En el número de octubre de
Espacio Laical, la importante revista católica cubana, continúa el debate entre Julio César Guanche y Roberto Veiga sobre democracia, ideologías y socialismos en Cuba. También en ese número aparece el ineludible artículo “Entre el ajuste fiscal y los cambios estructurales” de los economistas Pavel Vidal Alejandro y Omar Everleny Pérez Villanueva, donde se exponen los límites de la extensión del trabajo por cuenta propia impulsada por el gobierno cubano y se defiende una reforma económica más profunda.
Caracterizada por un ejemplar respeto y una inusual honestidad, la polémica entre Guanche y Veiga llega a un punto que, desde 1960 por lo menos, no se debatía seriamente en alguna publicación insular: la pertinencia o no de una ideología de Estado. Haber llegado hasta ahí sería suficiente para dar la bienvenida a este intercambio inteligente y bien escrito. Sin embargo, son muchas las discrepancias que me suscitó la lectura de los textos, por lo que sólo me concentraré en algunas antes de reproducir ambos ensayos.
La idea de que el principio liberal de la división de poderes venció a la tesis “democrática” de la “unidad de poder” me parece sumamente cuestionable desde el punto de vista histórico y teórico. En ninguna democracia antigua o renacentista se planteó la idea de una “unidad de poder” y los conceptos de “soberanía popular” y “contrato social” nunca estuvieron reñidos –desde Hobbes y Locke, Montesquieu y Rousseau, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789) o la Constitución norteamericana de 1787- con el gobierno representativo o la división de poderes. Sólo en las monarquías absolutas podríamos encontrar una defensa de la “unidad de poder”, aunque con justificaciones doctrinales tan distintas como el derecho divino de los reyes o el regalismo de estilo borbónico.
La idea de la “unidad de poder” surge, de hecho, con la breve experiencia jacobina en 1793, ya que ni siquiera en Rousseau aparece formulada. De ahí que sea más correcto decir que la división de poderes, que es anterior al jacobinismo, venció, a la vez, al absolutismo monárquico y al Comité de Salud Pública jacobino que, como sabemos, también gobernaba “en nombre del pueblo”.
La “democracia”, en el sentido moderno del término, nace a mediados del siglo XIX dentro de gobiernos representativos, con balance entre los poderes ejecutivo, judicial y legislativo, como los que existen en la mayoría de los países del mundo. La confusión -o identidad deliberada- de democracia y jacobinismo es evidente y, por tanto, debatible.
Tampoco creo que por decisiones equivocadas, costosas o genocidas de un presidente, en materia de política exterior, una democracia deje de ser una democracia. La democracia no puede estar definida por las cualidades intelectuales o morales del titular del poder ejecutivo de un país concreto ni deja de ser un régimen de esa naturaleza por los desequilibrios mundiales o los graves problemas estructurales de países desiguales o injustos. No es impertinente recordar que algunas de las políticas más atroces del siglo XX se adoptaron a partir de supuestos ejercicios de “democracia directa”.
Es difícil compartir, a principios del siglo XXI, que existen “opciones falsas” para una sociedad que, a partir de una articulación descontrolada del consenso, se hacen pasar por “democráticas” ¿A partir de qué estatuto epistemológico o moral se puede establecer que un proyecto de nación, surgido de la ciudadanía de un país, es “falso” o “verdadero”, “bueno” o “malo”? Hay ahí una vocación autoritaria que todavía presiona por acotar el espacio de la tolerancia ideológica y, sobre todo, el reconocimiento de legitimidad a sujetos de la oposición política o la sociedad civil.
Por último, anoto que el hecho de que en la esfera pública insular no se articulen actores políticos autodenominados “liberales” no quiere decir que no existan ni que todos sean "de derecha". Además de que la mayoría de los políticos cubanos, dentro o fuera del poder, admite cierto rango de liberalismo una vez que reconoce instituciones como el gobierno representativo, la división de poderes y el Estado de derecho o valores como la tolerancia, la igualdad ante la ley y la libertad de expresión, no debería ignorarse que en la isla y en el exilio existen agrupaciones liberales, democristianas, socialdemócratas y de diversas orientaciones socialistas que, no por la limitada incidencia que les impone una esfera pública cerrada, deben ser invisibilizadas, al menos en el debate.
