Como la mayoría de los intelectuales latinoamericanos de su generación, Carlos Monsiváis se identificó con la Revolución Cubana en la primera mitad de los años 60. Y como la parte más secularizada y moderna de esa misma generación, a partir de 1968 comenzó a tomar distancia de los elementos autoritarios del socialismo cubano, que él asociaba con la homofobia, la censura, el ostracismo de escritores disonantes, la imposición de una ideología oficial, la homogeneización de la sociedad civil, el culto a la personalidad y las impostaciones de la jerga soviética en la burocracia insular.
El distanciamiento de Monsiváis con el socialismo cubano no fue tan temprano ni tan tajante como el de Octavio Paz o Gabriel Zaid, pero a partir de los años 90 llegó a ser muy elocuente. La historia de ese distanciamiento habría que remontarla a sus lecturas de José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, a su impulso a ediciones mexicanas de estos autores en las décadas en que la oficialidad cultural de la isla los marginaba, a su permanente admiración por Guillermo Cabrera Infante y a su amistad con Jesús Díaz, cuya revista
Encuentro de la cultura cubana presentó en el Palacio de Bellas Artes, en el otoño del 2000, y defendió de los ataques del gobierno cubano.
Fueron muchas las muestras de posicionamiento crítico frente al totalitarismo cubano que dio Monsiváis en los últimos veinte años. Podría recordar las varias cartas contra la represión que firmó, sus debates con embajadores cubanos en la prensa mexicana, su presentación de
Cómo llegó la noche de Huber Matos en Casa Lamm -boicoteada por la embajada de la isla-, su oposición al acto de repudio contra
Letras Libres en la Feria de Guadalajara del 2002, su rechazo público a los fusilamientos y arrestos de la primavera del 2003 o su conocimiento y admiración de la obra escritores de la isla y la diáspora (Reynaldo González, Abilio Estévez, Eliseo Alberto, Víctor Fowler, José Manuel Prieto, Antonio José Ponte… ) en quienes reconocía la articulación de una voz autónoma.
Dejaré para otro momento el recuerdo de nuestra amistad de quince años, “documentada”, como él decía, por “largas telefonadas sabatinas”. Sólo apuntaría que Monsiváis siguió el tema cubano hasta el final de su vida, con el sentido crítico de siempre. No es cierto, como argumentaron quienes le objetaban esa crítica, que desconociera la evolución de la política cultural de la isla en las dos últimas décadas o que diera la espalda a la producción literaria y artística insular. Como el animal periodístico que era, Monsiváis siguió el debate electrónico sobre el “quinquenio gris” en 2007 y la política sexual de Mariela Castro, las expectativas de la sucesión de Raúl Castro y los posts de Yoani Sánchez. De no haberse enfermado, habría seguido la negociación entre el Partido Comunista y la Iglesia Católica, tema que le obsesionaba por más de una razón.
Entre los muchos textos que dedicó al estancamiento del socialismo cubano, en los últimos veinte años, he escogido uno aparecido en
Letras Libres, en 1999, por poseer el tono de una memoria y ser bastante representativo de la visión histórica de Monsiváis sobre la Cuba contemporánea. Habría, sin embargo, que compilar sus textos sobre literatura cubana de la isla y el exilio para acercarnos a la mirada abarcadora y desprejuiciada de este intelectual de la izquierda democrática latinoamericana, que tuvo el valor de enfrentar la razón crítica a un mito tan poderoso como el de la Revolución Cubana.
“Aquí no suceden cosas…”
Carlos Monsiváis
Enero 2. Leo las notas sobre la celebración de los 40 años de la Revolución Cubana y la gloria del comandante Fidel Castro, la figura totémica, el aliado del Papa Juan Pablo II, el dictador más exitoso de la historia latinoamericana, exitoso no por su capacidad de gobierno, ciertamente ruinoso, sino por su habilidad para adueñarse de la representación absoluta de un país, industrializar la demagogia (“Cuba es el territorio libre de América”), ofrecer como logros inmarcesibles los sucesivos fracasos (las cifras de la zafra), y usar como absoluciones de su actitud totalitaria el bloqueo de los gobiernos norteamericanos, criminal sin duda, y la resistencia al saqueo de las transnacionales y la hegemonía yanqui. También se miente gracias a la verdad. Reviso mi experiencia personal. En 1959 yo tenía 21 años de edad, estaba a punto de renunciar a mi no muy afortunada militancia partidaria, y no creía posible el cambio en la América Latina caracterizada por gobiernos ineptos y represivos, por Trujillo, Somoza, Stroessner… y, no tan sangriento, capaz de ajustarse a los cambios sexenales, mantenedor de mínimas libertades el PRI. Pese a mis distancias irrenunciables con el militarismo, mi fastidio ante la prepotencia de los cubanos que llegaban a México como salvadores de la identidad latinoamericana y mi horror ante los fusilamientos de La Habana, la Revolución me pareció una alternativa notable, precisamente por presentar al hecho subversivo como fuente de la modernidad. Me resultaba casi imposible no apoyarla, era la causa de mis amigos, de los intelectuales latinoamericanos y del mundo. Si no con estas palabras, si con este sentido, vi siempre en Fidel al representante terminal de una forma del machismo latinoamericano, y si no me emocionaron jamás sus maratones discursivos, sí le reconocía méritos, y comprendía el júbilo internacional ante sus pronunciamientos y actitudes. En México es multitudinario el recibimiento en 1961 a Osvaldo Dorticós (el presidente de Cuba que nunca presidió), en las manifestaciones Fidel hace las veces de toda la izquierda concebible (“Qué tiene Fidel/que los americanos no pueden con él”), el Che Guevara se vuelve icono, y la euforia minimiza o ignora los signos ominosos, la prohibición de todo