Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 23 de agosto de 2010

El fin de la noche de Tony Judt


Después de lo escrito por Timothy Garton Ash en The New York Review of Books y Vicente Molina Foix en El País, hay poco que agregar a la muerte del gran historiador británico, Tony Judt (1948-2010), comentado varias veces en este blog. Habrá que coincidir con el primero en que una de las virtudes de Judt, que más echaremos de menos, es la rara capacidad para mantener la tensión de la polémica bajo las formas serenas y lúcidas del ensayo clásico. Habrá también que coincidir con el segundo en que esa contención fue aprendida por Judt en sus lecturas de los grandes maestros de la historiografía británica, de Gibbon a Hobsbawm, pasando por Macaulay, Carlyle y Trevelyan.
Judt puso a prueba esa noción imperturbable del estilo cuando debió escribir, ya no sobre la Europa de la segunda postguerra, la idea de la justicia, los intelectuales franceses o la identidad judía, sino sobre su propio cuerpo, apagándose lentamente por una esclerosis lateral amiotrófica. Reproduzco a continuación varios pasajes de su texto “Noche”, en el que narra, como el gran prosista histórico que fue, la historia de la noche de su cuerpo. Judt parece invitarnos, al final de este texto endemoniadamente sereno, a pensar su muerte como el fin de esa noche.


“Padezco un trastorno neuromotor, en mi caso una variante de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA): la enfermedad de Lou Gehrig. Los trastornos neuromotores no son raros, ni mucho menos: es un término que engloba la enfermedad de Parkinson, la esclerosis múltiple y una variedad de enfermedades de menor gravedad. Los rasgos distintivos de la ELA -la menos habitual de esta familia de enfermedades neuromusculares- son que no hay pérdida de sensación (lo cual tiene sus ventajas y sus desventajas) y que no hay dolor. Por consiguiente, al contrario que en casi cualquier otra enfermedad grave o mortal, aquí uno tiene la posibilidad de contemplar a sus anchas y con unas incomodidades mínimas el catastrófico avance de su propio deterioro.

En la práctica, la ELA constituye una prisión progresiva sin fianza. Primero, uno pierde el uso de un dedo o dos; luego, de una extremidad; luego, y de forma casi inevitable, de las cuatro. Los músculos del torso se adormecen hasta casi el letargo, un problema práctico desde el punto de vista digestivo, pero que, además, pone en peligro la vida, porque la respiración se vuelve al principio difícil y luego imposible sin la ayuda externa de un aparato con un tubo y una bomba. En las modalidades más extremas de la enfermedad, relacionadas con la disfunción de las neuronas motoras superiores (el resto del cuerpo funciona gracias a las llamadas neuronas motoras inferiores), tragar, hablar e incluso controlar la mandíbula y la cabeza se convierten en cosas imposibles. Yo no sufro (todavía) este aspecto de la enfermedad; si no, no podría dictar este texto.

De acuerdo con mi fase de deterioro actual, soy un tetrapléjico. Con un esfuerzo extraordinario, puedo mover un poco la mano derecha y cruzar el brazo izquierdo unos 15 centímetros a través del pecho. Mis piernas, aunque se bloquean cuando estoy de pie el tiempo suficiente para que el enfermero me traslade de una silla a otra, no soportan mi peso, y sólo me queda movimiento autónomo en una de ellas. De modo que cuando tengo las piernas y los brazos en una posición concreta, ahí se quedan hasta que alguien me los mueve. Lo mismo me ocurre en el torso, con el resultado de que tengo la molestia constante de un dolor de espalda debido a la inercia y la presión. Como no puedo usar los brazos, no puedo rascarme, colocarme las gafas, quitarme restos de comida de los dientes ni ninguna de todas esas cosas que hacemos -como se darán cuenta si lo piensan un momento- docenas de veces al día. Por decirlo suavemente, dependo por completo de la bondad de los demás.

De día, por lo menos, puedo pedir que me rasquen, me coloquen, me den de beber o simplemente me muevan las extremidades sin razón alguna, porque la quietud forzosa durante horas no sólo es incómoda desde el punto de vista físico, sino prácticamente insoportable desde el punto de vista psicológico. Uno no pierde el deseo de estirarse, agacharse, ponerse de pie, tenderse, correr o incluso hacer ejercicio. Pero, cuando le entran ganas, no puede hacer nada -nada- más que buscar algún mínimo sustitutivo o encontrar una manera de reprimir la idea y el consiguiente recuerdo muscular.

Lo malo es cuando llega la noche. Yo retraso la hora de irme a la cama hasta el último momento compatible con la necesidad de dormir de mi enfermero. Cuando estoy "preparado" para acostarme, me lleva al dormitorio en la misma silla de ruedas en la que he pasado las últimas 18 horas. Con cierta dificultad (a pesar de que he perdido altura, masa y volumen, sigo siendo un peso muerto considerable para quien me tiene que mover, aunque sea un hombre fuerte), me coloca en mi cama. Me sienta en un ángulo de 110º y me sujeta en mi sitio con toallas dobladas y almohadas, con la pierna izquierda vuelta hacia afuera como si hiciera ballet, para compensar su tendencia a hundirse hacia adentro. Este proceso requiere una concentración considerable. Si dejo que se quede un poco descolocada alguna extremidad o no insisto en que me alinee cuidadosamente el estómago con las piernas y la cabeza, luego sufro una agonía infernal durante la noche.

Después me tapa y me coloca las manos por fuera de la manta para darme la ilusión de movilidad, aunque también tapadas, porque tengo una sensación permanente de frío en ellas, como en el resto del cuerpo. Me rasca por última vez en alguno de los varios sitios que me pican de la cabeza a los pies; me ajusta el respirador Bipap a la nariz, incómodamente apretado para que no se me caiga por la noche; me quita las gafas... y ahí me quedo: vendado, miope e inmóvil como una momia moderna, solo en mi prisión corporal, acompañado durante el resto de la noche únicamente por mis pensamientos.

Por supuesto, tengo posibilidad de pedir ayuda si la necesito. Como no puedo mover ningún músculo, salvo el cuello y la cabeza, mi forma de hacerlo es a través de un intercomunicador infantil que tengo al lado de la cama, encendido permanentemente para que no tenga más que llamar y vengan a ayudarme. En las primeras fases de mi enfermedad, la tentación de pedir ayuda era casi irresistible: sentía que cada músculo necesitaba moverse, me picaba cada centímetro de piel, mi vejiga encontraba formas misteriosas de volverse a llenar y, por tanto, de tener que vaciarse a mitad de noche y, en general, sentía una necesidad desesperada del consuelo que representaban la luz, la compañía y el simple confort de la relación con otro ser humano. A estas alturas, en cambio, ya he aprendido a privarme de ello la mayoría de las noches, y el consuelo lo busco en mis propios pensamientos.

Esto último, aunque esté mal que lo diga, es una tarea de enormes proporciones. Pregúntense a sí mismos cuántas veces se mueven por la noche. No me refiero a ir de un sitio a otro (por ejemplo, ir al cuarto de baño, aunque eso también): simplemente, cuántas veces mueven una mano, un pie, con cuánta frecuencia se rascan varias partes del cuerpo antes de caer dormidos, de qué forma tan inconsciente cambian de posición ligeramente hasta encontrar la más cómoda. Imaginen por un instante que se ven obligados a yacer absolutamente inmóviles, boca arriba -que no es la mejor postura para dormir, desde luego, pero es la única que puedo tolerar- durante siete horas ininterrumpidas, y que tienen que discurrir formas de hacer que ese calvario sea tolerable, no sólo una noche, sino el resto de su vida.

Mi solución ha sido repasar mi vida, mis ideas, mis fantasías, mis recuerdos, mis recuerdos equivocados y otras cosas semejantes hasta dar con hechos, personas o historias que puedo utilizar para distraer mi mente del cuerpo en el que está encerrada. Estos ejercicios mentales tienen que ser suficientemente interesantes para retener mi atención y ayudarme a superar un picor insufrible en el oído o en los riñones; pero también tienen que ser suficientemente aburridos para servir de preludio y ayuda al sueño. Me ha costado cierto tiempo ver que este proceso era una buena alternativa al insomnio y la incomodidad física, y no es infalible, ni mucho menos. Pero de vez en cuando me asombra, al pensar en ello, con qué facilidad parezco estar soportando, noche tras noche, semana tras semana, mes tras mes, lo que antes era una tortura nocturna casi insoportable. Me despierto exactamente en la misma postura, el mismo estado de ánimo y la misma desesperación suspendida con los que me acosté, lo cual, dadas las circunstancias, puede considerarse un triunfo importante.

El efecto acumulativo de esta existencia de cucaracha resulta insufrible, aunque encuentre la manera de superar una noche concreta. "Cucaracha", desde luego, es una alusión a La metamorfosis de Kafka, en la que el protagonista se despierta una mañana y descubre que se ha convertido en un insecto. El tema fundamental de la historia consiste tanto en las reacciones y la incomprensión de su familia como en el relato de sus propias sensaciones, y es difícil resistirse a la idea de que hasta el amigo o el familiar más generoso y cariñoso es incapaz de comprender la sensación de aislamiento y encierro que impone esta enfermedad a sus víctimas. La impotencia es humillante incluso en una crisis pasajera; imagínense o recuerden alguna ocasión en la que se han caído o han necesitado ayuda física de desconocidos. Ahora piensen en la reacción de la mente al saber que la impotencia especialmente humillante de la ELA es una condena perpetua (en relación con estas situaciones, hablamos alegremente de condenas a muerte, pero la verdad es que la muerte sería un alivio).

La mañana trae cierto respiro, aunque el hecho de que la perspectiva de cambiarse a una silla de ruedas para pasar el resto del día le eleve a uno el ánimo dice bastante del solitario viaje de la noche. Tener algo que hacer, en mi caso algo puramente cerebral y verbal, es una distracción saludable, aunque sólo sea en el sentido casi literal de que ofrece una oportunidad de comunicarme con el mundo exterior y expresar en palabras, a menudo airadas, las irritaciones y frustraciones acumuladas que me produce la debilidad física.

La mejor forma de sobrevivir a la noche sería tratarla como el día. Si yo pudiera encontrar a alguien que no tuviera nada mejor que hacer que hablar conmigo toda la noche sobre algo lo bastante distraído como para mantenernos despiertos a los dos, lo buscaría. Pero, en esta enfermedad, uno es también consciente, en todo momento, de la necesaria normalidad que tienen las vidas de los demás: su necesidad de ejercicio, entretenimiento y sueño. Así que mis noches, a primera vista, se parecen a las de otras personas. Me preparo para acostarme; me acuesto; me levanto (o, mejor dicho, me levantan). Las horas que transcurren en medio son, como la propia enfermedad, incomunicables.