Por un consenso para la democracia (Diálogo con Roberto Veiga)
Julio César Guanche
No sé dónde leí esta anécdota, creo recordar que en Jorge Luis Borges: un crítico escribió una nota contra un libro y recibió de su autor una bofetada. El crítico respondió: ese fue el ex abrupto, ahora espero su argumento. Roberto Veiga ha contestado con respeto a un texto en el cual polemicé con él. Para continuar el diálogo, en la esperanza de que otras personas critiquen ambos trabajos, trataré aquí algunos puntos debatibles en posiciones como las sustentadas por Veiga, con su misma intención: desear una nación que delibere sobre argumentos y no sobre ex abruptos.
I
En Cuba existe una extensa zona de la cultura política que es calificable de liberal. Sin embargo, muy pocos se muestran explícitamente como tales. La Constitución cubana establece que el Estado fundamenta su política educacional y cultural en el ideario marxista y martiano. La preeminencia política y legal de la que goza dicha doctrina —en su interpretación oficial— complejiza la discusión pública entre ideologías abiertamente expresadas. La eventualidad de que alguien pueda ser acusado de confrontar problemas «político-ideológicos» lo confirma: no remite a debates ideológicos sino al control de las «desviaciones» de una única ideología legitimada.
Esta realidad es una de las causas probables del empobrecimiento de la discusión cubana típicamente ideológica. Buena parte de ese liberalismo —que se adquiere mayoritariamente en el «mercado negro»— y de ese marxismo (-leninismo) — que toca por la «libreta de abastecimientos»— es de una insuficiencia teórica espectacular. En consecuencia, el término «ideología» produce espanto y parece sinónimo de «fundamentalismo» —lo que hace parte de la imaginación que acusa a la ideología de ser un metarrelato totalitario. Otro tanto sucede con la crítica a determinadas posiciones por ser «políticas». Imputarle a alguien tener «pretensiones políticas», o una «agenda (política) propia», le sirve a algunos para calificar como insanas sus intenciones.
Apenas se discute cómo estas nociones son el triunfo de creencias no democráticas. Excluir posiciones ideológicas impide la discusión sustantiva sobre sus contenidos. No por azar se presentan a menudo discusiones «ideológicas» bajo la forma de debates sobre «procedimientos»: no es que el imputado tenga otras ideas, sino que no ha seguido correctamente los trámites establecidos para comunicarlas. Si entendemos la ideología como un sistema de creencias (que supone una representación sobre la realidad y una propuesta de acciones dirigidas a aceptar o a modificar esta) y la política como la existencia de un espacio abierto al público para componer intereses diversos, podemos convenir que censurar la «ideología» o la «política» significa rehusar la democracia.
Veiga no quiere mostrar su sugerencia como ideológica. Dice incluso que nunca se ha detenido a pensar en su propia ideología. Creo tanto en su sinceridad como en que confunde el «problema ideológico». En su texto, por ejemplo, precisa que los poderes públicos deben regirse por una «metapolítica», porque «jamás una visión ideológica detenta la universalidad absoluta en una sociedad».
II
Esa función «metapolítica» la han desempeñado históricamente varios conceptos, entre ellos el de «tolerancia». El programa laico de la tolerancia sirvió para expropiar a los intereses feudales de sus fueros políticos particulares, que les permitían ser Estados dentro del Estado. Su objetivo, primero, era lograr una comunidad política universal, para después conferir exclusivamente al conjunto de esta la capacidad de definir el bien común. La tolerancia como un valor ético se secularizó como un valor político. No resulta privativa de una ética particular —la cristiana, por ejemplo— sino que es un patrimonio universal: el expediente que permite la convivencia entre sistemas de creencias completamente diferentes, e incluso antagónicos.
