Gerardo Fernández Fe
Para Béryl Caizzi
I
Debo reconocer que fue pura obra del azar el que mi lugar de residencia durante mi primera visita a París fuera e1 40, rue des Écoles, justamente a unos pasos del lugar en el que a finales de febrero de 1980 un camión de lavandería golpeara el cuerpo de Roland Barthes. Exactamente un año después de aquella estancia, de nuevo en París, descubrí que por unos francos (no pocos) podía ser conducido, de la mano de un guía conocedor, entre calles, librerías y cafés frecuentados por el hombre Barthes más de veinte años atrás.
Trazar la topografía física de un escritor admirado, imaginar el momento de su muerte, seguir sus pasos como se siguen y se recrean también sus fotos, es un acto tan lícito como el de hurgar en la topografía de su imaginario, escudriñar en su escritura, en sus cartas, en sus diarios, preguntarse definitivamente como minucioso hagiógrafo por qué éste y no otro libro: seguir el hilo de una maraña de grafía, acontecimientos y obsesiones.
En una entrevista publicada por Cahiers du cinéma en septiembre de 1963, Barthes confiesa su gusto por el cine a solas, lejos de los engorrosos imperativos de la sociabilidad; y más allá, aun antes de elegir entre tantos filmes, su deseo de “improvisación total”, de recorrido, por qué no dubitativo de sala en sala, “guiado por las fuerzas más oscuras de mí mismo”. Hay un recorrido, un parcours zigzagueante de Barthes entre cines de barrio y cines de ensayo, entre confesadas lecturas diurnas, funcionales (Hjelmslev, Benveniste) y lecturas nocturnas, de placer (Flaubert, Chateaubriand), entre las calles de uno de los barrios gay de Tokio y ese centro vacío, prohibido e indiferente, “habitado por un emperador que nunca vemos”; o simplemente, en años menos intensos, sumergido en el oscuro y a la vez luminoso ambiente del Palace --antaño célebre teatro parisino--, descubriendo sobre el viejo telón no desechado por la modernidad la inscripción de una ruta marítima: Le Havre- Plymouth-New York.
Quedan también, igual a unos pasos del lugar de su accidente (no de su muerte, un mes más tarde), dos sitios de dispares connotaciones. La estatua rígida de Claude Bernard, genio de la medicina experimental, senador bajo Napoleón III y figura insigne del Colegio de Francia (precisamente ante cuya puerta ha sido erigida); y más allá, honrando un parquecillo de tierra arcillosa, el cuerpo de Montaigne, sentado, los brazos en cruz sobre las piernas, un libro en su mano derecha, un manto, gorguera alechugada al cuello, zapatos estilo Enrique de Montmorency y un rictus de escalofríos.
El fantasma de Montaigne entra y sale del imaginario de Roland Barthes: juega, se ausenta, nunca se pierde. Aun en sus gestos más furibundos (búsqueda de un Neutro en su escritura, pasión por Tel Quel como texto y experiencia límites), Barthes no deja de ser un humanista. Al epíteto de “personaje estéril, heredero del copista medieval, encerrado y enfermizo”, adjudicado por Michelet a Montaigne, Barthes, con dolor (pues Michelet es también tutor de su imaginario más fértil), desde un texto de 1942, antepone el de “hombre por excelencia”.
Del sabio Claude Bernard, sin embargo, Barthes nunca habló. Los une un accidente: este, el del 25 de febrero de 1980; y un incidente (palabra que Barthes prefería): su labor en el Colegio de Francia. Los une también una pasión por el cuerpo: anatomía, fisiología en uno, lengua, escritura, goce en el otro. Y a ambos también los une la Muerte. “La vida es la muerte”, había aseverado en su momento el fisiólogo Claude Bernard, afín a una concepción del organismo vivo que se construye sobre sus propias ruinas metabólicas. Asido a sus principios de no ceder ante el pathos, en 1970, en uno de los escasos momentos en los que se refiere al tema, Barthes afirmaba: “La muerte es el único suceso. Todo el resto es discurso, lenguaje”.