Supongo que debería estar al menos un poco satisfecho de haber encontrado dentro de mí mismo un mecanismo de supervivencia de ésos sobre los que la mayoría de la gente normal sólo puede leer en historias sobre catástrofes naturales o celdas de aislamiento. Y es verdad que esta enfermedad tiene una dimensión enriquecedora: gracias a mi imposibilidad de tomar notas o prepararlas, mi memoria -que ya era bastante buena- ha mejorado considerablemente, con la ayuda de técnicas adaptadas del "palacio de la memoria" descrito de forma tan intrigante por Jonathan Spence. Pero es bien sabido que las pequeñas satisfacciones que compensan por algo son pasajeras. No tiene nada de bueno estar encerrado en un traje de hierro, frío e implacable. Los placeres de la agilidad mental están sobrevalorados, como es inevitable -me parece ahora-, por quienes no dependen exclusivamente de ellos. Lo mismo se puede decir, en gran parte, de las palabras de ánimo bienintencionadas que sugieren que encontremos compensaciones no físicas cuando lo físico falla. Es inútil. Una pérdida es una pérdida, y no se gana nada llamándola con un nombre más bonito. Mis noches son interesantes; pero podría vivir muy bien sin ellas”.

jueves, 19 de agosto de 2010

Michael Walzer y el arte de la separación.

La confusión entre la rica tradición teórica del liberalismo y la realidad capitalista moderna parece ser otra herencia dañina más de la Guerra Fría. Durante aquellas cuatro décadas de tensión entre los dos bloques mundiales se difundió la idea equivocada, aunque comprensible, de que el liberalismo democrático era la ideología del capitalismo, así como el marxismo era la ideología del comunismo.
Si esto era falso entonces, ya que tanto en los países capitalistas como en los comunistas había más de una ideología –toda sociedad diversa es ideológicamente plural y hasta las sociedades comunistas son heterogéneas-, más lo es ahora, cuando luego de dos décadas de multiculturalismo, tanto las sociedades capitalistas como las pocas sociedades comunistas que quedan en el planeta son más diversas que hace treinta o cuarenta años.
Pero la idea de que el liberalismo es la ideología del capitalismo es falsa, además, porque niega, en contra de la obra del propio Marx, las mutaciones experimentadas por el capitalismo y por el liberalismo en los dos últimos siglos. Uno de los autores que más ha insistido en las transformaciones de la filosofía liberal en las dos últimas décadas es el pensador newyorkino Michael Walzer (1935), graduado de Princeton y Harvard, profesor en ambas universidades y editor de dos publicaciones fundamentales de la esfera pública norteamericana: Dissent y The New Republic.
Walzer es conocido, sobre todo, por su Tratado sobre la tolerancia, que se instaló en el debate entre multiculturalismo y republicanismo en los años 90, y por su Guerras justas e injustas, que canalizó una parte importante de la crítica a la guerra de Irak en Estados Unidos. Pero buena parte de la obra teórica de Walzer está dedicada a explorar el diálogo entre liberalismo y marxismo y a documentar las transformaciones teóricas de ambas corrientes en el último medio siglo.
En su extraordinario ensayo, “El liberalismo y el arte de la separación”, incluido en Pensar políticamente (Paidós, 2010), Walzer reprocha a marxistas y a liberales la falta de comprensión histórica de la evolución de ambas teorías en los dos siglos pasados. Los primeros no reconocen el aporte de los segundos a la teoría de la libertad y prefieren cerrar los ojos ante el desplazamiento hacia los conceptos de justicia e igualdad que, a partir de John Rawls, está protagonizando el liberalismo.
Los segundos, dice Walzer, prefieren seguir pensando el marxismo como ideología del comunismo –postulado tan falso como el del liberalismo en tanto ideología del capitalismo- y no admitir el aporte del marxismo, como teoría social, a la propia construcción de políticas públicas de los estados liberales en el último siglo y, como corriente ideológica opositora, a la democratización de la vida política en los países occidentales.
Unos y otros, sostiene Walzer, han contribuido al moderno “arte de la separación”, esto es, a la destrucción del antiguo régimen premoderno, donde los individuos y las comunidades estaban subordinados a cuerpos y estamentos jurídicamente autorreferidos. Pero los liberales, acota Walzer, parecen más dispuestos que los marxistas a reconocer la importancia de esa empresa moderna y el aporte de unos y otros a la misma:

“El arte de la separación no es una empresa ilusoria o fantástica; es una adaptación moral y políticamente necesaria a las complejidades de la vida moderna. La teoría liberal refleja y refuerza un proceso de diferenciación social de largo recorrido. Aquí argumentaré que los teóricos liberales suelen malinterpretar este proceso, pero, al menos, reconocen su significación.

Los autores marxistas tienden a negar la significación del proceso. Desde su punto de vista, se trata de una transformación sin sustancial trascendencia, un suceso o una serie de sucesos que tienen lugar principalmente en el mundo de las apariencias. Las libertades liberales son irreales, todas ellas.

Como la libertad formal del trabajador no es más que una pantalla tras la que se oculta la esclavitud salarial, se entiende entonces que la libertad religiosa, la libertad académica, la libertad de empresa, la autodeterminación y la privacidad son igualmente pantallas tras las que se oculta un sometimiento continuado o reiterado: sus formas tal vez sean nuevas, pero su contenido es viejo.

El problema de este punto de vista es que no enlaza de ningún modo verosímil con la experiencia real de la política contemporánea; tiene cierto carácter de abstracción y obstinación teórica. Nadie que haya vivido en un Estado antiliberal va a aceptar una devaluación así del abanico de libertades liberales disponibles. El logro del liberalismo es real, aunque sea incompleto”.

lunes, 16 de agosto de 2010

Socialismos cubanos



Durante medio siglo, dirigentes cubanos, medios de comunicación, maestros, intelectuales y buena parte de la población insular han hablado del socialismo en singular. Según ese discurso hegemónico, en Cuba ha existido un tipo de socialismo, que además de ser único desde el punto de vista ideológico e institucional, corresponde históricamente a la experiencia moderna de la nación cubana, coronada por la Revolución de 1959 y su liderazgo histórico. En una amplia zona retórica de ese discurso, patria, nación, Revolución, socialismo y Fidel Castro son entidades simbólicas homologables y, por tanto, intercambiables.
Uno de los fenómenos más interesantes de la vida intelectual cubana, dentro y fuera de la isla, en las dos últimas décadas, por lo menos, es la pluralización conceptual que proyectan las miradas sobre el pasado, el presente y el futuro cubanos. Dicha pluralización está relacionada, naturalmente, con la creciente heterogeneidad de la sociedad insular y diaspórica y con el inevitable reflejo de esa heterogeneidad en las ideologías nacionales. Poco a poco, la idea de que Cuba, todo el país, es poseedor de una sola ideología nacional, desde el triunfo de la Revolución, va quedando descontinuada por la certeza de la diversidad doctrinal.
En los últimos años, dos jóvenes intelectuales cubanos, residentes en la isla, Roberto Veiga González y Julio César Guanche, han debatido sobre las diversas ideas socialistas detectables en la esfera pública actual. El primero, editor de la importante revista católica, Espacio laical, defiende un socialismo cercano a la social democracia, aunque algunas de sus ideas son próximas a la democracia cristiana o el social cristianismo, tres corrientes que, sin ser idénticas, comparten distancias similares con el liberalismo clásico. Distancias, por cierto, que el liberalismo de las dos últimas décadas ha acortado lo suficiente como para que Michael Walzer, Tony Judt y otros autores hablen ya de un liberalismo social.
El segundo, marxista crítico, graduado y profesor de la Universidad de la Habana, autor de varios libros de ensayos de historia intelectual y teoría jurídica y política, como La imaginación contra la norma. Ocho enfoques sobre la República de 1902 (2004) y El continente de lo posible. Un examen sobre la condición revolucionaria (2009), reconoce la existencia de, por lo menos, tres socialismos en el debate teórico cubano actual: la socialdemocracia, el socialismo “consejista” y el “republicanismo socialista”. Esta última sería una corriente histórica y teóricamente documentable, en la experiencia moderna cubana, con la que Guanche se identifica.
El debate entre Veiga y Guanche comienza con el ensayo “En torno a la democracia”, publicado por el primero en Espacio laical, en 2008. Hace algunas semanas, Guanche respondió al mismo con el texto “Es rentable ser libres”, también reproducido por Espacio laical en su último número. A esta respuesta de Guanche siguió una última intervención de Veiga, titulada “Hacia una democracia de los consensos”. Reproduzco, con la autorización de ambos, los tres textos que conforman hasta ahora dicho debate, caracterizado por la honestidad intelectual y el respeto a la ideología del otro.



En torno a la democracia en Cuba

Roberto Veiga González

Resulta complejo intentar una reflexión acerca de la democracia en la Cuba actual que sea breve y equilibrada, y pueda contribuir al debate sobre el ascenso político-social ansiado por los cubanos. Sin embargo, asumo el reto pues tengo la convicción de que todos estamos obligados a participar en la búsqueda de una nación cada vez mejor.

El tema de la democracia está muy relacionado con la posibilidad de propiciar esa nación en constante progreso, porque únicamente desde un entramado de reglas que faciliten el mejor aporte de cada cubano será probable el crecimiento permanente de la felicidad en la Isla.

1. Democracia-socialista

Para los cubanos, todos, se inclinen hacia un lado u otro del espectro político, está claro, al menos de manera teórica, que un modelo político es democrático cuando garantiza a cada ciudadano ejercer su cuota de soberanía (atributo jurídico y político, empleado para indicar el sujeto donde radica el primer poder y origen de los demás poderes de cualquier sociedad) y para lograrlo asegura que el poder esté distribuido, o sea, que no esté todo el poder en manos de una persona o de unos pocos.

No obstante, muchas veces el termino democracia es acompañado por un adjetivo que puede ser cristiana, liberal, socialista, etcétera. Esto puede ser válido pues intenta precisar los fines que se desean alcanzar por medio de la participación ciudadana. Sin embargo, en ocasiones dichos calificativos se tornan en instrumentos que, en nombre de esos fines, condicionan y limitan dicha participación democrática.

El sistema político actual en Cuba pretende institucionalizar una democracia con el adjetivo de socialista, con todo lo positivo y negativo que esto conlleva. Negativo, porque actualmente no existe una definición teórica suficiente y el consenso debido acerca de cuál es el socialismo que se desea construir y cuáles las condicionantes socialistas que ello impone al ejercicio de la democracia en la Isla.

