Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 22 de abril de 2010

Fernández Fe, Barthes y la novela I

UN ESCRITOR DE NOVELAS LLAMADO ROLAND BARTHES
Gerardo Fernández Fe


Para Béryl Caizzi


I
Debo reconocer que fue pura obra del azar el que mi lugar de residencia durante mi primera visita a París fuera e1 40, rue des Écoles, justamente a unos pasos del lugar en el que a finales de febrero de 1980 un camión de lavandería golpeara el cuerpo de Roland Barthes. Exactamente un año después de aquella estancia, de nuevo en París, descubrí que por unos francos (no pocos) podía ser conducido, de la mano de un guía conocedor, entre calles, librerías y cafés frecuentados por el hombre Barthes más de veinte años atrás.

Trazar la topografía física de un escritor admirado, imaginar el momento de su muerte, seguir sus pasos como se siguen y se recrean también sus fotos, es un acto tan lícito como el de hurgar en la topografía de su imaginario, escudriñar en su escritura, en sus cartas, en sus diarios, preguntarse definitivamente como minucioso hagiógrafo por qué éste y no otro libro: seguir el hilo de una maraña de grafía, acontecimientos y obsesiones.

En una entrevista publicada por Cahiers du cinéma en septiembre de 1963, Barthes confiesa su gusto por el cine a solas, lejos de los engorrosos imperativos de la sociabilidad; y más allá, aun antes de elegir entre tantos filmes, su deseo de “improvisación total”, de recorrido, por qué no dubitativo de sala en sala, “guiado por las fuerzas más oscuras de mí mismo”. Hay un recorrido, un parcours zigzagueante de Barthes entre cines de barrio y cines de ensayo, entre confesadas lecturas diurnas, funcionales (Hjelmslev, Benveniste) y lecturas nocturnas, de placer (Flaubert, Chateaubriand), entre las calles de uno de los barrios gay de Tokio y ese centro vacío, prohibido e indiferente, “habitado por un emperador que nunca vemos”; o simplemente, en años menos intensos, sumergido en el oscuro y a la vez luminoso ambiente del Palace --antaño célebre teatro parisino--, descubriendo sobre el viejo telón no desechado por la modernidad la inscripción de una ruta marítima: Le Havre- Plymouth-New York.

Quedan también, igual a unos pasos del lugar de su accidente (no de su muerte, un mes más tarde), dos sitios de dispares connotaciones. La estatua rígida de Claude Bernard, genio de la medicina experimental, senador bajo Napoleón III y figura insigne del Colegio de Francia (precisamente ante cuya puerta ha sido erigida); y más allá, honrando un parquecillo de tierra arcillosa, el cuerpo de Montaigne, sentado, los brazos en cruz sobre las piernas, un libro en su mano derecha, un manto, gorguera alechugada al cuello, zapatos estilo Enrique de Montmorency y un rictus de escalofríos.

El fantasma de Montaigne entra y sale del imaginario de Roland Barthes: juega, se ausenta, nunca se pierde. Aun en sus gestos más furibundos (búsqueda de un Neutro en su escritura, pasión por Tel Quel como texto y experiencia límites), Barthes no deja de ser un humanista. Al epíteto de “personaje estéril, heredero del copista medieval, encerrado y enfermizo”, adjudicado por Michelet a Montaigne, Barthes, con dolor (pues Michelet es también tutor de su imaginario más fértil), desde un texto de 1942, antepone el de “hombre por excelencia”.

Del sabio Claude Bernard, sin embargo, Barthes nunca habló. Los une un accidente: este, el del 25 de febrero de 1980; y un incidente (palabra que Barthes prefería): su labor en el Colegio de Francia. Los une también una pasión por el cuerpo: anatomía, fisiología en uno, lengua, escritura, goce en el otro. Y a ambos también los une la Muerte. “La vida es la muerte”, había aseverado en su momento el fisiólogo Claude Bernard, afín a una concepción del organismo vivo que se construye sobre sus propias ruinas metabólicas. Asido a sus principios de no ceder ante el pathos, en 1970, en uno de los escasos momentos en los que se refiere al tema, Barthes afirmaba: “La muerte es el único suceso. Todo el resto es discurso, lenguaje”.

