En estos días será difícil resistir la tentación de volver sobre el eterno paralelo entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, los dos Nobeles vivos de la literatura latinoamericana. Nacidos como autores en pleno boom, uno y otro han tenido evoluciones literarias y políticas distintas, como si se repartieran las dos mitades del mundo. Mientras existió la Guerra Fría, esa partición pudo ser pensada en términos ideológicos, pero en las dos últimas décadas debe ser repensada en términos intelectuales.
Desde el inicio de sus carreras, Vargas Llosa y García Márquez tuvieron estilos, poéticas e ideologías diferentes. La aproximación de Vargas Llosa al socialismo, en los años 50 y 60, fue más racional y ponderada que la de García Márquez, y, tal vez por eso, su ruptura con todos los totalitarismos de izquierda en los 70 fue tajante, sin inercias, pero tampoco asociable a una “conversión” o al reemplazo de una ortodoxia por otra, como aseguran sus detractores obsesivos.
Hacia 1982, García Márquez y Vargas Llosa parecían haber producido lo fundamental de sus obras. Cuando le otorgan el Nobel a García Márquez, ese año, ya habían sido publicadas las novelas fundamentales del escritor colombiano: La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Cien años de soledad, Los funerales de Mamá Grande, El otoño del patriarca y hasta Crónica de una muerte anunciada, que se publicó en 1981.
El Nobel de García Márquez fue otorgado al cuerpo de una obra que, en 1982, ya marcaba la historia de la literatura latinoamericana con una seña inconfundible de identidad. Frente a la prosa viva, profusa, exuberante, épica y metafórica a la vez, de García Márquez, el realismo de Vargas Llosa sonaba frío y convencional, aunque su extraordinaria capacidad para reconstruir atmósferas opresivas y autoritarias o descifrar códigos de la cultura popular andina colocaba, de lleno, sus primeras ficciones en el universo del boom latinoamericano.
También en 1982 la obra de Vargas Llosa parecía haber dado todo de sí. Ya se habían publicado La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1965), Los cachorros (1967), Conversación en la catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977) y La guerra del fin del mundo (1981). A principios de aquella década, Vargas Llosa había demostrado que además de un novelista profesional era un pensador de la literatura y un intelectual público de primer nivel en América Latina. Sus ensayos, Historia de un deicidio (1971), precisamente sobre la narrativa de García Márquez, y La orgía perpetua (1975), sobre Gustave Flaubert, confirmaban un perfil letrado del que carecía el autor de Cien años de soledad.
Los 80 fueron la década de entrada en política de Vargas Llosa y, también, los años en que la calidad de su literatura se resintió más. Historia de Mayta o Lituma en los Andes fueron novelas que ilustraban ese momento en que un novelista comienza a remedarse a sí mismo, a parodiarse involuntariamente, sin conciencia de la parodia y, por tanto, sin aquellos detectores de la repetición y el tedio que aseguraban el rigor de sus primeras obras. Ni el Perú policíaco de ¿Quien mató a Palomino Molero? o la erótica de Elogio de la madrastra se acercaron a las estampas caleidoscópicas de ciudades andinas o brasileiras, a esa mezcla de intensa sexualidad y modernidad incompleta que trasmitían sus novelas de los 60 y 70.
La frustración que siguió a su derrota en las elecciones presidenciales del Perú, en 1990, tal vez fue el punto de partida de la reinvención de Mario Vargas Llosa como escritor. Una reinvención que comenzó, acaso, con ese magnífico ensayo sobre José María Arguedas, La utopía arcaica (1996), en el que propuso una de las mejores genealogías que se han hecho de los nacionalismos y comunitarismos autoritarios en América Latina. Es en esos imaginarios, y no precisamente en el marxismo-leninismo acartonado de los viejos partidos prosoviéticos, donde habría que encontrar las raíces mentales de las fuertes izquierdas populistas latinoamericanas.
No sería desencaminado emprender una lectura paralela de La utopía arcaica y La fiesta del chivo (2000), la gran novela sobre Rafael Leónidas Trujillo, que renovó el género de la narrativa de dictadores cuando parecía declinar irremediablemente. Concluida la última década del siglo XX, Vargas Llosa parecía desplazarse sutilmente de aquella ortodoxia liberal de fines de los 80 o, por lo menos, de sus acentos más macarthystas. Sólo un intelecto crítico y, a la vez, abierto, era capaz de reconstruir las utopías indígenas de Arguedas o explorar el socialismo feminista de Flora Tristán en la Francia de mediados del siglo XIX, como se lee en El paraíso en la otra esquina (2003). No deja de ser sintomático –o representativo de los orígenes socialistas de Vargas Llosa- que la crítica de las utopías comunitarias latinoamericanas se convierta en glosa entusiasta cuando analiza las utopías libertarias europeas.
El estereotipo de Vargas Llosa como intelectual de la “derecha neoliberal” vuelve tambalearse con su última novela, El sueño del celta (2010). Lo poco que hemos leído de la misma es suficiente para afirmar que se trata de una historia y, a la vez, una denuncia del régimen colonial y genocida de Leopoldo de Bélgica en el Congo, de la mano de Roger Casement, el diplomático y viajero irlandés que elaboró el informe crítico sobre aquel imperio comercial y racista, que explotó el marfil y el caucho congolés, dejando un saldo de varios millones de muertos. El propio Vargas Llosa no ha vacilado en catalogar el Congo leopoldino como el primer holocausto moderno.
