Libros del crepúsculo

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miércoles, 13 de octubre de 2010

Socialismos cubanos II






En el número de octubre de Espacio Laical, la importante revista católica cubana, continúa el debate entre Julio César Guanche y Roberto Veiga sobre democracia, ideologías y socialismos en Cuba. También en ese número aparece el ineludible artículo “Entre el ajuste fiscal y los cambios estructurales” de los economistas Pavel Vidal Alejandro y Omar Everleny Pérez Villanueva, donde se exponen los límites de la extensión del trabajo por cuenta propia impulsada por el gobierno cubano y se defiende una reforma económica más profunda.
Caracterizada por un ejemplar respeto y una inusual honestidad, la polémica entre Guanche y Veiga llega a un punto que, desde 1960 por lo menos, no se debatía seriamente en alguna publicación insular: la pertinencia o no de una ideología de Estado. Haber llegado hasta ahí sería suficiente para dar la bienvenida a este intercambio inteligente y bien escrito. Sin embargo, son muchas las discrepancias que me suscitó la lectura de los textos, por lo que sólo me concentraré en algunas antes de reproducir ambos ensayos.
La idea de que el principio liberal de la división de poderes venció a la tesis “democrática” de la “unidad de poder” me parece sumamente cuestionable desde el punto de vista histórico y teórico. En ninguna democracia antigua o renacentista se planteó la idea de una “unidad de poder” y los conceptos de “soberanía popular” y “contrato social” nunca estuvieron reñidos –desde Hobbes y Locke, Montesquieu y Rousseau, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789) o la Constitución norteamericana de 1787- con el gobierno representativo o la división de poderes. Sólo en las monarquías absolutas podríamos encontrar una defensa de la “unidad de poder”, aunque con justificaciones doctrinales tan distintas como el derecho divino de los reyes o el regalismo de estilo borbónico.
La idea de la “unidad de poder” surge, de hecho, con la breve experiencia jacobina en 1793, ya que ni siquiera en Rousseau aparece formulada. De ahí que sea más correcto decir que la división de poderes, que es anterior al jacobinismo, venció, a la vez, al absolutismo monárquico y al Comité de Salud Pública jacobino que, como sabemos, también gobernaba “en nombre del pueblo”.
La “democracia”, en el sentido moderno del término, nace a mediados del siglo XIX dentro de gobiernos representativos, con balance entre los poderes ejecutivo, judicial y legislativo, como los que existen en la mayoría de los países del mundo. La confusión -o identidad deliberada- de democracia y jacobinismo es evidente y, por tanto, debatible.
Tampoco creo que por decisiones equivocadas, costosas o genocidas de un presidente, en materia de política exterior, una democracia deje de ser una democracia. La democracia no puede estar definida por las cualidades intelectuales o morales del titular del poder ejecutivo de un país concreto ni deja de ser un régimen de esa naturaleza por los desequilibrios mundiales o los graves problemas estructurales de países desiguales o injustos. No es impertinente recordar que algunas de las políticas más atroces del siglo XX se adoptaron a partir de supuestos ejercicios de “democracia directa”.
Es difícil compartir, a principios del siglo XXI, que existen “opciones falsas” para una sociedad que, a partir de una articulación descontrolada del consenso, se hacen pasar por “democráticas” ¿A partir de qué estatuto epistemológico o moral se puede establecer que un proyecto de nación, surgido de la ciudadanía de un país, es “falso” o “verdadero”, “bueno” o “malo”? Hay ahí una vocación autoritaria que todavía presiona por acotar el espacio de la tolerancia ideológica y, sobre todo, el reconocimiento de legitimidad a sujetos de la oposición política o la sociedad civil.
Por último, anoto que el hecho de que en la esfera pública insular no se articulen actores políticos autodenominados “liberales” no quiere decir que no existan ni que todos sean "de derecha". Además de que la mayoría de los políticos cubanos, dentro o fuera del poder, admite cierto rango de liberalismo una vez que reconoce instituciones como el gobierno representativo, la división de poderes y el Estado de derecho o valores como la tolerancia, la igualdad ante la ley y la libertad de expresión, no debería ignorarse que en la isla y en el exilio existen agrupaciones liberales, democristianas, socialdemócratas y de diversas orientaciones socialistas que, no por la limitada incidencia que les impone una esfera pública cerrada, deben ser invisibilizadas, al menos en el debate.





Por un consenso para la democracia (Diálogo con Roberto Veiga)

Julio César Guanche


No sé dónde leí esta anécdota, creo recordar que en Jorge Luis Borges: un crítico escribió una nota contra un libro y recibió de su autor una bofetada. El crítico respondió: ese fue el ex abrupto, ahora espero su argumento. Roberto Veiga ha contestado con respeto a un texto en el cual polemicé con él. Para continuar el diálogo, en la esperanza de que otras personas critiquen ambos trabajos, trataré aquí algunos puntos debatibles en posiciones como las sustentadas por Veiga, con su misma intención: desear una nación que delibere sobre argumentos y no sobre ex abruptos.

I
En Cuba existe una extensa zona de la cultura política que es calificable de liberal. Sin embargo, muy pocos se muestran explícitamente como tales. La Constitución cubana establece que el Estado fundamenta su política educacional y cultural en el ideario marxista y martiano. La preeminencia política y legal de la que goza dicha doctrina —en su interpretación oficial— complejiza la discusión pública entre ideologías abiertamente expresadas. La eventualidad de que alguien pueda ser acusado de confrontar problemas «político-ideológicos» lo confirma: no remite a debates ideológicos sino al control de las «desviaciones» de una única ideología legitimada.

Esta realidad es una de las causas probables del empobrecimiento de la discusión cubana típicamente ideológica. Buena parte de ese liberalismo —que se adquiere mayoritariamente en el «mercado negro»— y de ese marxismo (-leninismo) — que toca por la «libreta de abastecimientos»— es de una insuficiencia teórica espectacular. En consecuencia, el término «ideología» produce espanto y parece sinónimo de «fundamentalismo» —lo que hace parte de la imaginación que acusa a la ideología de ser un metarrelato totalitario. Otro tanto sucede con la crítica a determinadas posiciones por ser «políticas». Imputarle a alguien tener «pretensiones políticas», o una «agenda (política) propia», le sirve a algunos para calificar como insanas sus intenciones.

Apenas se discute cómo estas nociones son el triunfo de creencias no democráticas. Excluir posiciones ideológicas impide la discusión sustantiva sobre sus contenidos. No por azar se presentan a menudo discusiones «ideológicas» bajo la forma de debates sobre «procedimientos»: no es que el imputado tenga otras ideas, sino que no ha seguido correctamente los trámites establecidos para comunicarlas. Si entendemos la ideología como un sistema de creencias (que supone una representación sobre la realidad y una propuesta de acciones dirigidas a aceptar o a modificar esta) y la política como la existencia de un espacio abierto al público para componer intereses diversos, podemos convenir que censurar la «ideología» o la «política» significa rehusar la democracia.

Veiga no quiere mostrar su sugerencia como ideológica. Dice incluso que nunca se ha detenido a pensar en su propia ideología. Creo tanto en su sinceridad como en que confunde el «problema ideológico». En su texto, por ejemplo, precisa que los poderes públicos deben regirse por una «metapolítica», porque «jamás una visión ideológica detenta la universalidad absoluta en una sociedad».


