Montaña, decíamos, invisible. A pesar de tantas y tantas evidencias, para muchos el saldo genocida del comunismo en el siglo XX no es reconocible, como sí lo es el del nazismo o los otros fascismos que integran la experiencia totalitaria de la pasada centuria. En las últimas décadas, varios autores han intentado explicar esta contradicción. Y quienes más han avanzado en ese empeño, como Francois Furet o Michael Walzer, proponen considerar las diferencias ideológicas y políticas entre el comunismo y aquellos totalitarismos de derecha. Es ahí, y no en una supuesta “complicidad” de Occidente con la idea comunista, donde habría que encontrar el porqué de la no criminalización del totalitarismo de izquierda.
A diferencia del nazismo o los fascismos, el comunismo surge como ideología y proyecto político dentro de las corrientes filosóficas de mediados del siglo XIX, en medio del esplendor del liberalismo y antes de que el positivismo y el evolucionismo se constituyeran en paradigmas del saber social. Tal vez ahí resida no sólo la ausencia de racialización explícita del primer marxismo sino su no apelación al exterminio o la aniquilación física del enemigo burgués. Marx, Engels, ni ninguno de los primeros comunistas, como sabemos, fueron creadores de ejércitos o constructores de Estados totalitarios, resueltos a la aniquilación de las burguesías europeas.
La idea decimonónica del comunismo implicaba la lucha de los obreros contra una clase hegemónica, la burguesía, por múltiples medios: desde las elecciones parlamentarias hasta la desobediencia civil, pasando por revoluciones no específicamente obreras, como las de 1848, o revueltas populares como La Comuna de París. A pesar de que desde entonces el comunismo incorporó la violencia como método, antes de Lenin ningún comunista identificó claramente la “lucha” contra la burguesía, su expropiación y la construcción de una sociedad sin clases con el exterminio biológico de los burgueses.
Es con Lenin y, sobre todo, con Stalin, que el genocidio se naturaliza como práctica política, no sólo contra burgueses sino, también, contra rivales ideológicos dentro del propio bloque comunista y contra etnias y naciones enemigas. En este último aspecto, sin embargo, el estalinismo no hizo de su antisemitismo un principio ideológico o, siquiera, un referente doctrinal. El antisemitismo o el nacionalismo de Stalin y otros líderes soviéticos era un prejuicio racial o nacional que se movilizaba contra adversarios políticos o contra la base social de adversarios políticos, asumidos, naturalmente, como enemigos.
Esta desconexión originaria entre la idea comunista e, incluso, la teoría marxista, y los regímenes totalitarios comunistas del siglo XX –el soviético, el maoísta, los socialismos reales de Europa del Este, Vietnam, Corea del Norte, Cuba…- explica, en parte, la ausencia de un mismo patrón de “aniquilación” del contrario en todas esas experiencias y, por tanto, de un mismo saldo criminal. Pero esa desconexión también explica que diversas ideologías marxistas y comunistas se hayan naturalizado en la vida política occidental del siglo XX. Ideologías que, como se observa en la historia de Estados Unidos, Europa y América Latina, no fueron siempre “revolucionarias” o “violentas” y en muchos casos establecieron alianzas con el liberalismo democrático.
Aunque en menor medida, también los totalitarismos de derecha del siglo XX experimentaron una desconexión entre sus fuentes doctrinales positivistas y evolucionistas y sus maquinarias de exterminio. Un error bastante frecuente de los estudios marxistas sobre el nazismo y el fascismo, plasmado emblemáticamente por Gyorgy Lukács en El asalto a la razón, es transferir la génesis de esas ideologías a la gran tradición del idealismo alemán y la autoría intelectual de los crímenes de Hitler a “precursores” filosóficos del nazismo tan disímiles como Gobinaeu, Lapouge, Chamberlain, Nietzsche o Spengler. Error, por cierto, en el que incurren simétricamente quienes, desde el anticomunismo, transfieren la autoría intelectual de los crímenes de Stalin a Marx.
