Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 10 de septiembre de 2010

Castelar, Lorca y el anarquismo argentino



Federico García Lorca llegó a Buenos Aires en octubre de 1933 y se alojó en el hotel Castelar, donde permaneció hasta marzo de 1934. Ubicado en la Avenida de Mayo, en el tramo que media entre la gigante 9 de Julio y el Capitolio del Congreso, el hotel aún conserva la misma fachada modernista, la misma puerta giratoria y el lobby de mármoles y espejos, con herrería dorada, que vio Lorca y que vieron a Lorca.
Desde ese punto de la ciudad, debió resultarle fácil a Lorca desplazarse al café Tortoni, en la misma Avenida de Mayo pero del otro lado de la 9 de Julio, en dirección a la Casa Rosada, o a los cafés y bares cercanos, como los 36 Billares o Las Violetas ¿Qué pensó Lorca de aquel Buenos Aires turbulento y encantador? ¡El Buenos Aires de Gardel, Perón y Borges!
No hay que recurrir a algunos testimonios a la mano para imaginar la fascinación que sintió por la literatura y la música argentinas. Fascinación, tal vez, proporcional a la inquietud que debió sentir ante una política crecientemente militarizada y populista que, en 1930, tres años antes de su llegada, con el golpe de Estado de Uriburo contra el presidente Yrigoyen, había comenzado un largo ciclo autoritario que no terminaría hasta 1983.
Qué pensó Lorca de Buenos Aires, en aquel medio año que vivió en la ciudad, es pregunta tan deliciosa como qué pensó de Emilio Castelar (1832-1899), el viejo escritor, orador y político, andaluz como él, que daba nombre al hotel donde se hospedó. Nada más ajeno a los versos vivísimos de Lorca que la prosa cansina y la oratoria empalagosa de Castelar. Sólo en un punto, la defensa de la primera República española, el legado de Castelar hacía un guiño a Lorca, quien debió reparar en la popularidad que aún conservaba el viejo letrado gaditano en ciudades americanas como La Habana o Buenos Aires.
El azar ha hecho que a unos pasos del hotel Castelar, en la misma Avenida de Mayo, se ubique hoy la editorial Terramar, donde han sido editados, con fino gusto, los clásicos del pensamiento anarquista y libertario (Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Mintz) y donde publican varios pensadores argentinos inscritos en esa misma tradición, como Anatol Gorelik, ácrata ucraniano exiliado en Buenos Aires en la primera mitad del siglo XX, Osvaldo Baigorria o Christian Ferrer.
Estos edificios vecinos, el hotel Castelar y la editorial Terramar, hacen pensar, una vez más, que Buenos Aires recibió lo mejor y lo peor de Europa. Aquí se admiró a Castelar y a Lorca, aquí encontraron refugio los anarquistas perseguidos, pero aquí se admiró también a Hitler y a Mussolini y, durante décadas, dictaduras militares y gobiernos populistas se enseñorearon de esta maravillosa ciudad.

martes, 7 de septiembre de 2010

Croniquilla cordobesa

En la Feria del Libro de Córdoba, Argentina, las carpas repletas de libros se levantan en las cuatro aceras de la Plaza San Martín. Los cordobeses compran, venden y hasta leen libros, de pie, entre una mesa y la otra, editados por más de cincuenta impresoras locales. No hay banca de la plaza sin lector en estos días.
El monumento a San Martín, en medio de la plaza, mira hacia la catedral y el cabildo. Aunque el tono arquitectónico es neoclásico, los aires del barroco americano también se respiran aquí. A unas cuadras de la plaza está la blanca y pedregosa manzana jesuítica, una pequeña ciudad dentro de la ciudad, construida por la Compañía de Jesús en el siglo XVII.
El pedestal del monumento a San Martín está grabado con relieves de bronce, donde se escenifican cuatro episodios de la independencia de las antiguas provincias del virreinato del Río de la Plata: la batalla de San Lorenzo (1813), la “conferencia de Córdoba” (1816) entre San Martín y Pueyrredón, el paso de Los Andes (1817) y el “abrazo de Maipú” entre San Martín y O´Higgins, que consumó la independencia de Chile.
En 1950, cuando se cumplió el centenario de la muerte del Libertador, en el exilio francés, el gobierno peronista y el magisterio provincial fijó tarjas en el pedestal donde se leen frases como “San Martín, esta es la Argentina que tú soñaste”. Otro sueño realizado, a costa de la vigilia de los próceres latinoamericanos.
Cuando oscurece, las carpas de libros cierran y los cordobeses se desplazan hacia una de las alas de la plaza, bajo las patas delanteras del caballo de San Martín y de espaldas a la catedral y el cabildo. A las once de la noche, aunque el frío quema, comienza el tango y la milonga.
Bailan todos -los ancianos, los señores y también los jóvenes tatuados, con pelos largos y pintados de cualquier color- como si la tradición no fuera tradición, como si bailar un tango o una milonga fuera tan natural como tomarse un helado o leer una novela en el banco de la plaza.