Entre un fantasma de rigor científico y otro de creativa lucidez, incluso a pesar de otras deambulaciones, queda el topos que designa a Roland Barthes: paseante felizmente indefinido, que se conoce, que en 1977, al pronunciar su Lección inaugural en el Colegio de Francia, se define como “un sujeto incierto dentro del cual cada atributo es de cierto modo combatido por su contrario”. O más adelante: “un sujeto impuro que es acogido en una casa donde reina la ciencia, el saber, el rigor y la invención disciplinada”. La misma casa desde la cual el profesor Raymond Picard había increpado en 1965 la impostura de Barthes en su libro Sobre Racine. Impostura: del latín impostor, y más allá positum, supino de ponere: que quiere decir poner. Barthes: el que no está puesto, el que está fuera.

Im-postura de Roland Barthes: su no-estar que más adelante se trastocará en la asunción del axioma oriental de no-querer-asir .O su estar en todas partes, su ubicuidad subrepticia, su voluntad de evitar anclajes, de bordear sistemas (Marx, el psicoanálisis, la lingüística más ortodoxa), desde la tangente, procurando fintas, movimientos del cuerpo y de la escritura que terminan en huída. De hecho, la instauración de la fragmentariedad como primer elemento de su instrumental no sólo crítico sino también vital revela mucho de la agonística barthesiana: su arte de la fuga, su necesidad de pausas fictivas, de incidentes, entre lección y lección (imagínese al Barthes lector de francés en Bucarest, en Alejandría; conferencista universitario en Rabat, en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París), entre teoría y teoría (ahora al fundador del Centro de Estudios de Comunicación de Masas, al escritor de Para una psico-sociología de la alimentación contemporánea o de Semiología y Urbanismo).

Como línea, segmento, prosa coagulada, el fragmento es medular en Barthes, y no deja de ausentarse y de reaparecer, como un jadeo, como el discurso del enamorado que “no existe sino en bocanadas de lenguaje que le vienen a merced de circunstancias ínfimas, aleatorias”: desde Notas sobre André Gide y su Diario, de 1942, Jean Cayrol y sus novelas, de 1952, La Muerte del autor, de 1968, Escritores, intelectuales, profesores, de 1971, A1l except you, de 1976 o Nota sobre un album de fotos de Lucien Clergue, de 1980, dando por obvios sus revisitados libros antológicos.

Desde un párrafo que quiere extenderse, que es atajado a tiempo y que deviene “fragmento de escritura [que] es siempre una esencia de escritura” (en FB, un misterioso texto de 1964) hasta lo exiguo del fragmen linguae o del anhelado haiku que al mismo tiempo es nada y es “avidez del sentido” (léanse las notas sólo aparentemente descuidadas que luego conformarán el libro Incidentes, a partir de su estancia en Marruecos entre 1969 y 1970), el fragmento en Barthes es delirio, alibí y coartada para insertar lo fictivo, restos de sus propias ruinas metabólicas, único asidero de un pensamiento que finalmente rehuye la Summa, el Sistema.

Delirio del fragmento: en francés délire y su par cuasi homofónico delire: desleer. Leer, releer, desleer, como mismo se cose, se recose, se descose; lo que luego resumirá la relación del Autor (como alguien que mueve la mano, que produce), el Texto y el Lector: figura ésta insistentemente trabajaba por el propio Barthes. Como nota a una de sus teorías sobre Michelet, a pie de página, Barthes aporta un elemento curioso: Michelet nunca escribía sobre persona alguna sin antes haber consultado tantos grabados y retratos de ésta como le fuera posible. Ante una mesa iluminada por velas y una lámpara de aceite --ahora fabulo--, Michelet extiende varios retratos de su personaje; luego cose la Historia.

