Uno de los primeros textos del joven Severo Sarduy, aparecido en la página “Nueva Generación”, del periódico Revolución, el 19 de enero de 1959, fue un breve relato titulado “El General”. Se trata de una ficción realista, escrita en un tono menor, que recuerda al Eliseo Diego de Divertimentos, autor y libro que por entonces Sarduy admiraba mucho, pero que concluye con un giro irónico, donde se siente la mano de Virgilio Piñera, amigo y mentor del joven camagüeyano. Su tema es la muerte ridícula de los caudillos.
El relato cuenta la historia de un anciano general que rememora batallas mientras toma sus baños vespertinos. Quien narra es alguien que observa aquellos baños del general, una especie de valet o mayordomo, un escribano de memorias o, incluso, un periodista que no pierde detalle del cuerpo, el rostro y el habla del anciano. Cuando refiere la decadencia corporal del personaje o su “placer solitario”, a la hora de la memoria, Sarduy se acerca a la novela de dictadores que pocos años después se actualizaría con Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y otros autores del boom.
Pero Sarduy da a su relato un final piñeriano, que lo acerca más a Kafka y, estilísticamente, a Borges, por ejemplo, que a cualquiera de los narradores del boom. En sus rituales abluciones, el general recordaba primero las batallas terrestres, luego lamentaba no haber participado en batallas aéreas y, finalmente, llegaba al recuento de las batallas navales. Justo cuando decía haber visto lanzar un torpedo contra un barco enemigo, el general “no vio el jabón que estaba en el fondo de la bañera, ni imaginó tampoco que un resbalón en el baño lanzaría su cuerpo venerable, superviviente de tantas batallas, a la más ridícula de las muertes”.
Libros del crepúsculo
viernes, 11 de junio de 2010
miércoles, 9 de junio de 2010
La América de Chesterton
En su colección “Los Viajeros”, la editorial sevillana Renacimiento ha realizado la primera versión en castellano del libro Lo que vi en América (2009) del gran escritor londinense G. K. Chesterton (1874-1936). Recién convertido al catolicismo –por lo menos, su tercera conversión, ya que luego del espiritismo y el ocultismo juveniles, se convirtió, primero, al agnosticismo, y luego, al anglicanismo- Chesterton recorrió Estados Unidos impartiendo conferencias, en una especie de réplica de las giras intelectuales que algunos escritores norteamericanos, como Mark Twain o Henry James, realizaron por Inglaterra.
Chesterton llegó a Estados Unidos casi un siglo después que Alexis de Tocqueville y, sin embargo, son asombrosos los paralelos en las observaciones de ambos sobre la sociedad, la cultura y la política norteamericanas. Podría pensarse que la razón de tal persistencia de visiones europeas sobre Estados Unidos reside en que ninguna de las culturas involucradas en ese intercambio de miradas –la francesa, la británica y la norteamericana- cambió demasiado entre mediados del siglo XIX y la entreguerra del siglo XX.
Pero habría que considerar también que la gran literatura viajera del siglo XIX dejó imágenes fijas, impresiones de uno y otro espacio fuertemente grabadas, que los escritores de la primera mitad del XX recibieron con suficiente aliento. Chesterton recorrió Estados Unidos, se fascinó con la cultura católica de los inmigrantes irlandeses y no abandonó nunca la obsesiva yuxtaposición entre la América democrática y la Gran Bretaña aristocrática. En algunos pasajes de su libro, como el que reproducimos a continuación, basta sustituir el referente británico por el francés, para obtener una reescritura de Tocqueville:
“En América o bien no existen estados de ánimo o bien sólo hay un estado de ánimo. Es indiferente que lo llamemos bullicio o fervor; que lo consideremos heroica camaradería o la última histeria del instinto de manada. Se ha dicho de los típicos aristócratas ingleses de las oficinas de gobierno que se parecen a ciertas fuentes ornamentales y juegan de diez a cuatro; y lo cierto es que un inglés, incluso un aristócrata inglés, no siempre se siente más inclinado al juego que al trabajo. Pero la sociabilidad americana no es como la fuente de Trafalgar. Es como el Niágara”.