lunes, 30 de agosto de 2010

Marx y el crimen

A propósito del terrible aumento de la violencia en algunos países de América Latina, como Venezuela y Brasil, y del imparable avance del narcoterrorismo en Colombia y México, he recordado un ensayito de Carlos Marx, editado e ilustrado, hace algunos años, por el pintor cubano Ramón Alejandro en su editorial Delateur (Colección Mañunga). Se trata del “Elogio del crimen” de Marx, incluido en “La teoría de la plusvalía” del IV tomo de El Capital.
El enfoque marxista puede resultar cínico u ofensivo, sobre todo, a los cientos de miles de víctimas de la violencia latinoamericana, pero no habría que olvidar que Marx, además de un crítico del capitalismo, fue un narrador de su realidad. Un narrador, como se palpa en estos tres pasajes, romántico, es decir, atento siempre al drama de la modernidad. El criminal, según Marx, era un sujeto estimulante del desarrollo de las fuerzas productivas y, a la vez, un héroe transgresor del orden legal burgués.


“El criminal no sólo produce crímenes; es él quien da origen al derecho penal y al profesor de derecho penal. Produce, por tanto, el inevitable tratado en el cual el profesor compendia sus clases para situarlas en el mercado como mercancía, dando como resultado un aumento de la riqueza nacional, sin hablar de la satisfacción personal que según el profesor Roscher, testigo competente, el manuscrito de ese trabajo proporciona a su autor.

Más aún: el criminal genera todo el aparato policíaco y judicial: gendarmes, jueces, verdugos, jurados, etc… y otros múltiples oficios que constituyen otras tantas categorías de división social del trabajo, que estimulan diversas facultades del espíritu humano y crean simultáneamente nuevos deseos y nuevos medios de satisfacerlos. La tortura, por sí sola, ha engendrado ingeniosísimos inventos mecánicos cuya producción da empleo a un sinnúmero de honestos artífices.

El criminal engendra una sensación que forma parte de lo moral y de lo trágico, y por lo tanto ofrece un servicio al agitar los sentimientos éticos y estéticos del público. No sólo produce tratados de derecho penal, códigos penales, y a sus correspondientes legisladores, sino también arte, literatura, hasta tragedias, de lo que dan fe no sólo La culpa de Müllner y Los bandidos de Schiller sino también Edipo y Ricardo III. El criminal rompe la monotonía y la seguridad cotidiana de la vida burguesa, salvándola del estancamiento y provocando esa constante tensión, ese desasosiego sin los cuales el mismo aguijón de la competencia se mellaría”.

El joven Rossi en la librería de Poblet

En el número de agosto de Letras Libres apareció un dossier de homenaje a Alejandro Rossi, en el que fue incluido este breve texto mío. La nota sobre Arturo Barea de Antonio Muñoz Molina en el último Babelia y un viaje próximo a Buenos Aires, en el que visitaré, una vez más, la vieja librería de Poblet, en busca del fantasma del joven Rossi, me han hecho reproducirlo aquí.










EL JOVEN ROSSI EN LA LIBRERÍA DE POBLET

Rafael Rojas

Quisiera aproximarme a la prosa de ideas que distinguió a Alejandro Rossi por medio de la interpretación de un gesto. El gesto que inicia con Manual del distraído, en 1978, y que supone el desplazamiento o, al menos, la alternancia entre una escritura filosófica profesional, plasmada diez años atrás, en Lenguaje y significado (1968) -obra marcada por las enseñanzas de José Gaos, en la UNAM de mediados de siglo, y por el estudio de la fenomenología de Edmund Husserl, la metafísica del lenguaje de Ludwig Wittgenstein y la gran escuela británica de filosofía analítica de Bertrand Russell, John Langshow Austin y Gilbert Ryle- y una escritura más propiamente ensayística.

Entre el Rossi de Lenguaje y significado y el Rossi de Manual del distraído habría, tal vez, un eslabón perdido, cuya reconstrucción demandaría una visita a los primeros años de la revista Crítica, de filosofía hispanoamericana, que fundó con Fernando Salmerón y Luis Villoro, y, sobre todo, una vuelta a los años de Plural y a la amistad de Octavio Paz, en la primera mitad de los 70 ¿Cuánto debió aquella mutación entre uno y otro Rossi a la cercanía de Paz, cuya crítica visión de la escritura académica y profesoral era inocultable?

Creo encontrar algunas claves del salto al ensayo, a la prosa de ideas, en una de las más deslumbrantes actualizaciones del legado de Michel de Montaigne que conoce la literatura hispanoamericana contemporánea: el Manual del distraído. Rossi, como buen habitante del castillo de Saint-Michel, colocó su persona, sus gustos y aprensiones, sus evocaciones y atisbos en la superficie más visible de los textos. En una de esas sutiles remembranzas, la titulada “Sorpresas”, recordaba sus visitas a la Librería de Poblet en el Buenos Aires de los años 50.