Sería forzar el argumento si afirmáramos que Vargas Llosa está volviendo a su formación en la izquierda anticolonial latinoamericana de los años 50 y 60. No hay dudas de que Vargas Llosa es un liberal, pero su liberalismo es, como en los mejores liberales, una herencia del pensamiento romántico del siglo XIX que, como se observa en su admirable ensayo La tentación de lo imposible (2004), sobre Víctor Hugo y Los miserables, es capaz de admitir la nobleza de las primeras utopías socialistas.
El premio Nobel concedido a Mario Vargas Llosa es de naturaleza muy distinta al que mereciera Gabriel García Márquez hace casi treinta años. No sólo se trata del reconocimiento a un escritor talentoso, capaz de escribir algunas obras maestras. Se trata también de un premio a un intelectual latinoamericano, a un hombre de ideas y valores democráticos que, a diferencia de tantos autodenominados “de izquierdas” o “socialistas”, no teme a la reivindicación del “compromiso” sartreano, en pleno siglo XXI, y a la defensa del realismo decimonónico como plataforma giratoria de la literatura moderna.
Cuando la mayoría de sus contemporáneos se dedica a administrar las glorias pasadas, Mario Vargas Llosa se encuentra en plena actividad literaria e intelectual. Dos de sus últimas novelas, El paraíso en la otra esquina y El sueño del celta, dibujan a un narrador cosmopolita, que ha trascendido los mitos y las herencias de las estéticas identitarias latinoamericanas. Con esas novelas y algunos ensayos recientes, Mario Vargas Llosa ha renacido como escritor del post-boom y ha plantado el banderín de su oficio y su imaginación en la literatura del siglo XXI.
Libros del crepúsculo
lunes, 11 de octubre de 2010
miércoles, 29 de septiembre de 2010
Muertas ya la ilusión y la fe
El historiador argentino Horacio Tarcus (Buenos Aires, 1955) es autor de la más completa historia de la recepción de Marx en un país latinoamericano. Su libro Marx en la Argentina. Sus primeros lectores obreros, intelectuales y científicos (2007) es un esfuerzo que merecería equivalentes en otros países de la región, si es que se quiere avanzar en el estudio de la diversidad ideológica de las izquierdas en este lado del mundo. Diversidad, como sabemos, negada o simplificada no sólo por las derechas sino por las propias izquierdas que han llegado al poder en el último siglo.
Además de historiador, Tarcus es un archivero incansable de la historia intelectual latinoamericana. El Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina que dirige en Buenos Aires y que edita la magnífica revista Políticas de la memoria, es una experiencia que, de reproducirse en otras capitales del área, ayudaría mucho a la democratización del pasado de la propia izquierda y, por tanto, a la contención de sus no pocas tendencias autoritarias en el presente.
Uno de los últimos volúmenes editados por Tarcus es Cartas de una hermandad (Buenos Aires, Emecé, 2009), en el que se compila y edita, por vez primera, buena parte de la correspondencia que sostuvieron Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Luis Franco, Ezequiel Martínez Estrada y Samuel Glusberg. El periodo de ese epistolario es lo suficientemente extenso, entre 1912 y 1964, como para seguir las marcas históricas del siglo XX en la obra de esos cinco grandes intelectuales argentinos.
La correspondencia más tardía es, naturalmente, la de los tres más jóvenes: Martínez Estrada (1895-1963), Glusberg (1898-1987) y Franco (1898-1988). De la correspondencia de Martínez Estrada y Glusberg reproduzco fragmentos de las cartas relacionadas con la Revolución Cubana y la estancia del primero en la isla, a principios de los años 60.
La historia oficial cubana ha presentado al autor de Radiografía de la pampa y Martí revolucionario como un defensor incondicional del socialismo insular. Algunos libros del periodo habanero de Martínez Estrada, como En Cuba y al servicio de la Revolución Cubana, El verdadero cuento del Tío Sam y El nuevo mundo, la isla de Utopía y la isla de Cuba, refuerzan esa imagen de lealtad granítica.
Sin embargo, una buena parte de la correspondencia de Martínez Estrada, a partir del invierno de 1963, revela a un escritor de la izquierda latinoamericana que, como muchos de su generación, respalda a la Revolución y luego se desencanta de sus elementos autoritarios. Las últimas cartas de Martínez Estrada a Glusberg trasmiten ese momento en que el intelectual argentino siente “muertas ya la ilusión y la fe”, como en el hermoso tango, “Como dos extraños”, de Laurenz y Contursi.
La Habana, 9 de marzo de 1961
“Se habla y se vive con franqueza. En dos años la Revolución ha transfigurado a un pueblo abatido y abandonado, en una colmena jubilosa. Todos nos queremos, nos ayudamos y tratamos de hacer lo mejor y lo más posible. El socialismo está en las cosas y en los espíritus; se lo sabe porque se lo vive simplemente… Todavía no se ha estabilizado la situación acomodándose a nuevas formas y métodos de trabajo y cooperación, de modo que hay mucho que hacer y no se sabe con precisión qué. Pero se está haciendo. Los gobernantes ceden a la inspiración de las gentes todas y van concretando la aspiración a un mundo mejor, sin ideologías ni dogmas”.
La Habana, 6 de septiembre de 1961
“Por lo que le digo antes comprenderá usted cuál ha sido mi situación aquí: de casa a la Casa, y de regreso. Sin conocer a nadie, ni ver a nadie. Parece ser que el PC me enjabonó la vereda, pues no les resulto consanguíneo, y éste es pecado mortal. Pero como he vivido aislado, sin meterme en la cosa política, pude tirar. La verdad es que la Revolución está en otras cosas, y yo aparezco como hurgador de papeles con las preocupaciones de los burgueses que se distraían con las letras. En algo es cierto, y yo lo siento sin que me lo digan. Lo que nosotros sabemos hacer –digamos así- vendrá más tarde, cuando se termine con la amenaza de la contrarrevolución interna y con la amenaza, cada días más inminente, de un nuevo desembarco esta vez en gran escala”.