En sintonía con esta escena, Barthes retoma ciertas fotos para escribir La Cámara Oscura, de 1980. Este otro recorrido, ahora de foto en foto, no es nuevo para él: Comentario, de 1960, prólogo a Madre Coraje y sus hijos a través de fotos de Pic durante la representación del Berliner Ensemble en París; El tercer sentido, de 1970, notas sobre algunos fotogramas de S.M.Eisenstein; Sobre fotografías (bucólicas, sosegadas --anoto yo) de Daniel Boudinet, de 1977; o simplemente Barthes por Barthes. En La Cámara Oscura, Barthes presenta fotos de diferente calaña, igualmente sobre una mesa de trabajo, antes de intrincarse en sus conceptos de operator, spectator, punctum y studium (que ahora deshecho), con la simple y subrepticia intención de, aun evitando el pathos, hablar del dolor y de la muerte de su madre. Entre tantas fotos (repetida escena de un Michelet del siglo XX), una de su madre, con cinco años, en el Jardín de Invierno. Pero esta no la muestra. Nunca llegamos a verla. Barthes la escribe. El fragmento, el haiku en prosa, el incidente, el pie de foto, inauguran la Ficción.

Pero también la ausencia. En el Enrique de Ofterdingen, de Novalis, el joven protagonista, de visita en la cueva de un conde devenido ermitaño, descubre con asombro en un libro de “gruesas escrituras bellamente iluminadas” el recorrido de su propia vida: la imagen de sus padres, las del landgrave de Turingia, la suya misma sobre un barco, entre hombres de aspecto feroz o entre árabes y sarracenos. Para su dolor, ese libro mágico escrito en provenzal, ha quedado trunco como el propio texto de Novalis, definitivamente incompleto. Sólo le queda a Enrique continuar su recorrido iniciático, su búsqueda de la flor azul, de la virtud, la poesía y el amor, la reescritura de sus pasos, su Utopía. En cuanto al texto mismo de Novalis --detenido por su temprana muerte de tuberculosis--: al lector su reescritura.

Del mismo modo, en La obra maestra desconocida, de Balzac, el pintor Frenhofer quema su cuadro y muere tras diez años de búsqueda de la imagen perfecta. Aquí el desbordamiento trae la ausencia, pérdida de la razón del acto y del cuadro mismo. Sólo un pie de mujer –“delicioso, vivo”, anota Balzac--, salvado del caos irracional, logra que reparemos en la relación entre éxtasis de la creación y experiencia-límite. Tras el amasijo de trazos informes con que ha revestido su pintura original se esconde el deseo aberrado, la búsqueda del momento ideal, escritura de lo imposible. La de Barthes ya no será la Utopía política (vehiculada a través de Marx y de Brecht en sus primeros años); tampoco más tarde su empresa científica. Flor azul o lienzo perfecto, en Barthes el objeto buscado es un libro, El Libro (Mallarmé, Proust, Joyce). Ni disertatio científica, ni monólogo egotista (Barthes se contenta llamándola lo novelesco), en fin, otra Escritura.

Pero antes Barthes sucumbía a lo que él mismo llamó su delirio científico. A partir de 1960 (quizás con el precedente de Lenguaje y vestido, publicado en la revista Critique en marzo de 1959) aparece un texto lourd, menos breve, nada gozoso, aderezado con tablas y recuadros. Ese mismo año pueden ser leídos en publicaciones periódicas Por una sociología del vestido, El azul está de moda. Nota sobre la búsqueda de unidades significantes en el vestido de moda, El problema de la significación en el cine y Las unidades traumáticas en el cine. Claro que este gesto de extrema racionalidad tiene su real antecedente --al menos como síntoma-- en el regusto sociológico de un libro de 1957 devenido antológico: Mitologías. Ya en los primeros años de la década del sesenta, las vehementes reseñas sobre teatro se hacen menos frecuentes, así los textos sobre lecturas clásicas; aparecen manifestaciones que tienden hacia lo lingüístico, el estudio sociológico y lo que él mismo ayudara a fundar: la idea de la semiología.

