Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 18 de junio de 2010

¿Ideologías criminales?

Hace poco Ignacio Vidal Folch comentaba que libros como Todo lo que tengo lo llevo conmigo (Siruela, 2010) -donde Herta Müller, Premio Nobel de Literatura, narra el traslado forzoso de 100 000 rumanos, en 1945, recluidos en campos para la reconstrucción de la URSS- vienen a engrosar el catálogo, todavía invisible para muchos, de la literatura sobre los crímenes del estalinismo y otros comunismos del siglo XX. Gulag de Anne Appelbaum, Un mundo aparte de Gustav Herling, Prisionera de Stalin y Hitler: un mundo en la oscuridad de Margarete Buber-Neuman serían sólo algunos títulos recientes, que se apilan en la misma montaña de libros que iniciaron Varlam Shalamov y Alexander Solzhenitsin hace medio siglo.
Montaña, decíamos, invisible. A pesar de tantas y tantas evidencias, para muchos el saldo genocida del comunismo en el siglo XX no es reconocible, como sí lo es el del nazismo o los otros fascismos que integran la experiencia totalitaria de la pasada centuria. En las últimas décadas, varios autores han intentado explicar esta contradicción. Y quienes más han avanzado en ese empeño, como Francois Furet o Michael Walzer, proponen considerar las diferencias ideológicas y políticas entre el comunismo y aquellos totalitarismos de derecha. Es ahí, y no en una supuesta “complicidad” de Occidente con la idea comunista, donde habría que encontrar el porqué de la no criminalización del totalitarismo de izquierda.
A diferencia del nazismo o los fascismos, el comunismo surge como ideología y proyecto político dentro de las corrientes filosóficas de mediados del siglo XIX, en medio del esplendor del liberalismo y antes de que el positivismo y el evolucionismo se constituyeran en paradigmas del saber social. Tal vez ahí resida no sólo la ausencia de racialización explícita del primer marxismo sino su no apelación al exterminio o la aniquilación física del enemigo burgués. Marx, Engels, ni ninguno de los primeros comunistas, como sabemos, fueron creadores de ejércitos o constructores de Estados totalitarios, resueltos a la aniquilación de las burguesías europeas.
La idea decimonónica del comunismo implicaba la lucha de los obreros contra una clase hegemónica, la burguesía, por múltiples medios: desde las elecciones parlamentarias hasta la desobediencia civil, pasando por revoluciones no específicamente obreras, como las de 1848, o revueltas populares como La Comuna de París. A pesar de que desde entonces el comunismo incorporó la violencia como método, antes de Lenin ningún comunista identificó claramente la “lucha” contra la burguesía, su expropiación y la construcción de una sociedad sin clases con el exterminio biológico de los burgueses.
Es con Lenin y, sobre todo, con Stalin, que el genocidio se naturaliza como práctica política, no sólo contra burgueses sino, también, contra rivales ideológicos dentro del propio bloque comunista y contra etnias y naciones enemigas. En este último aspecto, sin embargo, el estalinismo no hizo de su antisemitismo un principio ideológico o, siquiera, un referente doctrinal. El antisemitismo o el nacionalismo de Stalin y otros líderes soviéticos era un prejuicio racial o nacional que se movilizaba contra adversarios políticos o contra la base social de adversarios políticos, asumidos, naturalmente, como enemigos.
Esta desconexión originaria entre la idea comunista e, incluso, la teoría marxista, y los regímenes totalitarios comunistas del siglo XX –el soviético, el maoísta, los socialismos reales de Europa del Este, Vietnam, Corea del Norte, Cuba…- explica, en parte, la ausencia de un mismo patrón de “aniquilación” del contrario en todas esas experiencias y, por tanto, de un mismo saldo criminal. Pero esa desconexión también explica que diversas ideologías marxistas y comunistas se hayan naturalizado en la vida política occidental del siglo XX. Ideologías que, como se observa en la historia de Estados Unidos, Europa y América Latina, no fueron siempre “revolucionarias” o “violentas” y en muchos casos establecieron alianzas con el liberalismo democrático.
Aunque en menor medida, también los totalitarismos de derecha del siglo XX experimentaron una desconexión entre sus fuentes doctrinales positivistas y evolucionistas y sus maquinarias de exterminio. Un error bastante frecuente de los estudios marxistas sobre el nazismo y el fascismo, plasmado emblemáticamente por Gyorgy Lukács en El asalto a la razón, es transferir la génesis de esas ideologías a la gran tradición del idealismo alemán y la autoría intelectual de los crímenes de Hitler a “precursores” filosóficos del nazismo tan disímiles como Gobinaeu, Lapouge, Chamberlain, Nietzsche o Spengler. Error, por cierto, en el que incurren simétricamente quienes, desde el anticomunismo, transfieren la autoría intelectual de los crímenes de Stalin a Marx.
Sólo que en el caso de la desconexión entre ideologías mal llamadas “protofascistas” y el nazismo, el tema de la “lucha” contra el enemigo de raza, no de clase, se acerca mucho más a la legitimación del genocidio que en el comunismo. A esto último habría que agregar la mayor caducidad histórica que experimentaron tanto las ideologías como las políticas nazis y fascistas, en relación con las comunistas. Hitler gobernó 12 años y Mussolini 20, pero con la caída de ambos también cayeron el totalitarismo de derecha y sus ideologías. El poder de Stalin duró treinta años y el de Mao veintisiete y los regímenes políticos que ambos construyeron los sobrevivieron por décadas y, aunque minoritarios, sus legados todavía persisten.
¿Son criminales las ideologías? No, criminales son los líderes o los Estados que en nombre de ciertas ideologías practican el genocidio. Y si no son criminales las ideologías, ni siquiera las racistas, menos aún lo son los símbolos que, con tanta facilidad, se resemantizan con el paso del tiempo. Un joven polaco que porta, hoy, una camiseta del Che Guevara no representa ni demanda lo mismo que un joven guevarista de los años 60 en América Latina; así como un skinhead que se tatúa una zvástica y desfila por alguna calle europea no está incendiando el Reichstag. Siempre y cuando no limite los derechos de otros, ni atente contra el pacto democrático, la memoria, en sociedades cada vez más plurales como las del siglo XXI, debería ser capaz de tolerar la libre circulación de símbolos religiosos y políticos.