Bahía Blanca, 5 de diciembre de 1963
“Lo que Ud. me dice de Labrador Ruiz es cierto. Yo no lo he visto en La Habana; estaba en “sus cosas”, más o menos radiado, en los primeros sacudones que sacó de quicio a mucha buena gente y colocó a gente ávida de trepar. Para muchos la Revolución fue una “trepadera”. También yo estuve dos años encerrado, sin que nadie fuera a verme, ni se enterara de que existía, con una oposición muy grande de los martianos patentados. Unos, los del José Martí de la Academia de Historia y Letras; otros, los “nuevos” que no saben qué hacer con él, pues sospechan que es un liberal al que no pueden meter en ningún casillero. Hoy, de lejos y con nuevos datos, puedo decirle que el Martí revolucionario que yo me puse a extraer de los bazares y las papelerías, a nadie interesa. Ni ha interesado. Ni interesará. Ahora están fabricándose una cultura de martillo y tenaza, porque consideran que es marxista-leninista tirar alquitrán a las bibliotecas de noche”.
Bahía Blanca, 4 de febrero de 1964
“He quedado sin comunicación con Cuba. Cerradas las vías urinarias y respiratorias. Tengo la primera fase de Martí revolucionario (800 páginas) dactilografiadas. Les importa un rábano Martí y sus sueños revolucionarios ¿Quién habla de eso ni de lucha de clases, con la mesa puesta, la cabecera ocupada y los infelices mirando por la ventana?”
Además de historiador, Tarcus es un archivero incansable de la historia intelectual latinoamericana. El Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina que dirige en Buenos Aires y que edita la magnífica revista Políticas de la memoria, es una experiencia que, de reproducirse en otras capitales del área, ayudaría mucho a la democratización del pasado de la propia izquierda y, por tanto, a la contención de sus no pocas tendencias autoritarias en el presente.
Uno de los últimos volúmenes editados por Tarcus es Cartas de una hermandad (Buenos Aires, Emecé, 2009), en el que se compila y edita, por vez primera, buena parte de la correspondencia que sostuvieron Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Luis Franco, Ezequiel Martínez Estrada y Samuel Glusberg. El periodo de ese epistolario es lo suficientemente extenso, entre 1912 y 1964, como para seguir las marcas históricas del siglo XX en la obra de esos cinco grandes intelectuales argentinos.
La correspondencia más tardía es, naturalmente, la de los tres más jóvenes: Martínez Estrada (1895-1963), Glusberg (1898-1987) y Franco (1898-1988). De la correspondencia de Martínez Estrada y Glusberg reproduzco fragmentos de las cartas relacionadas con la Revolución Cubana y la estancia del primero en la isla, a principios de los años 60.
La historia oficial cubana ha presentado al autor de Radiografía de la pampa y Martí revolucionario como un defensor incondicional del socialismo insular. Algunos libros del periodo habanero de Martínez Estrada, como En Cuba y al servicio de la Revolución Cubana, El verdadero cuento del Tío Sam y El nuevo mundo, la isla de Utopía y la isla de Cuba, refuerzan esa imagen de lealtad granítica.
Sin embargo, una buena parte de la correspondencia de Martínez Estrada, a partir del invierno de 1963, revela a un escritor de la izquierda latinoamericana que, como muchos de su generación, respalda a la Revolución y luego se desencanta de sus elementos autoritarios. Las últimas cartas de Martínez Estrada a Glusberg trasmiten ese momento en que el intelectual argentino siente “muertas ya la ilusión y la fe”, como en el hermoso tango, “Como dos extraños”, de Laurenz y Contursi.
La Habana, 9 de marzo de 1961
“Se habla y se vive con franqueza. En dos años la Revolución ha transfigurado a un pueblo abatido y abandonado, en una colmena jubilosa. Todos nos queremos, nos ayudamos y tratamos de hacer lo mejor y lo más posible. El socialismo está en las cosas y en los espíritus; se lo sabe porque se lo vive simplemente… Todavía no se ha estabilizado la situación acomodándose a nuevas formas y métodos de trabajo y cooperación, de modo que hay mucho que hacer y no se sabe con precisión qué. Pero se está haciendo. Los gobernantes ceden a la inspiración de las gentes todas y van concretando la aspiración a un mundo mejor, sin ideologías ni dogmas”.
La Habana, 6 de septiembre de 1961
“Por lo que le digo antes comprenderá usted cuál ha sido mi situación aquí: de casa a la Casa, y de regreso. Sin conocer a nadie, ni ver a nadie. Parece ser que el PC me enjabonó la vereda, pues no les resulto consanguíneo, y éste es pecado mortal. Pero como he vivido aislado, sin meterme en la cosa política, pude tirar. La verdad es que la Revolución está en otras cosas, y yo aparezco como hurgador de papeles con las preocupaciones de los burgueses que se distraían con las letras. En algo es cierto, y yo lo siento sin que me lo digan. Lo que nosotros sabemos hacer –digamos así- vendrá más tarde, cuando se termine con la amenaza de la contrarrevolución interna y con la amenaza, cada días más inminente, de un nuevo desembarco esta vez en gran escala”.