El adjetivo socialista puede resultar positivo si se entiende como un proceso de socialización creciente de todo, por ejemplo: de una igualdad (proporcional) mayor, de la participación ciudadana, de diferentes formas de propiedad, de una educación cada vez más profunda y diversa, de un Estado integrador, y siempre encauzada hacia la realización universal de cada cubano. Pero también pudiera resultar negativo si se confunde la socialización con la estatización y se coloca la dirección de todos los asuntos en una élite con pretensiones de vanguardia, que en la práctica puede usurpar la soberanía popular.

Habría que definir por medio de un proceso amplio y profundo de reflexión nacional cuál es el socialismo que se desea edificar y cómo se va a construir. Quizás durante algún período hubo cierta claridad en cuanto a estos aspectos, pero ha pasado mucho tiempo y han cambiado las circunstancias internacionales y locales. Por otro lado, la existencia de nuevas generaciones siempre es fuente de renovación, pues ellas tienen derecho a participar en la refundación de la nación –lo cual debe constituir un quehacer ininterrumpido-.

Por otro lado, el conjunto de principios humanos y nacionales, incluyentes y bien elaborados, que han intentado dar forma al concepto de Revolución durante los siglos XIX y XX cubanos, es mucho más preciso, rico y autóctono que cualquier definición que pretenda concretar un ideal de socialismo para Cuba.

En tal sentido, sería más conveniente redescubrir esos principios, perfilarlos y socializarlos; y no intentar asumir lo ajeno en perjuicio de lo autóctono (pues al fin y al cabo el socialismo no nació de nuestra cultura nacional). Otra cosa sería que mucho de esos principios coincidan con fundamentos del ideal socialista; incluso que, de ser muchas las coincidencias, se decida dar a esos principios el título de socialista; pero siempre desde cimientos propios de nuestra cultura.

Con ello, como es lógico, podrían despejarse los prejuicios que obstaculizan el ejercicio integral de algunas de las igualdades que enumera la Constitución en su capítulo VI, de las libertades que plasma en los artículos 53, 54 y 55, y de los derechos políticos que recoge en su capítulo XIV. Además, se podría conseguir un paradigma metapolítico con arraigo, capaz de generar entusiasmo, consenso, confianza y por ende unas posibilidades mayores de participación democrática –en sentido general-, siendo posible un ejercicio de la ciudadanía mucho más efectivo.


2. Un ejercicio de la ciudadanía

Existe claridad y acuerdo acerca del contenido del desempeño ciudadano. Es aceptado por la inmensa mayoría que dicho cometido implica la garantía jurídica y política necesaria para que cada nacional pueda ejercer su responsabilidad política con el propósito de garantizar un orden social capaz de facilitar, a su vez, el cumplimiento de la responsabilidad general (en cada ámbito de la vida) con el objetivo de propiciar la promoción integral de todos y la convivencia fraterna. También existe acuerdo en relación con los derechos políticos. La mayoría acepta que entre ellos se encuentran los derechos a participar en la formación de la opinión y de la voluntad política, así como monitorear las instituciones públicas y, llegada la ocasión, elegir a las autoridades y en algunos casos aceptar, además, tareas y cargos públicos. Sin embargo, los mecanismos institucionalizados no favorecen un desempeño ideal de estos quehaceres.

El precepto rector de que los candidatos a diputados a la Asamblea Nacional y a delegados a las asambleas provinciales sean propuestos por las organizaciones sociales nos enfrenta ante el tema de la naturaleza de estas asociaciones. Se hace imprescindible responder si dichas agrupaciones son entidades donde se agrupan diferentes sectores sociales para relacionarse con la sociedad y el Estado, o constituyen entidades del poder público para cohesionar a los sectores sociales. Es necesario definir si estas asociaciones se instituyen de abajo hacia arriba o de arriba hacia abajo.

En el primero de los casos, o sea, si las organizaciones se establecen de abajo hacia arriba, entonces deberían ser entidades subordinadas oficialmente a los sectores sociales que agrupan y no a un partido político determinado, aunque mantengan alguna relación con este. Sólo de esta manera las agrupaciones civiles con un carácter más social (de obreros, de campesinos, de estudiantes, entre otras), a las cuales se refiere la Ley electoral, podrían gozar de una auténtica naturaleza institucional, y cuando propongan candidatos a diputados y delegados no sería, al fin y al cabo, el Partido quien lo haga. Existen otras organizaciones civiles, sobre las cuales opino de la misma manera; hablo específicamente de las sociedades profesionales (de médicos, de ingenieros, de juristas…).

Todas las asociaciones civiles, pese a su naturaleza de esencia social, siempre poseen una gran carga política, dado su amplio y profundo quehacer en favor del bienestar general. Sin embargo, cuando dicha carga política posee un carácter fundamentalmente partidista, esas agrupaciones suelen correr el riesgo de quedar casi secuestradas por intereses político-ideológicos y por tanto se puede poner en peligro la representación de las necesidades más inmediatas de la generalidad de los afiliados, del más común de los ciudadanos de su respectivo sector social. Lo anterior, no tengo dudas, puede acentuarse si el mencionado monopolio es ejercido por una sola fuerza partidista, sin posibilidades para el diálogo entre diferentes criterios políticos.

Atenuar eso exigiría intentar la autonomía plena (no sólo formal sino también material) de las organizaciones sociales en relación con los intereses políticos partidistas. Y si en la práctica ello resultara difícil, entonces sería oportuno posibilitar la influencia de toda la gama de criterios políticos que existe en la sociedad. Esto debe facilitar una descentralización del influjo partidista y por ende puede constituir un mal menor.

Esto último introduce el tema del pluralismo, o socialización de criterios y proyectos. Para la generalidad de las personas está claro que con el término pluralismo se intenta definir la posibilidad de que todo ser humano tenga su propio análisis de cada cuestión, así como una propuesta particular. El asunto se torna peliagudo, entre nosotros, cuando el concepto es aplicado a la política y se intenta discernir acerca de cómo concretar el pluralismo político o socialización de lo político –como se prefiera llamar-.

Siempre resultará difícil que la generalidad de una nación pueda llegar a un consenso casi absoluto que trascienda el acuerdo acerca de principios fundamentales, aptos para conformar una aspiración ideal comunitaria, capaz de lograr la unidad en la diversidad, la fraternidad desde la libertad; pero no más que eso.

Aunque la generalidad de una nación haya acordado previamente salvaguardar y promover determinados principios e ideales, cada persona puede ofrecer lo que las demás no son capaces y, a su vez, todas las demás son potencialmente competentes para contribuir con lo que cada persona no es suficiente de lograr. Esta es la base de la diferenciación social que demanda un libre ejercicio de la iniciativa, ya sea económica, social o política, etcétera. Y también es la base de la fraternidad social, o sea, del equilibrio entre todas las iniciativas.

Por tanto, cada persona debe decidir con entera liberad qué puede aportar a los demás, en lo económico, en lo social, en lo político, aún cuando todos puedan compartir idénticos principios. Es más, puede haber diferentes maneras de promover un mismo principio; incluso muchas veces esa diversidad se complementa y facilita una mejor realización de los objetivos comunes. En tal sentido, cada ser humano debe tener la posibilidad de asociarse, también políticamente, con quienes poseen criterios afines, para intentar hacer valer de modo pacífico sus opiniones en el contexto de la sociedad.

A una sociedad que cuenta con una sola agrupación puede resultarle difícil alcanzar la armonía en la diversidad. Atentan contra ello las características de cualquier partido político, imprescindibles para que funcione como tal. Por ejemplo: la relación jerárquica, la existencia de un programa siempre estructurado, la disciplina partidista… Si la persona no se siente verdaderamente identificada con todo esto, desobedece, incumple, simula.

Pero, además, si para intentar la unidad en la diversidad un partido político pretende funcionar de verdad con la iniciativa de todas las personas de buena voluntad, aunque piensen sobre cada aspecto según diferentes convicciones, le será casi imposible consolidar las características esenciales que exige la naturaleza de un partido político. Y por tanto no podrá desempeñarse con la cohesión y eficacia requeridas.

Llegado hasta aquí, deseo opinar acerca de la elección del jefe del Estado y del Gobierno. Debo comenzar por reconocer la posibilidad de aceptar que para ocupar los cargos de diputados a la Asamblea Nacional y delegados a las asambleas locales los titulares puedan ser propuestos por las organizaciones sociales, y no por uno o varios partidos políticos, porque de esa manera la rama legislativa del Estado, órgano supremo de poder, queda integrada por una representación que puede tener una mayor participación popular. Sin embargo, en mi opinión, para ocupar la jefatura del Estado y del Gobierno, la propuesta debe provenir de la sociedad política, pues dicha responsabilidad exige un programa universal bien estructurado, lo cual suele emanar de la naturaleza de los partidos políticos.

Esto, a su vez, me provoca una serie de interrogantes. Por ejemplo: ¿podría permitir el único partido legalmente establecido en Cuba que varios de sus miembros se postulen, con los programas de su preferencia, para ese importante cargo?, ¿es irreconciliable con el socialismo la existencia de varios partidos políticos?, ¿por qué no es la ciudadanía quién de manera directa elige al presidente de la República?


3. Modelo asambleísta

Es cierto que en un modelo de Estado asambleísta, como el establecido en Cuba, suelen ser electas de manera directa únicamente las autoridades legislativas, porque las ejecutivas, donde se encuentra el jefe del Estado y del Gobierno, así como las judiciales, deben ser meros gerentes de la asamblea de diputados, única entidad que ejerce la soberanía del pueblo. Sin embargo, no tiene por qué haber inconvenientes en que el jefe del Estado y del Gobierno, quien concentra la máxima representación política y social, y también posee casi siempre facultades legislativas, sea electo de forma directa por la ciudadanía. El equilibrio debido entre la Asamblea, único órgano de poder en estos modelos, y el presidente de la República, se garantiza por medio de las facultades que se le asignan a cada una de estas entidades.

Este modelo de Estado rige con éxito, por ejemplo, en Suiza. Dicho modelo sostiene, igual a otras teorías sobre el Estado, que la soberanía (primer poder y origen de los demás poderes) radica en la nación y el Estado únicamente la ejerce bajo el gobierno del pueblo. No obstante, sus defensores afirman que el ejercicio de la soberanía por parte del Estado no debe estar dividido en ramas (legislativa, ejecutiva y judicial), como propone la mayoría de los clásicos en la materia, con la intención de procurar distribuir el poder e intentar que las distintas ramas se complementen y controlen mutuamente.