II
Esa función «metapolítica» la han desempeñado históricamente varios conceptos, entre ellos el de «tolerancia». El programa laico de la tolerancia sirvió para expropiar a los intereses feudales de sus fueros políticos particulares, que les permitían ser Estados dentro del Estado. Su objetivo, primero, era lograr una comunidad política universal, para después conferir exclusivamente al conjunto de esta la capacidad de definir el bien común. La tolerancia como un valor ético se secularizó como un valor político. No resulta privativa de una ética particular —la cristiana, por ejemplo— sino que es un patrimonio universal: el expediente que permite la convivencia entre sistemas de creencias completamente diferentes, e incluso antagónicos.

El Estado ostenta el monopolio de la decisión legítima, y lo hace desde la cosmovisión que lo fundó y lo rehace cada día: desde un cuerpo ideológico que se hace invisible en su existencia «natural». Buscar la renuncia de las ideologías desde las cuales se conduce el Estado, para hacerlo «metapolítico», es un empeño utópico. Es más realista intentar construir una base institucional para la «tolerancia» —o sea, para la posibilidad de convivencia política entre sistemas de creencias sustantivamente diferentes, allí donde uno ostenta —de modo necesario— el poder de decisión. He sostenido lo anterior para mostrar una debilidad distintiva de posiciones como la de Veiga: la relación «platónica» con la historia de los conceptos que emplean.

III
Veiga presenta las instituciones políticas desligadas de su historia. En su lógica, la existencia de diversos expedientes políticos responde solo a «opiniones» o «preferencias». Analizaré dos ejemplos provistos por Veiga: a) existen quienes «prefieren» la unidad de poder y quienes «anhelan» la división de poderes, y todos son democráticos y b) «la soberanía, como sabemos, debe residir en el pueblo o en la nación, y el Estado sólo ha de ejercerla». Tales «preferencias» encarnan posiciones políticas que cumplen funciones diferentes frente a la democracia. Las nociones de la tripartición de poderes y de
la soberanía nacional no son «variantes» respecto a las ideas de unidad de poder o de soberanía popular, elegibles cualquiera de ellas a voluntad para construir el mismo edificio.1

Desde el siglo XVIII, la idea de la tripartición de poderes derrotó a la tesis democrática según la cual es indelegable el poder del soberano —el pueblo. Lo hizo prometiendo algo alentador: los representantes no podrían devenir «tiranos» a causa de la dispersión institucional del poder político. Los liberales no democráticos reconocieron que los tres poderes podían ponerse de acuerdo entre sí para conspirar contra el pueblo; mas lo consideraron una especie de mal necesario, porque la alternativa sería la resistencia popular —ese horror.

La posición democrática de la unidad de poder entendió que el pueblo era el único soberano y a él debía corresponder la legislación y la ejecución directa. Con todo, cierta interpretación de la unidad de poder sirvió al constitucionalismo soviético para legitimar una concentración de poderes inaudita: el monopolio monstruoso de la ideología, de la política y de la economía, en manos del Estado. No es dable elegir entre la separación y la unidad de poder como si fuesen alternativas de un mismo programa democrático.

Es preciso defender otro sentido: la necesidad de representación múltiple del único poder soberano: el de la ciudadanía. (Las Constituciones de Ecuador y de Bolivia, de 2008, han hecho aportes interesantes a este respecto: establecen la relación entre los órganos estatales a partir de los principios de independencia, separación, coordinación y cooperación.) La defensa de esa soberanía ha de dirigirse contra la concentración de poderes políticos —la tiranía—, y también contra la concentración de poderes económicos: el despotismo de las clases «activas» sobre las desposeídas.

La tesis sobre la soberanía nacional es propia de la concepción no democrática de la representación. En ella el representante es electo por una comunidad específica de electores, pero representa el «interés nacional». Su consecuencia es la fractura de la responsabilidad material ante los intereses específicos de sus electores. La deriva es el concepto de «representación libre», donde no hay vínculo jurídico entre la actuación del representante y el control de sus electores.

En la concepción democrática de la representación, con el aseguramiento de la soberanía popular el elegido queda obligado a actuar según la voluntad originaria de la comunidad ciudadana que le otorga su confianza o su mandato. De la existencia del mandato se deduce el poder de control sobre el representante y, sobre todo, el reconocimiento del derecho a elaborar la política, a participar de su gestión y a controlar todo el itinerario de la decisión, con la revocación como remate del proceso.

Me he visto precisado a explicar lo antes escrito con cierta pretensión teórica, aunque coincida con Veiga en la mayor parte de su argumentación sobre la representación política, por un temor: que las urgencias del consenso hagan ver falsas opciones «democráticas».
Esto es, que se gane un amplio espacio teórico donde quepan indistintamente muchas posiciones y pierda fuerza categórica el ideal de la democracia. La defensa de esta no es un programa unánime: existen muchas tradiciones políticas que en la confusión del río revuelto se presentan como democráticas y defienden órdenes despóticos.

IV
La democracia debería servir para producir un orden justo pero no para consagrar la desigualdad, para reparar una injusticia y no para provocarla. Podemos entregar la vida por el ideal que nos convenza de que con él podemos salvarla. La democracia deviene el más fuerte de los ideales cuando sostiene esa esperanza. Por tanto, es útil defender su valor categórico: ha de servir para conseguir más justicia y más libertad, no para recortarlas. Entiendo que Veiga busca un ecumenismo doctrinal, que de cabida a diversas opciones políticas. No obstante, la elección de los medios condiciona la oportunidad de alcanzar los fines propuestos y puede incluso negarlos.

Ese ecumenismo doctrinario plantea otro dilema: solo observa «anhelos». No encuentra el fundamento de las ideologías ni en los intereses ni en las necesidades —ni en dimensión material alguna— sino en juicios morales sobre el bien o el mal. Los gobiernos de Aznar y de Blair lanzaron a sus países, España y Gran Bretaña, a la guerra contra Iraq en pos de intereses contrarios a los «anhelos» del consenso político mayoritario de sus ciudadanos. Esta posibilidad no refiere al espacio que concede la democracia para elegir entre el bien y el mal, sino, siendo honestos, a la ausencia de democracia: al secuestro de ella en un sentido muy definido: requisar a favor de poderes privados la política como esfera de decisión colectiva controlada por el público.

Exponer la cuestión global de la política como un asunto de meros juicios morales —sin estar marcados por dimensiones sociológicas e históricas— puede traer esta consecuencia: predicar una ética que, aunque se dirige sinceramente hacia la tragedia y la esperanza concretas de los seres humanos, no encuentra el núcleo político del problema: cómo lograr que las decisiones humanas sean tomadas democráticamente y sirvan a la vez para aliviar la tragedia y sostener la esperanza. En la práctica, en nombre de la democracia se reproducen situaciones de guerra y de extrema desigualdad social.

La solución no es desahuciar la democracia por su contubernio con la injusticia: es liberarla en la lucha por una base material de inclusión social y por la posibilidad de conservar la soberanía ciudadana contra los poderes privados. O sea, democratizar la democracia. Para mí, el nombre particular de esa lucha es «socialismo», y su esencia es el compromiso democrático que la sostiene.

V
Vuelvo sobre algo que dejé atrás, para desarrollarlo ahora: he dicho que en lugar de buscar un Estado «metapolítico», acaso sea más práctico construir el espacio institucional de la convivencia entre idearios sustantivamente diferentes, donde uno es dominante. Veiga siente una fuerte tentación por la neutralidad «ideológica» del Estado. Es más probable que el dilema no radique tanto en la existencia de la ideología en sí misma sino en la legitimidad social del uso político instrumentado por el Estado para esa ideología. No obstante, yo podría compartir esa tentación, pero con la siguiente salida política: la vigencia otorgada al régimen entero de los derechos fundamentales como clave para lograr la «neutralidad» del Estado. Ciertamente, diferentes objetivos ideológicos pueden compartir mínimos comunes, definibles a través de la argumentación.