Bahía Blanca, 5 de diciembre de 1963
“Lo que Ud. me dice de Labrador Ruiz es cierto. Yo no lo he visto en La Habana; estaba en “sus cosas”, más o menos radiado, en los primeros sacudones que sacó de quicio a mucha buena gente y colocó a gente ávida de trepar. Para muchos la Revolución fue una “trepadera”. También yo estuve dos años encerrado, sin que nadie fuera a verme, ni se enterara de que existía, con una oposición muy grande de los martianos patentados. Unos, los del José Martí de la Academia de Historia y Letras; otros, los “nuevos” que no saben qué hacer con él, pues sospechan que es un liberal al que no pueden meter en ningún casillero. Hoy, de lejos y con nuevos datos, puedo decirle que el Martí revolucionario que yo me puse a extraer de los bazares y las papelerías, a nadie interesa. Ni ha interesado. Ni interesará. Ahora están fabricándose una cultura de martillo y tenaza, porque consideran que es marxista-leninista tirar alquitrán a las bibliotecas de noche”.
Bahía Blanca, 4 de febrero de 1964
“He quedado sin comunicación con Cuba. Cerradas las vías urinarias y respiratorias. Tengo la primera fase de Martí revolucionario (800 páginas) dactilografiadas. Les importa un rábano Martí y sus sueños revolucionarios ¿Quién habla de eso ni de lucha de clases, con la mesa puesta, la cabecera ocupada y los infelices mirando por la ventana?”
martes, 21 de septiembre de 2010
Grandeza del XIX
Ya dijimos aquí que en el arte de pensar la literatura no hay en México autor de tanta calidad y constancia como Christopher Domínguez Michael. La peculiaridad de este crítico consiste en que su pensar la literatura no lo ejerce como académico sino como publicista. Domínguez Michael no es un profesor sino un crítico, es decir, alguien que piensa la literatura por medio de la escritura de ensayos, semblanzas y reseñas, a la manera de Sainte-Beuve.
La editorial Sexto Piso y la Universidad del Claustro de Sor Juana acaban de editar El XIX en el XXI (2010), un nuevo libro de Domínguez Michael que reúne textos publicados en revistas y periódicos como La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Vuelta, Letras Libres y el suplemento cultural “El Ángel” del diario Reforma. Algunos de esos ensayos fueron incluidos en un par de libros anteriores –La utopía de la hospitalidad (1993) y Toda suerte de libros paganos (2001)- pero buena parte de los mismos se recoge ahora por vez primera.
Como indica el título, se trata de textos sobre autores del siglo XIX: Chateaubriand, de Maistre, Balzac, Tolstoi, Dostoievsky, Hugo, Marx, Chéjov, Melville, Poe, Huysmans, Daudet, Henry James y, naturalmente, Sainte-Beuve. Como un naturalista, Domínguez Michael clasifica a sus decimonónicos en tres especies: la de los románticos (Chateaubriand o Balzac), la de los reformadores (Hugo o Marx) y la de los decadentes (Huysmans o Daudet).
Con astucia, Domínguez no escribió un prólogo para su libro, en el que seguramente tendría que aventurar alguna hipótesis sobre el legado del siglo XIX en el terrible XX y en este desconocido que todavía es el siglo XXI. Prefirió darle la palabra a Julien Gracq, quien en En lisant, en écrivant (1980), afirma: “durante la larga historia de la creación estética se inserta un periodo al cual no es comparable casi ningún otro, un periodo de un poco menos de un siglo, que se extiende, muy aproximadamente, entre 1800 y 1880”.
Y concluyen Gracq y Domínguez con esta declaración de amor, que suscribo: “mi siglo, en el pasado, es el XIX, comenzando con Chateaubriand y prolongado hasta Proust, que viene a culminarlo un poco más allá de sus fronteras históricas, tal como Wagner apareció para acabar con el romanticismo off limits. El siglo XIX es de naturaleza pítica y profética, alcanza profundidades adivinatorias de las que el XVIII no tenía ni la más remota idea, porque aquel siglo iluminaba todo y no adivinaba nada”.
La editorial Sexto Piso y la Universidad del Claustro de Sor Juana acaban de editar El XIX en el XXI (2010), un nuevo libro de Domínguez Michael que reúne textos publicados en revistas y periódicos como La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Vuelta, Letras Libres y el suplemento cultural “El Ángel” del diario Reforma. Algunos de esos ensayos fueron incluidos en un par de libros anteriores –La utopía de la hospitalidad (1993) y Toda suerte de libros paganos (2001)- pero buena parte de los mismos se recoge ahora por vez primera.
Como indica el título, se trata de textos sobre autores del siglo XIX: Chateaubriand, de Maistre, Balzac, Tolstoi, Dostoievsky, Hugo, Marx, Chéjov, Melville, Poe, Huysmans, Daudet, Henry James y, naturalmente, Sainte-Beuve. Como un naturalista, Domínguez Michael clasifica a sus decimonónicos en tres especies: la de los románticos (Chateaubriand o Balzac), la de los reformadores (Hugo o Marx) y la de los decadentes (Huysmans o Daudet).
Con astucia, Domínguez no escribió un prólogo para su libro, en el que seguramente tendría que aventurar alguna hipótesis sobre el legado del siglo XIX en el terrible XX y en este desconocido que todavía es el siglo XXI. Prefirió darle la palabra a Julien Gracq, quien en En lisant, en écrivant (1980), afirma: “durante la larga historia de la creación estética se inserta un periodo al cual no es comparable casi ningún otro, un periodo de un poco menos de un siglo, que se extiende, muy aproximadamente, entre 1800 y 1880”.