Quienes opinan de esta manera favorecen el principio de unidad de poder. Ellos alegan que muchas veces la mencionada división en ramas puede no garantizar el deseado complemento y control mutuo, y sí facilita a las diversas fuerzas políticas apoderarse de los distintos poderes del Estado, los cuales, sentencian, suelen ser empleados por la pluralidad política con el fin malsano de obstruirse recíprocamente, en detrimento del cumplimiento de las responsabilidades públicas.

Para evitar ese peligro, los mentores del modelo asambleísta proponen la existencia de un sólo poder, el legislativo. Las otras dos ramas del Estado, encargadas de las funciones ejecutivas y judiciales, han de ser únicamente gerencias del poder legislativo, convertido en asamblea de representantes de los ciudadanos, la cual ejercerá dicha soberanía en obediencia absoluta a la constitución y en interacción continua con el pueblo.

Ninguna competitividad política, afirman, debe obstaculizar las funciones del Estado. La competencia debe darse en las calles, en los medios de comunicación y expresarse a través del diálogo entre los diputados que integran la mencionada asamblea, único sitio para legislar y decidir acerca de las funciones estatales y gubernativas.

Los diputados, precisan, sí pueden representar diferentes proyectos políticos y deben ser electos de forma libre, secreta y directa. El complemento y control mutuo, sentencian, debe ser entre las fuerzas políticas (no entre poderes del Estado), en medio del quehacer parlamentario y a partir de la capacidad para movilizar la fuerza de la opinión. Esto último, por cierto, demanda la necesaria libertad de prensa.

Dicha unidad de poder, o sea, la pertenencia del ejecutivo y el aparato judicial a la entidad legislativa, no debe implicar que esta última los pueda manejar a su antojo. En estos casos, han de existir normas y mecanismos con la capacidad de acción suficiente para que las entidades ejecutiva y judicial deban obedecer al legislativo, pero a su vez puedan ejercer sus funciones sin interferencias indebidas de éste.

Por ejemplo, una de las herramientas que puede resultar en beneficio de la entidad ejecutiva es la consolidación de su unidad. Sus entidades en las instancias provinciales y municipales, en un Estado unitario –como el nuestro-, no deben ejercer poder, pues el ejercicio de la soberanía no está compartido entre el poder central y los poderes locales. En estos casos, dichas instancias, aunque teniendo en cuenta los intereses locales y bajo la influencia de estos, han de ser sólo corporaciones para promover el programa del gobierno y para auxiliar a éste en la ejecución de sus órdenes. Hay que notar la diferencia entre ejercer el poder y ser agente del poder. En el primer caso reside la autoridad gubernativa, con toda la energía y garantía que requiere, y en el segundo reside únicamente la obligación de facilitarle su ejercicio. Por esta razón, sería bueno asegurar que la jefatura de la entidad del ejecutivo que vela por la administración en los territorios provinciales y municipales esté bien cohesionada con el Consejo de ministros y responda al jefe del gobierno nacional.

Otra herramienta importante puede ser la consolidación de la obediencia de los jueces a la ley. Existe consenso acerca de que los jueces, en sus funciones, para garantizar el desempeño equilibrado de la justicia sólo deben obedecer a las leyes. En tal sentido, habría que perfilar poco a poco los modos para que los jueces puedan sentirse independientes, no sometidos a ninguna otra autoridad ni a intereses parciales, en el momento de impartir justicia. Esto, como es lógico, debe ser asegurado a través de normas y mecanismos. Entre estos se pueden encontrar: la inamovilidad de los jueces, a no ser por causas muy extraordinarias y justificadas, para garantizar que no puedan ser sustituidos arbitrariamente; así como la designación de los jueces con una participación amplia de entidades y autoridades, con el propósito de que ninguna (autoridad o entidad) concentre la posibilidad de hacerlo y por tanto de influir injustamente sobre ellos.

4. Carta Magna

Todo esto demanda retomar el proceso de reformas constitucionales que se inició en 1992 y que pudo ser el comienzo de un camino de mejoramiento constitucional, capaz de colocar el texto a la altura de la más acabada elaboración doctrinal, sin que ello implicase aceptar un liberalismo egoísta y materialista, donde ejerzan realmente la soberanía ciudadana los que controlan el poder financiero. Algunos de estos signos fueron, la modificación del primer artículo; el reconocimiento formal, en el artículo 8, de la libertad religiosa; la decisión del Estado, que refrenda el artículo 14, de poseer la propiedad sólo de los medios fundamentales de producción y no de todos como planteaba anteriormente; el reconocimiento que otorga, a través del artículo 23, al derecho de propiedad de las empresas mixtas y de las sociedades y asociaciones económicas que se constituyan, sin hacer referencia alguna que excluya a los cubanos de ésta oportunidad; y la posibilidad que ofrece en el artículo 70, cuando impone que los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular tienen que ser elegidos por el voto directo de los ciudadanos.

Continuar dicha gestión exige cuotas altas de osadía política y gradualidad, sabiduría y participación ciudadana, diálogo y consenso, así como fuertes asideros. Estos últimos, siempre necesarios para cualquier camino comunitario de ascenso socio-político, es posible encontrarlos en el rico ideario nacional, nutrido por muchos patriotas durante siglos que, por suerte, en gran medida se condensa en el primer artículo de la actual Constitución de la República de Cuba.

Esto puede constituir una ventaja, pues muchas Leyes Fundamentales procuran definir sintéticamente en su primer artículo el carácter y la esencia de los ideales que intenta materializar a través de su articulado. Razón por la cual todos los preceptos constitucionales han de estar comprometidos con este primer artículo y encaminados a su realización.

En tal sentido, es satisfactorio señalar que el primer artículo de la Constitución cubana es bastante exquisito. Este fue reformado en el año 1992, momento en que asumió el precepto que establecía la Constitución de 1940, con una sola modificación, incorporó después del término “Estado” los de “Socialista de Trabajadores”.

Así fue elaborado por los constituyentes de 1940: “Cuba es un Estado independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana”.

El sentido sustancial de cada uno y del conjunto de sus términos esenciales, hacen de este precepto uno de los más ambiciosos de la historia constitucional. Es una obra distinguida de los constituyentes de entonces y no ha dejado de ser una referencia, aún no asumida plenamente por la elaboración ni por la práctica constitucional, legal y política cubana.

5. Conducta política

Claro, dicho desafío reclama, a su vez, una conducta política madura, basada en la voluntad de reconocer la legitimidad de todas las opiniones, así como la reflexión compartida, con el propósito de alcanzar consensos y asumir actitudes que faciliten reconocer al otro como prójimo e interlocutor.

Esto demanda que cada cual, al defender sus criterios, esté consciente de que estos siempre están cargados de subjetividad, y que, por tanto, es preciso tener conciencia de que ningún razonamiento ha de ser forzosamente expresión absoluta de la verdad, pues nadie posee el monopolio del conocimiento y de la información universal, imprescindibles para lograr un juicio universal de las cosas.

Es necesario comprender que el criterio de cada persona sólo puede poseer algunos aspectos, elementos o momentos de la verdad. Y por ende, es imprescindible interiorizar que la búsqueda de la unidad de la verdad es pluralista y por ello nos orienta hacia un diálogo libre, comprensivo e integrador. Esto, por supuesto, demanda aceptar a priori que el prójimo puede tener razón o al menos una buena parte de ella, así como cuestionar los razonamientos estimados como erróneos con el máximo de consideración. Por ello, Santa Teresa de Jesús llegó a sentenciar que la humildad es la verdad.

Pero además, hemos de tomar consciencia de que la verdad, o nuestras opiniones, son capaces de liberar, de redimir, únicamente cuando tienen en cuenta la capacidad del otro.

Al valor y la claridad de decir la verdad es necesario agregar la sensibilidad (característica esencial de lo humano), con el objetivo de que las palabras y los actos sean captados y acogidos debidamente para gestionar siempre el bien por medio del bien. La verdad debe ponerse en función de lo adecuado y por ello es ineludible brindársela a cada cual según su posibilidad de captarla.

6. Final

Se hace imprescindible aspirar a instituir una sociedad cada vez mejor. Y esto es un reto que debemos asumir, porque la actual sociedad cubana carece de toda la claridad necesaria acerca de los fines a alcanzar, padece de un deterioro espiritual y material que puede resquebrajar la nación, y demanda mecanismos democráticos a la altura del momento presente, con el fin de revertir este peligroso estado de cosas.

Por supuesto que también contamos con aspectos positivos, como son la su

ficiente reserva moral y la formación intelectual necesaria para lograr un equilibrio ascendente de los fines, así como de los medios y mecanismos.

Sin embargo, es ineludible reconocer, para hacerlo posible lo más importante siempre será que cada actor social ejerza su responsabilidad comunitaria con la mayor diligencia y sabiduría posibles.

Para ello, como es lógico, también hay que trabajar, sobre todo, por medio de la educación y el despliegue de todas las potencialidades éticas, cívicas y culturales de la nación.

* (Trabajo publicado en la sección Tema Polémico correspondiente al número 3-2008 de la revista Espacio Laical de la Arquidiócesis de La Habana)



Es rentable ser libres. Cuba: el socialismo y la democracia

Julio César Guanche



I.

El discurso de la “transición democrática” como futuro de Cuba se afirma en un secuestro ideológico. El discurso tradicional “democrático”, cuando se dirige hacia Cuba, secuestra al menos tres hechos:

a) habla de la democracia política como si fuese el todo, cuando en realidad refiere solo un contenido de ella,

b) no aborda los problemas contemporáneos de las sociedades capitalistas —que le serían comunes a Cuba— y

c) no parece tener algo que decir sobre los desafíos globales de hoy.

La fortaleza de liberar el futuro, de romper su dependencia de una potencia fatal —dígase, por ejemplo, el colonialismo, el neocolonialismo o el imperialismo— es siempre una posibilidad relativa; depende de “las marcas” del pasado, del orden global de relaciones en que se instale en el presente y del fundamento de su régimen político para construir alternativas hacia sí mismo.

Reconocer como posibles cualquiera de estas variantes: “el futuro de Cuba está en el socialismo revolucionario”, “en el capitalismo ‘nacional’ que pretende reconstruirse en zonas de América Latina”, o “en el stalinismo chino de mercado”, entre otras, supone reconocer la realización en Cuba de la ley primera de la democracia: los cubanos y las cubanas tienen ante sí un futuro abierto para refundar la base de su contrato social, y cuentan con más opciones para él —buenas, regulares y malas— que una masa enorme de ciudadanías cuyos regímenes políticos han hecho imposible la elección de su futuro, cuando este no es la reimpresión de su pasado.