Sin embargo, no todo adquiere un mismo matiz. En un libro de marcado acento de crítica temática (a lo Gastón Bachelard, aunque su autor se encargara de puntualizar que entonces no lo había leído), Roland Barthes no esconde su interés por el Michelet-hombre: se ocupa de sus migrañas, de su primer baño de mar a los cincuenta y siete años, de sus mujeres y sus amantes, de su intento de purificación al renunciar a una relación degradante con una amiga de su difunta mujer, su temor a ser enterrado vivo...; preocupación por el autor, el productor de un texto, que desaparecerá durante su por qué no también fértil etapa de rigor científico y que con intermitencia reaparecerá a lo largo de su carrera: recorrido zigzagueante al fin, felizmente contradictorio.

miércoles, 21 de abril de 2010

SS en RB



Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971), poeta, narrador, traductor y ensayista, autor de Las palabras pedestres (1996), La falacia (1999) y las magníficas prosas de Cuerpo a diario (2007), comenta desde La Habana a propósito del post sobre Severo Sarduy en Roland Barthes. Fernández Fe, buena prueba de que el cosmopolitismo literario, en Cuba, no por minoritaria es una tradición agotada, nos envía también un ensayo sobre Barthes y la novela, cuya primera versión apareció en la revista Unión (No. 45, enero-marzo, 2002, pp. 28-37), y que mañana publicaremos, actualizada, en Libros del Crepúsculo.


“Desconozco la traducción al español de Fragmentos de un discurso amoroso, por lo que me basaré obviamente en el original en francés. Recuerda que en esa especie de prólogo titulado más o menos "Cómo se hizo este libro", exactamente en el tópico número 3 titulado Referencias, Barthes argumenta el uso de las citas ajenas, las que provienen de una lectura regular, como el Werther de Goethe, las que provienen de lecturas insistentes, como El banquete de Platon, el zen, el psicoanálisis…, más tarde las lecturas ocasionales y al final también las conversaciones con amigos.

Luego anota: lo que proviene de los libros y de los amigos aparece a menudo en el margen del texto en forma de títulos para los libros y de iniciales para los amigos. Las referencias así dadas no son de autoridad, sino de amistad: no doy garantía de ellas, sólo retomo, como una especie de saludo dado al paso, lo que ha seducido, convencido, lo que por un instante provocó el goce de comprender (¿de ser comprendido?). Por ello hemos dejado estos recuerdos de lectura, de escucha, en un estado por momentos incierto, inacabado, que conviene a un discurso cuya instancia no es otra que la memoria de los lugares (libros, encuentros) en los que algo ha sido leído, dicho, escuchado.

En esa cuerda, hay en este libro un par de momentos en los que Barthes se refiere a conversaciones con Severo, momentos debidamente marcados con las iniciales S.S en el margen izquierdo:

… Muy al inicio del libro, en el capítulo El ausente, exactamenente en el fragmento número 8, cuando R.B. se refiere a un koan búdico que dice: el maestro sostiene la cabeza del discípulo bajo el agua…, aquí aparecen las iniciales S.S., pues obviamente es Sarduy, tan dado a la filosofía oriental, quien aporta la referencia a través de una conversación con el autor.

… en el capítulo La alborada, R.B. cita una reflexión amorosa que había escuchado en boca de S.S.: Sufría tanto, luchaba tanto durante todo el día con la imagen del ser amado, que en la noche dormía muy bien.

… Por último, al final del libro, Barthes incluye el nombre de Severo Sarduy en su Tabula gratulatoria junto a Sollers, Francois Wahl y otros amigos. Y más abajo, en la lista de libros y textos consultados, el único texto de S.S. que cita es Les travestis, publicado en el número 20 de la revista art press.

He aquí mi pequeña aportación,

Un abrazo, Gerardo”.

martes, 20 de abril de 2010

La libertad vigilada


El reportaje de Daniel Verdú, en El País del pasado domingo, sobre los informes de los censores literarios del franquismo, guardados en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, no tiene desperdicio. Curas, periodistas de medio pelo, profesores de tercera, escritores frustrados leían libros de Juan Marsé, Francisco Ayala, Antonio Gamoneda o Jaime Gil de Biedma y enviaban sus juicios a las instituciones culturales del régimen.
En la mayoría de los casos, las censuras eran lecturas aviesas, que descalificaban a los autores desde la religión, la moral o la franca homofobia. Pero no faltaban las censuras favorables, que denotaban ínfulas de crítico en el censor. Por ejemplo, un lector franquista de Jaime Gil de Biedma aseguraba que se trataba “de un buen poeta y sobradamente conocido como firmante de manifiestos contra el régimen. Su poesía es francamente buena, romántica algunas veces pero con un deje de ironía. Influjos machadianos y becquerianos…”
Otro censor leyó Fiestas (1958) de Juan Goytisolo y a pesar de su rechazo a todo lo que escribían los hermanos Goytisolo, recomendó su publicación con el siguiente argumento: “con la apertura de criterios en los casos de estos mozalbetes se consigue un bien mayor al mal que se pueda evitar censurándolos. Hay que desenmascararlos ante el extranjero. No hacerles el juego. No darles pies a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tienen consistencia literaria. Condenémosles a la libertad, libertad vigilada. Es la sanción mayor que se les puede dar”.