miércoles, 16 de junio de 2010

Católicos y comunistas

Hace algunos años la editorial Espuela de Plata, de Sevilla, recogió en un volumen la polémica que sostuvieron los poetas y ensayistas cubanos Gastón Baquero y Juan Marinello, a propósito del ensayo del primero “Tendencias de nuestra literatura”, incluido en el Anuario Cultural de Cuba, que editó la Dirección de Relaciones Culturales del Ministerio de Estado de la saliente primera presidencia de Fulgencio Batista, en 1944. El volumen se titula Polémica literaria entre Gastón Baquero y Juan Marinello (Sevilla, 2005) y apareció con prólogo del joven estudioso habanero Amauri Francisco Gutiérrez Coto.
El ensayo de Baquero era un repaso por la poesía y, en menor medida, el ensayo, publicados en el año 43, en Cuba. No es raro que Baquero concentrara su mirada en las revistas Nadie parecía, de José Lezama Lima y Ángel Gaztelu, Poeta, de Virgilio Piñera, y Clavileño, de Cintio Vitier, Eliseo Diego, Justo Rodríguez Santos y Luis Ortega. Pero también reseñó Baquero la curiosa revista Fray Junípero, que dirigió Emilio Ballagas y que sólo publicó dos números en aquel año de nuevas revistas literarias: 1943.
Naturalmente, buena parte de la poesía aparecida en esas revistas y reseñada por Baquero en el Anuario era escrita por poetas católicos. Pero no toda lo era. Baquero, por ejemplo, comentaba textos de Virgilio Piñera aparecidos en Poeta y el homenaje a Rubén Martínez Villena que publicó Ballagas en Fray Junípero. Tampoco había una propuesta explícita de Baquero en el sentido de que la literatura cubana o una de sus “tendencias” fueran católicas.
Los pocos ensayos que glosaba Baquero no se inscribían en aquel nacionalismo católico sino en la tradición liberal cubana: El sentido nacionalista del pensamiento de Saco de Raúl Lorenzo, Política de Martí y Raíz y altura de Antonio Maceo de Emeterio Santovenia, Autobiografía de Martí de Manuel Isidro Méndez y varios textos de Fernando Ortiz, Félix Lizaso, Jorge Mañach, Anita Arroyo, Rafael Soto Paz y otros intelectuales republicanos.
La respuesta de Marinello a Baquero, en el sexto número de Gaceta del Caribe, una publicación de 1944 impulsada por escritores comunistas (Nicolás Guillén, José Antonio Portuondo, Ángel Augier y Mirta Aguirre) reaccionaba contra una visión “oficial” que intentaba presentar “nuestra literatura”, es decir, la literatura cubana en 1943, como católica. Marinello protestaba por la exclusión de escritores comunistas, pero atribuía al ensayo de Baquero un catolicismo ideológico y estético que no se lee en el texto.