II.

La ética propia de la democracia es la incertidumbre sobre el futuro. En cambio, las certezas al uso son casi siempre una amarga y corrosiva resignación: tener ante sí un curso heteroreglamentado, legislado por “otros”, hacia el porvenir.

El pensamiento sobre la democracia está dominado por una obsesión: “no es libre el que depende de otro para sobrevivir”. En teoría, ha defendido el autogobierno de los hombres (y después, y en ciertos casos, el de las mujeres) como la conquista de la mayoría de edad de los seres humanos; es decir, el alcance de la conciencia de sí, la adquisición del control sobre el curso de la propia vida.

“Toda dependencia es vasallaje”, decía Bentham. La independencia se entiende, en el liberalismo, como el régimen de la libertad: su camino es reconocer la propiedad —privada— y los frutos de ella. Marx, situado ante el mismo problema, retomó el motivo: “Un ser no se considera a sí mismo independiente si no es su propio amo, y es su propio amo cuando debe su existencia a sí mismo”.

¿Para qué sirve la democracia? Para oponerse a los despotismos, monopolios y exclusiones provenientes del poder patriarcal, patrimonial, burocrático y, en general, de ámbitos supraciviles y biológicos. Sirve para reconducir todas las relaciones a la única instancia posible de decisión colectiva: la política. El objetivo de la política no es, entonces, como pensaban los padres benévolos y los dictadores magnánimos, la felicidad de la familia y del pueblo, sino la libertad de los hijos y de los ciudadanos. El objetivo de la democracia es, en tanto, ser el vehículo de la diversidad de la vida personal, social y natural como una elección responsable socialmente, y relevante tanto para la autonomía de una colectividad como para la autonomía de sus ciudadanos.

Pero si esta es su medida, es imprescindible preguntarnos para qué no ha servido, por sí sola, la democracia.


III.

La democracia al uso no ha servido para combatir con éxito el monopolio de poder. No ha podido contrarrestar la patrimonialización del contenido de la democracia. No ha podido encontrar la fuente de los derechos ciudadanos en el vínculo republicano de derechos y deberes con la sociedad y ha cedido ese vínculo al lugar ocupado por el consumidor en el mercado. No ha podido enlazar los derechos individuales con los derechos sociales. No ha conseguido adecuar el ritmo de la producción económica al ritmo de reproducción de la naturaleza. No ha impedido la estructuración de la violencia, el tráfico de drogas, la explotación infantil o la desigualdad Norte-Sur. Ha combatido con férrea tenacidad la universalización del Estado de Derecho y del Estado de Bienestar. Es incapaz de colocar a la biodiversidad en el centro de la economía y a la sociodiversidad en el centro de la política. Está inhabilitada para legitimar formas de vida distintas de las regimentadas por el consumo capitalista. No ha podido evitar la dependencia de millones de seres humanos respecto a un patrón, un padre, un hombre, un marido, un partido, un líder. Ha sido ineficaz para impedir el saqueo y la ocupación de países. No ha servido para constitucionalizar el funcionamiento de la ONU. No ha podido lograr que algún país de América Latina alcance las metas del milenio de la ONU —la única excepción es Cuba—, así como no ha podido conseguir que alguno se haya desarrollado en 500 años. No ha conseguido redistribuir los recursos necesarios para descubrir la vacuna contra el sida, combatir el hambre o el dengue hemorrágico. No ha podido conseguir el desarme nuclear ni impedir la emisión de gases contaminantes a la atmósfera, ni el uso privativo del saber humano y de la biodiversidad, a través del control exclusivo de patentes. No ha impedido el reparto de áreas geoestratégicas en función de las reservas que suponen de agua, petróleo o biodiversidad. Es incapaz de solucionar el desempleo estructural y la explotación del trabajo, así como es incapaz de resolver un rosario de desafíos de muy variada especie.

Para más, el discurso neoliberal vino a solucionar una crisis del capitalismo, pero mostró como causas de ella todos los rasgos que intentaban atribuir un “rostro humano” al capitalismo. Para conseguir “relanzar la economía” siguió la política de tierra (social) arrasada. La democracia no sirvió para impedirlo.

Sin embargo, también es posible afirmar algo peor: la democracia sirve para reproducir tales horrores. Del mismo modo que existe la felicidad en la esclavitud, se destruye democráticamente la posibilidad de vivir en libertad, de decidir en y para lo público. La democracia sirve para todo aquello porque hace parte de un sistema. No puede evitar el monopolio del poder porque ella es el instrumento de su conservación y reproducción. La única forma de considerar a la democracia un instrumento técnico al servicio de la libertad, y no una tecnología de gobierno al servicio de la reproducción del sistema capitalista, es extender radicalmente las consecuencias del expediente del sufragio universal: una ciudadanía universal que puede fundar las bases de su pacto social. La democracia sirve hasta hoy como mecanismo de legitimación de un tipo particular de acumulación: la de capital. Es otro de los particularismos que se presentan como universalismos. Ese particularismo controla, desde el exterior de la colectividad, las bases de su funcionamiento social; subordina la democracia a una ideología estrictamente mercantil y restringe la comprensión sobre los derechos humanos.

Por todo ello, la democracia necesita al socialismo.


IV.

Si Marx encontró insuficientes las libertades “formales” del liberalismo, fue para completarlas, para ir más allá, no “más atrás” de ellas, y para advertir: el completamiento de esas libertades supone instaurar las condiciones reales en las cuales los ciudadanos puedan hacer ejercicio efectivo de tales derechos. Junto a Engels, el joven Marx aseguraba: “No nos encontramos entre esos comunistas que aspiran a destruir la libertad personal, que desean convertir el mundo en un enorme cuartel o en un gigantesco asilo […] nosotros no tenemos ninguna intención de cambiar libertad por igualdad”. Yo, francamente, tampoco.

La democracia socialista, o la democracia radical, a diferencia de la liberal, trata de viceversas: de la reciprocidad entre libertad e igualdad, de la correspondencia entre derechos individuales y derechos sociales, de la co-fundación de la autonomía de una colectividad sobre la autonomía de sus individuos y, al mismo tiempo, cómo esta solo puede fundarse de vuelta sobre la autonomía de la colectividad; trata sobre la autoconstitución, por individuos libres e iguales, de instituciones dependientes de una colectividad concreta.

¿Para qué sirve el socialismo? Para asegurar las condiciones de posibilidad de la democracia. La racionalidad de la acumulación de capital, sectaria por naturaleza, es incompatible con la lógica universalista de la democracia. Políticas de este tipo: seguridad alimentaria, medicina preventiva, cobertura universal de servicios básicos, atribución de una renta básica de ciudadanía, educación popular, condena del proteccionismo selectivo de inversiones, control popular de los recursos naturales y de la actuación de las industrias extractivas; así como las políticas de convertir en materia de derecho vinculante los delitos ambientales y económicos; controlar la producción por parte de los trabajadores y los consumidores; todas ellas son demandas democráticas, tanto como su posibilidad choca con la lógica misma del capitalismo.

En efecto, la expansión de la democracia, como régimen universal, se estrella contra el muro del capitalismo realmente existente. Por su parte, si el socialismo sirve para conquistar la democracia, también ha sido utilizado para impedirla.

V.

El socialismo histórico sirvió, por ejemplo, al desarrollo de los Estados de Bienestar occidentales, cuya entidad sería otra sin la presencia de la competencia representada en el Este, pero aquí interesa solo destacar para qué no sirve el socialismo.

La ideología del “socialismo real” se le imputa a Carlos Marx, pero sus padres fundadores son Lasalle, Bernstein y Stalin, de los cuales se sirvió este último para desmontar la dialéctica filosófica marxista, y sus corolarios políticos, al construir un régimen que practicó un culto fundamentalista a la dominación burocrática, con su correspondiente fetichización del Estado.

Ese socialismo pretendió instaurar la distopía de la planificación total. Con ello abandonó la posibilidad de seguir el curso de la revolución científica y técnica, pues se ataba a la imaginación burocrática, tan soberbia como estéril, y se hacía incapaz entonces de sostener el tránsito hacia sociedades industriales o posindustriales. Visto desde hoy, con las críticas estructurales vertidas contra el industrialismo y el productivismo, esto no pareciera una tragedia si, en el curso por alcanzarla, no hubiese cometido masacres ecológicas, culturales, políticas y humanas.

Ese socialismo tampoco sirvió para conseguir la socialización del poder, el objetivo primero del socialismo marxista, pues expropió la política, los medios de producción, el saber, los monopolizó para el poder burocrático y destruyó así las bases sociales para la existencia autónoma de sus ciudadanos: encontró la rentabilidad política para su régimen en la monopolización del poder y la dependencia del ciudadano.

Después de todo esto, ¿para qué sirve Cuba?


VI.

Cuba posee el privilegio de haber vivido casi todas las variantes políticas del siglo XX: liberalismo oligárquico, dictaduras, reformismo socialdemócrata, esbozo de Estado de Bienestar, nacionalismo revolucionario, comunismo prosoviético, vía independiente no capitalista de desarrollo. La isla es un laboratorio también para corroborar las hipótesis del futuro con la realidad de proyectos materializados en el pasado. En lo que refiere al socialismo, existe en Cuba un acumulado de saberes imposible de glosar aquí. Ante la limitación, debatiré tres posibles “salidas socialistas hacia el futuro de Cuba”, solo porque configuran corrientes en debate, pero cuya selección resulta arbitraria, pues podrían ser otras tantas: prefiero discutir aquí sobre el socialismo consejista, la socialdemocracia y el republicanismo socialista.



VII.

Intelectuales cubanos y extranjeros vienen difundiendo en Cuba, desde hace tiempo, las ideas sobre el poder consejista y la autogestión.1

Esta prédica enfrenta diversos problemas en el contexto cubano. La educación para la autogestión ha provenido, históricamente, de experiencias como las huelgas y el control obrero. Ahora, ni en el marxismo ni en la experiencia revolucionaria cubanos existe tradición consejista, salvo la creación de soviets en centrales azucareros durante 1933, de efímera duración. De ello no puede culparse a la influencia soviética en Cuba: tampoco existía antes de ella.

El tema de la autogestión es parte del continuo sobre la transición poscapitalista. La autogestión no podrá subsistir ni desarrollarse si se entiende solo como experimento económico: si deja intactos el centralismo gubernativo y la planificación burocrática. Si los impacta, alterará las estructuras mentales y materiales por ellos creadas, y ello comporta consecuencias: la primera de ellas, la redistribución de poder.

