Libros del crepúsculo
martes, 13 de julio de 2010
El fideísmo comunista
Finalmente han aparecido, reunidas en volumen compilado por Analía Hounie, las ponencias que, en la primavera del 2009, presentaron en el Birkbeck Institute de Londres los más importantes filósofos neomarxistas de las dos últimas décadas: Alain Badiou, Jacques Rancière, Slavoj Zizek, Antonio Negri, Michael Hardt, Terry Eagleton, Susan Buck-Morss, Gianni Vattimo, Wang Hui y otros.
La diversidad ideológica es un elemento tan característico de nuestra época que hasta en una comunidad intelectual como la neomarxista, que habla la misma lengua, se manifiesta. No es fácil encontrar una plataforma común, ni teórica ni política, en los autores de Sobre la idea del comunismo (Paidós, 2010). Pero sí podemos percibir una serie de premisas compartidas que, sintomáticamente, no son pensadas como tales.
Con mayor o menor énfasis todos estos neomarxistas entienden el comunismo como idea y no como experiencia política concreta, asociada a los totalitarismos de izquierda del siglo XX. La idea comunista, creada por Marx, tiene para ellos cada vez menos que ver con cualquier modalidad histórica del socialismo real. En cuanto a la propia posibilidad de realización de esa idea, las divergencias entre ellos son irreductibles.
Todos, como los primeros marxistas y a diferencia de los líderes del comunismo real (Lenin, Stalin, Mao, Castro…), comparten la crítica paralela del Mercado y el Estado. Ambas entidades, dicen, no están contrapuestas, como suponía el viejo liberalismo, sino que son complementarias. Pero dichas entidades constituyen las instituciones y los valores, las prácticas y los discursos de los sujetos del siglo XXI.
Badiou lo dice sin vacilación: no existe nada, ni siquiera la propia idea comunista, fuera del capitalismo y del Estado. Sin embargo esa idea remite a la necesidad de encontrar un más allá del capitalismo y del Estado, tal y como los primeros cristianos se empeñaban en encontrar un más allá de la tierra y los hombres. La teoría neomarxista resume todas las ambivalencias metafísicas del período postcomunista.
El callejón sin salida planteado por Badiou no implica la renuncia a políticas emancipatorias, opuestas a las injusticias del mundo, pero los límites de esas políticas tampoco rebasan las diversas modalidades de democracias representativas y participativas que acompañan al capitalismo global. Algunos, como Zizek, intentan resolver la paradoja neomarxista por medio de una retórica fideísta: la posibilidad de la idea comunista, dice, reside en su imposibilidad.
La estructura del planteamiento es similar al credo quia absurdum (“creo porque es absurdo”) de Tertuliano. Otros, más racionalistas, preferirán la vieja solución del historicismo: el hecho de que la idea del comunismo haya surgido en los albores del capitalismo global indica que existe una necesidad humana –una “subjetividad latente” dicen- de construir un mundo fuera del capitalismo y del Estado.
Bien pensada, esta salida historicista tampoco se aparta totalmente del fideísmo de los primeros cristianos. Marx y su idea comunista terminan siendo entendidos en clave de “revelación”, como anunciantes de la buena nueva. El sentido crítico que sobra a estos filósofos neomarxistas, sobre todo en materia cultural, con frecuencia deja intacta la religiosidad que subyace a la empresa ideológica que, sin muchas ganas, tratan de impulsar.
jueves, 1 de julio de 2010
Utilidad de la historia principesca
El escocés David Hume (1711-1776) no ha sido el único caso en que filósofo e historiador se funden en una misma autoría, pero sí uno de los que con mayor claridad demostró la utilidad del pasado como fuente teórica. Como es sabido, Hume comenzó a tomar notas para su monumental Historia de Gran Bretaña mientras escribía los Ensayos de moral y política (1744). La correspondencia entre esta obra de filosofía aplicada –por decirlo así- con su trabajo historiográfico posterior es tan evidente como que la que existe entre este último y sus grandes investigaciones antropológicas y epistemológicas: el Tratado de la naturaleza humana y la Investigación sobre el entendimiento humano.