aquello (libros, obras de teatro, documentales, textos sueltos, actitudes personales) que afecte el “buen nombre de la Revolución”, la promoción continua de la guerrilla y la consigna arrasadora del Che Guevara (“Crear dos, tres, muchos Vietnams”), y la frase exterminadora del comandante Castro en 1961, en una reunión con intelectuales: “Dentro de la revolución, todo, fuera de la revolución, nada”. Y en rigor sólo una persona en Cuba decide qué es estar dentro y qué es estar fuera. En 1967 voy por vez primera a La Habana, como jurado del Premio Casa de las Américas. Allí me entero de la existencia de la umap (Unidad Militar de Ayuda a la Producción), de hecho campos concentracionarios para los “antisociales”, los disidentes morales y religiosos, homosexuales, seres de conducta “anárquica”. Testigos de Jehová. En el Habana Libre hablo con delegados de México y de otros países latinoamericanos. No registran mi zozobra, a quién le importan los “siquitrillados del alma”, los traidores a Cuba o a su sexo. Para la izquierda de la época, la Revolución es el dios inmarcesible, y las críticas sólo “calumnias de la reacción”. Cuentan a favor de la “intangibilidad” del régimen los avances en materia de alfabetización y salud, el gesto altivo ante el imperio, el ánimo seducido por el militarismo articulado y convincente. En enero de 1968 regreso a La Habana, al Primer Congreso Mundial de Intelectuales, con asistencia cuantiosa y muy representativa. En su discurso ante el Congreso, Castro elogia sin tregua a los intelectuales, critica la blandenguería de los partidos comunistas latinoamericanos y mantiene distancias frente al poder soviético. Luego, en agosto de 1968, termina una etapa de la Revolución Cubana. Castro está inequívocamente a favor de la invasión soviética a Checoslovaquia, y es el más ortodoxo de los ortodoxos. La vida intelectual cubana se precipita en la “guerra fría”, y crecen la censura y la desinformación. A Cuba ya sólo van los intelectuales “probados”, y continúa la persecución a cualquier disidencia intelectual y moral. En 1970, Verde Olivo, revista de sectarismo “delicioso”, difama al cuentista, dramaturgo y poeta Virgilio Piñera (por razones de conducta sexual), y al poeta Heberto Padilla, disidente a voz en cuello. Un grupo de intelectuales defiende a Padilla, en una primera carta que firman entre otros Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. En 1971, Padilla es detenido 30 días, al cabo de los cuales produce una “autocrítica” ignominiosa, donde celebra el humanismo de la policía secreta y acusa a otros disidentes. Me decido por fin a extraer conclusiones de mi información, y añado mi firma al documento de protesta de 61 intelectuales europeos y latinoamericanos donde “con vergüenza y dolor” subrayamos los rasgos estalinistas del juicio contra Padilla. A la carta se responde en toda América Latina con gran violencia verbal, y Cortázar publica en Casa un poema de denuncia: “Policrítica a la hora de los chacales”. En los años siguientes, la izquierda partidista descalifica la crítica a la situación de los derechos humanos y civiles en Cuba, y las reduce a “campañas del imperialismo”. El régimen envía tropas a Etiopía y Angola, y se extrema la represión hipócrita. Todavía en los setenta, influido muy probablemente por el chantaje de la buena conciencia (criticar al castrismo es darle armas al enemigo), intento ver el lado positivo del régimen, en educación y salud. Luego me convenzo, nada justifica una dictadura. Desde los años ochenta, la Revolución Cubana no provoca nuevos júbilos o adhesiones, pero el sistema de relaciones públicas es todavía eficaz. Ya pocos se eximen de críticas a la dictadura, pero cuando quienes las formulan olvidan la intervención norteamericana, su argumentación no pierde validez pero se vuelve interesada y parcial. Languidece la defensa a ultranza del castrismo y la “Última Carga” de la izquierda latinoamericana “comprometida” se da contra la exigencia de referéndum en Cuba, promovida por 100 artistas e intelectuales cubanos en el exilio. Este impulso de “la pureza” carece de la persuasión de otros años, y aparecen el Mariel, el drama de los balseros, la tragedia de la escasez. Ya se puede (y se debe) sin los problemas de antes ser de izquierda y muy crítico de la Revolución Cubana. El comandante Castro declama su férrea oposición a cualquier cambio en Cuba y emite su “Socialismo o Muerte”. El 13 de marzo de 1989, las autoridades exhortan a los Comités de Defensa de la Revolución, “a vigilar cuadra por cuadra a los opositores internos, a fin de recuperar el ánimo combativo que caracterizó en sus primeros años a los cdr”. Y lo que sigue es el fusilamiento del general Ochoa, la caída de la urss, el derrumbe de la economía, el “periodo especial”, las bravatas y, hay que admitirlo, las giras victoriosas de Fidel Castro. Hoy, según creo, la Revolución Cubana es otra más de las grandes esperanzas ahogadas por la mentalidad totalitaria, la hazaña burocratizada y represiva, el intento socialista que va a morir a las playas del mercado libre. Su derrota no significa el aniquilamiento de los ideales de justicia social, pero sí el fin de cualquier ilusión en el poder liberador de un solo hombre. Si las soluciones posibles sólo le corresponden a los cubanos, las alternativas aún son débiles. Castro aún mantiene el control militar y la adhesión forzosa que, según sus partidarios, es en gran medida voluntaria. (¿Y qué es lo “voluntario” en una dictadura?) La sociedad se ha resquebrajado, se padece la más drástica economía de sobrevivencia (dolarizada), la prostitución masificada es otro de los nombres de la desesperación, la educación y la política de salud se desmoronan. Lo que persiste es un pueblo extraordinario que sobrevivirá al castrismo y al caos que lo suceda”.