Sin embargo, este conjunto orbita dentro de un modelo económico que privilegia, con todo, el trabajo pagado y la fábrica como “célula fundamental” de la sociedad. Economistas de izquierdas vienen defendiendo, desde hace ya tiempo, paradigmas económicos alternativos a esa lógica, entre los cuales se encuentra el de la economía “de lo suficiente y lo necesario”, que valoriza, entre otras cosas, el alargamiento de la vida media de las cosas, la riqueza ya producida, el ritmo de reproducción de la naturaleza, el trabajo pagado, pero también el trabajo voluntario y el doméstico, y que expresa una racionalidad económica diferente a la que supone, considerados en abstracto, tanto el régimen del trabajo asalariado como la autogestión, asimilables ambos por filosofías productivistas con las que el medio natural y social del planeta ya no puede siquiera negociar.2

Al mismo tiempo, quizás el control obrero no pueda cubrir colectividades sociales “no obreras” mejor que modelos territoriales de poder comunal. Además, la creciente conciencia de la necesidad de gestar el desarrollo desde lo local, y desde él hacia lo nacional y lo global, coloca en la potenciación de los territorios más que en las industrias mismas, “la célula” del desarrollo humano.

Por otra parte, sus promotores debieran argumentar más de qué forma un paradigma —el “régimen de los productores libres asociados”— desarrollado para la economía del siglo XIX, da cuenta de las necesidades de la economía hipercomplejizada del XXI, en la cual está inserta la isla, como el resto del mundo. Con todo, no existen obstáculos materiales para impedir, aquí y ahora, experiencias de este tipo —al menos en escala experimental, en determinados sectores, como viene ocurriendo en Venezuela. En todo caso, de existir obstáculos no tendrían base en el marxismo ni en la teoría socialista, sino en la vocación de estratificaciones políticas, de no redistribuir poder.


VIII.

La posición socialdemócrata defiende una construcción democrática que promueva lo positivo del socialismo. Sin embargo, algunos de los medios que ofrece para conseguirlo me despiertan dudas sobre su viabilidad. Para explicarlo me valdré de un texto reciente de Roberto Veiga.3

Cuando este autor católico busca una plataforma “con arraigo, capaz de generar entusiasmo, consenso, confianza y por ende unas posibilidades mayores de participación democrática”, encuentra como solución un “paradigma metapolítico”, frase brumosa desprendida del antiguo mito liberal de la neutralidad ideológica de las formas políticas y de la viabilidad del Estado “de todos”.

Ahora, más que una “política despolitizada”, que busque así el —hipotético— equilibrio social, acaso sea más viable politizar, en una perspectiva material, las relaciones económicas, laborales, de vecindad, familiares, de pareja, sobre la base de la única universalidad posible: la política.

Veiga busca construir la asociatividad, y las reglas según las cuales deben funcionar organizaciones sociales, partidos y Estado, sobre bases de mejor representación y mayor democraticidad. Ellas están, no obstante, demasiado cerca del paradigma de la democracia como procedimiento, que entiende la democracia como la existencia de un conjunto de normas reguladoras del buen vivir.

Ese paradigma ilumina una dimensión esencial: sin procedimientos democráticos es imposible la democracia. Los procedimientos viabilizan o impiden la resolución, en la práctica, de los ideales perseguidos. Por ello tienen efectos políticos; son medios que solo pueden generar fines condicionados por esos mismos medios.

No obstante, ese paradigma reduce la democracia a los procedimientos, con lo que da por supuestas —indiscutibles— las condiciones bajo las cuales se fundó la “buena convivencia”. Así, es capaz de paliar la desigualdad, no de alterar sus raíces; puede moderar la exclusión, mas es incapaz de instaurar la base universal de la justicia.

Ello me hace discrepar de otra afirmación de Veiga respecto a que el artículo primero de la Constitución de 1940,4 “no ha dejado de ser una referencia, aún no asumida plenamente por la elaboración ni por la práctica constitucional, legal y política cubana”.

Ciertamente, este empeño puede continuar siendo guía, pero parece desconocer que fue precisamente el socialismo el que abrió a los cubanos la posibilidad de refundar sus orígenes sociales, de avanzar en la cobertura material imprescindible para el ejercicio de la ciudadanía, de resistir la dominación capitalista en general y la dominación imperialista en América Latina en particular, y de habilitar la pregunta sobre la libertad y la justicia a una escala social antes no alcanzada en el país. Por ello mismo, entiendo que sin socialismo será imposible asegurarlo en el futuro.

Por otra parte, existe una tradición histórica de esta corriente en Cuba. La posición socialdemócrata defiende la suya como “tercera vía” cuando es una variante de la realmente existente. Buscar “lo mejor de uno y otro sistema” termina siempre en la aceptación del capitalismo con la receta de algún remedio temporal. Cuba tiene las pruebas en su historia, con la trayectoria frustrada del populismo cubano, en la línea Grau-Prío-Chibás, y con la crisis general del reformismo que desembocó en el golpe de Fulgencio Batista en 1952. El futuro no tiene por qué ser la reedición literal del pasado, pero conlleva la necesidad de comprender los proyectos realmente existentes en el pasado para cotejarlos con su posibilidad en el porvenir.


IX.

La reforma constitucional cubana de 1992 produjo una mudanza de los fundamentos ideológicos del Estado cubano configurado en 1976. Las posibilidades contenidas en ella habilitan un curso de desarrollo socialista basado en el republicanismo para Cuba.

La reforma constitucional pluralizó el régimen de la propiedad, alteró la base social del Estado tanto como su confesionalidad, amplió la definición sobre el carácter ideológico del Partido Comunista de Cuba, eliminó las referencias a la “unidad de poder” y al “centralismo democrático”, como criterios de organización del Estado; exigió elecciones directas para la integración de los organismos representativos, evitó la consagración de los nombres de las organizaciones sociales y de masas, permitiendo la creación de nuevas concertaciones, y abandonó el desempeño, como función exclusiva del Estado, del comercio exterior.

Sin embargo, no existe una reflexión, sistematizada y publicada en el medio intelectual, sobre el estatuto y las consecuencias abiertas por la reforma de 1992; no aparece como tema en el discurso oficial y es muy probable que buena parte de la ciudadanía desconozca las consecuencias que pueden desprenderse de ella.

El principal problema que posee la Constitución de 1976, aún con su reforma de 1992, para reproducir posibilidades socialistas, es la falta de mecanismos de defensa constitucional para proteger tanto el sistema institucional como para la realización más efectiva del vasto catálogo de derechos individuales que establece. Esto es la imposibilidad de asegurar, desde el lugar del ciudadano, el cumplimiento de la ley, más allá de la voluntad del Estado de hacerla cumplir.

Sin embargo, desde la plataforma de 1992 se puede encarar el mayor desafío socialista: completar desde el pueblo el orden constitucional; que el poder popular sea más poder y más popular, habilitando nuevos mecanismos de protección del sistema institucional y de los derechos fundamentales y viabilizando otras formas de control del ejercicio del poder estatal y de ejercicio de autogobierno desde la ciudadanía.

Desde la base de esa reforma, una práctica socialista republicana puede dilucidar cuáles mecanismos jurídicos y políticos serían necesarios para controlar la actividad estatal y proteger derechos fundamentales desde las prerrogativas del ciudadano, cuál ha de ser la articulación entre la política estatal y las políticas ejercidas desde las instituciones que conforman el sistema político en función de socializar poder político hacia la ciudadanía y, cómo la configuración clasista actual de la sociedad cubana posibilita o impide desarrollos democráticos contenidos en ese texto.


X.

No es útil “esencializar” una forma política y mostrarla como la salida socialista. Cualquiera sea, el problema es examinar la naturaleza del poder que instaura: ¿cómo se integra el poder, cuáles intereses sirve, a quiénes sirve? La cuestión es comprometerse con las necesidades concretas del pueblo cubano y con las soluciones más efectivas para ellas, allí donde es la propia ciudadanía quien define sus necesidades y sus soluciones desde la construcción de la autonomía personal y colectiva.

Si bien el socialismo puede existir sin democracia, la democracia no puede existir sin el socialismo. Por ello, el futuro democrático de Cuba ha de ser, si quiere conseguirlo, más socialista. El socialismo sirve a la democracia, si la democracia sirve al socialismo. Esto es si, como mínimo:

1) asegura el carácter público de la política, como cosa efectivamente de todos, sin jerarquías ni posiciones fijadas de antemano; lo que reivindica, primero, la igualdad política y las garantías individuales y, con ellas, la producción y el control de la política como ejercicio universal, inexpropiable por intereses particulares y sometido a leyes, subordinadas estas a la interpelación ciudadana,

2) asegura los presupuestos sociales necesarios para el ejercicio de la soberanía ciudadana, en principio la justicia social y la educación para la libertad,

3) instituye formas directas de ejercicio del poder, que afirmen la soberanía del ciudadano,

4) recupera el perfil de la representación política como un mandato controlado en plenitud, y, entonces, del funcionario como mandatario —el que realiza un mandato: sometido a elecciones, rotación, retribución equitativa, incompatibilidad de funciones, control, revocabilidad, transparencia en la actuación, encargado de administrar decisiones ciudadanas y subordinado de modo vinculante a ellas,

5) socializa los medios de producir la vida,

6) entiende la participación socialista de los trabajadores como su empoderamiento en la definición sobre: la organización del proceso productivo, las condiciones de trabajo, la cualidad del objeto de la producción, la estructura de la redistribución de los ingresos, las reglas del intercambio, etc.,

7) entiende la participación socialista de los consumidores también como control de la producción desde la ciudadanía, en la óptica de la calidad de la vida y de su compatibilidad con el medio social y natural, contraria al “consumismo”,

8) mantiene abierta la pregunta sobre la “mejor” institución posible, en manos de una colectividad capaz de crearla y de re-crearla, y

9) un etcétera tan largo como la imaginación revolucionaria conciba la liberación de las formas de vida personal, social y natural.

El fracaso del socialismo real y del capitalismo redefinen los términos del debate: el socialismo es la democracia. Para ello, los derechos formales son tan básicos como los materiales; los derechos son totales o no son. El socialismo en el siglo XXI, para poder ser la alternativa a la amenaza global que vivimos, ha de ser la afirmación simultánea de ambos. El pan y la libertad, o se salvan juntos, o se condenan los dos.