Sería fácilmente demostrable que Hume llegó a algunas conclusiones de su filosofía moral y política mientras repasaba las dinastías de York y Lancaster, Tudor y Estuardos, o los reinados de Enrique VIII e Isabel I. Ese conocimiento principesco de familias reales y tronos regionales, de guerras, matrimonios y sucesiones dinásticas es uno de los grandes archivos de sus ideas sobre el gobierno representativo o el papel de las facciones parlamentarias en las monarquías y de su crítica a la tradición contractualista de Hobbes y Locke y a la doctrina de los derechos naturales.
La historia principesca (Suetonio, Maquiavelo, Ranke…) fue, desde la antigüedad, la principal modalidad de la historia política. Con el surgimiento del género biográfico moderno en el siglo XIX, que arranca con Carlyle y Emerson, aquella manera de pensar y escribir la historia, a partir de la persona y el poder de los reyes, los papas o los emperadores, fue incorporada y, a la vez, renovada por una narrativa heroica en la que el protagonista podía ser lo mismo un “príncipe nuevo”, como Napoleón, que un prócer anticolonial como Washington o Bolívar.
Para desazón de tanto pronóstico marxista o estructuralista, la historiografía del siglo XX, en vez de abandonar el género biográfico, lo ha convertido en una de sus prácticas más habituales y fecundas. En México, por ejemplo, a mediados de la pasada centuria, surgió una corriente historiográfica que cuestionaba la “historia de bronce” heredada del siglo XIX. Pero los primeros críticos de esa tradición (Daniel Cosío Villegas o Luis González y González) y algunos discípulos de estos últimos (Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín o Jean Meyer) entendieron que la crítica a la “historia de bronce” no implicaba el abandono sino la renovación del género biográfico.
Esa idea de la utilidad del viejo saber principesco ha pasado intacta, por lo visto, a la última generación intelectual mexicana. La mejor biografía escrita en México en los últimos años –a mi juicio, la de Fray Servando Teresa de Mier de Christopher Domínguez Michael- da cuenta de ello. Los sujetos y los protagonistas de la historia son, desde luego, múltiples y heterogéneos, pero, como bien sabía Hume, sin buenas biografías de personajes centrales no se avanza en la historiografía profesional ni en la intelección filosófica o teórica del pasado.
lunes, 28 de junio de 2010
La poesía del derecho
La espléndida editorial Sexto Piso reunió en un pequeño y sobrio volumen la conferencia magistral, “Literatura y derecho. Ante la ley”, que Claudio Magris (Trieste, 1939) dictó en la Universidad Complutense de Madrid en enero de 2006. Editado parcialmente en los periódicos ABC y Corriere della Sera, el texto apareció íntegramente en 2008, antecedido por un entusiasta prólogo de Fernando Savater.
Magris parte de una observación que muchos, antes que él, han compartido: la literatura casi siempre representa el mundo de las leyes y el derecho como un territorio endemoniadamente racional, contrario a la libertad y la imaginación. Esa representación negativa, que sólo en parte es deudora de las también monstruosas visiones del Estado, la burocracia y las élites jurídicas y políticas, curiosamente da la espalda a una célebre tradición filosófica que intentó, desde la antigüedad, conciliar la belleza con el bien y la justicia.
Lo cautivante del ensayo de Magris no es la idea en sí, señalada por muchos, sino su exposición delicada y, a la vez, precisa. El autor de Danubio, Microcosmos, El anillo de Clarisse y Utopía y desencanto, recorre buena parte de la narrativa clásica y moderna, desde Cervantes hasta Dostoievski y desde Sófocles hasta Kafka, deteniéndose en los momentos en que la estética de un verso o una ficción protesta contra las codificaciones jurídicas del derecho.
Un par de citas de sus admirados italianos, Manzoni y Jacomuzzi, le permiten concluir que desde la antigüedad no pocos poetas y escritores han intentado encontrar belleza en las leyes. “A menudo la razón y la ley tienen más fantasía que el corazón, capaz únicamente de sentir sus inextricables complicaciones e incapaz de imaginar que también existen los demás”. Y agrega: “los antiguos, que habían comprendido casi todo, sabían que puede existir poesía en el acto de legislar; no casualmente muchos mitos expresan que los poetas también fueron los primeros legisladores”.