La librería de Poblet es la famosa “Clásica y Moderna”, ubicada en Callao 892, que fundara en 1938 Emilio Poblet Díez, un emigrante madrileño que se estableció en Buenos Aires a principios del siglo XX. Su hijo Francisco fue quien se ocupó de la librería a partir 1938 y quien le otorgó un fuerte perfil hispánico a la misma, reforzado por la llegada de una parte del exilio republicano a Argentina. Cuando Rossi recordaba sus visitas a la librería de Poblet los autores que le venían a la mente eran Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle Inclán, Arturo Barea –cuya novela, La forja de un rebelde, leyó de pie, en la misma librería- José Ortega y Gasset, Jorge Luis Borges y, sobre todo, Pío Baroja.

La novela de Barea bastaría para ponderar el peso de la Segunda República española y de su exilio americano en la formación literaria y política del joven Rossi. En esa experiencia, similar a la de su amigo Octavio Paz, habría que colocar las simpatías de Rossi por una izquierda secularizada, lo suficientemente liberal como para defender, en el México de los 70, a Alexander Solzhenitsyn y a Salvador Allende, sin dejar de criticar frontalmente el totalitarismo comunista ni aceptar las “domas del símbolo” y las “guías de hipócritas”, producidas por los patriarcas de la “revolución latinoamericana”. La “integración del símbolo –escribió como si pensara en el ícono guevarista- a la moda política crea condiciones para convertir la historia en mitología”.

No es difícil visualizar al joven bachiller, que ha peregrinado de Florencia a Caracas y de Caracas al Río de la Plata, comprando novelas de Pío Baroja en aquella librería porteña. Menos fácil es descifrar qué novelas leyó Rossi, entre las nueve trilogías, dos tetralogías o casi cuarenta libros de ficción de Baroja, ya que en sus ensayos no refiere las mismas. Pero supongamos que leyó Camino de perfección (1901), El árbol de la ciencia (1911) y El mundo es ansí (1912). El muestrario sería suficiente para que Rossi constatara el juicio de José Ortega y Gasset sobre Baroja, que también leyó en las páginas de El Espectador, durante aquella estancia en Buenos Aires.

Ortega fue implacable con Baroja. Las muchas novelas del escritor vasco le parecían “libros sin cámara, sin interior, donde no encontramos más que poros”. En ellas había tal exceso de personajes que era imposible conocer la identidad de los mismos. Esa ausencia de figuras o caracteres demostraba, según Ortega, un “desprecio de indio nuevo hacia la vieja excelencia literaria” española, que sólo era abandonada cuando Baroja se decidía a retratar “vagabundos” o “criaturas errabundas y dóciles” o dar rienda suelta a su “doctrina del improperio”. El juicio orteguiano sonaba a juicio final: “Baroja ha escrito veintiséis o veintiocho volúmenes que se abren como otros tantos bostezos de aburrimiento trascendental ante un mundo donde todo es insuficiente”.

Tan curioso es que Ortega juzgara a Baroja con esa severidad en plan de amigos –en uno de los textos de El Espectador recordaba excursiones de ambos a la Sierra de Gata y retrataba a Baroja como un perseguidor del espectro del conspirador vasco Eugenio de Aviraneta- como que Baroja tratara de defenderse de las críticas de Ortega teorizando que sus novelas tenían muchos personajes porque eran “permeables”. Lo decisivo en la crítica de Ortega no era el rechazo de la prosa de Baroja sino la defensa de su espíritu: aquella escritura epidérmica, con faltas de sintaxis, era la emanación de un temperamento nihilista y escéptico que, con inusitada honestidad, se rebelaba contra las hipocresías y fanfarronadas de este mundo.

Para el joven Rossi debió haber sido reveladora aquella observación de Ortega: el estilo de una prosa no siempre se correspondía con el estilo del pensamiento de su autor. El estilo del pensamiento de Baroja, descreído y refinado, era afín al del joven Rossi, lector de Montaigne. La prosa que debía reflejar ese temperamento estaba más cerca del propio Ortega o, incluso, de Jorge Luis Borges, a quien Rossi leerá, también en Buenos Aires, en la colección completa de Sur, que le vendió Poblet. Es en este dar con una prosa, de elegirla y moldearla a su espíritu, donde se encuentra el sentido profundo del gesto de Rossi.

Ese ademán, el de acompañar la escritura académica de la filosofía de una prosa personal, se verifica, como decíamos, a principios de los 70, con los textos que Rossi publica en Plural y que luego integrarán Manual del distraído. Pero sus orígenes tal vez habría que encontrarlos en aquellas visitas a la librería de Poblet, en el Buenos Aires peronista Es entonces que Rossi descubre el misterio de la “página perfecta” de Borges y, a la vez, el desvanecimiento de toda noción de trascendencia del arte literario.