Al final, ¿para qué sirve Cuba? Si Cuba tiene el futuro abierto como para hacer posible alguna, u otra, de estas alternativas, sirve para mostrar que constituye una alternativa al control de la democracia por el capitalismo y una alternativa a sí misma. Incluso si no sirviera para esto, la mera existencia de tal posibilidad es la fuente de una esperanza: sirve para creer todavía en la posibilidad de liberar el futuro, de liberar la democracia, de mostrar que la libertad es siempre más rentable que la dependencia.


NOTAS

1 Ver Pedro Campos, y otros, «Cuba necesita un socialismo participativo y democrático. Propuestas programáticas», en: http://www.kaosenlared.net/noticia/cuba-necesita-socialismo-participativo-democratico-propuestas-programa, fecha de descarga: 13 de septiembre de 2008.

2 Ver Wim Dierckxsens, La transición hacia el postcapitalismo: el socialismo del siglo XXI, Ruth Casa Editorial, 2007.

3 Ver Roberto Veiga González: «En torno a la democracia en Cuba», Espacio laical, La Habana, no.3, 2008.

4 “Cuba es un Estado independiente y soberano organizado como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana”.



Hacia un democracia de los consensos

Roberto Veiga González

I

Acabo de leer el ensayo de Julio César Guanche titulado Es rentable ser libres. Cuba: el socialismo y la democracia, donde el autor realiza un análisis acerca del futuro de la democracia en nuestro país, a partir de teorías que según él hoy constituyen corrientes políticas en debate. A lo largo del texto el autor enfatiza en tres de estas propuestas, que en su opinión no implican una ruptura total con lo que se pueda haber construido de manera positiva durante este último medio siglo. Denomina a las mismas: socialismo consejista, socialdemocracia y republicanismo socialista.

Aunque no lo afirma, creo encontrar su preferencia personal en el llamado republicanismo socialista y coloca mi posición, de manera muy explícita, en la denominada socialdemocracia. Hace algunas valoraciones sobre criterios –reducidos y parciales- que he dado en algún artículo, en las que reconoce como positivas algunas de mis opiniones y duda acerca de la efectividad de otras. Sin embargo, debo reconocerlo, toda su crítica es muy respetuosa y delicada. Por tanto, con este artículo no pretendo tanto polemizar con Guanche –de quien tengo alta estima como persona, intelectual y cubano-, sino más bien aportar al debate sobre el tema, pues lo considero muy importante en el momento actual que vive Cuba.



II

En el plano personal no tengo nada en contra de la socialdemocracia, corriente política que respeto y a la cual le reconozco un quehacer bastante positivo, sobre todo en el ámbito sociopolítico europeo. Quizás mis criterios en relación con la política, la sociedad, la economía, etcétera, estén tan cercanos a la misma que se me pueda considerar parte de tal postura político-social. Sin embargo, nunca me he detenido a valorarlo. Todo mi análisis sobre el Estado, la sociedad y la democracia se fundamenta en un diálogo intenso entre mis convicciones cristianas y el resto de las corrientes de pensamiento, pero de manera muy especial con la realidad misma y sus demandas. En tal sentido, mis valoraciones pueden tener puntos de contacto con las más disímiles tendencias políticas. Aunque debo reconocer que tiendo a tomar distancia de los fundamentos esenciales del liberalismo y siento simpatía por las posiciones que, defendiendo la individualidad humana, también se preocupan por su dimensión social.



III

Critica Guanche a la generalidad de quienes intentan proyectar la democracia futura, al considerar que estos no suelen tratar los problemas contemporáneos de las sociedades capitalistas, que serían comunes a Cuba si en el país no se afirma un socialismo poscapitalista. Del mismo modo, al referirse a mis criterios personales, asegura que tales visiones sobre el futuro de Cuba “terminarían siendo una aceptación del capitalismo con la receta de algún remedio temporal”.

Si por capitalismo entendemos un sistema que coloca a la persona humana y a todas las instituciones, incluidas el Estado, en función del mercado, o sea, de los empresarios y financistas, entonces yo no soy partidario del capitalismo. Pienso que debe existir la propiedad privada, pero obligada a cumplir una función social. Igualmente que debe existir el mercado libre, pero regulado por la ética erigida en ley, a través de los poderes del Estado. Estimo que deben existir capitalistas, pero que estos no pueden estar por encima del resto de la sociedad ni del Estado.

Temo a las propuestas que procuran resolver las injusticias generadas por el capitalismo invirtiendo las variables, de manera que se coloque a la persona y al mercado en función del Estado, o sea, de los intereses de una casta burocrática. Creo que el gran desafío sería colocar al mercado y al Estado en función de la persona humana. Para ello, no es necesario sustituir automáticamente, con un criterio totalmente opuesto, toda la realidad creada durante siglos por la inteligencia humana, sino introducir en ella elementos de justicia e igualdad.

Estoy convencido que, nos guste o no, tarde o temprano Cuba deberá integrarse plenamente a los mecanismos mundiales, los mismos que dan vida a una arquitectura global de tipo capitalista, pues si no asumimos este desafío podríamos llegar a vivir en la más espantosa miseria. Por tanto, estoy casi seguro de que dichos mecanismos capitalistas, con todas sus fuerzas y de manera despiadada, influirán en el ordenamiento futuro de la sociedad cubana. Por ello, me preocupa que al materializarse esta realidad –lo cual ya ocurre- no existan los canales democráticos suficientes para que el pueblo, o sus más lúcidos miembros, en interacción con el mismo, puedan intentar introducir elementos de justicia e igualdad con el propósito de que el país no quede a merced de unos pocos, ya sean los capitalistas o los miembros de otra categoría social.



IV

Es por ello que, al hablar de democracia, enfatizo en su dimensión política y me ocupo mucho de los procedimientos para que se realice este ansiado ideal. Y lo hago precisamente para analizar las posibilidades de conseguir alterar las raíces de la desigualdad e instaurar la base universal de la justicia, aunque Guanche no lo considere así. No es que desestime la democracia en otros ámbitos, como pueden ser el cultural, educativo, económico, laboral y partidista, entre otros, que son imprescindibles y que en cada caso tendrá características distintas, dada la naturaleza de cada uno de ellos. Repito, destaco el político-procedimental porque considero dicho ámbito esencial, en el que se determina la vida de todo el universo de ámbitos de la sociedad.

Por otro lado, creo que el desempeño político democrático de las personas y de los grupos sociales no se realizará plenamente si el Estado carece de la debida democracia. En tal sentido, los Poderes Públicos han de estar constituidos con visos de cierta metapolítica, aunque al autor le parezca ilógico este criterio. Cuando afirmo lo anterior no estoy haciendo referencia a un Estado apolítico, sino todo lo contrario, lo hago pensando en un marco estatal tan político que no reduzca la posibilidad de participación de ningún actor social, sea cual sea su posición ideológica: el Estado será verdaderamente democrático únicamente cuando dé cabida a todos, pues de lo contrario dónde quedarían la igualdad y la justicia.

Cuando hablo de democracia no me refiero a un mecanismo donde se tenga en cuenta a la mera mayoría. Es decir, no me refiero a que una mayoría logre lícitamente el control de los procesos sociales y los ordene según su visión de las cosas, tratando con bondad a quienes no alcanzaron la hegemonía social y el control del poder, y le garantice incluso ciertas cuotas de libertad. No, eso no realizaría la igualdad y mucho menos la justicia. Rechazo concebir la democracia como un mecanismo para que gobiernen las mayorías desde sus criterios particulares. Pienso en ella como un procedimiento de consenso entre la mayoría y las minorías, para que realmente pueda ser un quehacer más universal, donde todas las opiniones participen desde una igualdad proporcional y los consensos se acerquen a expresar los intereses más generales, lo cual –sin dudas- resulta mucho más justo.



V

El autor, siguiendo la lógica de minimizar la democracia como procedimiento, postula que esta debe ser ideológica para garantizar así una visión justa de las cosas, y asegura que la única cosmovisión certera es la socialista. En este caso, estaríamos asistiendo a la construcción de una nueva relación de dominación de unos sobre otros, pues ese nuevo orden social no resultaría del acuerdo entre todos los cubanos. Jamás una visión ideológica detenta la universalidad absoluta en una sociedad.

Es más, pienso que el autor confunde democracia con justicia y justicia con socialismo. Ciertamente, como él afirma, la democracia por sí misma puede servir para “reproducir horrores”, pues ella no pasa de ser un mecanismo que intenta dar a todos, o a la mayoría, la posibilidad de realizar sus anhelos, los cuales pueden llegar a ser bárbaros. Por ello, se hace imprescindible trabajar para que los pueblos empleen dichos procedimientos en la consecución de acciones virtuosas y esto es imposible sin personas justas. De aquí que sea tan importante la realización formal y material de los derechos que garantizan la promoción espiritual-humana de las personas, entre los cuales se encuentran los derechos a la cultura, a la educación y a la libertad religiosa.

La justicia, según el criterio más aceptado, consiste en dar a cada uno lo suyo. En esto hay consenso. La cuestión se complica cuando es necesario definir qué es lo suyo y cómo se da. Para el pensamiento cristiano lo suyo es el bien común, o sea, un conjunto de condiciones para garantizar que las personas humanas, las familias y la sociedad en su totalidad, se desarrollen plenamente. A su vez, esta realidad se traduce en la garantía verdadera de todo el universo de derechos, tanto individuales como sociales, ya sean familiares, culturales, económicos, laborales, políticos, entre otros. No se trata de darle todo a cada persona, sino de capacitarlo para que él mismo se realice hasta donde pueda a partir de sus potencialidades propias. Pero no se queda ahí, se refiere también al cómo se da, o sea, a la responsabilidad que tenemos todos de ayudar a los demás a conseguir tal capacitación y de apoyar a quienes, por desgracia, no lo logren.

Por ello se habla de la subsidiaridad que le corresponde ejercer al Estado para apoyar a las personas en la garantía y realización de sus derechos, y de asumir el auxilio de quienes no sean capaces. Se habla además de la solidaridad que también le corresponde desempeñar a cada persona y a cada grupo social en la consecución de esta responsabilidad. Y se habla asimismo de una solidaridad elevada, que al cooperar con el otro tenga muy en cuenta sus particularidades y el afecto humano necesario, conocida como fraternidad.