Sería posible entonces traducir tales objetivos en derechos fundamentales —allí donde no se encuentren ya consagrados y con plena vigencia—, y reconocerlos sucesivamente bajo el principio de «progresividad»: no se puede negar ni recortar ningún derecho ya establecido y siempre se debe consagrar nuevos derechos y ampliar el contenido de los ya existentes. Ese podría ser un campo de política práctica, capaz de obtener consensos amplios sobre programas específicos.

El objetivo del Estado sería así cumplir «fines (ideológicos) comunes»: realizar el catálogo de derechos fundamentales que establece y comprometerse con ampliarlo. Las ganancias del procedimiento están a la vista. Los «fines ideológicos» no serían interpretables según su exposición particular en el discurso político del momento: reivindicarían derechos fundamentales consagrados normativamente a través de la deliberación política mediada por la ley.

VI
Veiga afirma que yo «minimizo la democracia como procedimiento». La tradición socialista del siglo XX sobrevaloró los derechos sociales sobre los individuales, las garantías materiales sobre las jurídicas, las libertades materiales sobre las formales, y privilegió la democracia «material» sobre la democracia «formal». Al mismo tiempo, la tradición capitalista del siglo pasado hizo lo mismo, pero al revés. Los Pactos Internacionales sobre Derechos Humanos están concebidos desde ese principio de «precedencia»: unos derechos deben estar «primero» que los otros.

Si se admite la integralidad de los derechos y la interdependencia entre ellos —declarando, como creo, que los derechos son totales o no son—, no cabe considerar la existencia de un tipo de derechos precedentes sobre otros. El juicio alcanza en mi opinión a la democracia: hace desaparecer la precedencia de la democracia material sobre la democracia formal y la considera como una integralidad: la democracia es social y es política, es formal y es sustancial. La democracia se preocuparía entonces por extender de modo igualitario e integral los que se reconozcan como derechos fundamentales. Este paradigma retiene el compromiso procedimental de la democracia y lo completa con la dimensión sustancial.

La validez formal de la democracia supone contar con reglas transparentes sobre quiénes pueden decidir algo y sobre cuáles son los procedimientos por los que puede tomarse una decisión de interés público. Al unísono, la validez sustancial de la democracia remite la legitimidad de los contenidos decididos democráticamente a la satisfacción progresiva de los derechos fundamentales. Desde ese horizonte, me resisto a considerar el ámbito político-procedimental, como hace Veiga, como aquel en que «se determina la vida de todo el universo de ámbitos de la sociedad». En mi opinión, se trata de hacer avanzar la democracia como un único conjunto integral de formas y contenidos.

VII
Me gustaría discutir otros puntos tratados por Veiga, pero siempre es deseable evitar el impulso engreído de querer decirlo todo. He mantenido que la tolerancia «política» podría permitir la convivencia entre sistemas de creencias completamente diferentes, e incluso antagónicos. Efectivamente, la tolerancia ha sido recuperada hoy como principio de composición de las diferencias en sociedades multiculturales, con presencia de gruesas contradicciones provenientes, entre otras causas, del flujo migratorio.

En Cuba no se presentan esos problemas con la cualidad que tienen en otras geografías. Sin embargo, existe también un pluralismo social que urge ser canalizado en forma de consensos constructivos hacia metas comunes. La apelación a «metas comunes» se sitúa en una cultura moral que algunos consideran muy resquebrajada en el país. El empeño de Veiga por buscar plataformas de consenso es una contribución a la cultura moral con que debemos mirar nuestro futuro. En últimas, tengo dudas sobre si la plataforma de consenso se encontraría en la tolerancia, en la metapolítica, o en la propia democracia, pero, por su importancia, me sumo al propósito de recrearla. Estas páginas solo pretenden servir de alerta: la democracia necesita el consenso, pero hay consensos que no conducen a ella.

Termino con una pregunta que me obsesiona: ¿para qué sirve la democracia? Debería servir para permitir a los seres humanos vivir algo nuevo bajo el sol. Debería servir para expandir la vida cotidiana de los seres humanos al permitirles transformar las condiciones de sus elecciones vitales. En ese sentido, podría servir en Cuba para obtener derechos concretos: impedir que se le grite «palestinos» a los orientales en el Estadio Latinoamericano, para lograr que dos personas del mismo sexo puedan amarse abiertamente, para conseguir techo y comida dignos para todos, para decidir sobre la introducción de transgénicos en el país, para participar de las decisiones sobre lo que producimos y lo que consumimos, para combatir la desigualdad, las discriminaciones por cualquier motivo, y para promover la diversidad.

Existe una antigua conquista democrática, llamada isegoría, que hoy ha sido diluida globalmente en la libertad de expresión, sin ser lo mismo. Significa la igualdad universal en el uso de la palabra. (La libertad de expresión es algo mucho menor a la isegoría, pues no se preocupa por quienes no pueden expresarse, sino por garantizar la libertad a los que ya pueden hacerlo). He aquí, quizás, una manera de encontrarnos, sin renunciar a las diferencias, en un lugar compartido para que otras personas se incorporen a este diálogo: entender la democracia como un espacio donde todas las palabras sean pronunciadas por iguales, tengan igual valor, y, cuando sean comunes, puedan traducirse en derechos.

La Habana, septiembre de 2010

1.- La naturaleza de este texto aconseja omitir un fárrago de nombres de autores y de citas. Hemos argumentado lo tratado aquí, con las debidas referencias, en «Un socialismo de ley. En busca de un diálogo sobre el “constitucionalismo socialista” cubano en 2010», coescrito con Julio Antonio Fernández Estrada, que aparecerá como epílogo a un libro de Hugo Azcuy (Análisis de la Constitución cubana y otros ensayos, Ruth Casa Editorial/ ICIC Juan Marinello, 2011). El ensayo será publicado también en la revista Caminos.



Compartir la búsqueda de nuestro destino.

Roberto Veiga González.

I
En el trabajo “Por un consenso para la democracia (en diálogo con Roberto Veiga)” Julio César Guanche afirma que poseo reticencia para aceptar que mis sugerencias, acerca de la democracia, son ideológicas y que esto tiene su fundamento en una confusión personal. Es cierto que poseo cierto prejuicio hacia lo ideológico, pues sostengo que se debe poseer un conjunto de principios, fundamentos e ideales, capaces de sostener el cuerpo de criterios a partir del cual actuamos en sociedad; sin embargo, siento temor cuando ese cuerpo de opiniones pretende suponer que constituye un entendimiento universal y absoluto, y por tanto definitivo y superior. No es posible negar que las ideologías tienden hacia ese pecado de soberbia. Esto me disgusta y preocupa, porque ello puede deteriorar la convivencia y el consenso, la democracia y la justicia, la libertad y la igualdad.

No obstante, comprendo que la existencia de las ideologías es una consecuencia de la libertad humana, imprescindible para la realización personal y comunitaria. También entiendo que eso a lo cual llamo “pecado de soberbia” es igualmente natural, porque responde a nuestra imperfección humana. Por eso, estoy feliz de aceptar la existencia de las ideologías, sólo que lo hago convencido de la necesidad de trabajar para que ellas puedan reconocerse y relacionarse, nutrirse mutuamente y llegar a cooperar en la consecución de una sociedad cada vez más justa. Este criterio, opino, no rehúsa la democracia, sino que incorpora un elemento de armonía capaz de conducir la tensión entre ideologías y líneas políticas, por senderos democráticos que tributen a la justicia y no al mero egoísmo y a los intereses de unos o de otros.