Y concluyen Gracq y Domínguez con esta declaración de amor, que suscribo: “mi siglo, en el pasado, es el XIX, comenzando con Chateaubriand y prolongado hasta Proust, que viene a culminarlo un poco más allá de sus fronteras históricas, tal como Wagner apareció para acabar con el romanticismo off limits. El siglo XIX es de naturaleza pítica y profética, alcanza profundidades adivinatorias de las que el XVIII no tenía ni la más remota idea, porque aquel siglo iluminaba todo y no adivinaba nada”.
sábado, 18 de septiembre de 2010
Piglia y las posibilidades de un género
La última novela de Ricardo Piglia, Blanco nocturno (Anagrama, 2010), es una ficción virtuosa que explora de manera sorprendente las posibilidades de la novela iberoamericana –o de la novela en general- a principios de este siglo. Quien dude de la capacidad de la novela para dotar de sentido la realidad y la historia que lea este libro de Piglia. Quien haga resistencia al principio de que es la novela el género por excelencia de la modernidad literaria que lea Blanco nocturno.
El título mestizo propuesto por Piglia alude a los infrarrojos con que los marines británicos detectaban, en la noche, a sus rivales argentinos durante la guerra de las Malvinas. En la pampa, con esos mismos infrarrojos, los cazadores fulminan a una liebre en medio de la noche. Los personajes de Piglia (el puertorriqueño Tony Durán, admirador de Albizu Campos, que emigra por segunda vez de New Jersey a la provincia de Buenos Aires, las hermanas Eva y Sofía, el maravilloso Luca Belladona, el comisario Croce y el investigador Emilio Renzi, alter ego de Piglia que en Respiración artificial seguía los pasos del espía del dictador Juan Manuel de Rosas) son como blancos nocturnos, sujetos iluminados en la oscuridad.
La investigación del asesinato de Tony Durán en un pueblo de la provincia de Buenos Aires permite a Piglia moverse entre varios registros literarios. Las notas de Renzi que inserta al pie de la novela nos desplazan a todo tipo de escenarios y tradiciones literarias, desde el género gauchesco hasta la novela negra, pasando por las cavilaciones teológicas de Luca Belladona, la historia social y política de Argentina de mediados del siglo XX y las entrañables glosas de Dickens, Melville, Kafka o Jung, que son el sello de Piglia y, también, de Renzi, su personaje con vida propia.
La novela sucede, como decíamos, en la provincia de Buenos Aires, en el año 1971, y Piglia aprovecha con talento aquella coyuntura de Argentina y el mundo. Varios personajes viven a la espera de Juan Domingo Perón, por entonces exiliado en España, y la polarización política y violenta que viven los argentinos, entre corrientes peronistas de izquierda, centro o derecha como los grupos armados de los Montoneros, las FAR, las FAP, las FAL, el ENR y la CGT, es un nebuloso telón de fondo. Cuando Perón regresó, en junio de 1973, fue que se produjo el absurdo enfrentamiento entre aquellos grupos y la CGT, por el palco de honor de recibimiento del líder, conocido como la matanza de Ezeiza.
Pero el contexto es apenas un escenario evanescente en la novela de Piglia. Más importantes son las lecturas que Luca Belladona hace de El hombre y sus símbolos de Carl Gustav Jung y la adaptación de la idea del “proceso de individuación” al balance de su propia vida o las notas del “informe de Shultz”, donde lo mismo encontramos una cita de Demócrito que una teorización sobre el tránsito del capitalismo industrial al capitalismo financiero. El sutil ocultamiento de la Historia -con mayúscula- es parte de una destreza narrativa que nunca se exhibe en demasía, que sabe insinuarse con rigor.
Es esta densidad intelectual la que descoloca las novelas de Piglia dentro de la tradición de la novela negra iberoamericana. No pocos profesionales del género han intentado atraer la obra de Piglia a ese canon, pero con cada novela, el autor de Plata quemada y La ciudad ausente demuestra que su narrativa desborda los límites de la literatura policíaca. No basta, como han hecho algunos críticos, con colocar a Piglia más en la tradición de Chesterton que en la de Conan Doyle. Es preciso leer a Piglia como un narrador fuera de género o, simplemente, como uno de los grandes cultivadores del género novelesco en América Latina.
El título mestizo propuesto por Piglia alude a los infrarrojos con que los marines británicos detectaban, en la noche, a sus rivales argentinos durante la guerra de las Malvinas. En la pampa, con esos mismos infrarrojos, los cazadores fulminan a una liebre en medio de la noche. Los personajes de Piglia (el puertorriqueño Tony Durán, admirador de Albizu Campos, que emigra por segunda vez de New Jersey a la provincia de Buenos Aires, las hermanas Eva y Sofía, el maravilloso Luca Belladona, el comisario Croce y el investigador Emilio Renzi, alter ego de Piglia que en Respiración artificial seguía los pasos del espía del dictador Juan Manuel de Rosas) son como blancos nocturnos, sujetos iluminados en la oscuridad.
La investigación del asesinato de Tony Durán en un pueblo de la provincia de Buenos Aires permite a Piglia moverse entre varios registros literarios. Las notas de Renzi que inserta al pie de la novela nos desplazan a todo tipo de escenarios y tradiciones literarias, desde el género gauchesco hasta la novela negra, pasando por las cavilaciones teológicas de Luca Belladona, la historia social y política de Argentina de mediados del siglo XX y las entrañables glosas de Dickens, Melville, Kafka o Jung, que son el sello de Piglia y, también, de Renzi, su personaje con vida propia.