El Estado ostenta el monopolio de la decisión legítima, y lo hace desde la cosmovisión que lo fundó y lo rehace cada día: desde un cuerpo ideológico que se hace invisible en su existencia «natural». Buscar la renuncia de las ideologías desde las cuales se conduce el Estado, para hacerlo «metapolítico», es un empeño utópico. Es más realista intentar construir una base institucional para la «tolerancia» —o sea, para la posibilidad de convivencia política entre sistemas de creencias sustantivamente diferentes, allí donde uno ostenta —de modo necesario— el poder de decisión. He sostenido lo anterior para mostrar una debilidad distintiva de posiciones como la de Veiga: la relación «platónica» con la historia de los conceptos que emplean.
III
Veiga presenta las instituciones políticas desligadas de su historia. En su lógica, la existencia de diversos expedientes políticos responde solo a «opiniones» o «preferencias». Analizaré dos ejemplos provistos por Veiga: a) existen quienes «prefieren» la unidad de poder y quienes «anhelan» la división de poderes, y todos son democráticos y b) «la soberanía, como sabemos, debe residir en el pueblo o en la nación, y el Estado sólo ha de ejercerla». Tales «preferencias» encarnan posiciones políticas que cumplen funciones diferentes frente a la democracia. Las nociones de la tripartición de poderes y de
la soberanía nacional no son «variantes» respecto a las ideas de unidad de poder o de soberanía popular, elegibles cualquiera de ellas a voluntad para construir el mismo edificio.1
Desde el siglo XVIII, la idea de la tripartición de poderes derrotó a la tesis democrática según la cual es indelegable el poder del soberano —el pueblo. Lo hizo prometiendo algo alentador: los representantes no podrían devenir «tiranos» a causa de la dispersión institucional del poder político. Los liberales no democráticos reconocieron que los tres poderes podían ponerse de acuerdo entre sí para conspirar contra el pueblo; mas lo consideraron una especie de mal necesario, porque la alternativa sería la resistencia popular —ese horror.
La posición democrática de la unidad de poder entendió que el pueblo era el único soberano y a él debía corresponder la legislación y la ejecución directa. Con todo, cierta interpretación de la unidad de poder sirvió al constitucionalismo soviético para legitimar una concentración de poderes inaudita: el monopolio monstruoso de la ideología, de la política y de la economía, en manos del Estado. No es dable elegir entre la separación y la unidad de poder como si fuesen alternativas de un mismo programa democrático.
Es preciso defender otro sentido: la necesidad de representación múltiple del único poder soberano: el de la ciudadanía. (Las Constituciones de Ecuador y de Bolivia, de 2008, han hecho aportes interesantes a este respecto: establecen la relación entre los órganos estatales a partir de los principios de independencia, separación, coordinación y cooperación.) La defensa de esa soberanía ha de dirigirse contra la concentración de poderes políticos —la tiranía—, y también contra la concentración de poderes económicos: el despotismo de las clases «activas» sobre las desposeídas.
La tesis sobre la soberanía nacional es propia de la concepción no democrática de la representación. En ella el representante es electo por una comunidad específica de electores, pero representa
el «interés nacional». Su consecuencia es la fractura de la responsabilidad material ante los intereses específicos de sus electores. La deriva es el concepto de «representación libre», donde no hay vínculo jurídico entre la actuación del representante y el control de sus electores.
En la concepción democrática de la representación, con el aseguramiento de la soberanía popular el elegido queda obligado a actuar según la voluntad originaria de la comunidad ciudadana que le otorga su confianza o su mandato. De la existencia del mandato se deduce el poder de control sobre el representante y, sobre todo, el reconocimiento del derecho a elaborar la política, a participar de su gestión y a controlar todo el itinerario de la decisión, con la revocación como remate del proceso.
Me he visto precisado a explicar lo antes escrito con cierta pretensión teórica, aunque coincida con Veiga en la mayor parte de su argumentación sobre la representación política, por un temor: que las urgencias del consenso hagan ver falsas opciones «democráticas».