Para leer a Borges, Rossi toma como guía la propia lectura borgiana de Cervantes y Kafka y llega a la conclusión de que así como es ardua la hechura del genio literario, su legado puede decidirse de la manera más vulgar. Escribir la página perfecta, dice Rossi, puede ser un acto de orfebrería –afinar la sintaxis, calificar el verbo, innovar el estilo…- pero el destino del genio no es otro que “formar parte de la normalidad del idioma”. Una vez que se ha producido esa rutinización del genio, cuando Kafka y lo karfkiano, Borges y borgiano, se vuelven naturales, la “pagina perfecta” comienza a ser leída sin asombro.

Una idea más pudo haber adquirido el joven Rossi en sus visitas a la librería de Poblet: la de la literatura como continuación de la filosofía por otros medios. Decíamos que Rossi leyó a José Ortega y Gasset en el Buenos Aires de mediados del siglo. Pero, ¿cómo lo leyó, como ensayista o como filósofo? En un texto de madurez, “Lenguaje y filosofía en Ortega”, incluido en Cartas credenciales (1999), parecía confesar que en su juventud dio crédito a aquel falso dilema: “por fortuna ha pasado ya la época en que nos preguntábamos si José Ortega y Gasset era o no era un filósofo. Una pregunta que hoy se nos antoja ociosa –parasitaria- y teóricamente ingenua”.

Ortega representó para la generación de Rossi una combinación insólita entre un par hispánico de Simmel, Spengler, Scheler, Dilthey, Curtius o, incluso, Heidegger, y un crítico cultural, capaz de manejarse, como el más hábil escritor o periodista, en las páginas de opinión o los suplementos literarios. Pero por la misma razón que la “página perfecta” de Borges se volvió normal en la segunda mitad del siglo XX, la coexistencia en una misma persona del filósofo y el escritor dejó de ser una rareza orteguiana. A pesar de esta certidumbre, Rossi supo admirar a quienes no dieron el salto al ensayo y se mantuvieron leales a la filosofía profesional, como su maestro José Gaos.

El propio Rossi no dejó de ser nunca un profesional de la filosofía, como se lee en su Introducción a José Gaos. Filosofía de la filosofía (1989), pero, de algún modo, el salto al ensayo también fue alentado por las enseñanzas de su maestro. En “Una imagen de Gaos”, una de las prosas de Manual del distraído, Rossi insinuaba que el apego de Gaos a la expresión oral –“bastaba que comenzara a hablar, con aquella voz ligeramente nasal, para que la fatiga dejara lugar al placer de ir formando esas largas frases, al placer de entregarse a la emocionante tarea, mediante una relación claramente sensual con el lenguaje, de analizar, reconstruir y explicar ideas”- era un buen síntoma de los límites que el maestro observaba en la filosofía académicamente escrita. Límites que, según Rossi, Gaos extendía a la propia disciplina filosófica:

"Porque para Gaos la filosofía era la disciplina frustrada por excelencia: pretende hacer ciencia y sólo alcanza la confesión personal. El filósofo, en consecuencia, vendría a ser prototipo del descarriado. Y aquí es donde reside, en mi opinión, el escepticismo que Gaos llevaba en los huesos: la filosofía carece de una tarea específica –dicho descarnadamente- no sirve para nada. En la medida en que constituye un intento fracasado, el interés que representa es de orden cultural o antropológico".

Rossi heredó el escepticismo de su maestro Gaos, pero supo darle salida no sólo por vía oral –“soy hablador, lo admito”, escribió alguna vez- sino a través del ensayo y la narrativa. Los mejores momentos de la buena prosa de Rossi son aquellos en que la destreza del estilista nos deslumbra, mientras la lucidez del filósofo nos persuade. Esa doble seducción puede darse lo mismo cuando expone la “estética de la desesperanza” de Gabriel García Márquez, cuando encara a los detractores de Solzhenitsyn, que justificaban el cautiverio del disidente ruso con el extraño argumento de que “no era tan buen escritor”, o cuando define el optimismo de la izquierda como una “comedia pedagógica”. El lector de Rossi es ese privilegiado o ese virtuoso que sabe sentir dos placeres: el del estilo y el de la idea.