La novela sucede, como decíamos, en la provincia de Buenos Aires, en el año 1971, y Piglia aprovecha con talento aquella coyuntura de Argentina y el mundo. Varios personajes viven a la espera de Juan Domingo Perón, por entonces exiliado en España, y la polarización política y violenta que viven los argentinos, entre corrientes peronistas de izquierda, centro o derecha como los grupos armados de los Montoneros, las FAR, las FAP, las FAL, el ENR y la CGT, es un nebuloso telón de fondo. Cuando Perón regresó, en junio de 1973, fue que se produjo el absurdo enfrentamiento entre aquellos grupos y la CGT, por el palco de honor de recibimiento del líder, conocido como la matanza de Ezeiza.
Pero el contexto es apenas un escenario evanescente en la novela de Piglia. Más importantes son las lecturas que Luca Belladona hace de El hombre y sus símbolos de Carl Gustav Jung y la adaptación de la idea del “proceso de individuación” al balance de su propia vida o las notas del “informe de Shultz”, donde lo mismo encontramos una cita de Demócrito que una teorización sobre el tránsito del capitalismo industrial al capitalismo financiero. El sutil ocultamiento de la Historia -con mayúscula- es parte de una destreza narrativa que nunca se exhibe en demasía, que sabe insinuarse con rigor.
Es esta densidad intelectual la que descoloca las novelas de Piglia dentro de la tradición de la novela negra iberoamericana. No pocos profesionales del género han intentado atraer la obra de Piglia a ese canon, pero con cada novela, el autor de Plata quemada y La ciudad ausente demuestra que su narrativa desborda los límites de la literatura policíaca. No basta, como han hecho algunos críticos, con colocar a Piglia más en la tradición de Chesterton que en la de Conan Doyle. Es preciso leer a Piglia como un narrador fuera de género o, simplemente, como uno de los grandes cultivadores del género novelesco en América Latina.
miércoles, 15 de septiembre de 2010
Independencia y diversidad en México
La historiografía de la independencia de México ha acumulado algunos títulos referenciales desde mediados del siglo XX. Autores como Enrique Florescano, David Brading, Brian Hamnett, Francois Xavier Guerra o Eric Van Young, por mencionar sólo cinco, son ineludibles a la hora de dibujar el mapa de los estudios sobre el cambio social, económico y político generado por la fragmentación del imperio borbónico y la lucha de los novohispanos por su autonomía y su independencia. Entre los títulos que conforman ese nuevo linaje historiográfico, que transformó la visión contemporánea sobre aquel proceso, ocupa un lugar central El proceso ideológico de la revolución de Independencia (1953) de Luis Villoro.
El libro de Villoro proviene de una genealogía intelectual reconocible: la de la historia de las ideas impulsada por José Gaos, en los años 40, desde El Colegio de México y la UNAM. Dedicado a Leopoldo Zea, otro discípulo de Gaos que había publicado poco antes El positivismo en México (1945), el libro de Villoro, que en su primera edición se tituló La Revolución de Independencia, compartía con varias obras de aquella generación de discípulos de Gaos un moderado desplazamiento del campo referencial del maestro asturiano (Hegel, Heidegger, Husserl, Ortega) hacia el marxismo, el existencialismo, el psicoanálisis y otras corrientes de las ciencias sociales del medio siglo pasado.
La introducción de conceptos como “clase dominante” o “grupo hegemónico”, con las que Villoro complejizó, en la segunda edición, nociones como “clase europea” o “clase euro-criolla”, utilizadas en la primera, es ilustrativa de ese desplazamiento teórico e ideológico. Como ha advertido el joven historiador Alfredo Ávila, no es, precisamente, ese enfoque de clases, cuestionado por la historiografía reciente, el aporte más perdurable del libro de Villoro, ni la virtud que, luego de medio siglo, hace de El proceso ideológico una obra perfectamente ubicada en el catálogo de la historia intelectual contemporánea.
Si hubiera que definir esa virtud, en pocas palabras y descontando la fina erudición o la transparente prosa de Villoro, diríamos que consistió en pensar la revolución como un proceso paradójico. “Pocas revoluciones presentan, a primera vista, las paradojas que nos ofrece nuestra Guerra de Independencia”, era la frase inicial de aquel libro. Pero no habría que tomarse al pie de la letra la intención, declarada por Villoro más delante, de “disipar” las paradojas de la Revolución. Como toda experiencia de cambio, la separación de la monarquía católica no estuvo desprovista de vaivenes y oscilaciones, avances y retrocesos.
Frente a quienes imaginaron la independencia como un evento unilateral y teleológico, como epifenómeno novohispano de la Revolución Francesa o como contrarrevolución antiliberal que, por el rechazo de Fernando VII a aceptar el trono del Imperio de la América Septentrional, desemboca, en 1821, en una ruptura con España, Villoro opuso una mirada plural a las ideas enfrentadas en aquella década convulsa. La lucha pacífica o violenta por la autonomía o la independencia de los novohispanos, desde 1808, decía, estuvo marcada por actitudes contradictorias como la “marcha hacia el origen” o el “salto a la libertad”, el “instantaneísmo” y la “anarquía”, el “preterismo” o el “futurismo”.
Villoro fue uno de los primeros en documentar el peso de corrientes doctrinales como la neoescolástica española (Suárez, Vitoria…), el derecho natural y de gentes de los Países Bajos (Grocio, Pufendorf…) o la Ilustración italiana (Filangieri, Beccaria…) en el pensamiento de los autonomistas e independentistas novohispanos. Hasta entonces, buena parte de la historia de las ideas mexicana y latinoamericana intentaba explicar la introducción del gobierno representativo como consecuencia exclusiva de la difusión de la Ilustración y el jusnaturalismo británico y francés (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau…), entendidos como únicas vías de acceso al liberalismo decimonónico.