II
Por otro lado, afirma el autor que en Cuba existe una extensa zona de la cultura política que es calificable de liberal, pero que muy pocos se muestran explícitamente como tales. Sobre este criterio deseo señalar que, a partir de mi experiencia, puedo constatar la existencia de una inclinación hacia lo liberal, que tiene su fundamento en cierto pragmatismo social y en la urgencia por resolver muchísimas de las demandas del pueblo. Sin embargo, no he conseguido encontrar cubanos, residentes en la Isla o en la diáspora con un pensamiento social y político, profundo y amplio, que se sostenga sobre columnas liberales, –excepto el destacado intelectual Rafael Rojas, quien parece preferir una especie de liberalismo con preocupaciones sociales-. Aquellos llamados a crear ese cuerpo de ideas han malgastado su potencial ejerciendo una simple critica que muchísimas veces puede ser grotesca y banal.

Pienso que esa corriente ideológica, reconocida como exponente de la derecha política, así como alguna otra capaz de ubicarse al centro del espectro político, tienen derecho a existir en Cuba. Es más, opino que el país lo necesita. Sin embargo, hasta ahora, en nuestra realidad solo es perceptible el desarrollo de la izquierda política. Existe, y eso me consta, todo un conjunto de nacionales, con una destacada presencia de jóvenes, que han profundizado y ampliado, con una solidez admirable, un renovado pensamiento de izquierda, fundamentado en ideales de libertad y justicia, democracia y soberanía. Quizá esta realidad aún se hace poco visible para el ciudadano común, pero ya late en las entrañas de la Isla.

III

Estoy muy satisfecho con esta nueva reflexión de Julio César Guanche, pues en su empeño por lograr consensos realiza dos propuestas importantísimas. La primera, encaminada a procurar mi anhelada neutralidad del Estado. Para ello invita a colocar el tema de los derechos fundamentales como clave del desempeño político-estatal de todas las partes, de todas las ideologías. El objetivo del Estado, sostiene, sería cumplir “fines (ideológicos) comunes” por medio de la realización del universo de derechos establecidos, así como a través del compromiso por continuar ampliándolos. Esto es precisamente lo que deseo cuando sugiero la finalidad metapolítica del Estado, o sea, que no se imponga la expresión de una visión política única, para que puedan tener cabida todas las que logren existir, y se “imponga” un objetivo supremo esencialmente humano-trascendente.

La segunda propuesta que valoro muchísimo, y constituye una respuesta a mi exaltación de la democracia como procedimiento, consiste en hacer avanzar la misma como un único conjunto integral de formas y contenidos. Mantengo mi supervaloración por los procedimientos, porque en ellos se juega –parcialmente- la garantía del desempeño democrático; digo: parcialmente, porque las reglas pudieran estar muy claras, pero no acatarse. Sin embargo, comparto que el procedimiento, por decisivo que sea, no es la finalidad última de la democracia. Esta, su propósito final, ha de ser el contenido, que en mi opinión consistiría en garantizar el funcionamiento de los espacios y normas, instituciones y autoridades, necesarias para conseguir la realización del universo de derechos de las persona humana.


IV
Mi satisfacción pudiera ser completa –pese a muchas otras divergencias que podrían mantenerse entre nosotros- si Guanche no hubiera persistido en que aun cuando sea posible la convivencia política entre sistemas de creencias sustantivamente diferentes, uno sólo de esos sistemas –modo necesario- debe poseer el poder de decisión.

Este criterio del autor puede estar muy relacionado con esa suspicacia suya para con los consensos y las intenciones de quienes están llamados a lograrlos, así como acerca de los medios para conseguirlos. Desde una visión que tal vez sea muy ideológica, en el sentido negativo señalado al inicio de este artículo, asegura que muchas tradiciones políticas se presentan como democráticas, pero realmente defienden órdenes despóticos. Desde este mismo criterio sugiere que es difícil encontrar, en muchas de estas tradiciones, la posibilidad de que las decisiones sean tomadas democráticamente y sirvan para aliviar la tragedia humana y sostener la esperanza. En tal sentido, también advierte que la democracia necesita el consenso, pero hay consensos que no conducen a ella.

Puede tener muchas razones para poseer estas inquietudes, que en alguna medida comparto. Sin embargo, esas posibles verdades no invalidan mi propuesta de una democracia basada en los consensos y jamás en el poder de decisión de uno sólo de los sistemas de creencias que existan en la sociedad. El poder de decisión debe estar compartido por todos los sistemas de criterios que concurran en el país –por supuesto que de manera proporcional a la fuerza real que sustente cada uno-. Quien posea la mayoría de la representación nacional –como es lógico- deberá gozar de una mayor influencia en la toma de decisiones, pero éstas habrán de estar -en nombre de la democracia y de la justicia- mediadas por las aspiraciones de quienes piensan diferentes, incluso las de aquellos sobre los cuales podemos tener sospechas (pues son seres humanos, parte de la nación, y por tanto deben contar). Por otro lado, debo precisar, este proceso encaminado a lograr consensos, además de convocar a todas las partes, ha de ser también muy democrático, para lograr la participación de todos los niveles de cada una de ellas, pues esa será la mejor manera de que realmente la democracia alivie la tragedia humana y sostenga la esperanza.

El medio que propongo para alcanzar dichos consensos, lo cual con mucha razón le preocupa a Guanche porque –como él afirma- condiciona los fines, es precisamente la participación de todos en un diálogo que se sustente en la responsabilidad y la altura de espíritu de cada ciudadano y de cada una de las parte de la sociedad. Esto, lo comprendo, puede ser difícil, pero hay que procurarlo si pretendemos que la democracia tenga como fundamento y fin a la justicia. Es por ello que señalé en párrafos anteriores la necesidad de incorporar a la democracia un elemento de armonía capaz de conducir la tensión entre ideologías y líneas políticas, por senderos de justicia para todos.

Con mucho respeto le pido a Guanche que siga meditando sobre este aspecto del tema y analice hasta dónde puede hacerle concesiones a mi criterio.

V
Sólo dos aclaraciones más deseo hacer al autor. La primera está relacionada con su afirmación acerca de que presento las instituciones políticas desligadas de su historia. En tal sentido, debo reconocer la posibilidad de apreciar que cometo esa ingenuidad, pero también he de aclarar que no es así. Cuando analizo las instituciones políticas estudio su historia y con ello experimento todo un entramado de vicios y potencialidades que pueden imponerse en el desempeño de las mismas. Sin embargo, cuando voy a hacer propuestas tiendo a valorar mucho más sus objetivos y fines, para desde aquí intentar convertir en solubles aquellos vicios históricos que perturban el quehacer de estas instituciones. Pienso que se hace imprescindible intentar trascender la experiencia, pues no tiene por qué existir una especie de fatalismo histórico. La persona humana tiene en sus manos el futuro. Si poseemos claridad sobre los objetivos y fines más auténticos y nobles de las instituciones políticas, entonces podremos hacerlas cada vez mejores y más fieles a su mayor responsabilidad: servir como instrumentos para realizar la dignidad de cada ser humano –con todo lo que esto implica, incluso en materia de democracia-.