“Por la vía del preciosismo errático también se llega a Dios. Lo que prueba que a Dios se llega por los caminos más recónditos y extraviados. El Sr. Baquero cita Dios más veces que a un poeta de su grupo y no hay poeta de su grupo que no cite a Dios con frecuencia excesiva”. Más adelante, sin embargo, Marinello acotaba “citar a Dios no está mal y mucho menos creer en él. Si algo hay de respetable y delicado es el ámbito de la creencia religiosa”.

Quien esto escribía era un marxista, leninista y ateo, que en aquel momento era nada menos que Senador de la República por el Partido Socialista Popular. Un intelectual público con todas las de la ley, bajo una república burguesa, reconocido por su literatura y por su ideología. No deja de ser triste que Marinello y otros escritores comunistas de su generación, después de 1959, estuvieran dispuestos a realizar lo que tanto criticaron en sus pares liberales y católicos de la República: enfundar la nación en una ideología.
La polémica entre Marinello y Baquero tuvo resonancias en periódicos como Información y Siempre e involucró a varios de los aludidos -a Emilio Ballagas, por ejemplo, ¡a favor de Marinello, no de Baquero!- en la correspondencia privada. Era en esta última donde los polemistas daban rienda suelta a las pasiones que contenían en el debate público. A pesar de aquella contención, propia de una esfera pública moderna, Marinello fue injusto cuando afirmó, en el número sexto de Gaceta del Caribe, que las respuestas de Baquero en Información eran “una acumulación cuantiosa de calificativos groseros”.