Esta pluralización de las fuentes intelectuales del proceso político de la autonomía y la independencia novohispanas, entre los proyectos del Ayuntamiento y la Audiencia de la ciudad de México, en 1808, hasta los Tratados de Córdoba y el Plan de Iguala, en 1821, pasando, naturalmente, por la Constitución de Cádiz, las campañas de Hidalgo y Morelos y la Constitución de Apatzingán, le permitió a Villoro entender aquella década como un laboratorio de ideas. No hubo una sino varias maneras de concebir la soberanía del reino novohispano, las cuales se enfrentaron por medio de las ideas o de las armas, de viejos y nuevos modelos constitucionales.
Cuando Villoro entregó su manuscrito a la imprenta, en noviembre de 1951, la historia de las ideas era muy diferente a la historia intelectual de nuestros días. Entonces los historiadores le daban menos importancia a las instituciones y a los sujetos que encarnaban las ideas, pero, a la vez, se detenían más en la reconstrucción del repertorio ideológico de los actores del pasado. Villoro fue capaz de dibujar el mapa plural de las ideologías enfrentadas en aquel conflicto, sin ocultar, tras los significantes doctrinales, el rostro de los protagonistas de la guerra. Es por ello que su libro sigue leyéndose y estudiándose, hoy, como un clásico contemporáneo.
El libro de Villoro proviene de una genealogía intelectual reconocible: la de la historia de las ideas impulsada por José Gaos, en los años 40, desde El Colegio de México y la UNAM. Dedicado a Leopoldo Zea, otro discípulo de Gaos que había publicado poco antes El positivismo en México (1945), el libro de Villoro, que en su primera edición se tituló La Revolución de Independencia, compartía con varias obras de aquella generación de discípulos de Gaos un moderado desplazamiento del campo referencial del maestro asturiano (Hegel, Heidegger, Husserl, Ortega) hacia el marxismo, el existencialismo, el psicoanálisis y otras corrientes de las ciencias sociales del medio siglo pasado.
La introducción de conceptos como “clase dominante” o “grupo hegemónico”, con las que Villoro complejizó, en la segunda edición, nociones como “clase europea” o “clase euro-criolla”, utilizadas en la primera, es ilustrativa de ese desplazamiento teórico e ideológico. Como ha advertido el joven historiador Alfredo Ávila, no es, precisamente, ese enfoque de clases, cuestionado por la historiografía reciente, el aporte más perdurable del libro de Villoro, ni la virtud que, luego de medio siglo, hace de El proceso ideológico una obra perfectamente ubicada en el catálogo de la historia intelectual contemporánea.
Si hubiera que definir esa virtud, en pocas palabras y descontando la fina erudición o la transparente prosa de Villoro, diríamos que consistió en pensar la revolución como un proceso paradójico. “Pocas revoluciones presentan, a primera vista, las paradojas que nos ofrece nuestra Guerra de Independencia”, era la frase inicial de aquel libro. Pero no habría que tomarse al pie de la letra la intención, declarada por Villoro más delante, de “disipar” las paradojas de la Revolución. Como toda experiencia de cambio, la separación de la monarquía católica no estuvo desprovista de vaivenes y oscilaciones, avances y retrocesos.
Frente a quienes imaginaron la independencia como un evento unilateral y teleológico, como epifenómeno novohispano de la Revolución Francesa o como contrarrevolución antiliberal que, por el rechazo de Fernando VII a aceptar el trono del Imperio de la América Septentrional, desemboca, en 1821, en una ruptura con España, Villoro opuso una mirada plural a las ideas enfrentadas en aquella década convulsa. La lucha pacífica o violenta por la autonomía o la independencia de los novohispanos, desde 1808, decía, estuvo marcada por actitudes contradictorias como la “marcha hacia el origen” o el “salto a la libertad”, el “instantaneísmo” y la “anarquía”, el “preterismo” o el “futurismo”.
Villoro fue uno de los primeros en documentar el peso de corrientes doctrinales como la neoescolástica española (Suárez, Vitoria…), el derecho natural y de gentes de los Países Bajos (Grocio, Pufendorf…) o la Ilustración italiana (Filangieri, Beccaria…) en el pensamiento de los autonomistas e independentistas novohispanos. Hasta entonces, buena parte de la historia de las ideas mexicana y latinoamericana intentaba explicar la introducción del gobierno representativo como consecuencia exclusiva de la difusión de la Ilustración y el jusnaturalismo británico y francés (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau…), entendidos como únicas vías de acceso al liberalismo decimonónico.
Esta pluralización de las fuentes intelectuales del proceso político de la autonomía y la independencia novohispanas, entre los proyectos del Ayuntamiento y la Audiencia de la ciudad de México, en 1808, hasta los Tratados de Córdoba y el Plan de Iguala, en 1821, pasando, naturalmente, por la Constitución de Cádiz, las campañas de Hidalgo y Morelos y la Constitución de Apatzingán, le permitió a Villoro entender aquella década como un laboratorio de ideas. No hubo una sino varias maneras de concebir la soberanía del reino novohispano, las cuales se enfrentaron por medio de las ideas o de las armas, de viejos y nuevos modelos constitucionales.