Magris parte de una observación que muchos, antes que él, han compartido: la literatura casi siempre representa el mundo de las leyes y el derecho como un territorio endemoniadamente racional, contrario a la libertad y la imaginación. Esa representación negativa, que sólo en parte es deudora de las también monstruosas visiones del Estado, la burocracia y las élites jurídicas y políticas, curiosamente da la espalda a una célebre tradición filosófica que intentó, desde la antigüedad, conciliar la belleza con el bien y la justicia.
Lo cautivante del ensayo de Magris no es la idea en sí, señalada por muchos, sino su exposición delicada y, a la vez, precisa. El autor de Danubio, Microcosmos, El anillo de Clarisse y Utopía y desencanto, recorre buena parte de la narrativa clásica y moderna, desde Cervantes hasta Dostoievski y desde Sófocles hasta Kafka, deteniéndose en los momentos en que la estética de un verso o una ficción protesta contra las codificaciones jurídicas del derecho.
Un par de citas de sus admirados italianos, Manzoni y Jacomuzzi, le permiten concluir que desde la antigüedad no pocos poetas y escritores han intentado encontrar belleza en las leyes. “A menudo la razón y la ley tienen más fantasía que el corazón, capaz únicamente de sentir sus inextricables complicaciones e incapaz de imaginar que también existen los demás”. Y agrega: “los antiguos, que habían comprendido casi todo, sabían que puede existir poesía en el acto de legislar; no casualmente muchos mitos expresan que los poetas también fueron los primeros legisladores”.
jueves, 24 de junio de 2010
Barthes y la Babel de las izquierdas
En la primavera de 1974, la plana mayor de la revista Tel Quel (Francois Wahl, Philippe Sollers, Julia Kristeva, Marcelin Pleynet y Roland Barthes) viajó a China en un tour ideológico organizado por la Embajada maoísta en París. Barthes llevó un diario de aquel viaje –Diario de mi viaje a China (Paidós, 2010)- interesante por muchas razones. Una de ellas es la exposición, por medio de la escritura fragmentaria del diario, de la incomodidad del esteta en los menesteres del ideólogo o el político.
Durante todo el viaje, Barthes pide que lo lleven al cine, que lo dejen visitar bares, museos, bibliotecas, lugares de ocio, “fumaderos de opio –si todavía existen-“, pero los cicerones de los franceses en China no lo satisfacen. Sus órdenes son llevarlos a fábricas, escuelas, hospitales y encierros teóricos en hoteles, donde pasan horas escuchando discursos de dirigentes e intelectuales del Partido Comunista Chino. Barthes se conforma con imaginar la erótica oculta, reprimida, de aquellos camaradas.
En uno de los debates con ideólogos maoístas surge el tema de Stalin y las relaciones entre la Unión Soviética y China. Es interesante constatar en esas páginas del diario de Barthes el desencuentro entre la izquierda francesa y la izquierda latinoamericana de entonces, a pesar de la supuesta conexión teórica que había entre ambas. En la América Latina de los años 60 y 70, predominaba la idea de que el maoísmo estaba más cerca del trotskismo que del stalinismo, entre otras cosas, por el distanciamiento entre Moscú y Pekín.
Sin embargo, los teóricos maoístas trasmiten a los filósofos franceses una opinión muy negativa de Trotsky y muy positiva de Stalin. Niegan que Stalin sea la “derecha” y Trotsky la “izquierda” y sostienen las mismas patrañas antitrotskystas de los dirigentes soviéticos: que Trotsky era “antileninista”, que “Lenin lo denunció”, que hizo “atentados contrarrevolucionarios contra líderes soviéticos”, que fue “espía inglés”, “aliado del imperialismo japonés y la Alemania nazi”.
Para asombro y desencanto de aquellos socialistas franceses, los maoístas hablaban maravillas de Stalin. Admitían que en un inicio se había equivocado, intentando transferir al contexto chino el modelo soviético, pero que luego de conocer la genialidad de Mao, comprendió las especificidades del comunismo chino. Stalin, concluían, “seguía siendo el gran marxista-leninista del siglo XX, porque siempre quiso la Revolución. Si hubiese muerto más tarde, habría podido aportar una solución al problema soviético de la lucha de clases”.
lunes, 21 de junio de 2010
Monsiváis y Cuba
Como la mayoría de los intelectuales latinoamericanos de su generación, Carlos Monsiváis se identificó con la Revolución Cubana en la primera mitad de los años 60. Y como la parte más secularizada y moderna de esa misma generación, a partir de 1968 comenzó a tomar distancia de los elementos autoritarios del socialismo cubano, que él asociaba con la homofobia, la censura, el ostracismo de escritores disonantes, la imposición de una ideología oficial, la homogeneización de la sociedad civil, el culto a la personalidad y las impostaciones de la jerga soviética en la burocracia insular.