domingo, 29 de agosto de 2010

Las huellas de Hermes


Sexto Piso, editorial de jóvenes archiveros que nos recuerdan siempre aquello de que las mejores ideas ya fueron pensadas, acaba de publicar el segundo de los cuatro volúmenes de Imágenes primigenias de la religión griega del filólogo y mitólogo húngaro Karl Kerényi (1897-1973). Károly, como era su nombre en lengua natal, fue uno de esos clasicistas de la fecunda generación intelectual que, entre los años 20 y 30, se propuso, bajo la inspiración de Carl Gustav Jung, entrelazar el psicoanálisis y la antropología, la historia y la hermenéutica.
Kerényi, quien se exilió en Suiza en los años de la expansión estalinista sobre Europa del Este, dedicó su vida a estudiar los mitos griegos. Discípulo de Walter F. Otto y amigo y seguidor de Jung, descifró los misterios de Eleusis, tradujo los símbolos agrarios de Deméter y reconstruyó el matrimonio de su hija, Perséfone, con Hades en el Inframundo. La gran obra de Kerényi, aquella que lo introdujo en el Círculo de Eranos, donde los clasicistas del medio siglo pasado alternaban la hermenéutica y el psicoanálisis de los símbolos griegos, fue la tetralogía Imágenes primigenias de la religión griega.
El primero de aquellos volúmenes, El médico divino, un estudio sobre Asclepio, el dios de la medicina, hijo de Apolo y discípulo de Quirón, ya fue rescatado por Sexto Piso. Ahora aparece Hermes, el conductor de almas, al que seguirán los Misterios de Cabiros y el Prometeo. Por mucho que la mitología, leída en Homero o en Hesíodo, parece haberse incorporado a la cultura general del hombre cristiano moderno, los libros de Kerényi tienen la virtud de descubrirnos aspectos elusivos o poco advertidos de aquellos dioses del mundo pagano.
El Hermes que Kerényi lee en la Ilíada, la Odisea o los Himnos, por ejemplo, no sólo es el dios del ingenio y la astucia o el protector de viajeros, ladrones, atletas, pastores, científicos, oradores, comerciantes, ingenieros y políticos. Hermes, como agrimensor del Olimpo, quien traza fronteras y desbroza caminos, es también el guía del inframundo, el que abre las puertas del infierno a los hombres y devela, ante sus ojos, los misterios de la muerte. Las huellas de Hermes, seguidas por Kerényi, conducen a un lugar sombrío, donde tiene lugar el diálogo entre los vivos y los muertos.

martes, 24 de agosto de 2010

Lichtenberg y la contrailustración



Ediciones Cátedra ha realizado una nueva edición de los Aforismos (2010) de Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799). Tengo la edición de 1989, del Fondo de Cultura Económica, con el magnífico prólogo de Juan Villoro, recordado recientemente Enrique Vila Matas. Y pensar que en aquellos años, cuando un joven germanófilo Villoro tomó apuntes biográficos del jorobado de Gotinga, no existían Internet ni Wikipedia.
Releyendo los aforismos de Lichtenberg sobre libros, advertimos esa contrailustración juguetona que llevó al científico a enfrentarse al Sturm und Drang. Ya sabemos, por Rousseau y otros de sus contemporáneos, que la Ilustración estuvo llena de contrailustrados, reacios a creerse las pastorales de la razón y el progreso. Pero pocos con el ingenio y la gracia de este racionalista alemán de ironía inglesa, este astrónomo, físico y químico, que descreyó de la promesa redentora de la ciencia y de la literatura:



“Cuando un libro choca con una cabeza y suena a hueco, ¿se debe sólo al libro?

La metáfora es mucho más inteligente que su autor, y esto sucede con muchas cosas. Todo tiene su profundidad. Quien tiene ojos ve todo en todo.

Se diría que nuestros idiomas han enloquecido. Cuando queremos una idea, nos ofrecen una palabra; cuando exigimos una palabra, nos brindan una raya, y donde esperamos una raya, hay una obscenidad.

Esto debe servirme de advertencia. Como aquel gran escritor francés, de ahora en adelante no daré nada a la imprenta sin que antes lo lea mi cocinera.

En cierta obra de un hombre célebre preferiría leer lo que tachó que lo que dejó.

Al prólogo se le podría llamar pararrayos.

Ahí se aplica a la perfección lo que Butler dice de un mal crítico, sino encuentra un error, lo comete.

Me han informado que cada vez que escribe una reseña de libros tiene las más poderosas erecciones.

Los periodistas han construido una capillita de madera que llaman el Templo de la Fama donde todo el día clavan y desclavan retratos, con tal escándalo que nadie escucha sus propias palabras.

Al escribir mantén la confianza en ti mismo, un orgullo noble y la certeza de que los demás no son mejores que tú, ellos evitan tus errores y en cambio cometen otros que tú has evitado.

Lo shakespeareano que había que hacer en el mundo, fue, en gran parte, realizado por Shakespeare.

Está bien que los jóvenes enfermen de poesía en ciertos años, pero por el amor de Dios, hay que impedir que la contagien.

Siempre es preferible darle el tiro de gracia a un escritor que perdonarle la vida en una reseña.

Es fascinante escuchar a una mujer extranjera que comete faltas en nuestro idioma con sus hermosos labios. A un hombre no.

Si pensáramos más por nuestra cuenta, tendríamos muchos más libros malos y muchos más libros buenos.

Quien tenga dos pantalones, que venda uno y compre este libro.

Si alguien escribe mal, qué más da, hay que dejarlo escribir. Transformarse en buey aún no es suicidarse.

Aquello tuvo el efecto que por lo general tienen los buenos libros. Hizo más tontos a los tontos, más listos a los listos y los miles restantes quedaron ilesos.