Esto es, que se gane un amplio espacio teórico donde quepan indistintamente muchas posiciones y pierda fuerza categórica el ideal de la democracia. La defensa de esta no es un programa unánime: existen muchas tradiciones políticas que en la confusión del río revuelto se presentan como democráticas y defienden órdenes despóticos.
IV
La democracia debería servir para producir un orden justo pero no para consagrar la desigualdad, para reparar una injusticia y no para provocarla. Podemos entregar la vida por el ideal que nos convenza de que con él podemos salvarla. La democracia deviene el más fuerte de los ideales cuando sostiene esa esperanza. Por tanto, es útil defender su valor categórico: ha de servir para conseguir más justicia y más libertad, no para recortarlas. Entiendo que Veiga busca un ecumenismo doctrinal, que de cabida a diversas opciones políticas. No obstante, la elección de los medios condiciona la oportunidad de alcanzar los fines propuestos y puede incluso negarlos.
Ese ecumenismo doctrinario plantea otro dilema: solo observa «anhelos». No encuentra el fundamento de las ideologías ni en los intereses ni en las necesidades —ni en dimensión material alguna— sino en juicios morales sobre el bien o el mal. Los gobiernos de Aznar y de Blair lanzaron a sus países, España y Gran Bretaña, a la guerra contra Iraq en pos de intereses contrarios a los «anhelos» del consenso político mayoritario de sus ciudadanos. Esta posibilidad no refiere al espacio que concede la democracia para elegir entre el bien y el mal, sino, siendo honestos, a la ausencia de democracia: al secuestro de ella en un sentido muy definido: requisar a favor de poderes privados la política como esfera de decisión colectiva controlada por el público.
Exponer la cuestión global de la política como un asunto de meros juicios morales —sin estar marcados por dimensiones sociológicas e históricas— puede traer esta consecuencia: predicar una ética que, aunque se dirige sinceramente hacia la tragedia y la esperanza concretas de los seres humanos, no encuentra el núcleo político del problema: cómo lograr que las decisiones humanas sean tomadas democráticamente y sirvan a la vez para aliviar la tragedia y sostener la esperanza. En la práctica, en nombre de la democracia se reproducen situaciones de guerra y de extrema desigualdad social.
La solución no es desahuciar la democracia por su contubernio con la injusticia: es liberarla en la lucha por una base material de inclusión social y por la posibilidad de conservar la soberanía ciudadana contra los poderes privados. O sea, democratizar la democracia. Para mí, el nombre particular de esa lucha es «socialismo», y su esencia es el compromiso democrático que la sostiene.
V
Vuelvo sobre algo que dejé atrás, para desarrollarlo ahora: he dicho que en lugar de buscar un Estado «metapolítico», acaso sea más práctico construir el espacio institucional de la convivencia entre idearios sustantivamente diferentes, donde uno es dominante. Veiga siente una fuerte tentación por la neutralidad «ideológica» del Estado. Es más probable que el dilema no radique tanto en la existencia de la ideología en sí misma sino en la legitimidad social del uso político instrumentado por el Estado para esa ideología. No obstante, yo podría compartir esa tentación, pero con la siguiente salida política: la vigencia otorgada al régimen entero de los derechos fundamentales como clave para lograr la «neutralidad» del Estado. Ciertamente, diferentes objetivos ideológicos pueden compartir mínimos comunes, definibles a través de la argumentación.
Sería posible entonces traducir tales objetivos en derechos fundamentales —allí donde no se encuentren ya consagrados y con plena vigencia—, y reconocerlos sucesivamente bajo el principio de «progresividad»: no se puede negar ni recortar ningún derecho ya establecido y siempre se debe consagrar nuevos derechos y ampliar el contenido de los ya existentes. Ese podría ser un campo de política práctica, capaz de obtener consensos amplios sobre programas específicos.
El objetivo del Estado sería así cumplir «fines (ideológicos) comunes»: realizar el catálogo de derechos fundamentales que establece y comprometerse con ampliarlo. Las ganancias del procedimiento están a la vista. Los «fines ideológicos» no serían interpretables según su exposición particular en el discurso político del momento: reivindicarían derechos fundamentales consagrados normativamente a través de la deliberación política mediada por la ley.
