Academia de Historia de Cuba
Ahora que el Consejo de Estado de la isla decidió restablecer la Academia de Historia de Cuba, clausurada hace exactamente medio siglo por el gobierno revolucionario, vale la pena releer la entrada, más bien cariñosa, que le dedicó a esa institución republicana el excluyente Diccionario de la literatura cubana (La Habana, Letras Cubanas, 1980, t. I, pp. 19-20)
Según el secretario del Consejo de Estado, Homero Acosta, la institución será “autónoma” y “nacional”. Obsérvese que aquella, la republicana, era “independiente”, adscrita inicialmente a la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes –no a un Consejo de Estado o cualquier otra dependencia del poder ejecutivo- y, además de contar con personalidad jurídica propia a cuatro años de su fundación, en ella eran admitidos como miembros historiadores cubanos residentes fuera de la isla.
ACADEMIA DE LA HISTORIA DE CUBA
Fue creada por Decreto Presidencial fechado el 20 de agosto de 1910, e inaugurada el 10 de octubre del propio año. Tuvo en sus inicios carácter independiente, adscrita a la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes; en julio de 1914 se le concedió personalidad jurídica propia y plena capacidad civil para todos los efectos legales. Estuvo dirigida por un presidente de honor, que debía ser a su vez el secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, un presidente efectivo, treinta académicos de número residentes en La Habana, treinta académicos correspondientes residentes en las provincias o en el extranjero, un secretario y un bibliotecario. El primer presidente fue Fernando Figueredo (en la imagen del post), sustituido tras una corta etapa por Evelio Rodríguez Lendián. Los objetivos fundamentales de la Academia fueron investigar, adquirir, coleccionar y clasificar todos aquellos documentos que en mayor o menor grado pudieran ser una contribución al enriquecimiento de nuestra historia. Además, se preocupó por salvar los objetos que constituyeran recuerdos históricos. Organizó concursos, ofreció conferencias y publicó monografías, colecciones y documentos. Contó con un archivo compuesto por más de diez mil documentos, entre los cuales figuran originales de Carlos Manuel de Céspedes y Salvador Cisneros Betancourt y copias valiosas extraídas del Archivo de Indias, relacionadas con la historia de Cuba. En 1919 apareció el primer tomo de Anales de la Academia de La Historia, publicado bajo la dirección de Domingo Figarola-Caneda. Su último número apareció en 1956. También editó, entre 1944 y 1956, un Anuario que recogía en sus páginas las actividades y diversas cuestiones administrativas relacionadas con la institución. Desaparecida en 1960, su archivo y biblioteca pasaron al Archivo Nacional de la Academia de Ciencias de Cuba y al Archivo Histórico de la Revolución.
Según el secretario del Consejo de Estado, Homero Acosta, la institución será “autónoma” y “nacional”. Obsérvese que aquella, la republicana, era “independiente”, adscrita inicialmente a la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes –no a un Consejo de Estado o cualquier otra dependencia del poder ejecutivo- y, además de contar con personalidad jurídica propia a cuatro años de su fundación, en ella eran admitidos como miembros historiadores cubanos residentes fuera de la isla.
ACADEMIA DE LA HISTORIA DE CUBA
Fue creada por Decreto Presidencial fechado el 20 de agosto de 1910, e inaugurada el 10 de octubre del propio año. Tuvo en sus inicios carácter independiente, adscrita a la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes; en julio de 1914 se le concedió personalidad jurídica propia y plena capacidad civil para todos los efectos legales. Estuvo dirigida por un presidente de honor, que debía ser a su vez el secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, un presidente efectivo, treinta académicos de número residentes en La Habana, treinta académicos correspondientes residentes en las provincias o en el extranjero, un secretario y un bibliotecario. El primer presidente fue Fernando Figueredo (en la imagen del post), sustituido tras una corta etapa por Evelio Rodríguez Lendián. Los objetivos fundamentales de la Academia fueron investigar, adquirir, coleccionar y clasificar todos aquellos documentos que en mayor o menor grado pudieran ser una contribución al enriquecimiento de nuestra historia. Además, se preocupó por salvar los objetos que constituyeran recuerdos históricos. Organizó concursos, ofreció conferencias y publicó monografías, colecciones y documentos. Contó con un archivo compuesto por más de diez mil documentos, entre los cuales figuran originales de Carlos Manuel de Céspedes y Salvador Cisneros Betancourt y copias valiosas extraídas del Archivo de Indias, relacionadas con la historia de Cuba. En 1919 apareció el primer tomo de Anales de la Academia de La Historia, publicado bajo la dirección de Domingo Figarola-Caneda. Su último número apareció en 1956. También editó, entre 1944 y 1956, un Anuario que recogía en sus páginas las actividades y diversas cuestiones administrativas relacionadas con la institución. Desaparecida en 1960, su archivo y biblioteca pasaron al Archivo Nacional de la Academia de Ciencias de Cuba y al Archivo Histórico de la Revolución.
BIBLIOGRAFÍA
Iraizoz, Antonio. «Labor de la Academia de la Historia», en Anales de la Academia de la Historia de Cuba. La Habana, 13: 123-125, ene.-dic., 1931 [Lagómasino Álvarez, Luis]. «La Academia de la Historia», en Boletín nacional de historia, geografía y ciencias naturales. La Habana, 1 (2-3): 24-28, jun.-dic., 1912. Pérez Cabrera, José Manuel. «Palabras pronunciadas por [...] en la Feria Anual del Libro celebrada en el Parque Central de La Habana, el día 5 de diciembre de l943» y «Palabras leídas a nombre de la Academia de la Historia de Cuba por [...] con motivo de la IV Feria Cubana del Libro celebrada en el Parque Central de La Habana, el día 10 de diciembre de 1945», en Anales de la Academia de la Historia de Cuba. La Habana, 25 y 27: 119-123 y 118-121, ene.-dic., 1943 y 1945, resp. «Proyecto de reglamento de la Academia de la Historia de Cuba», en Anales de la Academia de la Historia La Habana, 1 y 3 (1 y 1): 199-206 y 219-232, jul.-ago. y ene.-jun., 1919 y 1921, resp. Santovenia, Emeterio. Cuarenta años de la vida de la Academia. La Habana, Imp. El Siglo XX, 1950. La vida de la Academia de la Historia (1910-1932), por Juan Miguel Dihigo y Mestre [y otros]. La Habana, Imp. El Siglo XX, 1924-1932. 9 t.
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