Chesterton utilizaba con frecuencia el término francés, específicamente tocquevilleano, de “sociabilidad”:
“La sociabilidad americana desecha sutilezas. No podemos esperar que comprenda la paradoja o la perversidad del inglés, que es capaz de ser amistoso y, sin embargo, eludir a los amigos. Eso es lo que hay de cierto en la idea de que Dickens era un sentimental. Significa que probablemente se sentía mucho más sociable cuando estaba solo”.
Sólo en un punto, y no precisamente el religioso, el relato de Chesterton se apartaba del de Tocqueville: cuando describía el estado de la democracia. Para el liberal francés, la democracia era el presente promisorio de Estados Unidos y el futuro visible del mundo. Su vigor, a la altura de la cuarta o quinta década del siglo XIX, estaba fuera de dudas. Cien años después, en medio del auge wilsoniano, el conservador y católico británico observaba un ocaso de la democracia que, a su juicio, ¡se venía experimentando desde un siglo atrás! Es decir, desde la entusiasta época monroísta. Con los últimos párrafos de su libro, Chesterton borraba de un plumazo la gran obra de Tocqueville:
“Los últimos cien años han asistido a una decadencia general de la idea democrática. Si aún queda alguien para quien esta verdad histórica resulte una paradoja, es sólo porque durante este tiempo nadie le ha enseñado historia, y menos aún historia de las ideas. Si se hubiera establecido una especie de inquisición intelectual con el objeto de definir y diferenciar herejías, se habría comprobado que la ortodoxia republicana ha ido sufriendo más secesiones, cismas y atavismos. Las dudas han ido mermando la democracia sin cesar. Y estas dudas políticas han sido contemporáneas y a menudo idénticas a las dudas religiosas”.
Renacimiento ha hecho, como decíamos, la primera edición castellana de Lo que vi en América, en traducción de Victoria León Varela. De manera que las élites intelectuales latinoamericanas, que entre fines del XIX y principios del XX todavía eran más francófonas que anglófonas, no lo leyeron. Es interesante, sin embargo, constatar en Chesterton buena parte del repertorio de estereotipos sobre Estados Unidos –país sin historia, sin pasado, sin cultura, materialista y gregario, rústico y emprendedor…- que compartió la literatura y el pensamiento latinoamericano de aquellas décadas. Con algunas excepciones, naturalmente, como José Martí.
martes, 8 de junio de 2010
Terror eterno en Tierra Santa
El equivocado ataque de Israel a la embarcación turca Mavi Marmara ha alejado aún más la ya distante solución pacífica al conflicto árabe-israelí en el Medio Oriente y ha incentivado, bajo la justificada reacción crítica de buena parte de la opinión pública mundial, el fundamentalismo islámico e, incluso, el viejo antisemitismo occidental.
Los estudiosos del tema comienzan a pensar el conflicto en clave eterna, como aquellas guerras de civilización que, según Michel Foucault, no tenían fin. Si tomamos como punto de partida del mismo la Declaración de Balfour (1917), pronto se cumplirá un siglo de disputa territorial por la inadmitida vecindad de seres humanos con orígenes étnicos y confesiones religiosas distintas.
El buscador de Amazon registra unos 893 libros sobre el conflicto Israel-Palestina en los últimos diez años y unos 4 225 sobre el conflicto árabe-israelí en la misma última década. Estaríamos hablando, sin mucha dificultad, de unos 150 libros al año sobre el tema, tan sólo en inglés, escritos desde todas las posiciones posibles, aunque con un claro énfasis a favor de una solución pacífica del mismo.