Hay una clase de hueca habladuría que, a través de expresiones novedosas y metáforas insólitas, da la impresión de ser sustanciosa. Klopstock y Lavater son maestros del género. Como broma, es pasable, en serio, imperdonable.

El único defecto de los escritores realmente buenos es que casi siempre ocasionan que haya muchos malos o regulares.

Uno se resiste a hacer un cucurucho para la pimienta con una hoja en blanco. Si está impresa, uno la usa con agrado.

Un libro es como un espejo. Si un mono se asoma a él no puede ver reflejado a un apóstol.

Carecemos de palabras para hablar con los tontos de sabiduría. Ya es sabio quien entiende a un sabio.

En nuestros tiempos, donde los insectos coleccionan insectos y las mariposas hablan de mariposas.

Es verdad que era algo burdo, pero en su sociedad venía siendo como una cebra entre asnos.

Si bien los peces son mudos, sus vendedoras hablan por todo lo que ellos callan.

El asno me parece un caballo traducido al holandés.

Nada más seguro para la mosca que colocarse en el matamoscas.

El simio más perfecto no puede dibujar un simio. Sólo el hombre puede hacerlo. Pero también sólo él lo considera una ventaja.

Que el hombre es el ser supremo también se deduce de que ningún otro ha tratado de refutarlo.

No es que los oráculos hayan dejado de hablar, los hombres han dejado de escucharlos.

Conozco el gesto de la atención fingida. Es el grado más bajo de la distracción.

A lo más a lo que puede llegar un mediocre es a descubrir los errores de quienes lo superan.

Hay ineptos entusiastas. Gente muy peligrosa.

Estoy convencido de que cada ciudadano de H, conoce a Z, mejor de lo que se conoce a sí mismo.

En el mundo uno encuentra con mayor frecuencia el consejo que el consuelo.

Comerciaba con tinieblas en pequeña escala.

Escribió 8 libros. Hubiera hecho mejor plantando 8 árboles o teniendo 8 hijos.

Era un pensador tan minucioso que siempre veía un grano de arena antes que una casa.

No es broma sino la pura verdad que antes de la Revolución los perros de cacería del rey de Francia tenían mejor salario que los miembros de la Academie des Inscriptions. Cf: la Nueva Biblioteca de Bellas Artes, tomo 44, capítulo 2, p. 234. Los perros: 40.000; los académicos: 30.000. Los perros eran 300, los académicos, 30.

Los franceses prometieron hermandad a las naciones adoptadas. Finalmente sólo tomaron en cuenta a las hermanas.

Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen, pierden el respeto”.

lunes, 23 de agosto de 2010

El fin de la noche de Tony Judt


Después de lo escrito por Timothy Garton Ash en The New York Review of Books y Vicente Molina Foix en El País, hay poco que agregar a la muerte del gran historiador británico, Tony Judt (1948-2010), comentado varias veces en este blog. Habrá que coincidir con el primero en que una de las virtudes de Judt, que más echaremos de menos, es la rara capacidad para mantener la tensión de la polémica bajo las formas serenas y lúcidas del ensayo clásico. Habrá también que coincidir con el segundo en que esa contención fue aprendida por Judt en sus lecturas de los grandes maestros de la historiografía británica, de Gibbon a Hobsbawm, pasando por Macaulay, Carlyle y Trevelyan.
Judt puso a prueba esa noción imperturbable del estilo cuando debió escribir, ya no sobre la Europa de la segunda postguerra, la idea de la justicia, los intelectuales franceses o la identidad judía, sino sobre su propio cuerpo, apagándose lentamente por una esclerosis lateral amiotrófica. Reproduzco a continuación varios pasajes de su texto “Noche”, en el que narra, como el gran prosista histórico que fue, la historia de la noche de su cuerpo. Judt parece invitarnos, al final de este texto endemoniadamente sereno, a pensar su muerte como el fin de esa noche.


“Padezco un trastorno neuromotor, en mi caso una variante de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA): la enfermedad de Lou Gehrig. Los trastornos neuromotores no son raros, ni mucho menos: es un término que engloba la enfermedad de Parkinson, la esclerosis múltiple y una variedad de enfermedades de menor gravedad. Los rasgos distintivos de la ELA -la menos habitual de esta familia de enfermedades neuromusculares- son que no hay pérdida de sensación (lo cual tiene sus ventajas y sus desventajas) y que no hay dolor. Por consiguiente, al contrario que en casi cualquier otra enfermedad grave o mortal, aquí uno tiene la posibilidad de contemplar a sus anchas y con unas incomodidades mínimas el catastrófico avance de su propio deterioro.