VI
Veiga afirma que yo «minimizo la democracia como procedimiento». La tradición socialista del siglo XX sobrevaloró los derechos sociales sobre los individuales, las garantías materiales sobre las jurídicas, las libertades materiales sobre las formales, y privilegió la democracia «material» sobre la democracia «formal». Al mismo tiempo, la tradición capitalista del siglo pasado hizo lo mismo, pero al revés. Los Pactos Internacionales sobre Derechos Humanos están concebidos desde ese principio de «precedencia»: unos derechos deben estar «primero» que los otros.
Si se admite la integralidad de los derechos y la interdependencia entre ellos —declarando, como creo, que los derechos son totales o no son—, no cabe considerar la existencia de un tipo de derechos precedentes sobre otros. El juicio alcanza en mi opinión a la democracia: hace desaparecer la precedencia de la democracia material sobre la democracia formal y la considera como una integralidad: la democracia es social y es política, es formal y es sustancial. La democracia se preocuparía entonces por extender de modo igualitario e integral los que se reconozcan como derechos fundamentales. Este paradigma retiene el compromiso procedimental de la democracia y lo completa con la dimensión sustancial.
La validez formal de la democracia supone contar con reglas transparentes sobre quiénes pueden decidir algo y sobre cuáles son los procedimientos por los que puede tomarse una decisión de interés público. Al unísono, la validez sustancial de la democracia remite la legitimidad de los contenidos decididos democráticamente a la satisfacción progresiva de los derechos fundamentales. Desde ese horizonte, me resisto a considerar el ámbito político-procedimental, como hace Veiga, como aquel en que «se determina la vida de todo el universo de ámbitos de la sociedad». En mi opinión, se trata de hacer avanzar la democracia como un único conjunto integral de formas y contenidos.
VII
Me gustaría discutir otros puntos tratados por Veiga, pero siempre es deseable evitar el impulso engreído de querer decirlo todo. He mantenido que la tolerancia «política» podría permitir la convivencia entre sistemas de creencias completamente diferentes, e incluso antagónicos. Efectivamente, la tolerancia ha sido recuperada hoy como principio de composición de las diferencias en sociedades multiculturales, con presencia de gruesas contradicciones provenientes, entre otras causas, del flujo migratorio.
En Cuba no se presentan esos problemas con la cualidad que tienen en otras geografías. Sin embargo, existe también un pluralismo social que urge ser canalizado en forma de consensos constructivos hacia metas comunes. La apelación a «metas comunes» se sitúa en una cultura moral que algunos consideran muy resquebrajada en el país. El empeño de Veiga por buscar plataformas de consenso es una contribución a la cultura moral con que debemos mirar nuestro futuro. En últimas, tengo dudas sobre si la plataforma de consenso se encontraría en la tolerancia, en la metapolítica, o en la propia democracia, pero, por su importancia, me sumo al propósito de recrearla. Estas páginas solo pretenden servir de alerta: la democracia necesita el consenso, pero hay consensos que no conducen a ella.
Termino con una pregunta que me obsesiona: ¿para qué sirve la democracia? Debería servir para permitir a los seres humanos vivir algo nuevo bajo el sol. Debería servir para expandir la vida cotidiana de los seres humanos al permitirles transformar las condiciones de sus elecciones vitales. En ese sentido, podría servir en Cuba para obtener derechos concretos: impedir que se le grite «palestinos» a los orientales en el Estadio Latinoamericano, para lograr que dos personas del mismo sexo puedan amarse abiertamente, para conseguir techo y comida dignos para todos, para decidir sobre la introducción de transgénicos en el país, para participar de las decisiones sobre lo que producimos y lo que consumimos, para combatir la desigualdad, las discriminaciones por cualquier motivo, y para promover la diversidad.