Entre un fantasma de rigor científico y otro de creativa lucidez, incluso a pesar de otras deambulaciones, queda el topos que designa a Roland Barthes: paseante felizmente indefinido, que se conoce, que en 1977, al pronunciar su Lección inaugural en el Colegio de Francia, se define como “un sujeto incierto dentro del cual cada atributo es de cierto modo combatido por su contrario”. O más adelante: “un sujeto impuro que es acogido en una casa donde reina la ciencia, el saber, el rigor y la invención disciplinada”. La misma casa desde la cual el profesor Raymond Picard había increpado en 1965 la impostura de Barthes en su libro Sobre Racine. Impostura: del latín impostor, y más allá positum, supino de ponere: que quiere decir poner. Barthes: el que no está puesto, el que está fuera.
Im-postura de Roland Barthes: su no-estar que más adelante se trastocará en la asunción del axioma oriental de no-querer-asir .O su estar en todas partes, su ubicuidad subrepticia, su voluntad de evitar anclajes, de bordear sistemas (Marx, el psicoanálisis, la lingüística más ortodoxa), desde la tangente, procurando fintas, movimientos del cuerpo y de la escritura que terminan en huída. De hecho, la instauración de la fragmentariedad como primer elemento de su instrumental no sólo crítico sino también vital revela mucho de la agonística barthesiana: su arte de la fuga, su necesidad de pausas fictivas, de incidentes, entre lección y lección (imagínese al Barthes lector de francés en Bucarest, en Alejandría; conferencista universitario en Rabat, en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París), entre teoría y teoría (ahora al fundador del Centro de Estudios de Comunicación de Masas, al escritor de Para una psico-sociología de la alimentación contemporánea o de Semiología y Urbanismo).
Como línea, segmento, prosa coagulada, el fragmento es medular en Barthes, y no deja de ausentarse y de reaparecer, como un jadeo, como el discurso del enamorado que “no existe sino en bocanadas de lenguaje que le vienen a merced de circunstancias ínfimas, aleatorias”: desde Notas sobre André Gide y su Diario, de 1942, Jean Cayrol y sus novelas, de 1952, La Muerte del autor, de 1968, Escritores, intelectuales, profesores, de 1971, A1l except you, de 1976 o Nota sobre un album de fotos de Lucien Clergue, de 1980, dando por obvios sus revisitados libros antológicos.
Desde un párrafo que quiere extenderse, que es atajado a tiempo y que deviene “fragmento de escritura [que] es siempre una esencia de escritura” (en FB, un misterioso texto de 1964) hasta lo exiguo del fragmen linguae o del anhelado haiku que al mismo tiempo es nada y es “avidez del sentido” (léanse las notas sólo aparentemente descuidadas que luego conformarán el libro Incidentes, a partir de su estancia en Marruecos entre 1969 y 1970), el fragmento en Barthes es delirio, alibí y coartada para insertar lo fictivo, restos de sus propias ruinas metabólicas, único asidero de un pensamiento que finalmente rehuye la Summa, el Sistema.
Delirio del fragmento: en francés délire y su par cuasi homofónico delire: desleer. Leer, releer, desleer, como mismo se cose, se recose, se descose; lo que luego resumirá la relación del Autor (como alguien que mueve la mano, que produce), el Texto y el Lector: figura ésta insistentemente trabajaba por el propio Barthes. Como nota a una de sus teorías sobre Michelet, a pie de página, Barthes aporta un elemento curioso: Michelet nunca escribía sobre persona alguna sin antes haber consultado tantos grabados y retratos de ésta como le fuera posible. Ante una mesa iluminada por velas y una lámpara de aceite --ahora fabulo--, Michelet extiende varios retratos de su personaje; luego cose la Historia.
En sintonía con esta escena, Barthes retoma ciertas fotos para escribir La Cámara Oscura, de 1980. Este otro recorrido, ahora de foto en foto, no es nuevo para él: Comentario, de 1960, prólogo a Madre Coraje y sus hijos a través de fotos de Pic durante la representación del Berliner Ensemble en París; El tercer sentido, de 1970, notas sobre algunos fotogramas de S.M.Eisenstein; Sobre fotografías (bucólicas, sosegadas --anoto yo) de Daniel Boudinet, de 1977; o simplemente Barthes por Barthes. En La Cámara Oscura, Barthes presenta fotos de diferente calaña, igualmente sobre una mesa de trabajo, antes de intrincarse en sus conceptos de operator, spectator, punctum y studium (que ahora deshecho), con la simple y subrepticia intención de, aun evitando el pathos, hablar del dolor y de la muerte de su madre. Entre tantas fotos (repetida escena de un Michelet del siglo XX), una de su madre, con cinco años, en el Jardín de Invierno. Pero esta no la muestra. Nunca llegamos a verla. Barthes la escribe. El fragmento, el haiku en prosa, el incidente, el pie de foto, inauguran la Ficción.