En la práctica, la ELA constituye una prisión progresiva sin fianza. Primero, uno pierde el uso de un dedo o dos; luego, de una extremidad; luego, y de forma casi inevitable, de las cuatro. Los músculos del torso se adormecen hasta casi el letargo, un problema práctico desde el punto de vista digestivo, pero que, además, pone en peligro la vida, porque la respiración se vuelve al principio difícil y luego imposible sin la ayuda externa de un aparato con un tubo y una bomba. En las modalidades más extremas de la enfermedad, relacionadas con la disfunción de las neuronas motoras superiores (el resto del cuerpo funciona gracias a las llamadas neuronas motoras inferiores), tragar, hablar e incluso controlar la mandíbula y la cabeza se convierten en cosas imposibles. Yo no sufro (todavía) este aspecto de la enfermedad; si no, no podría dictar este texto.

De acuerdo con mi fase de deterioro actual, soy un tetrapléjico. Con un esfuerzo extraordinario, puedo mover un poco la mano derecha y cruzar el brazo izquierdo unos 15 centímetros a través del pecho. Mis piernas, aunque se bloquean cuando estoy de pie el tiempo suficiente para que el enfermero me traslade de una silla a otra, no soportan mi peso, y sólo me queda movimiento autónomo en una de ellas. De modo que cuando tengo las piernas y los brazos en una posición concreta, ahí se quedan hasta que alguien me los mueve. Lo mismo me ocurre en el torso, con el resultado de que tengo la molestia constante de un dolor de espalda debido a la inercia y la presión. Como no puedo usar los brazos, no puedo rascarme, colocarme las gafas, quitarme restos de comida de los dientes ni ninguna de todas esas cosas que hacemos -como se darán cuenta si lo piensan un momento- docenas de veces al día. Por decirlo suavemente, dependo por completo de la bondad de los demás.

De día, por lo menos, puedo pedir que me rasquen, me coloquen, me den de beber o simplemente me muevan las extremidades sin razón alguna, porque la quietud forzosa durante horas no sólo es incómoda desde el punto de vista físico, sino prácticamente insoportable desde el punto de vista psicológico. Uno no pierde el deseo de estirarse, agacharse, ponerse de pie, tenderse, correr o incluso hacer ejercicio. Pero, cuando le entran ganas, no puede hacer nada -nada- más que buscar algún mínimo sustitutivo o encontrar una manera de reprimir la idea y el consiguiente recuerdo muscular.

Lo malo es cuando llega la noche. Yo retraso la hora de irme a la cama hasta el último momento compatible con la necesidad de dormir de mi enfermero. Cuando estoy "preparado" para acostarme, me lleva al dormitorio en la misma silla de ruedas en la que he pasado las últimas 18 horas. Con cierta dificultad (a pesar de que he perdido altura, masa y volumen, sigo siendo un peso muerto considerable para quien me tiene que mover, aunque sea un hombre fuerte), me coloca en mi cama. Me sienta en un ángulo de 110º y me sujeta en mi sitio con toallas dobladas y almohadas, con la pierna izquierda vuelta hacia afuera como si hiciera ballet, para compensar su tendencia a hundirse hacia adentro. Este proceso requiere una concentración considerable. Si dejo que se quede un poco descolocada alguna extremidad o no insisto en que me alinee cuidadosamente el estómago con las piernas y la cabeza, luego sufro una agonía infernal durante la noche.

Después me tapa y me coloca las manos por fuera de la manta para darme la ilusión de movilidad, aunque también tapadas, porque tengo una sensación permanente de frío en ellas, como en el resto del cuerpo. Me rasca por última vez en alguno de los varios sitios que me pican de la cabeza a los pies; me ajusta el respirador Bipap a la nariz, incómodamente apretado para que no se me caiga por la noche; me quita las gafas... y ahí me quedo: vendado, miope e inmóvil como una momia moderna, solo en mi prisión corporal, acompañado durante el resto de la noche únicamente por mis pensamientos.

Por supuesto, tengo posibilidad de pedir ayuda si la necesito. Como no puedo mover ningún músculo, salvo el cuello y la cabeza, mi forma de hacerlo es a través de un intercomunicador infantil que tengo al lado de la cama, encendido permanentemente para que no tenga más que llamar y vengan a ayudarme. En las primeras fases de mi enfermedad, la tentación de pedir ayuda era casi irresistible: sentía que cada músculo necesitaba moverse, me picaba cada centímetro de piel, mi vejiga encontraba formas misteriosas de volverse a llenar y, por tanto, de tener que vaciarse a mitad de noche y, en general, sentía una necesidad desesperada del consuelo que representaban la luz, la compañía y el simple confort de la relación con otro ser humano. A estas alturas, en cambio, ya he aprendido a privarme de ello la mayoría de las noches, y el consuelo lo busco en mis propios pensamientos.