lunes, 14 de junio de 2010

La novela cubana de Gallegos


Muchos estudiosos de la literatura latinoamericana han reiterado la idea de que la novela de dictadores, en la versión boom, tuvo como antecedente la novela política de mediados del siglo XX, a la manera de Alejo Carpentier en El acoso, Rómulo Gallegos en su novela cubana, La brizna de paja en el viento, e, incluso, Severo Sarduy en Gestos.
El crítico norteamericano Seymour Menton fue uno de los que introdujo ese juicio, en un campo, como el de los estudios literarios académicos, muy dado al establecimiento de lugares comunes. Lo cierto es que la novela política es una corriente literaria latinoamericana, que atraviesa todo el siglo XX y llega hasta nuestros días, que históricamente no debería reducirse a un género precursor de la novela de dictadores.
La novela política, al estilo de La brizna de paja en el viento (1952), por ejemplo, del escritor y político venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969), tiene mayores conexiones con la novela de la Revolución Mexicana que con la novela de dictadores del boom. El tema de Gallegos es una Revolución, que debió más de una idea a la mexicana: la de los años 30, en Cuba, en contra de la dictadura de Gerardo Machado.
Gallegos escribió esa ficción durante su exilio en Cuba, iniciado en 1948, luego de que su presidencia -que sucedió a la de su amigo, Rómulo Betancourt, fundador del partido Acción Democrática, al que pertenecía el escritor- fuera derrocada por el golpe de Estado encabezado por los dictadores Carlos Delgado Chalbaud y Marcos Pérez Jiménez. Cuando Gallegos fue derrocado, en Cuba llegaba a la presidencia, por vías democráticas, Carlos Prío Socarrás, cuyo partido, el Revolucionario Cubano (Auténtico), pertenecía a la misma familia política democrática y reformista del partido de Betancourt y Gallegos.
El gobierno de Prío, cuyo Secretario de Educación, Aureliano Sánchez Arango, y Director de Cultura, Raúl Roa García, eran amigos personales de Gallegos, dio asilo al escritor venezolano. No en balde La brizna de paja en el viento está dedicada a Roa, “gallarda figura de la intelectualidad cubana, a través de cuya alma ardiente y generosa me he asomado a la angustia contemplada en sus páginas” y a Sara Hernández Catá, “amiga cordial, quien, junto a su fervorosa cubanidad, le ha brindado tierna acogida a mi mortificación venezolana”.
Gallegos se identificaba con una izquierda no comunista, partidaria de la reforma agraria, la nacionalización de recursos estratégicos, la alfabetización de la ciudadanía, la institucionalidad democrática y las relaciones soberanas con Estados Unidos. Una izquierda, por tanto, más heredera de la Revolución Mexicana que de la Revolución de Octubre, a la que también se adscribían Roa, Sánchez Arango y los líderes de los dos principales partidos políticos cubanos de entonces, emergidos de la Revolución del 33: el Auténtico y el Ortodoxo.
Esa ideología se plasma, tal vez con demasiada transparencia y en detrimento de la literatura –no de la política-, en la novela de Gallegos. Sus protagonistas son jóvenes universitarios antimachadistas, miembros del Directorio, como el propio presidente Prío y otros fundadores del Partido Auténtico, que se enfrentan a la dictadura de Machado. Aunque el campo aparece por medio de las propiedades de la familia Azcárate, esta es una novela urbana, no una novela de la tierra como Doña Bárbara. Su escenario fundamental es La Habana de los 30.
Gallegos era un exiliado que intentaba honrar la epopeya antimachadista, pero algunas de sus observaciones sobre aquella Revolución y su legado en la vida política republicana, como recuerda Roberto González Echevarría, no fueron bien recibidas en todo el medio intelectual habanero. La brizna de paja en el viento describía con elocuencia el surgimiento del gangsterismo y el caudillismo dentro del campo revolucionario y, por momentos, utilizaba un tono irónico o desenfadado, a propósito de algunos mitos como el asesinato de Rafael Trejo o la devoción martiana, que no debieron ser de fácil lectura entre sus amigos cubanos.
Trejo, por ejemplo, aparece como un convencido de que la Revolución necesitaba un mártir y que había que producirlo por medio de una reyerta con la policía. A Martí, en un pasaje, se le describe como “el picapedrero glorioso”, en alusión a sus trabajos forzados en las canteras de San Lázaro. “Imagínate a José Martí, al Verbo de la independencia cubana, pica que te pica piedra en esta cantera, bajo el achicharrante sol del mediodía”. Quien habla es el profesor Luciente, catedrático de Cultura Cubana de la Universidad de la Habana, crítico de la decadencia nacional, figura hecha de retazos de Mañach, Sánchez Arango, el propio Roa y otros intelectuales de aquella generación.
Gallegos se propuso escribir una novela “cubana”, por lo que en la misma no podían faltar el azúcar, que se trata por medio del ingenio de los Azcárate, y una visita antropológica a la santería. Sobre esto último, habría que decir que Gallegos recorre con lealtad el panteón del sincretismo afrocubano, de la mano de otro de sus amigos, Fernando Ortiz, pero no lo hace desde la típica y complaciente visión “integradora”. Gallegos observa en el catolicismo cubano un “encubrimiento de lo africano idolátrico” que se manifestaba lo mismo en los altares de las casas que en las revistas de los poetas.

viernes, 11 de junio de 2010

Sarduy y la novela de dictadores

Uno de los primeros textos del joven Severo Sarduy, aparecido en la página “Nueva Generación”, del periódico Revolución, el 19 de enero de 1959, fue un breve relato titulado “El General”. Se trata de una ficción realista, escrita en un tono menor, que recuerda al Eliseo Diego de Divertimentos, autor y libro que por entonces Sarduy admiraba mucho, pero que concluye con un giro irónico, donde se siente la mano de Virgilio Piñera, amigo y mentor del joven camagüeyano. Su tema es la muerte ridícula de los caudillos.
El relato cuenta la historia de un anciano general que rememora batallas mientras toma sus baños vespertinos. Quien narra es alguien que observa aquellos baños del general, una especie de valet o mayordomo, un escribano de memorias o, incluso, un periodista que no pierde detalle del cuerpo, el rostro y el habla del anciano. Cuando refiere la decadencia corporal del personaje o su “placer solitario”, a la hora de la memoria, Sarduy se acerca a la novela de dictadores que pocos años después se actualizaría con Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y otros autores del boom.
Pero Sarduy da a su relato un final piñeriano, que lo acerca más a Kafka y, estilísticamente, a Borges, por ejemplo, que a cualquiera de los narradores del boom. En sus rituales abluciones, el general recordaba primero las batallas terrestres, luego lamentaba no haber participado en batallas aéreas y, finalmente, llegaba al recuento de las batallas navales. Justo cuando decía haber visto lanzar un torpedo contra un barco enemigo, el general “no vio el jabón que estaba en el fondo de la bañera, ni imaginó tampoco que un resbalón en el baño lanzaría su cuerpo venerable, superviviente de tantas batallas, a la más ridícula de las muertes”.