Pocos dramas de la historia contemporánea ilustran con tanta fidelidad la crisis de Ilustración que continuamos viviendo después de las masacres totalitarias del siglo XX. Se podrán escribir cientos, miles, decenas de miles de libros al año, llenos de buenas intenciones, hojas de ruta o agendas para la resolución de conflictos, y la guerra seguirá ahí, como recordatorio de la barbarie. “Nunca ha habido una guerra buena, decía Benjamin Franklin, ni una mala paz”.
domingo, 6 de junio de 2010
Memoria moral e historia política
En El País de hoy, Javier Cercas tercia en la polémica entre Almudena Grandes y Joaquín Leguina, a propósito del artículo de éste último, "Enterrar a los muertos", también en El País (24/ 5/ 2010), sobre la memoria de la guerra civil. La posición de Cercas no es, como sabemos, maniquea. Él, como Leguina, admite que se cometieron crímenes en el bando nacionalista y en el republicano, que en uno y otro hubo personas decentes e indecentes, que actuaron de acuerdo a sus creencias o ideologías, aunque estas los llevaran a cometer injusticias, o que utilizaron las creencias y las ideologías para justificar intolerancias, despotismos o ambiciones personales.
Pero Cercas intenta separar la memoria moral de la guerra civil de la historia política de la II República y el franquismo. Aunque hubo crímenes en ambos lados, cuantitativamente no se pueden equiparar los de una breve República de cinco años, que durante otros tres años intenta defenderse, con los de una larga dictadura de cuatro décadas. Tampoco se puede establecer una equivalencia cualitativa entre el autoritarismo de uno y otro rival: la República era un régimen legítimo, que se instauró por vías democráticas, mientras que la dictadura fue un régimen de facto, surgido de un golpe de Estado.
De manera que si desde el punto de vista de la memoria moral –algo similar a lo planteado por Avishai Margalit en The Ethics of Memory (Harvard University Press, 2002) – es recomendable reconocer la legitimidad histórica de los sujetos que se involucraron en uno u otro bando, desde el punto de vista de la historia política no debería haber dudas sobre la naturaleza democrática de la República ni sobre la naturaleza autoritaria del franquismo. El problema es que, como bien sabe Cercas, no es fácil separar memoria moral e historia política. De ahí la dificultad de concertar legislaciones o políticas de la memoria histórica en países que han sufrido guerras civiles o dictaduras de cualquier signo.
sábado, 5 de junio de 2010
¿Qué es la democracia directa?
En no pocas zonas del pensamiento político contemporáneo, no necesariamente de las izquierdas radicales, la democracia directa se asocia con formas no representativas del consenso político. Jean Paul Sartre, por ejemplo, vio en la conexión carismática entre Fidel Castro y una parte del pueblo de Cuba –no todo ese pueblo, ni siquiera su mayoría- que asistía a las primeras manifestaciones en la Plaza de la Revolución y votaba a mano alzada la primera Declaración de la Habana, una modalidad neoateniense de democracia directa.
El profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile, David Altman, ha escrito el estudio más completo sobre la democracia directa en el mundo de los últimos treinta años. Se titula Direct Democracy Worldwide y aparecerá pronto en Cambridge University Press. La revista Perfiles latinoamericanos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede México, ha publicado en su último número (35, pp. 9-34) un adelanto de ese importante libro.
Altman comienza argumentando que no le parece correcta la identificación de la democracia directa con ideas críticas de la democracia representativa como las que se asocian a la “democracia participativa”, algunas versiones de la “democracia deliberativa” o las diversas apropiaciones del concepto que aparecen lo mismo en el Foro de Porto Alegre, en Caracas, en La Paz o en La Habana, significando cosas muy distintas desde el punto de vista institucional.
La democracia directa no es más que un conjunto de mecanismos –referendos, plebiscitos, consultas populares, iniciativas ciudadanas de ley…- que sólo puede llevarse a cabo por medio del voto universal, directo y secreto. Esos mecanismos, dice Altman, no sólo requieren de la representación electoral para realizarse sino que los mismos están constitucionalmente establecidos en muchas democracias representativas del mundo.