Existe una antigua conquista democrática, llamada isegoría, que hoy ha sido diluida globalmente en la libertad de expresión, sin ser lo mismo. Significa la igualdad universal en el uso de la palabra. (La libertad de expresión es algo mucho menor a la isegoría, pues no se preocupa por quienes no pueden expresarse, sino por garantizar la libertad a los que ya pueden hacerlo). He aquí, quizás, una manera de encontrarnos, sin renunciar a las diferencias, en un lugar compartido para que otras personas se incorporen a este diálogo: entender la democracia como un espacio donde todas las palabras sean pronunciadas por iguales, tengan igual valor, y, cuando sean comunes, puedan traducirse en derechos.
La Habana, septiembre de 2010
1.- La naturaleza de este texto aconseja omitir un fárrago de nombres de autores y de citas. Hemos argumentado lo tratado aquí, con las debidas referencias, en «Un socialismo de ley. En busca de un diálogo sobre el “constitucionalismo socialista” cubano en 2010», coescrito con Julio Antonio Fernández Estrada, que aparecerá como epílogo a un libro de Hugo Azcuy (
Análisis de la Constitución cubana y otros ensayos, Ruth Casa Editorial/ ICIC Juan Marinello, 2011). El ensayo será publicado también en la revista Caminos.
Roberto Veiga González.
Mi satisfacción pudiera ser completa –pese a muchas otras divergencias que podrían mantenerse entre nosotros- si Guanche no hubiera persistido en que aun cuando sea posible la convivencia política entre sistemas de creencias sustantivamente diferentes, uno sólo de esos sistemas –modo necesario- debe poseer el poder de decisión.
Este criterio del autor puede estar muy relacionado con esa suspicacia suya para con los consensos y las intenciones de quienes están llamados a lograrlos, así como acerca de los medios para conseguirlos. Desde una visión que tal vez sea muy ideológica, en el sentido negativo señalado al inicio de este artículo, asegura que muchas tradiciones políticas se presentan como democráticas, pero realmente defienden órdenes despóticos. Desde este mismo criterio sugiere que es difícil encontrar, en muchas de estas tradiciones, la posibilidad de que las decisiones sean tomadas democráticamente y sirvan para aliviar la tragedia humana y sostener la esperanza. En tal sentido, también advierte que la democracia necesita el consenso, pero hay consensos que no conducen a ella.
Puede tener muchas razones para poseer estas inquietudes, que en alguna medida comparto. Sin embargo, esas posibles verdades no invalidan mi propuesta de una democracia basada en los consensos y jamás en el poder de decisión de uno sólo de los sistemas de creencias que existan en la sociedad. El poder de decisión debe estar compartido por todos los sistemas de criterios que concurran en el país –por supuesto que de manera proporcional a la fuerza real que sustente cada uno-. Quien posea la mayoría de la representación nacional –como es lógico- deberá gozar de una mayor influencia en la toma de decisiones, pero éstas habrán de estar -en nombre de la democracia y de la justicia- mediadas por las aspiraciones de quienes piensan diferentes, incluso las de aquellos sobre los cuales podemos tener sospechas (pues son seres humanos, parte de la nación, y por tanto deben contar). Por otro lado, debo precisar, este proceso encaminado a lograr consensos, además de convocar a todas las partes, ha de ser también muy democrático, para lograr la participación de todos los niveles de cada una de ellas, pues esa será la mejor manera de que realmente la democracia alivie la tragedia humana y sostenga la esperanza.
El medio que propongo para alcanzar dichos consensos, lo cual con mucha razón le preocupa a Guanche porque –como él afirma- condiciona los fines, es precisamente la participación de todos en un diálogo que se sustente en la responsabilidad y la altura de espíritu de cada ciudadano y de cada una de las parte de la sociedad. Esto, lo comprendo, puede ser difícil, pero hay que procurarlo si pretendemos que la democracia tenga como fundamento y fin a la justicia. Es por ello que señalé en párrafos anteriores la necesidad de incorporar a la democracia un elemento de armonía capaz de conducir la tensión entre ideologías y líneas políticas, por senderos de justicia para todos.
Con mucho respeto le pido a Guanche que siga meditando sobre este aspecto del tema y analice hasta dónde puede hacerle concesiones a mi criterio.