miércoles, 9 de junio de 2010

La América de Chesterton


En su colección “Los Viajeros”, la editorial sevillana Renacimiento ha realizado la primera versión en castellano del libro Lo que vi en América (2009) del gran escritor londinense G. K. Chesterton (1874-1936). Recién convertido al catolicismo –por lo menos, su tercera conversión, ya que luego del espiritismo y el ocultismo juveniles, se convirtió, primero, al agnosticismo, y luego, al anglicanismo- Chesterton recorrió Estados Unidos impartiendo conferencias, en una especie de réplica de las giras intelectuales que algunos escritores norteamericanos, como Mark Twain o Henry James, realizaron por Inglaterra.
Chesterton llegó a Estados Unidos casi un siglo después que Alexis de Tocqueville y, sin embargo, son asombrosos los paralelos en las observaciones de ambos sobre la sociedad, la cultura y la política norteamericanas. Podría pensarse que la razón de tal persistencia de visiones europeas sobre Estados Unidos reside en que ninguna de las culturas involucradas en ese intercambio de miradas –la francesa, la británica y la norteamericana- cambió demasiado entre mediados del siglo XIX y la entreguerra del siglo XX.
Pero habría que considerar también que la gran literatura viajera del siglo XIX dejó imágenes fijas, impresiones de uno y otro espacio fuertemente grabadas, que los escritores de la primera mitad del XX recibieron con suficiente aliento. Chesterton recorrió Estados Unidos, se fascinó con la cultura católica de los inmigrantes irlandeses y no abandonó nunca la obsesiva yuxtaposición entre la América democrática y la Gran Bretaña aristocrática. En algunos pasajes de su libro, como el que reproducimos a continuación, basta sustituir el referente británico por el francés, para obtener una reescritura de Tocqueville:

“En América o bien no existen estados de ánimo o bien sólo hay un estado de ánimo. Es indiferente que lo llamemos bullicio o fervor; que lo consideremos heroica camaradería o la última histeria del instinto de manada. Se ha dicho de los típicos aristócratas ingleses de las oficinas de gobierno que se parecen a ciertas fuentes ornamentales y juegan de diez a cuatro; y lo cierto es que un inglés, incluso un aristócrata inglés, no siempre se siente más inclinado al juego que al trabajo. Pero la sociabilidad americana no es como la fuente de Trafalgar. Es como el Niágara”.

Chesterton utilizaba con frecuencia el término francés, específicamente tocquevilleano, de “sociabilidad”:

“La sociabilidad americana desecha sutilezas. No podemos esperar que comprenda la paradoja o la perversidad del inglés, que es capaz de ser amistoso y, sin embargo, eludir a los amigos. Eso es lo que hay de cierto en la idea de que Dickens era un sentimental. Significa que probablemente se sentía mucho más sociable cuando estaba solo”.

Sólo en un punto, y no precisamente el religioso, el relato de Chesterton se apartaba del de Tocqueville: cuando describía el estado de la democracia. Para el liberal francés, la democracia era el presente promisorio de Estados Unidos y el futuro visible del mundo. Su vigor, a la altura de la cuarta o quinta década del siglo XIX, estaba fuera de dudas. Cien años después, en medio del auge wilsoniano, el conservador y católico británico observaba un ocaso de la democracia que, a su juicio, ¡se venía experimentando desde un siglo atrás! Es decir, desde la entusiasta época monroísta. Con los últimos párrafos de su libro, Chesterton borraba de un plumazo la gran obra de Tocqueville:

“Los últimos cien años han asistido a una decadencia general de la idea democrática. Si aún queda alguien para quien esta verdad histórica resulte una paradoja, es sólo porque durante este tiempo nadie le ha enseñado historia, y menos aún historia de las ideas. Si se hubiera establecido una especie de inquisición intelectual con el objeto de definir y diferenciar herejías, se habría comprobado que la ortodoxia republicana ha ido sufriendo más secesiones, cismas y atavismos. Las dudas han ido mermando la democracia sin cesar. Y estas dudas políticas han sido contemporáneas y a menudo idénticas a las dudas religiosas”.