La otra precisión que debo realizar está relacionada con el uso del concepto de soberanía nacional. Cuando empleo esta terminología no me refiero a esa interpretación, que en mi opinión expresa una incoherencia, que desea proponer que el representante electo por la comunidad siempre y únicamente ha de representar –supuestamente- los intereses nacionales, sin un vínculo jurídico-político directo con sus electores. Mis criterios se aproximan muchísimo a la concepción denominada soberanía popular, que aspira a un representante en interacción con los electores, a quienes finalmente debe obediencia. Prefiero esta propuesta, aunque reconozco que el representante también puede tener compromisos con la asociación que lo postuló y alguna dosis de autonomía para poder ser consecuente con su conciencia.

Cuando propongo que la soberanía sea estimada como nacional, tengo en cuenta el criterio filosófico de que el pueblo está integrado únicamente por quienes residen en el territorio del país y la nación es mucho más, porque incluye igualmente a aquellos establecidos en otras partes del mundo. Pienso que los naturales de una nación, residan donde residan, deben conservar en el país de origen su cuota de soberanía y las más amplias garantías para el desempeño de la responsabilidad ciudadana. En nuestro caso, esto es sumamente importante y sensible, pues somos una nación con una diáspora bastante amplia.

Aspiro a una democracia política donde sea posible el mayor ejercicio de la soberanía ciudadana, con una intensísima interacción entre mandantes y mandatarios, ya sean de una u otra rama del poder público, con la existencia de varias fuerza políticas y normas que exijan la rotación en el poder, con un entramado de instituciones del Estado que disfruten de la autonomía necesaria y se exijan el control y la cooperación debidos. Todo esto en el marco de una constitución que “imponga” la libertad responsable y la justicia suficiente, el progreso deseado y la fraternidad posible, el diálogo imprescindible y el consenso vital.

Una democracia que, en el marco de estos principios constitucionales, promueva igualmente una cultura y una educación abiertas, pero respetuosas, una amplísima posibilidad de relaciones civiles, un intenso entramado de asociaciones sociales de todo tipo, y una economía con todo el mercado posible y el necesario control del Estado. Esto último, o sea, la economía, basada en una multiplicidad de formas de propiedad, donde puedan convivir la estatal, la cooperativa, la privada -tanto pequeña como mediana-, así como la mixta; con la exigencia para todas de cumplir cabalmente un profundo compromiso social.

Tenemos el compromiso de continuar analizando cómo institucionalizar todas estas aspiraciones.

VI
Al igual que Guanche prefiero terminar aquí y no pretender decir todo lo que puedo. Deseo agradecerle este diálogo respetuoso que intenta deliberar acerca de argumentos y rechaza todo exabrupto. Quiero, además, convidar a otros para que se incorporen a este diálogo acerca de la democracia, siempre que lo hagan desde el respeto y el compromiso con el presente y el futuro de Cuba.

martes, 12 de octubre de 2010

Poema de Kozer




A IMAGEN

José Kozer



(Para Rafael Rojas)



Antes me parecía mucho al del espejo.

Era del pulgar al índice, la mano extendida (eso que

llaman en mi país quimbe

y cuarta) un muchachón,

la raya a un lado, mota

(la mota cada vez más

alta: motón) pantalón

beige, recia camisa roja

remangada, cheche

ladeando desde su

altura a un lado y otro

la cabeza, a mi paso volutas,

a mi paso estelas de alguna

narración que la cabeza

jamás interrumpida

suscitaba, ¿adónde iba?

Prendía la mariquita a la

tela de mi camisa, daba

otro paso el Cheche de

aquel reparto, desde mi

altura la contemplaba,

Oh Israel, le perdonaba

al insecto (Yo, Señor de

los insectos) la vida.



Iba camino de aquel impertérrito espejo al que me

parecía, equis por ciento la

madre, equis por ciento el

padre con toda su parentela

de panes redondos, gigantesco

holocausto el pan de mi

parentela (kimmel broit,

allá quedaron amasados) tres

pelirrojos, ni una sola hembra,

uno ya calvo pese a ser tan joven

(a la hora del hueso ya era anciano)

a todos me parezco en aquel espejo

primero de La Habana: los rezumo;

me astillo, vuelvo el rostro en todos

ellos renovado, se inscriben las

cicatrices, se inscribe el estigma

vuelto ideograma, y el rostro

vuelto hacia el Rostro hecho

lamento y muro, Oh Jerusalén,

se inclina y se inclina rozando

casi la piedra, rostro ancestral:

un por ciento equis la muerta

retahíla de mi parentela, ya

pronto migro cual pájara

desvencijada hacia poniente,

en su osamenta iré a reclinarme

(despojarme: no por propia

voluntad) veré mi renovado

rostro unos instantes antes

de incendiarse: alfa pelirroja

mi cabellera, delta la camisa

recién abotonada (no quiero

que se me vea la rala pelambrera

cana del pecho) verdinegro fulgor

el liquen de una palabra que traigo

en mente (ofrenda) para presentarme

(un juicio, auguro) Señor: mucho

me parezco en la imagen, apenas

soy (ya) en la semejanza.



No puedo más con las palabras. Alzo los ojos (Señor)

hoz viva la ceniza, parturienta

guadaña en verdad esta situación:

échate, perro. Rasca, moscardón.

Tritura, aspa, que llegan el papel

y el pan redondo de mis ancestros

rodeados (renovados) por dulces

panes de migración, un largo pan

de flauta en el espejo, perfecta

división de su infinito de harinas,

la yagua que lo atraviesa (aleluya):

ya mucho me parezco. A éste. Por

la falla. A la salida. El frío del

madrugón (¿estaba en verdad

preparado?). De atrás para

adelante me cogió descalzo

sobre las baldosas del cuarto

de baño y justo (pues es lo

justo) al alzar los ojos al espejo

del botiquín Oh Padre Jacob

éramos diez soy uno.



Tepoztlán, 1998.