V
Sólo dos aclaraciones más deseo hacer al autor. La primera está relacionada con su afirmación acerca de que presento las instituciones políticas desligadas de su historia. En tal sentido, debo reconocer la posibilidad de apreciar que cometo esa ingenuidad, pero también he de aclarar que no es así. Cuando analizo las instituciones políticas estudio su historia y con ello experimento todo un entramado de vicios y potencialidades que pueden imponerse en el desempeño de las mismas. Sin embargo, cuando voy a hacer propuestas tiendo a valorar mucho más sus objetivos y fines, para desde aquí intentar convertir en solubles aquellos vicios históricos que perturban el quehacer de estas instituciones. Pienso que se hace imprescindible intentar trascender la experiencia, pues no tiene por qué existir una especie de fatalismo histórico. La persona humana tiene en sus manos el futuro. Si poseemos claridad sobre los objetivos y fines más auténticos y nobles de las instituciones políticas, entonces podremos hacerlas cada vez mejores y más fieles a su mayor responsabilidad: servir como instrumentos para realizar la dignidad de cada ser humano –con todo lo que esto implica, incluso en materia de democracia-.
La otra precisión que debo realizar está relacionada con el uso del concepto de soberanía nacional. Cuando empleo esta terminología no me refiero a esa interpretación, que en mi opinión expresa una incoherencia, que desea proponer que el representante electo por la comunidad siempre y únicamente ha de representar –supuestamente- los intereses nacionales, sin un vínculo jurídico-político directo con sus electores. Mis criterios se aproximan muchísimo a la concepción denominada soberanía popular, que aspira a un representante en interacción con los electores, a quienes finalmente debe obediencia. Prefiero esta propuesta, aunque reconozco que el representante también puede tener compromisos con la asociación que lo postuló y alguna dosis de autonomía para poder ser consecuente con su conciencia.
Cuando propongo que la soberanía sea estimada como nacional, tengo en cuenta el criterio filosófico de que el pueblo está integrado únicamente por quienes residen en el territorio del país y la nación es mucho más, porque incluye igualmente a aquellos establecidos en otras partes del mundo. Pienso que los naturales de una nación, residan donde residan, deben conservar en el país de origen su cuota de soberanía y las más amplias garantías para el desempeño de la responsabilidad ciudadana. En nuestro caso, esto es sumamente importante y sensible, pues somos una nación con una diáspora bastante amplia.
Aspiro a una democracia política donde sea posible el mayor ejercicio de la soberanía ciudadana, con una intensísima interacción entre mandantes y mandatarios, ya sean de una u otra rama del poder público, con la existencia de varias fuerza políticas y normas que exijan la rotación en el poder, con un entramado de instituciones del Estado que disfruten de la autonomía necesaria y se exijan el control y la cooperación debidos. Todo esto en el marco de una constitución que “imponga” la libertad responsable y la justicia suficiente, el progreso deseado y la fraternidad posible, el diálogo imprescindible y el consenso vital.
Una democracia que, en el marco de estos principios constitucionales, promueva igualmente una cultura y una educación abiertas, pero respetuosas, una amplísima posibilidad de relaciones civiles, un intenso entramado de asociaciones sociales de todo tipo, y una economía con todo el mercado posible y el necesario control del Estado. Esto último, o sea, la economía, basada en una multiplicidad de formas de propiedad, donde puedan convivir la estatal, la cooperativa, la privada -tanto pequeña como mediana-, así como la mixta; con la exigencia para todas de cumplir cabalmente un profundo compromiso social.
Tenemos el compromiso de continuar analizando cómo institucionalizar todas estas aspiraciones.
VI
Al igual que Guanche prefiero terminar aquí y no pretender decir todo lo que puedo. Deseo agradecerle este diálogo respetuoso que intenta deliberar acerca de argumentos y rechaza todo exabrupto. Quiero, además, convidar a otros para que se incorporen a este diálogo acerca de la democracia, siempre que lo hagan desde el respeto y el compromiso con el presente y el futuro de Cuba.