Renacimiento ha hecho, como decíamos, la primera edición castellana de Lo que vi en América, en traducción de Victoria León Varela. De manera que las élites intelectuales latinoamericanas, que entre fines del XIX y principios del XX todavía eran más francófonas que anglófonas, no lo leyeron. Es interesante, sin embargo, constatar en Chesterton buena parte del repertorio de estereotipos sobre Estados Unidos –país sin historia, sin pasado, sin cultura, materialista y gregario, rústico y emprendedor…- que compartió la literatura y el pensamiento latinoamericano de aquellas décadas. Con algunas excepciones, naturalmente, como José Martí.

martes, 8 de junio de 2010

Terror eterno en Tierra Santa


El equivocado ataque de Israel a la embarcación turca Mavi Marmara ha alejado aún más la ya distante solución pacífica al conflicto árabe-israelí en el Medio Oriente y ha incentivado, bajo la justificada reacción crítica de buena parte de la opinión pública mundial, el fundamentalismo islámico e, incluso, el viejo antisemitismo occidental.
Los estudiosos del tema comienzan a pensar el conflicto en clave eterna, como aquellas guerras de civilización que, según Michel Foucault, no tenían fin. Si tomamos como punto de partida del mismo la Declaración de Balfour (1917), pronto se cumplirá un siglo de disputa territorial por la inadmitida vecindad de seres humanos con orígenes étnicos y confesiones religiosas distintas.
El buscador de Amazon registra unos 893 libros sobre el conflicto Israel-Palestina en los últimos diez años y unos 4 225 sobre el conflicto árabe-israelí en la misma última década. Estaríamos hablando, sin mucha dificultad, de unos 150 libros al año sobre el tema, tan sólo en inglés, escritos desde todas las posiciones posibles, aunque con un claro énfasis a favor de una solución pacífica del mismo.
Pocos dramas de la historia contemporánea ilustran con tanta fidelidad la crisis de Ilustración que continuamos viviendo después de las masacres totalitarias del siglo XX. Se podrán escribir cientos, miles, decenas de miles de libros al año, llenos de buenas intenciones, hojas de ruta o agendas para la resolución de conflictos, y la guerra seguirá ahí, como recordatorio de la barbarie. “Nunca ha habido una guerra buena, decía Benjamin Franklin, ni una mala paz”.

domingo, 6 de junio de 2010

Memoria moral e historia política

En El País de hoy, Javier Cercas tercia en la polémica entre Almudena Grandes y Joaquín Leguina, a propósito del artículo de éste último, "Enterrar a los muertos", también en El País (24/ 5/ 2010), sobre la memoria de la guerra civil. La posición de Cercas no es, como sabemos, maniquea. Él, como Leguina, admite que se cometieron crímenes en el bando nacionalista y en el republicano, que en uno y otro hubo personas decentes e indecentes, que actuaron de acuerdo a sus creencias o ideologías, aunque estas los llevaran a cometer injusticias, o que utilizaron las creencias y las ideologías para justificar intolerancias, despotismos o ambiciones personales.
Pero Cercas intenta separar la memoria moral de la guerra civil de la historia política de la II República y el franquismo. Aunque hubo crímenes en ambos lados, cuantitativamente no se pueden equiparar los de una breve República de cinco años, que durante otros tres años intenta defenderse, con los de una larga dictadura de cuatro décadas. Tampoco se puede establecer una equivalencia cualitativa entre el autoritarismo de uno y otro rival: la República era un régimen legítimo, que se instauró por vías democráticas, mientras que la dictadura fue un régimen de facto, surgido de un golpe de Estado.
De manera que si desde el punto de vista de la memoria moral –algo similar a lo planteado por Avishai Margalit en The Ethics of Memory (Harvard University Press, 2002) – es recomendable reconocer la legitimidad histórica de los sujetos que se involucraron en uno u otro bando, desde el punto de vista de la historia política no debería haber dudas sobre la naturaleza democrática de la República ni sobre la naturaleza autoritaria del franquismo. El problema es que, como bien sabe Cercas, no es fácil separar memoria moral e historia política. De ahí la dificultad de concertar legislaciones o políticas de la memoria histórica en países que han sufrido guerras civiles o dictaduras de cualquier signo.