Altman distingue los diversos mecanismos de democracia directa, que en el lenguaje político se confunden con frecuencia. Existen muchos tipos: referendos o plebiscitos “obligatorios”, “facultativos”, “consultivos”, que promueve el poder ejecutivo, desde arriba, en sentido vinculante o no, que promueve el poder legislativo u otras instituciones del Estado con el objetivo de generar, refrendar o revocar una ley, iniciativas populares que, desde abajo, lanza cualquier asociación de la sociedad civil o un conjunto de ciudadanos con el fin de hacer visible un estado de opinión o iniciar un proceso de construcción legislativa…
Altman insiste en que los mecanismos de democracia directa han sido aprovechados desde todas las ideologías y desde todos los poderes. Hitler los utilizó para anexar Austria y Pinochet para defender su dictadura de la “agresión internacional”, que cuestionaba la violación de derechos humanos en Chile y demandaba una transición democrática en ese país. Pero Altman sugiere, naturalmente, que cuando esos mecanismos no son facultativos y se utilizan de abajo hacia arriba, su contenido democrático se vuelve más real.
¿Cuáles son los países del mundo que más recurren a la democracia directa? Las estadísticas de Altman, de los últimos treinta años, no ofrecen dudas: Suiza y Estados Unidos, dos países en los que el federalismo está constitucionalmente ligado a la aplicación de esos mecanismos por parte de las regiones –los cantones suizos y los estados norteamericanos- con el propósito de sostener el consenso nacional. En América Latina, los países que más ejercicios de democracia directa han aplicado en las tres últimas décadas son Uruguay (16), Ecuador (9), Venezuela (6), Colombia (4), Chile (4) y Bolivia (4).
La experiencia uruguaya es notable no sólo por la cantidad sino también por la calidad de esos ejercicios de democracia directa. Diez de esos mecanismos han sido desde abajo, mientras que en otros países, como Venezuela, la mayoría de los mismos han sido desde arriba. En su artículo, Altman no registra ningún mecanismo de democracia directa en Cuba, símbolo, para algunos, de la “democracia directa” en América Latina, pero se trata, evidentemente, de un error. La Constitución cubana de 1976 fue sometida a referendo –no así su reforma en 1992- y, en 2002, un plebiscito constitucional refrendó las reformas a los artículos 3°, 11° y 137°, que afirman el “carácter irrevocable” del socialismo cubano.
jueves, 3 de junio de 2010
Los bordes del liberalismo
El profesor de la UNAM, Benjamín Arditi, es autor de una de las más arduas exploraciones de los límites del liberalismo en la política latinoamericana actual. Su libro, La política en los bordes del liberalismo (2010), editado en 2007 por la Universidad de Edinburg, ha sido publicado en español por Gedisa a principios de este año. Esta entrega continúa la indagación de Arditi sobre la que llama “democracia postliberal” en América Latina.
El marco teórico de Arditi es, fundamentalmente, la filosofía política postestructuralista y neomarxista (Deleuze, Guattari, Lefort, Derrida,Vattimo, Agamben, Rancière, Zizek, Laclau…). De ahí que liberalismo sea para él sinónimo de orden social capitalista y democrático y no una tradición intelectual, sumamente heterogénea y viva, como la que encontramos en el ya clásico El sacrificio y la envidia (1992) de Jean Pierre Dupuy o en el más reciente The Future of Liberalism (2010) de Allan Wolfe.
No hay aquí referencias a Robert Nozick, a John Rawls, a Will Kymlicka o a la gran renovación teórica sobre la justicia social y los derechos civiles producida por el pensamiento liberal en las últimas décadas. Sí las hay, curiosamente, a pensadores conservadores como Carl Schmitt o Michael Oakeshott. El liberalismo parece ser, para Arditi, el conjunto de reglas que rigen la vida contemporánea en Occidente: un conjunto de reglas cuyos pilares básicos son el mercado y la democracia.
Arditi reconoce que tras la caída del Muro de Berlín esa “política liberal” se ha vuelto cada vez más “híbrida”, menos pura, y pone un ejemplo intelectual, el “socialismo liberal” de Norberto Bobbio, y otro ideológico, la instrumentación de la economía de mercado por el Partido Comunista chino. Pero su idea de los bordes del liberalismo está relacionada con aquellos discursos y prácticas políticas que, desde la izquierda –uno se pregunta por qué no, también, desde las derechas católicas, por ejemplo- impugnan la democracia liberal.