lunes, 11 de octubre de 2010

Historia de un renacimiento

En estos días será difícil resistir la tentación de volver sobre el eterno paralelo entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, los dos Nobeles vivos de la literatura latinoamericana. Nacidos como autores en pleno boom, uno y otro han tenido evoluciones literarias y políticas distintas, como si se repartieran las dos mitades del mundo. Mientras existió la Guerra Fría, esa partición pudo ser pensada en términos ideológicos, pero en las dos últimas décadas debe ser repensada en términos intelectuales.
Desde el inicio de sus carreras, Vargas Llosa y García Márquez tuvieron estilos, poéticas e ideologías diferentes. La aproximación de Vargas Llosa al socialismo, en los años 50 y 60, fue más racional y ponderada que la de García Márquez, y, tal vez por eso, su ruptura con todos los totalitarismos de izquierda en los 70 fue tajante, sin inercias, pero tampoco asociable a una “conversión” o al reemplazo de una ortodoxia por otra, como aseguran sus detractores obsesivos.
Hacia 1982, García Márquez y Vargas Llosa parecían haber producido lo fundamental de sus obras. Cuando le otorgan el Nobel a García Márquez, ese año, ya habían sido publicadas las novelas fundamentales del escritor colombiano: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Cien años de soledad, Los funerales de Mamá Grande, El otoño del patriarca y hasta Crónica de una muerte anunciada, que se publicó en 1981.
El Nobel de García Márquez fue otorgado al cuerpo de una obra que, en 1982, ya marcaba la historia de la literatura latinoamericana con una seña inconfundible de identidad. Frente a la prosa viva, profusa, exuberante, épica y metafórica a la vez, de García Márquez, el realismo de Vargas Llosa sonaba frío y convencional, aunque su extraordinaria capacidad para reconstruir atmósferas opresivas y autoritarias o descifrar códigos de la cultura popular andina colocaba, de lleno, sus primeras ficciones en el universo del boom latinoamericano.
También en 1982 la obra de Vargas Llosa parecía haber dado todo de sí. Ya se habían publicado La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1965), Los cachorros (1967), Conversación en la catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977) y La guerra del fin del mundo (1981). A principios de aquella década, Vargas Llosa había demostrado que además de un novelista profesional era un pensador de la literatura y un intelectual público de primer nivel en América Latina. Sus ensayos, Historia de un deicidio (1971), precisamente sobre la narrativa de García Márquez, y La orgía perpetua (1975), sobre Gustave Flaubert, confirmaban un perfil letrado del que carecía el autor de Cien años de soledad.
Los 80 fueron la década de entrada en política de Vargas Llosa y, también, los años en que la calidad de su literatura se resintió más. Historia de Mayta o Lituma en los Andes fueron novelas que ilustraban ese momento en que un novelista comienza a remedarse a sí mismo, a parodiarse involuntariamente, sin conciencia de la parodia y, por tanto, sin aquellos detectores de la repetición y el tedio que aseguraban el rigor de sus primeras obras. Ni el Perú policíaco de ¿Quien mató a Palomino Molero? o la erótica de Elogio de la madrastra se acercaron a las estampas caleidoscópicas de ciudades andinas o brasileiras, a esa mezcla de intensa sexualidad y modernidad incompleta que trasmitían sus novelas de los 60 y 70.
La frustración que siguió a su derrota en las elecciones presidenciales del Perú, en 1990, tal vez fue el punto de partida de la reinvención de Mario Vargas Llosa como escritor. Una reinvención que comenzó, acaso, con ese magnífico ensayo sobre José María Arguedas, La utopía arcaica (1996), en el que propuso una de las mejores genealogías que se han hecho de los nacionalismos y comunitarismos autoritarios en América Latina. Es en esos imaginarios, y no precisamente en el marxismo-leninismo acartonado de los viejos partidos prosoviéticos, donde habría que encontrar las raíces mentales de las fuertes izquierdas populistas latinoamericanas.
No sería desencaminado emprender una lectura paralela de La utopía arcaica y La fiesta del chivo (2000), la gran novela sobre Rafael Leónidas Trujillo, que renovó el género de la narrativa de dictadores cuando parecía declinar irremediablemente. Concluida la última década del siglo XX, Vargas Llosa parecía desplazarse sutilmente de aquella ortodoxia liberal de fines de los 80 o, por lo menos, de sus acentos más macarthystas. Sólo un intelecto crítico y, a la vez, abierto, era capaz de reconstruir las utopías indígenas de Arguedas o explorar el socialismo feminista de Flora Tristán en la Francia de mediados del siglo XIX, como se lee en El paraíso en la otra esquina (2003). No deja de ser sintomático –o representativo de los orígenes socialistas de Vargas Llosa- que la crítica de las utopías comunitarias latinoamericanas se convierta en glosa entusiasta cuando analiza las utopías libertarias europeas.
El estereotipo de Vargas Llosa como intelectual de la “derecha neoliberal” vuelve tambalearse con su última novela, El sueño del celta (2010). Lo poco que hemos leído de la misma es suficiente para afirmar que se trata de una historia y, a la vez, una denuncia del régimen colonial y genocida de Leopoldo de Bélgica en el Congo, de la mano de Roger Casement, el diplomático y viajero irlandés que elaboró el informe crítico sobre aquel imperio comercial y racista, que explotó el marfil y el caucho congolés, dejando un saldo de varios millones de muertos. El propio Vargas Llosa no ha vacilado en catalogar el Congo leopoldino como el primer holocausto moderno.
Sería forzar el argumento si afirmáramos que Vargas Llosa está volviendo a su formación en la izquierda anticolonial latinoamericana de los años 50 y 60. No hay dudas de que Vargas Llosa es un liberal, pero su liberalismo es, como en los mejores liberales, una herencia del pensamiento romántico del siglo XIX que, como se observa en su admirable ensayo La tentación de lo imposible (2004), sobre Víctor Hugo y Los miserables, es capaz de admitir la nobleza de las primeras utopías socialistas.
El premio Nobel concedido a Mario Vargas Llosa es de naturaleza muy distinta al que mereciera Gabriel García Márquez hace casi treinta años. No sólo se trata del reconocimiento a un escritor talentoso, capaz de escribir algunas obras maestras. Se trata también de un premio a un intelectual latinoamericano, a un hombre de ideas y valores democráticos que, a diferencia de tantos autodenominados “de izquierdas” o “socialistas”, no teme a la reivindicación del “compromiso” sartreano, en pleno siglo XXI, y a la defensa del realismo decimonónico como plataforma giratoria de la literatura moderna.
Cuando la mayoría de sus contemporáneos se dedica a administrar las glorias pasadas, Mario Vargas Llosa se encuentra en plena actividad literaria e intelectual. Dos de sus últimas novelas, El paraíso en la otra esquina y El sueño del celta, dibujan a un narrador cosmopolita, que ha trascendido los mitos y las herencias de las estéticas identitarias latinoamericanas. Con esas novelas y algunos ensayos recientes, Mario Vargas Llosa ha renacido como escritor del post-boom y ha plantado el banderín de su oficio y su imaginación en la literatura del siglo XXI.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Muertas ya la ilusión y la fe

El historiador argentino Horacio Tarcus (Buenos Aires, 1955) es autor de la más completa historia de la recepción de Marx en un país latinoamericano. Su libro Marx en la Argentina. Sus primeros lectores obreros, intelectuales y científicos (2007) es un esfuerzo que merecería equivalentes en otros países de la región, si es que se quiere avanzar en el estudio de la diversidad ideológica de las izquierdas en este lado del mundo. Diversidad, como sabemos, negada o simplificada no sólo por las derechas sino por las propias izquierdas que han llegado al poder en el último siglo.
Además de historiador, Tarcus es un archivero incansable de la historia intelectual latinoamericana. El Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina que dirige en Buenos Aires y que edita la magnífica revista Políticas de la memoria, es una experiencia que, de reproducirse en otras capitales del área, ayudaría mucho a la democratización del pasado de la propia izquierda y, por tanto, a la contención de sus no pocas tendencias autoritarias en el presente.
Uno de los últimos volúmenes editados por Tarcus es Cartas de una hermandad (Buenos Aires, Emecé, 2009), en el que se compila y edita, por vez primera, buena parte de la correspondencia que sostuvieron Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Luis Franco, Ezequiel Martínez Estrada y Samuel Glusberg. El periodo de ese epistolario es lo suficientemente extenso, entre 1912 y 1964, como para seguir las marcas históricas del siglo XX en la obra de esos cinco grandes intelectuales argentinos.
La correspondencia más tardía es, naturalmente, la de los tres más jóvenes: Martínez Estrada (1895-1963), Glusberg (1898-1987) y Franco (1898-1988). De la correspondencia de Martínez Estrada y Glusberg reproduzco fragmentos de las cartas relacionadas con la Revolución Cubana y la estancia del primero en la isla, a principios de los años 60.
La historia oficial cubana ha presentado al autor de Radiografía de la pampa y Martí revolucionario como un defensor incondicional del socialismo insular. Algunos libros del periodo habanero de Martínez Estrada, como En Cuba y al servicio de la Revolución Cubana, El verdadero cuento del Tío Sam y El nuevo mundo, la isla de Utopía y la isla de Cuba, refuerzan esa imagen de lealtad granítica.
Sin embargo, una buena parte de la correspondencia de Martínez Estrada, a partir del invierno de 1963, revela a un escritor de la izquierda latinoamericana que, como muchos de su generación, respalda a la Revolución y luego se desencanta de sus elementos autoritarios. Las últimas cartas de Martínez Estrada a Glusberg trasmiten ese momento en que el intelectual argentino siente “muertas ya la ilusión y la fe”, como en el hermoso tango, “Como dos extraños”, de Laurenz y Contursi.