Cuando Villoro entregó su manuscrito a la imprenta, en noviembre de 1951, la historia de las ideas era muy diferente a la historia intelectual de nuestros días. Entonces los historiadores le daban menos importancia a las instituciones y a los sujetos que encarnaban las ideas, pero, a la vez, se detenían más en la reconstrucción del repertorio ideológico de los actores del pasado. Villoro fue capaz de dibujar el mapa plural de las ideologías enfrentadas en aquel conflicto, sin ocultar, tras los significantes doctrinales, el rostro de los protagonistas de la guerra. Es por ello que su libro sigue leyéndose y estudiándose, hoy, como un clásico contemporáneo.
viernes, 10 de septiembre de 2010
Castelar, Lorca y el anarquismo argentino
Federico García Lorca llegó a Buenos Aires en octubre de 1933 y se alojó en el hotel Castelar, donde permaneció hasta marzo de 1934. Ubicado en la Avenida de Mayo, en el tramo que media entre la gigante 9 de Julio y el Capitolio del Congreso, el hotel aún conserva la misma fachada modernista, la misma puerta giratoria y el lobby de mármoles y espejos, con herrería dorada, que vio Lorca y que vieron a Lorca.
Desde ese punto de la ciudad, debió resultarle fácil a Lorca desplazarse al café Tortoni, en la misma Avenida de Mayo pero del otro lado de la 9 de Julio, en dirección a la Casa Rosada, o a los cafés y bares cercanos, como los 36 Billares o Las Violetas ¿Qué pensó Lorca de aquel Buenos Aires turbulento y encantador? ¡El Buenos Aires de Gardel, Perón y Borges!
No hay que recurrir a algunos testimonios a la mano para imaginar la fascinación que sintió por la literatura y la música argentinas. Fascinación, tal vez, proporcional a la inquietud que debió sentir ante una política crecientemente militarizada y populista que, en 1930, tres años antes de su llegada, con el golpe de Estado de Uriburo contra el presidente Yrigoyen, había comenzado un largo ciclo autoritario que no terminaría hasta 1983.
Qué pensó Lorca de Buenos Aires, en aquel medio año que vivió en la ciudad, es pregunta tan deliciosa como qué pensó de Emilio Castelar (1832-1899), el viejo escritor, orador y político, andaluz como él, que daba nombre al hotel donde se hospedó. Nada más ajeno a los versos vivísimos de Lorca que la prosa cansina y la oratoria empalagosa de Castelar. Sólo en un punto, la defensa de la primera República española, el legado de Castelar hacía un guiño a Lorca, quien debió reparar en la popularidad que aún conservaba el viejo letrado gaditano en ciudades americanas como La Habana o Buenos Aires.
El azar ha hecho que a unos pasos del hotel Castelar, en la misma Avenida de Mayo, se ubique hoy la editorial Terramar, donde han sido editados, con fino gusto, los clásicos del pensamiento anarquista y libertario (Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Mintz) y donde publican varios pensadores argentinos inscritos en esa misma tradición, como Anatol Gorelik, ácrata ucraniano exiliado en Buenos Aires en la primera mitad del siglo XX, Osvaldo Baigorria o Christian Ferrer.
Estos edificios vecinos, el hotel Castelar y la editorial Terramar, hacen pensar, una vez más, que Buenos Aires recibió lo mejor y lo peor de Europa. Aquí se admiró a Castelar y a Lorca, aquí encontraron refugio los anarquistas perseguidos, pero aquí se admiró también a Hitler y a Mussolini y, durante décadas, dictaduras militares y gobiernos populistas se enseñorearon de esta maravillosa ciudad.
martes, 7 de septiembre de 2010
Croniquilla cordobesa
En la Feria del Libro de Córdoba, Argentina, las carpas repletas de libros se levantan en las cuatro aceras de la Plaza San Martín. Los cordobeses compran, venden y hasta leen libros, de pie, entre una mesa y la otra, editados por más de cincuenta impresoras locales. No hay banca de la plaza sin lector en estos días.
El monumento a San Martín, en medio de la plaza, mira hacia la catedral y el cabildo. Aunque el tono arquitectónico es neoclásico, los aires del barroco americano también se respiran aquí. A unas cuadras de la plaza está la blanca y pedregosa manzana jesuítica, una pequeña ciudad dentro de la ciudad, construida por la Compañía de Jesús en el siglo XVII.
El pedestal del monumento a San Martín está grabado con relieves de bronce, donde se escenifican cuatro episodios de la independencia de las antiguas provincias del virreinato del Río de la Plata: la batalla de San Lorenzo (1813), la “conferencia de Córdoba” (1816) entre San Martín y Pueyrredón, el paso de Los Andes (1817) y el “abrazo de Maipú” entre San Martín y O´Higgins, que consumó la independencia de Chile.
En 1950, cuando se cumplió el centenario de la muerte del Libertador, en el exilio francés, el gobierno peronista y el magisterio provincial fijó tarjas en el pedestal donde se leen frases como “San Martín, esta es la Argentina que tú soñaste”. Otro sueño realizado, a costa de la vigilia de los próceres latinoamericanos.
Cuando oscurece, las carpas de libros cierran y los cordobeses se desplazan hacia una de las alas de la plaza, bajo las patas delanteras del caballo de San Martín y de espaldas a la catedral y el cabildo. A las once de la noche, aunque el frío quema, comienza el tango y la milonga.
Bailan todos -los ancianos, los señores y también los jóvenes tatuados, con pelos largos y pintados de cualquier color- como si la tradición no fuera tradición, como si bailar un tango o una milonga fuera tan natural como tomarse un helado o leer una novela en el banco de la plaza.
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