Hago este breve esbozo sobre la justicia según las coordenadas del cristianismo para demostrar que existen diversos criterios en relación con la misma, y que muchos de estos pueden gozar de bastante validez. Por ende, no es posible afirmar que solo los ideales socialistas contienen un criterio justo sobre la justicia. No tengo nada en contra de reconocer la legitimidad de muchos fundamentos socialistas acerca del tema, pero creo imposible pretender que el ideal de justicia de una sociedad sea el criterio particular de una ideología, por muy sabia y positiva que sea. La vida, la verdad, son muy ricas y poseen todo un universo plural. Por eso pienso que el paradigma de justicia que debe construir cada sociedad, para poder hacer un uso adecuado de las oportunidades que ofrece la democracia, ha de ser una media consensuada entre todos los arquetipos que sobre la justicia existen en la misma. De lo contrario, no sería una expresión real de los ideales de toda la comunidad y muchos pudieran no sentirse identificados, comprometidos y por tanto felices -lo cual atentaría contra la igualdad y la justicia misma.

Los miembros de una sociedad forman un cuerpo de personas, donde cada una es única e irrepetible, razón por la cual pueden complementarse mutuamente, pues cada uno posee algo que a los demás le falta. Esto implica que en el desempeño social no se pueda llegar a un criterio auténticamente equilibrado de lo justo sin el concurso de todos, o al menos de todos aquellos que sienten la necesidad de aportar al mismo. Cuando ello ocurre sin esta amplia participación tal construcción puede ser parcial y hasta padecer de errores. Es cierto que esto también puede ocurrir aunque este implicada la generalidad, pues resulta posible que todos lleguemos a estar equivocados; pero siempre sería menor el riesgo y no hay otra manera sociológica de procurar mayor legitimidad.



VI

Guanche tampoco acepta mi criterio acerca de que el artículo primero de la Constitución de 1940, asumido por la actual Ley Fundamental durante la reforma constitucional de 1992, con la inclusión de algunos términos, no ha dejado de ser una referencia, aún no asumida plenamente por la elaboración ni por la práctica constitucional, legal y política cubana. El autor afirma que el socialismo actual abrió a los cubanos la posibilidad de realizar dicho ideal.

Comencemos por presentar los postulados de tal precepto. Dice así: “Cuba es un Estado independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana”.

Es posible asegurar que el socialismo actual ha contribuido en la implementación y realización de estos postulados, pero como lo puede hacer cualquier obra humana: solo parcialmente y con defectos. En tal sentido, tendríamos que preguntarnos si ya hemos alcanzado el desarrollo suficiente de la soberanía ciudadana, de la democracia, de la libertad política, de la justicia social, del bienestar individual y colectivo, de la solidaridad humana. Nuestra actual realidad y todo el consenso nacional que se ha venido gestando en torno a la necesidad de realizar grandes cambios económicos, políticos y sociales en Cuba, de los cuales también habla el autor, indican que aún nos queda mucho por lograr en este sentido.



VII

Por otra parte, hay aspectos en los cuales estoy de acuerdo con el autor. Igualmente me parecen bien muchas de las propuestas que emanan de las otras dos corrientes que refleja en su texto.

En cuanto a los anhelos del socialismo consejista, comparto el criterio de la autogestión en todos los ámbitos y hasta donde sea posible, siempre que no se pretenda incluirla en aquellas entidades sin una naturaleza apropiada para ello; y también apruebo la necesidad de potenciar el desarrollo de lo local, siempre que no sea en detrimento de la existencia de una estrategia nacional empeñada en la posibilidad de una armónica evolución común. Igualmente me uno a muchos de los deseos del llamado republicanismo socialista; por ejemplo, cuando afirma la necesidad de que el pueblo complete el orden constitucional, que el poder sea más poder y más popular, que existan nuevos mecanismos de protección del sistema institucional y de los derechos fundamentales, así como la generalidad de los nueve ideales que enumera en el acápite X, empeñados en promover una efectiva soberanía popular.

Apruebo todo esto porque quiero ser un defensor del ideal de soberanía popular, o de soberanía ciudadana –que es como prefiero llamarlo. La soberanía, como sabemos, debe residir en el pueblo o en la nación, y el Estado sólo ha de ejercerla. No por ello el Estado debe ser un mero títere de las personas y de los grupos sociales; todo lo contrario, creo que los Poderes Públicos han de ofrecer el marco dentro del cual estos deben actuar y por tanto todos le deben obediencia. Sin embargo, dicho marco debe ser constituido con la participación y aprobación de todos, y han de existir mecanismos para que las personas y los grupos sociales puedan convocar a la sociedad toda con el propósito de redefinirlo.

Es posible sostener, desde el criterio de soberanía popular o ciudadana, que a toda persona le corresponde ejercer una cuota –solo una cuota- de soberanía y que por ende las decisiones serán soberanas únicamente cuando sean expresión de la voluntad general, que es mucho más que la simple mayoría. Esto, como es lógico, demanda que aunque la nación haya acordado previamente salvaguardar y promover entre todos determinados principios e ideales, cada persona o grupo de personas procuren hacerlo desde sus propias perspectivas; pero también exige que se gestione el consenso entre todas estas opiniones y propuestas. Ello tiene su fundamento en esa apreciación cristiana que ya señalé anteriormente: cada persona es idónea para ofrecer lo que las demás no son capaces y, a su vez, todas las demás son potencialmente competentes para contribuir con lo que cada persona no es suficiente para lograrlo. Esta es la base de la diferenciación social que demanda un libre ejercicio de la iniciativa, ya sea económica, social o política, etcétera. En tal sentido, pienso que cada ser humano debe tener la posibilidad de asociarse, también políticamente, con quienes poseen criterios afines, para intentar hacer valer sus opiniones en el contexto de la sociedad.

El concepto de soberanía popular demanda, además, perfilar con cuidado la relación entre el ciudadano y el Estado, para que este último sea verdaderamente una autoridad, pero no pueda transgredir sus límites como mero ejecutor de la soberanía. El Estado no puede poseer la soberanía, sólo ha de ejercerla, en nombre y bajo el control de la ciudadanía. Esto reclama, por ejemplo, que el pueblo pueda elegir un programa de gobierno y al mandatario que lo procurará, así como que exista todo un universo de mecanismos para controlar a este y a todas las demás autoridades, ya sea de manera directa o por medio de los representantes del pueblo que integran la rama legislativa del poder.

Con independencia de que existan mecanismos para que los ciudadanos puedan interactuar y controlar de manera directa a las autoridades, es muy importante cincelar con cuidado y sensatez la relación entre el ciudadano y su representante en la rama legislativa del poder, pues en gran medida este último está llamado a hacer escuchar las opiniones de sus electores y a ejercer el control bajo el mandato y vigilancia de estos. Para ello se hace imprescindible facilitar la postulación de candidatos, de manera que dicha potestad no quede reducida a un marco estrecho, garantizar que los electores siempre puedan escoger entre varias posibilidades, así como perfilar los mecanismos para facilitar el control de los electores sobre los elegidos y la interacción continua entre estos. En este sentido, también habría que determinar en qué medida dichos elegidos, o sea, los representantes o diputados, deben estar obligados a transmitir directamente las decisiones de sus electores, en cuál proporción los criterios de la organización que los postuló y en cuál magnitud han de decidir según sus conciencias personales –a esto último también le concedo una importancia muy grande.

Otro aspecto sobre el cual pienso que debe debatirse con intensidad es acerca del debido equilibrio entre las ramas (legislativa, ejecutiva y judicial) del poder. Aunque no me detendré en esto, quiero esbozar por donde ha transcurrido el debate teórico sobre el tema. Algunos afirman la separación absoluta, o casi absoluta, de las tres ramas, pues sostienen el real peligro de concentrar todo el poder en una sola entidad. Otros defienden la unidad de las tres ramas del poder, y para ello argumentan sobre las facilidades que verdaderamente brinda la división de poderes para entorpecerse mutuamente, afectando así la correcta marcha de la nación. Y algunos procuran cierto equilibrio entre ambas posturas. Estos últimos ambicionan que, por un lado, sea obligatoria la colaboración entre todas las ramas del poder y la funcionalidad armónica de estas (como exigen quienes prefieren la unidad de poder), y por otro lado sea posible la mayor garantía de autonomía-responsable para cada una de estas ramas, con el objetivo de evitar intromisiones dañinas y abusos de poder (como anhelan aquellos que promueven la división de poderes). Sobre esto estamos obligados a estudiar y debatir.


VIII

Quiero reiterarle a Julio César Guanche, miembro destacado de un significativo grupo de jóvenes e inquietos intelectuales comprometidos con el presente y el futuro de Cuba, mi respeto y consideración. Aprovecho la oportunidad para brindarle las páginas de esta revista –en nombre de su Consejo Editorial- a nuevas reflexiones suyas sobre el tema, e invitarlo a constituir un equipo de investigación y debate que integrarían cubanos de las más diversas opiniones e interesados en estudiar la organización y el funcionamiento del Estado, la sociedad y la democracia.

martes, 10 de agosto de 2010

Juan Marichal In Memoriam



Ha muerto en Cuernavaca el historiador y crítico literario Juan Marichal (Canarias, 1922- México, 2010). La parte más conocida de la obra de Marichal es la que tiene que ver con los estudios literarios, que desarrolló en Harvard, donde fue Director del Departamento de Lenguas Romances, y otras universidades americanas, luego de su exilio. La contribución de Marichal a la historia de las ideas hispánicas, sin embargo, me parece tan valiosa como sus estudios literarios.
Una contribución, por cierto, que desde muy temprano, antes de que se difundiera el término en la historiografía contemporánea, dio con el estatuto de la “historia intelectual y política”. Una fórmula que aparece como subtítulo de varios de sus libros, no sólo del más conocido, El secreto de España. Ensayos de historia intelectual y política (1996), que rescató Taurus a mediados de la década pasada.
Moviéndose con lucidez y estilo entre la historia intelectual y la historia política, Marichal dejó algunos ensayos de consulta obligada que, significativamente, abarcan temas de los dos últimos siglos hispánicos. Por mencionar sólo dos, recuerdo su estudio sobre el origen del concepto “liberalismo” en el proceso parlamentario que desembocó en la Constitución de Cádiz de 1812 y los análisis de la obra de Manuel Azaña que acompañaron a su edición de las obras de este último.
En memoria de Marichal reproduzco esta foto, regalo del profesor Roberto Véguez, cubano, santiaguero por más señas, profesor de Middlebury College, en la que aparecen Juan Marichal y su hermano Carlos, pintor exiliado en Puerto Rico y tío del brillante historiador del mismo nombre, profesor de El Colegio de México, junto a Pedro Salinas, suegro de Juan, un hermano de Federico García Lorca, el importante pensador y ensayista cubano Jorge Mañach, el poeta Eugenio Florit y otros intelectuales reunidos en un curso de verano en Vermont.