La Habana, 9 de marzo de 1961

“Se habla y se vive con franqueza. En dos años la Revolución ha transfigurado a un pueblo abatido y abandonado, en una colmena jubilosa. Todos nos queremos, nos ayudamos y tratamos de hacer lo mejor y lo más posible. El socialismo está en las cosas y en los espíritus; se lo sabe porque se lo vive simplemente… Todavía no se ha estabilizado la situación acomodándose a nuevas formas y métodos de trabajo y cooperación, de modo que hay mucho que hacer y no se sabe con precisión qué. Pero se está haciendo. Los gobernantes ceden a la inspiración de las gentes todas y van concretando la aspiración a un mundo mejor, sin ideologías ni dogmas”.


La Habana, 6 de septiembre de 1961

“Por lo que le digo antes comprenderá usted cuál ha sido mi situación aquí: de casa a la Casa, y de regreso. Sin conocer a nadie, ni ver a nadie. Parece ser que el PC me enjabonó la vereda, pues no les resulto consanguíneo, y éste es pecado mortal. Pero como he vivido aislado, sin meterme en la cosa política, pude tirar. La verdad es que la Revolución está en otras cosas, y yo aparezco como hurgador de papeles con las preocupaciones de los burgueses que se distraían con las letras. En algo es cierto, y yo lo siento sin que me lo digan. Lo que nosotros sabemos hacer –digamos así- vendrá más tarde, cuando se termine con la amenaza de la contrarrevolución interna y con la amenaza, cada días más inminente, de un nuevo desembarco esta vez en gran escala”.


Bahía Blanca, 5 de diciembre de 1963

“Lo que Ud. me dice de Labrador Ruiz es cierto. Yo no lo he visto en La Habana; estaba en “sus cosas”, más o menos radiado, en los primeros sacudones que sacó de quicio a mucha buena gente y colocó a gente ávida de trepar. Para muchos la Revolución fue una “trepadera”. También yo estuve dos años encerrado, sin que nadie fuera a verme, ni se enterara de que existía, con una oposición muy grande de los martianos patentados. Unos, los del José Martí de la Academia de Historia y Letras; otros, los “nuevos” que no saben qué hacer con él, pues sospechan que es un liberal al que no pueden meter en ningún casillero. Hoy, de lejos y con nuevos datos, puedo decirle que el Martí revolucionario que yo me puse a extraer de los bazares y las papelerías, a nadie interesa. Ni ha interesado. Ni interesará. Ahora están fabricándose una cultura de martillo y tenaza, porque consideran que es marxista-leninista tirar alquitrán a las bibliotecas de noche”.


Bahía Blanca, 4 de febrero de 1964

“He quedado sin comunicación con Cuba. Cerradas las vías urinarias y respiratorias. Tengo la primera fase de Martí revolucionario (800 páginas) dactilografiadas. Les importa un rábano Martí y sus sueños revolucionarios ¿Quién habla de eso ni de lucha de clases, con la mesa puesta, la cabecera ocupada y los infelices mirando por la ventana?”

martes, 21 de septiembre de 2010

Grandeza del XIX

Ya dijimos aquí que en el arte de pensar la literatura no hay en México autor de tanta calidad y constancia como Christopher Domínguez Michael. La peculiaridad de este crítico consiste en que su pensar la literatura no lo ejerce como académico sino como publicista. Domínguez Michael no es un profesor sino un crítico, es decir, alguien que piensa la literatura por medio de la escritura de ensayos, semblanzas y reseñas, a la manera de Sainte-Beuve.
La editorial Sexto Piso y la Universidad del Claustro de Sor Juana acaban de editar El XIX en el XXI (2010), un nuevo libro de Domínguez Michael que reúne textos publicados en revistas y periódicos como La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Vuelta, Letras Libres y el suplemento cultural “El Ángel” del diario Reforma. Algunos de esos ensayos fueron incluidos en un par de libros anteriores –La utopía de la hospitalidad (1993) y Toda suerte de libros paganos (2001)- pero buena parte de los mismos se recoge ahora por vez primera.
Como indica el título, se trata de textos sobre autores del siglo XIX: Chateaubriand, de Maistre, Balzac, Tolstoi, Dostoievsky, Hugo, Marx, Chéjov, Melville, Poe, Huysmans, Daudet, Henry James y, naturalmente, Sainte-Beuve. Como un naturalista, Domínguez Michael clasifica a sus decimonónicos en tres especies: la de los románticos (Chateaubriand o Balzac), la de los reformadores (Hugo o Marx) y la de los decadentes (Huysmans o Daudet).
Con astucia, Domínguez no escribió un prólogo para su libro, en el que seguramente tendría que aventurar alguna hipótesis sobre el legado del siglo XIX en el terrible XX y en este desconocido que todavía es el siglo XXI. Prefirió darle la palabra a Julien Gracq, quien en En lisant, en écrivant (1980), afirma: “durante la larga historia de la creación estética se inserta un periodo al cual no es comparable casi ningún otro, un periodo de un poco menos de un siglo, que se extiende, muy aproximadamente, entre 1800 y 1880”.
Y concluyen Gracq y Domínguez con esta declaración de amor, que suscribo: “mi siglo, en el pasado, es el XIX, comenzando con Chateaubriand y prolongado hasta Proust, que viene a culminarlo un poco más allá de sus fronteras históricas, tal como Wagner apareció para acabar con el romanticismo off limits. El siglo XIX es de naturaleza pítica y profética, alcanza profundidades adivinatorias de las que el XVIII no tenía ni la más remota idea, porque aquel siglo iluminaba todo y no adivinaba nada”.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Piglia y las posibilidades de un género