¿A qué se refiere? A tres cosas por lo menos: las estrategias de diferenciación cultural de ciertas comunidades subalternas–el autonomismo indígena, por ejemplo-, los nuevos gobiernos de la izquierda latinoamericana que vindican la tradición populista, y la “promesa” o el “entusiasmo” de la Revolución, entendidos, a la manera kantiana y benjaminiana, más como emociones o estéticas ligadas a la posibilidad de una “emancipación” o “redención” humanas que como políticas “revolucionarias” concretas.
Habría aquí un par de síntomas de la actual izquierda neomarxista latinoamericana que merecerían observación más detenida. Por un lado, la idea de que esas zonas de impugnación del orden liberal no quedan fuera sino en los “bordes del liberalismo”. Se trata por tanto de impugnaciones asimilables o asimiladas por la democracia y el mercado –Arditi utiliza la imagen freudiana de la “tierra extranjera interior” o el concepto derrideano de “espectro” para aludir a que esas interpelaciones del liberalismo son represiones sublimadas o reversos visibles del propio orden liberal.
El otro síntoma sería no contemplar a Cuba dentro de esos cuestionamientos de la política democrática y de la economía capitalista en América Latina. Supongo que Arditi prefiere trabajar otras izquierdas e, incluso, otros socialismos, como experiencias en los bordes del liberalismo, no porque el sistema cubano sea más antiliberal que postliberal sino porque en el mismo los conceptos de “ciudadanía” y “demos” todavía no han sido plenamente reformulados en los términos multiculturales que demanda la izquierda neomarxista latinoamericana.
martes, 1 de junio de 2010
Gómez Carrillo o la intensidad
Con frecuencia, los grandes movimientos artísticos y literarios pasan de una primera fase de hallazgo e insinuación a una segunda de inmanejable intensidad. Es lo que sucede con el modernismo del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), comparado con el de su maestro y mentor, Rubén Darío. Lo que en el primero fueron atisbos –París, el Oriente, Grecia, Egipto-, en el segundo serían, casi, obsesiones.
Gómez Carrillo fue el grafómano autor de más de 80 libros, entre crónicas, relatos y poemas. Viajero, duelista y galán –casó con la escritora peruana Aurora Cáceres (Evangelina), con la cupletista española Raquel Meller y con la salvadoreña Consuelo Suncín, viuda del famoso piloto y escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, además de que la leyenda lo identifica como uno de los tantos amantes de Mata-Hari, a quien dedicó libro- hizo del París de principios del siglo XX su base de operaciones.
Desde allí recorrió toda Europa y viajó a Rusia y al Lejano y el Medio Oriente. De esas peregrinaciones quedaron sus notables crónicas, La Rusia actual (1906), La Grecia eterna (1908), La sonrisa de la esfinge (1913), Jerusalén y Tierra Santa (1914) y Vistas de Europa (1919). La sevillana editorial Renacimiento ha iniciado el rescate de algunos de estos títulos, comenzando por El Japón heroico y galante (1912), prologado por Darío.
En París, como José Martí en Nueva York, Gómez Carrillo fue una especie de embajador latinoamericano: representó intereses, lo mismo, de la Argentina del demócrata Hipólito Yrigoyen que de la Guatemala del dictador Manuel Estrada Cabrera. En esas ciudades los exilios parecen perder su carta de naturalización nacional y, sin dejar de ser exilios, responden a una identidad más bien regional. Gómez Carrillo era el amigo "latinoamericano" -no específicamente guatemalteco- de Verlaine y Leconte de Lisle.
El Japón que fascina a Gómez Carrillo -y a buena parte de las élites hispanoamericanas de la Belle Epoque- es el posterior a la Restauración Meiji, que se abre a Occidente, al tiempo en que se relanza como imperio militar y cultural. El Japón de Yoshihito, que reduce el Shogunato, se impone militarmente a Rusia y a China y anexa Taiwán y Corea. Esa fuerza fue admirada por Gómez Carrillo y algunos modernistas hispanoamericanos, tan “antimperialistas” en el contexto occidental, como el poderío “galante” del “otro”.
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