El distanciamiento de Monsiváis con el socialismo cubano no fue tan temprano ni tan tajante como el de Octavio Paz o Gabriel Zaid, pero a partir de los años 90 llegó a ser muy elocuente. La historia de ese distanciamiento habría que remontarla a sus lecturas de José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, a su impulso a ediciones mexicanas de estos autores en las décadas en que la oficialidad cultural de la isla los marginaba, a su permanente admiración por Guillermo Cabrera Infante y a su amistad con Jesús Díaz, cuya revista Encuentro de la cultura cubana presentó en el Palacio de Bellas Artes, en el otoño del 2000, y defendió de los ataques del gobierno cubano.Fueron muchas las muestras de posicionamiento crítico frente al totalitarismo cubano que dio Monsiváis en los últimos veinte años. Podría recordar las varias cartas contra la represión que firmó, sus debates con embajadores cubanos en la prensa mexicana, su presentación de Cómo llegó la noche de Huber Matos en Casa Lamm -boicoteada por la embajada de la isla-, su oposición al acto de repudio contra Letras Libres en la Feria de Guadalajara del 2002, su rechazo público a los fusilamientos y arrestos de la primavera del 2003 o su conocimiento y admiración de la obra escritores de la isla y la diáspora (Reynaldo González, Abilio Estévez, Eliseo Alberto, Víctor Fowler, José Manuel Prieto, Antonio José Ponte… ) en quienes reconocía la articulación de una voz autónoma.
Dejaré para otro momento el recuerdo de nuestra amistad de quince años, “documentada”, como él decía, por “largas telefonadas sabatinas”. Sólo apuntaría que Monsiváis siguió el tema cubano hasta el final de su vida, con el sentido crítico de siempre. No es cierto, como argumentaron quienes le objetaban esa crítica, que desconociera la evolución de la política cultural de la isla en las dos últimas décadas o que diera la espalda a la producción literaria y artística insular. Como el animal periodístico que era, Monsiváis siguió el debate electrónico sobre el “quinquenio gris” en 2007 y la política sexual de Mariela Castro, las expectativas de la sucesión de Raúl Castro y los posts de Yoani Sánchez. De no haberse enfermado, habría seguido la negociación entre el Partido Comunista y la Iglesia Católica, tema que le obsesionaba por más de una razón.
Entre los muchos textos que dedicó al estancamiento del socialismo cubano, en los últimos veinte años, he escogido uno aparecido en Letras Libres, en 1999, por poseer el tono de una memoria y ser bastante representativo de la visión histórica de Monsiváis sobre la Cuba contemporánea. Habría, sin embargo, que compilar sus textos sobre literatura cubana de la isla y el exilio para acercarnos a la mirada abarcadora y desprejuiciada de este intelectual de la izquierda democrática latinoamericana, que tuvo el valor de enfrentar la razón crítica a un mito tan poderoso como el de la Revolución Cubana.