La última novela de Ricardo Piglia, Blanco nocturno (Anagrama, 2010), es una ficción virtuosa que explora de manera sorprendente las posibilidades de la novela iberoamericana –o de la novela en general- a principios de este siglo. Quien dude de la capacidad de la novela para dotar de sentido la realidad y la historia que lea este libro de Piglia. Quien haga resistencia al principio de que es la novela el género por excelencia de la modernidad literaria que lea Blanco nocturno.
El título mestizo propuesto por Piglia alude a los infrarrojos con que los marines británicos detectaban, en la noche, a sus rivales argentinos durante la guerra de las Malvinas. En la pampa, con esos mismos infrarrojos, los cazadores fulminan a una liebre en medio de la noche. Los personajes de Piglia (el puertorriqueño Tony Durán, admirador de Albizu Campos, que emigra por segunda vez de New Jersey a la provincia de Buenos Aires, las hermanas Eva y Sofía, el maravilloso Luca Belladona, el comisario Croce y el investigador Emilio Renzi, alter ego de Piglia que en Respiración artificial seguía los pasos del espía del dictador Juan Manuel de Rosas) son como blancos nocturnos, sujetos iluminados en la oscuridad.
La investigación del asesinato de Tony Durán en un pueblo de la provincia de Buenos Aires permite a Piglia moverse entre varios registros literarios. Las notas de Renzi que inserta al pie de la novela nos desplazan a todo tipo de escenarios y tradiciones literarias, desde el género gauchesco hasta la novela negra, pasando por las cavilaciones teológicas de Luca Belladona, la historia social y política de Argentina de mediados del siglo XX y las entrañables glosas de Dickens, Melville, Kafka o Jung, que son el sello de Piglia y, también, de Renzi, su personaje con vida propia.
La novela sucede, como decíamos, en la provincia de Buenos Aires, en el año 1971, y Piglia aprovecha con talento aquella coyuntura de Argentina y el mundo. Varios personajes viven a la espera de Juan Domingo Perón, por entonces exiliado en España, y la polarización política y violenta que viven los argentinos, entre corrientes peronistas de izquierda, centro o derecha como los grupos armados de los Montoneros, las FAR, las FAP, las FAL, el ENR y la CGT, es un nebuloso telón de fondo. Cuando Perón regresó, en junio de 1973, fue que se produjo el absurdo enfrentamiento entre aquellos grupos y la CGT, por el palco de honor de recibimiento del líder, conocido como la matanza de Ezeiza.
Pero el contexto es apenas un escenario evanescente en la novela de Piglia. Más importantes son las lecturas que Luca Belladona hace de El hombre y sus símbolos de Carl Gustav Jung y la adaptación de la idea del “proceso de individuación” al balance de su propia vida o las notas del “informe de Shultz”, donde lo mismo encontramos una cita de Demócrito que una teorización sobre el tránsito del capitalismo industrial al capitalismo financiero. El sutil ocultamiento de la Historia -con mayúscula- es parte de una destreza narrativa que nunca se exhibe en demasía, que sabe insinuarse con rigor.
Es esta densidad intelectual la que descoloca las novelas de Piglia dentro de la tradición de la novela negra iberoamericana. No pocos profesionales del género han intentado atraer la obra de Piglia a ese canon, pero con cada novela, el autor de Plata quemada y La ciudad ausente demuestra que su narrativa desborda los límites de la literatura policíaca. No basta, como han hecho algunos críticos, con colocar a Piglia más en la tradición de Chesterton que en la de Conan Doyle. Es preciso leer a Piglia como un narrador fuera de género o, simplemente, como uno de los grandes cultivadores del género novelesco en América Latina.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Independencia y diversidad en México

La historiografía de la independencia de México ha acumulado algunos títulos referenciales desde mediados del siglo XX. Autores como Enrique Florescano, David Brading, Brian Hamnett, Francois Xavier Guerra o Eric Van Young, por mencionar sólo cinco, son ineludibles a la hora de dibujar el mapa de los estudios sobre el cambio social, económico y político generado por la fragmentación del imperio borbónico y la lucha de los novohispanos por su autonomía y su independencia. Entre los títulos que conforman ese nuevo linaje historiográfico, que transformó la visión contemporánea sobre aquel proceso, ocupa un lugar central El proceso ideológico de la revolución de Independencia (1953) de Luis Villoro.
El libro de Villoro proviene de una genealogía intelectual reconocible: la de la historia de las ideas impulsada por José Gaos, en los años 40, desde El Colegio de México y la UNAM. Dedicado a Leopoldo Zea, otro discípulo de Gaos que había publicado poco antes El positivismo en México (1945), el libro de Villoro, que en su primera edición se tituló La Revolución de Independencia, compartía con varias obras de aquella generación de discípulos de Gaos un moderado desplazamiento del campo referencial del maestro asturiano (Hegel, Heidegger, Husserl, Ortega) hacia el marxismo, el existencialismo, el psicoanálisis y otras corrientes de las ciencias sociales del medio siglo pasado.
La introducción de conceptos como “clase dominante” o “grupo hegemónico”, con las que Villoro complejizó, en la segunda edición, nociones como “clase europea” o “clase euro-criolla”, utilizadas en la primera, es ilustrativa de ese desplazamiento teórico e ideológico. Como ha advertido el joven historiador Alfredo Ávila, no es, precisamente, ese enfoque de clases, cuestionado por la historiografía reciente, el aporte más perdurable del libro de Villoro, ni la virtud que, luego de medio siglo, hace de El proceso ideológico una obra perfectamente ubicada en el catálogo de la historia intelectual contemporánea.
Si hubiera que definir esa virtud, en pocas palabras y descontando la fina erudición o la transparente prosa de Villoro, diríamos que consistió en pensar la revolución como un proceso paradójico. “Pocas revoluciones presentan, a primera vista, las paradojas que nos ofrece nuestra Guerra de Independencia”, era la frase inicial de aquel libro. Pero no habría que tomarse al pie de la letra la intención, declarada por Villoro más delante, de “disipar” las paradojas de la Revolución. Como toda experiencia de cambio, la separación de la monarquía católica no estuvo desprovista de vaivenes y oscilaciones, avances y retrocesos.
Frente a quienes imaginaron la independencia como un evento unilateral y teleológico, como epifenómeno novohispano de la Revolución Francesa o como contrarrevolución antiliberal que, por el rechazo de Fernando VII a aceptar el trono del Imperio de la América Septentrional, desemboca, en 1821, en una ruptura con España, Villoro opuso una mirada plural a las ideas enfrentadas en aquella década convulsa. La lucha pacífica o violenta por la autonomía o la independencia de los novohispanos, desde 1808, decía, estuvo marcada por actitudes contradictorias como la “marcha hacia el origen” o el “salto a la libertad”, el “instantaneísmo” y la “anarquía”, el “preterismo” o el “futurismo”.
Villoro fue uno de los primeros en documentar el peso de corrientes doctrinales como la neoescolástica española (Suárez, Vitoria…), el derecho natural y de gentes de los Países Bajos (Grocio, Pufendorf…) o la Ilustración italiana (Filangieri, Beccaria…) en el pensamiento de los autonomistas e independentistas novohispanos. Hasta entonces, buena parte de la historia de las ideas mexicana y latinoamericana intentaba explicar la introducción del gobierno representativo como consecuencia exclusiva de la difusión de la Ilustración y el jusnaturalismo británico y francés (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau…), entendidos como únicas vías de acceso al liberalismo decimonónico.
Esta pluralización de las fuentes intelectuales del proceso político de la autonomía y la independencia novohispanas, entre los proyectos del Ayuntamiento y la Audiencia de la ciudad de México, en 1808, hasta los Tratados de Córdoba y el Plan de Iguala, en 1821, pasando, naturalmente, por la Constitución de Cádiz, las campañas de Hidalgo y Morelos y la Constitución de Apatzingán, le permitió a Villoro entender aquella década como un laboratorio de ideas. No hubo una sino varias maneras de concebir la soberanía del reino novohispano, las cuales se enfrentaron por medio de las ideas o de las armas, de viejos y nuevos modelos constitucionales.
Cuando Villoro entregó su manuscrito a la imprenta, en noviembre de 1951, la historia de las ideas era muy diferente a la historia intelectual de nuestros días. Entonces los historiadores le daban menos importancia a las instituciones y a los sujetos que encarnaban las ideas, pero, a la vez, se detenían más en la reconstrucción del repertorio ideológico de los actores del pasado. Villoro fue capaz de dibujar el mapa plural de las ideologías enfrentadas en aquel conflicto, sin ocultar, tras los significantes doctrinales, el rostro de los protagonistas de la guerra. Es por ello que su libro sigue leyéndose y estudiándose, hoy, como un clásico contemporáneo.