Pero también la ausencia. En el Enrique de Ofterdingen, de Novalis, el joven protagonista, de visita en la cueva de un conde devenido ermitaño, descubre con asombro en un libro de “gruesas escrituras bellamente iluminadas” el recorrido de su propia vida: la imagen de sus padres, las del landgrave de Turingia, la suya misma sobre un barco, entre hombres de aspecto feroz o entre árabes y sarracenos. Para su dolor, ese libro mágico escrito en provenzal, ha quedado trunco como el propio texto de Novalis, definitivamente incompleto. Sólo le queda a Enrique continuar su recorrido iniciático, su búsqueda de la flor azul, de la virtud, la poesía y el amor, la reescritura de sus pasos, su Utopía. En cuanto al texto mismo de Novalis --detenido por su temprana muerte de tuberculosis--: al lector su reescritura.
Del mismo modo, en La obra maestra desconocida, de Balzac, el pintor Frenhofer quema su cuadro y muere tras diez años de búsqueda de la imagen perfecta. Aquí el desbordamiento trae la ausencia, pérdida de la razón del acto y del cuadro mismo. Sólo un pie de mujer –“delicioso, vivo”, anota Balzac--, salvado del caos irracional, logra que reparemos en la relación entre éxtasis de la creación y experiencia-límite. Tras el amasijo de trazos informes con que ha revestido su pintura original se esconde el deseo aberrado, la búsqueda del momento ideal, escritura de lo imposible. La de Barthes ya no será la Utopía política (vehiculada a través de Marx y de Brecht en sus primeros años); tampoco más tarde su empresa científica. Flor azul o lienzo perfecto, en Barthes el objeto buscado es un libro, El Libro (Mallarmé, Proust, Joyce). Ni disertatio científica, ni monólogo egotista (Barthes se contenta llamándola lo novelesco), en fin, otra Escritura.
Pero antes Barthes sucumbía a lo que él mismo llamó su delirio científico. A partir de 1960 (quizás con el precedente de Lenguaje y vestido, publicado en la revista Critique en marzo de 1959) aparece un texto lourd, menos breve, nada gozoso, aderezado con tablas y recuadros. Ese mismo año pueden ser leídos en publicaciones periódicas Por una sociología del vestido, El azul está de moda. Nota sobre la búsqueda de unidades significantes en el vestido de moda, El problema de la significación en el cine y Las unidades traumáticas en el cine. Claro que este gesto de extrema racionalidad tiene su real antecedente --al menos como síntoma-- en el regusto sociológico de un libro de 1957 devenido antológico: Mitologías. Ya en los primeros años de la década del sesenta, las vehementes reseñas sobre teatro se hacen menos frecuentes, así los textos sobre lecturas clásicas; aparecen manifestaciones que tienden hacia lo lingüístico, el estudio sociológico y lo que él mismo ayudara a fundar: la idea de la semiología.
Sin embargo, no todo adquiere un mismo matiz. En un libro de marcado acento de crítica temática (a lo Gastón Bachelard, aunque su autor se encargara de puntualizar que entonces no lo había leído), Roland Barthes no esconde su interés por el Michelet-hombre: se ocupa de sus migrañas, de su primer baño de mar a los cincuenta y siete años, de sus mujeres y sus amantes, de su intento de purificación al renunciar a una relación degradante con una amiga de su difunta mujer, su temor a ser enterrado vivo...; preocupación por el autor, el productor de un texto, que desaparecerá durante su por qué no también fértil etapa de rigor científico y que con intermitencia reaparecerá a lo largo de su carrera: recorrido zigzagueante al fin, felizmente contradictorio.