Esto último, aunque esté mal que lo diga, es una tarea de enormes proporciones. Pregúntense a sí mismos cuántas veces se mueven por la noche. No me refiero a ir de un sitio a otro (por ejemplo, ir al cuarto de baño, aunque eso también): simplemente, cuántas veces mueven una mano, un pie, con cuánta frecuencia se rascan varias partes del cuerpo antes de caer dormidos, de qué forma tan inconsciente cambian de posición ligeramente hasta encontrar la más cómoda. Imaginen por un instante que se ven obligados a yacer absolutamente inmóviles, boca arriba -que no es la mejor postura para dormir, desde luego, pero es la única que puedo tolerar- durante siete horas ininterrumpidas, y que tienen que discurrir formas de hacer que ese calvario sea tolerable, no sólo una noche, sino el resto de su vida.

Mi solución ha sido repasar mi vida, mis ideas, mis fantasías, mis recuerdos, mis recuerdos equivocados y otras cosas semejantes hasta dar con hechos, personas o historias que puedo utilizar para distraer mi mente del cuerpo en el que está encerrada. Estos ejercicios mentales tienen que ser suficientemente interesantes para retener mi atención y ayudarme a superar un picor insufrible en el oído o en los riñones; pero también tienen que ser suficientemente aburridos para servir de preludio y ayuda al sueño. Me ha costado cierto tiempo ver que este proceso era una buena alternativa al insomnio y la incomodidad física, y no es infalible, ni mucho menos. Pero de vez en cuando me asombra, al pensar en ello, con qué facilidad parezco estar soportando, noche tras noche, semana tras semana, mes tras mes, lo que antes era una tortura nocturna casi insoportable. Me despierto exactamente en la misma postura, el mismo estado de ánimo y la misma desesperación suspendida con los que me acosté, lo cual, dadas las circunstancias, puede considerarse un triunfo importante.

El efecto acumulativo de esta existencia de cucaracha resulta insufrible, aunque encuentre la manera de superar una noche concreta. "Cucaracha", desde luego, es una alusión a La metamorfosis de Kafka, en la que el protagonista se despierta una mañana y descubre que se ha convertido en un insecto. El tema fundamental de la historia consiste tanto en las reacciones y la incomprensión de su familia como en el relato de sus propias sensaciones, y es difícil resistirse a la idea de que hasta el amigo o el familiar más generoso y cariñoso es incapaz de comprender la sensación de aislamiento y encierro que impone esta enfermedad a sus víctimas. La impotencia es humillante incluso en una crisis pasajera; imagínense o recuerden alguna ocasión en la que se han caído o han necesitado ayuda física de desconocidos. Ahora piensen en la reacción de la mente al saber que la impotencia especialmente humillante de la ELA es una condena perpetua (en relación con estas situaciones, hablamos alegremente de condenas a muerte, pero la verdad es que la muerte sería un alivio).

La mañana trae cierto respiro, aunque el hecho de que la perspectiva de cambiarse a una silla de ruedas para pasar el resto del día le eleve a uno el ánimo dice bastante del solitario viaje de la noche. Tener algo que hacer, en mi caso algo puramente cerebral y verbal, es una distracción saludable, aunque sólo sea en el sentido casi literal de que ofrece una oportunidad de comunicarme con el mundo exterior y expresar en palabras, a menudo airadas, las irritaciones y frustraciones acumuladas que me produce la debilidad física.

La mejor forma de sobrevivir a la noche sería tratarla como el día. Si yo pudiera encontrar a alguien que no tuviera nada mejor que hacer que hablar conmigo toda la noche sobre algo lo bastante distraído como para mantenernos despiertos a los dos, lo buscaría. Pero, en esta enfermedad, uno es también consciente, en todo momento, de la necesaria normalidad que tienen las vidas de los demás: su necesidad de ejercicio, entretenimiento y sueño. Así que mis noches, a primera vista, se parecen a las de otras personas. Me preparo para acostarme; me acuesto; me levanto (o, mejor dicho, me levantan). Las horas que transcurren en medio son, como la propia enfermedad, incomunicables.

Supongo que debería estar al menos un poco satisfecho de haber encontrado dentro de mí mismo un mecanismo de supervivencia de ésos sobre los que la mayoría de la gente normal sólo puede leer en historias sobre catástrofes naturales o celdas de aislamiento. Y es verdad que esta enfermedad tiene una dimensión enriquecedora: gracias a mi imposibilidad de tomar notas o prepararlas, mi memoria -que ya era bastante buena- ha mejorado considerablemente, con la ayuda de técnicas adaptadas del "palacio de la memoria" descrito de forma tan intrigante por Jonathan Spence. Pero es bien sabido que las pequeñas satisfacciones que compensan por algo son pasajeras. No tiene nada de bueno estar encerrado en un traje de hierro, frío e implacable. Los placeres de la agilidad mental están sobrevalorados, como es inevitable -me parece ahora-, por quienes no dependen exclusivamente de ellos. Lo mismo se puede decir, en gran parte, de las palabras de ánimo bienintencionadas que sugieren que encontremos compensaciones no físicas cuando lo físico falla. Es inútil. Una pérdida es una pérdida, y no se gana nada llamándola con un nombre más bonito. Mis noches son interesantes; pero podría vivir muy bien sin ellas”.