“Aquí no suceden cosas…”
Carlos Monsiváis
Enero 2. Leo las notas sobre la celebración de los 40 años de la Revolución Cubana y la gloria del comandante Fidel Castro, la figura totémica, el aliado del Papa Juan Pablo II, el dictador más exitoso de la historia latinoamericana, exitoso no por su capacidad de gobierno, ciertamente ruinoso, sino por su habilidad para adueñarse de la representación absoluta de un país, industrializar la demagogia (“Cuba es el territorio libre de América”), ofrecer como logros inmarcesibles los sucesivos fracasos (las cifras de la zafra), y usar como absoluciones de su actitud totalitaria el bloqueo de los gobiernos norteamericanos, criminal sin duda, y la resistencia al saqueo de las transnacionales y la hegemonía yanqui. También se miente gracias a la verdad. Reviso mi experiencia personal. En 1959 yo tenía 21 años de edad, estaba a punto de renunciar a mi no muy afortunada militancia partidaria, y no creía posible el cambio en la América Latina caracterizada por gobiernos ineptos y represivos, por Trujillo, Somoza, Stroessner… y, no tan sangriento, capaz de ajustarse a los cambios sexenales, mantenedor de mínimas libertades el PRI. Pese a mis distancias irrenunciables con el militarismo, mi fastidio ante la prepotencia de los cubanos que llegaban a México como salvadores de la identidad latinoamericana y mi horror ante los fusilamientos de La Habana, la Revolución me pareció una alternativa notable, precisamente por presentar al hecho subversivo como fuente de la modernidad. Me resultaba casi imposible no apoyarla, era la causa de mis amigos, de los intelectuales latinoamericanos y del mundo. Si no con estas palabras, si con este sentido, vi siempre en Fidel al representante terminal de una forma del machismo latinoamericano, y si no me emocionaron jamás sus maratones discursivos, sí le reconocía méritos, y comprendía el júbilo internacional ante sus pronunciamientos y actitudes. En México es multitudinario el recibimiento en 1961 a Osvaldo Dorticós (el presidente de Cuba que nunca presidió), en las manifestaciones Fidel hace las veces de toda la izquierda concebible (“Qué tiene Fidel/que los americanos no pueden con él”), el Che Guevara se vuelve icono, y la euforia minimiza o ignora los signos ominosos, la prohibición de todo aquello (libros, obras de teatro, documentales, textos sueltos, actitudes personales) que afecte el “buen nombre de la Revolución”, la promoción continua de la guerrilla y la consigna arrasadora del Che Guevara (“Crear dos, tres, muchos Vietnams”), y la frase exterminadora del comandante Castro en 1961, en una reunión con intelectuales: “Dentro de la revolución, todo, fuera de la revolución, nada”. Y en rigor sólo una persona en Cuba decide qué es estar dentro y qué es estar fuera. En 1967 voy por vez primera a La Habana, como jurado del Premio Casa de las Américas. Allí me entero de la existencia de la umap (Unidad Militar de Ayuda a la Producción), de hecho campos concentracionarios para los “antisociales”, los disidentes morales y religiosos, homosexuales, seres de conducta “anárquica”. Testigos de Jehová. En el Habana Libre hablo con delegados de México y de otros países latinoamericanos. No registran mi zozobra, a quién le importan los “siquitrillados del alma”, los traidores a Cuba o a su sexo. Para la izquierda de la época, la Revolución es el dios inmarcesible, y las críticas sólo “calumnias de la reacción”. Cuentan a favor de la “intangibilidad” del régimen los avances en materia de alfabetización y salud, el gesto altivo ante el imperio, el ánimo seducido por el militarismo articulado y convincente. En enero de 1968 regreso a La Habana, al Primer Congreso Mundial de Intelectuales, con asistencia cuantiosa y muy representativa. En su discurso ante el Congreso, Castro elogia sin tregua a los intelectuales, critica la blandenguería de los partidos comunistas latinoamericanos y mantiene distancias frente al poder soviético. Luego, en agosto de 1968, termina una etapa de la Revolución Cubana. Castro está inequívocamente a favor de la invasión soviética a Checoslovaquia, y es el más ortodoxo de los ortodoxos. La vida intelectual cubana se precipita en la “guerra fría”, y crecen la censura y la desinformación. A Cuba ya sólo van los intelectuales “probados”, y continúa la persecución a cualquier disidencia intelectual y moral. En 1970, Verde Olivo, revista de sectarismo “delicioso”, difama al cuentista, dramaturgo y poeta Virgilio Piñera (por razones de conducta sexual), y al poeta Heberto Padilla, disidente a voz en cuello. Un grupo de intelectuales defiende a Padilla, en una primera carta que firman entre otros Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. En 1971, Padilla es detenido 30 días, al cabo de los cuales produce una “autocrítica” ignominiosa, donde celebra el humanismo de la policía secreta y acusa a otros disidentes. Me decido por fin a extraer conclusiones de mi información, y añado mi firma al documento de protesta de 61 intelectuales europeos y latinoamericanos donde “con vergüenza y dolor” subrayamos los rasgos estalinistas del juicio contra Padilla. A la carta se responde en toda América Latina con gran violencia verbal, y Cortázar publica en Casa un poema de denuncia: “Policrítica a la hora de los chacales”. En los años siguientes, la izquierda partidista descalifica la crítica a la situación de los derechos humanos y civiles en Cuba, y las reduce a “campañas del imperialismo”. El régimen envía tropas a Etiopía y Angola, y se extrema la represión hipócrita. Todavía en los setenta, influido muy probablemente por el chantaje de la buena conciencia (criticar al castrismo es darle armas al enemigo), intento ver el lado positivo del régimen, en educación y salud. Luego me convenzo, nada justifica una dictadura. Desde los años ochenta, la Revolución Cubana no provoca nuevos júbilos o adhesiones, pero el sistema de relaciones públicas es todavía eficaz. Ya pocos se eximen de críticas a la dictadura, pero cuando quienes las formulan olvidan la intervención norteamericana, su argumentación no pierde validez pero se vuelve interesada y parcial. Languidece la defensa a ultranza del castrismo y la “Última Carga” de la izquierda latinoamericana “comprometida” se da contra la exigencia de referéndum en Cuba, promovida por 100 artistas e intelectuales cubanos en el exilio. Este impulso de “la pureza” carece de la persuasión de otros años, y aparecen el Mariel, el drama de los balseros, la tragedia de la escasez. Ya se puede (y se debe) sin los problemas de antes ser de izquierda y muy crítico de la Revolución Cubana. El comandante Castro declama su férrea oposición a cualquier cambio en Cuba y emite su “Socialismo o Muerte”. El 13 de marzo de 1989, las autoridades exhortan a los Comités de Defensa de la Revolución, “a vigilar cuadra por cuadra a los opositores internos, a fin de recuperar el ánimo combativo que caracterizó en sus primeros años a los cdr”. Y lo que sigue es el fusilamiento del general Ochoa, la caída de la urss, el derrumbe de la economía, el “periodo especial”, las bravatas y, hay que admitirlo, las giras victoriosas de Fidel Castro. Hoy, según creo, la Revolución Cubana es otra más de las grandes esperanzas ahogadas por la mentalidad totalitaria, la hazaña burocratizada y represiva, el intento socialista que va a morir a las playas del mercado libre. Su derrota no significa el aniquilamiento de los ideales de justicia social, pero sí el fin de cualquier ilusión en el poder liberador de un solo hombre. Si las soluciones posibles sólo le corresponden a los cubanos, las alternativas aún son débiles. Castro aún mantiene el control militar y la adhesión forzosa que, según sus partidarios, es en gran medida voluntaria. (¿Y qué es lo “voluntario” en una dictadura?) La sociedad se ha resquebrajado, se padece la más drástica economía de sobrevivencia (dolarizada), la prostitución masificada es otro de los nombres de la desesperación, la educación y la política de salud se desmoronan. Lo que persiste es un pueblo extraordinario que sobrevivirá al castrismo y al caos que lo suceda”.
domingo, 20 de junio de 2010
México sin Monsiváis
Ha muerto Carlos Monsiváis (1938-2010) en su DF. Sin él la ciudad no será la misma –será más aburrida, menos inteligible. Cuando la muerte del cronista de una ciudad se vuelve noticia urbana, la ciudad deja de ser un ente legible y narrable. A partir de entonces comienza la sobrevida de la ciudad sin su cronista, un limbo en que se acentúa la desorientación de los ciudadanos y de los lectores.
Algo de esa desorientación había anunciado Monsiváis en Los rituales del caos (1995), el libro en que daba cuenta de la gran transformación de la ciudad entre los años 70 y 90. La penúltima metamorfosis de la urbe que desdibujó aquel universo ordenado y manejable de las primeras décadas postrevolucionarias –los 40 y los 50- en el que Monsiváis se formó como escritor, como lector y como consumidor cultural de películas, shows de cabarets y radio y telenovelas.
Esa experiencia de los dos DF, el del orden de la “región más transparente” y el del caos ritualizado de las últimas décadas, hizo de Monsiváis el intelectual público por excelencia del México contemporáneo. Su obra habría sido importante, sólo, como el conjunto de maravillosas crónicas que leemos en Días de guardar (1970) o Escenas de pudor y liviandad (1988), pero Monsiváis, como sabemos, no sólo fue cronista, también fue historiador de la cultura, crítico literario y, tal vez, el ensayista emblemático de la transición a la democracia en México.
Como historiador cultural, Monsiváis fue autor de estudios tan referenciales como sus “Notas sobre cultura mexicana en el siglo XX”, incluidas en la Historia general de México, coordinada por El Colegio de México, en 1976, y de varios libros sobre el Porfiriato, los escritores de Contemporáneos –especialmente Salvador Novo y Jorge Cuesta, con quienes se identificaba por más de una razón- y la historia del cine, la radio y la televisión mexicanas entre los años 40 y 50.
El 68, que vivió como escritor y activista, fue otro de sus temas biográficos y ensayísticos. Los orígenes del desplazamiento de Monsiváis hacia una izquierda antiautoritaria habría que encontrarlos allí y en su trabajo como editor del suplemento La cultura en México a partir de 1971. Un desplazamiento que lo llevaría, luego de la caída del Muro de Berlín, a cuestionar frontalmente todo socialismo totalitario, incluyendo el cubano, lo cual le trajo más de una ruptura con la izquierda fidelista mexicana.
Se ha insistido mucho en la ubicuidad intelectual de Monsiváis, en el misterio de una mirada capaz de registrar cualquier ademán de la ciudad: cine, televisión, radio, nota roja, declaraciones de políticos a la prensa –irónicamente inmortalizadas en Por mi madre, bohemios (1993), la legendaria serie que publicó en La Jornada-, lucha libre, travestis, movimiento gay, Paquita la del Barrio, danzones, boleros, pintura, fotografía, nueva poesía. Me gustaría destacar sólo un elemento en aquel torbellino de imágenes e ideas: el laicismo.
Monsiváis fue un intelectual de izquierdas, que vivió el auge y la decadencia de los socialismos reales y las guerrillas y revoluciones en América Latina, y que, sin embargo, no abandonó, como muchos de sus contemporáneos, el laicismo constitutivo del pensamiento liberal. Un laicismo que lo llevó no sólo a vindicar la gran tradición liberal mexicana y latinoamericana del siglo XIX, como se constata en libros tan disímiles como Aires de familia (2000), Premio Anagrama de Ensayo, Las herencias ocultas del pensamiento liberal (2000) y uno de sus últimos, El Estado laico y sus malquerientes (2008), sino a enfrentarse sin tapujos a la pacatería católica mexicana y a otras variantes religiosas de la ideología política, como el nacionalismo revolucionario.
Monsiváis insistió en sus últimos libros en que la Reforma decimonónica y su liberalismo se habían convertido en “tradiciones ocultas” en el México de fines del siglo XX, como efecto de un avance de la religiosidad por varios frentes. Dos de ellos, por lo menos, eran el nacionalismo autoritario, en cualquiera de sus modalidades, y el conservadurismo católico, en la modalidad de siempre. Es en esa vindicación de una izquierda laica, defensora de los derechos civiles y políticos, sociales y culturales de todas las comunidades posibles, donde Monsiváis personifica al intelectual público de la transición democrática mexicana.
sábado, 19 de junio de 2010
“Hasta aquí he llegado”
"Hasta aquí he llegado. Desde ahora en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo. Disentir es un derecho que se encuentra y se encontrará inscrito con tinta invisible en todas las declaraciones de derechos humanos pasadas, presentes y futuras. Disentir es un acto irrenunciable de conciencia. Puede que disentir conduzca a la traición, pero eso siempre tiene que ser demostrado con pruebas irrefutables. No creo que se haya actuado sin dejar lugar a dudas en el juicio reciente de donde salieron condenados a penas desproporcionadas los cubanos disidentes. Y no se entiende que si hubo conspiración no haya sido expulsado ya el encargado de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, la otra parte de la conspiración.
Ahora llegan los fusilamientos. Secuestrar un barco o un avión es crimen severamente punible en cualquier país del mundo, pero no se condena a muerte a los secuestradores, sobre todo teniendo en cuenta que no hubo víctimas. Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado".
José Saramago (El País, abril de 2003)
Ahora llegan los fusilamientos. Secuestrar un barco o un avión es crimen severamente punible en cualquier país del mundo, pero no se condena a muerte a los secuestradores, sobre todo teniendo en cuenta que no hubo víctimas. Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado".
José Saramago (El País, abril de 2003)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)