lunes, 19 de abril de 2010

Magris y Cercas contra la izquierda reaccionaria

Entre las varias cosas buenas que traía El País de ayer, el diario y el semanario –la entrevista con Peter Brook, el artículo de Eduardo Lago sobre el Booker póstumo y su sugerencia de que la misma iniciativa se traslade al Nobel para honrar a Proust, a Joyce, a Kafka, a Borges y a Nabokov, el reportaje fotográfico de Huete Machado y Roemers sobre las reliquias de la Guerra Fría en el paisaje europeo, la visita de Daniel Verdú a los archivos de Alcalá de Henares, en busca de los informes de los censores literarios bajo el franquismo…- un artículo de Javier Cercas titulado “Los nuevos reaccionarios”.

“Para cualquier liberal de verdad, ese título (“Comentarios liberales”) sólo puede ser un sarcasmo; o un insulto. Como sólo puede ser un sarcasmo o un insulto que los nuevos reaccionarios saquen a diario en procesión a Orwell y a Camus, dos tipos de quienes hace 40 años abominaban porque tuvieron el coraje de denunciar el totalitarismo en una época totalitaria y que 40 años después abominarían de ellos porque los verían como una amenaza totalitaria en una época democrática. En realidad, nada está más lejos de cualquier idea liberal y de progreso que los nuevos reaccionarios; no lo digo yo, lo dice un verdadero liberal: “Si hay una actitud opuesta a la mía, asegura Claudio Magris, es aquella que mantenían muchos revolucionarios extremistas que hace 40 años creían que la revolución iba a crear un mundo perfecto, y vieron que eso no ocurrió y se convirtieron en seres completamente reaccionarios”.

viernes, 16 de abril de 2010

Pregunta a los sarduyanos

Tomando notas para un ensayo, de cuyo tema no quiero acordarme, he releído varios libros de Roland Barthes. Por el camino me he preguntado si existe algún inventario de las alusiones a Severo Sarduy en su obra. Se han escrito algunos ensayos sobre la amistad intelectual entre Barthes y Sarduy y se han escrito demasiados ensayos interpretando la obra de Sarduy en clave barthesiana. Pero mi pregunta va por un lado archivístico: no he encontrado un buen estudio sobre Sarduy en Barthes.
Para empezar tendríamos el ensayo “Sarduy: la face baroque”, publicado en 1967, en La Quinzaine littéraire, y reproducido por Gustavo Guerrero y Francois Wahl en la Obra completa (incompleta) de Sarduy, en dos tomos, que editó la UNESCO y el Fondo de Cultura Económica. El texto ha sido recientemente traducido por Gerardo Muñoz en su blog Puente Ecfrático y lo más interesante del mismo, a mi juicio, es esa idea de que De donde son los cantantes no “habla de Cuba o del castrismo”, sino de la “lengua cubana”.
Una lengua, dice Barthes, que invierte el paisaje cubano por medio de una conexión con el barroco español. Al desembocar esa “traducción” en el francés se produce, entonces, una nueva inversión: la novela de Sarduy hace emerger la cara barroca de Francia. Al final, Barthes utiliza a Sarduy para interrogar críticamente la tradición literaria francesa y no por gusto su texto comienza con una referencia al logocentrismo de la misma.
Luego tendríamos la famosa alusión a Cobra, en El placer del texto (1973), en la que Barthes habla de “la alternancia de dos placeres en estado de competencia”, del “más y más todavía”, de la “reconstrucción de la lengua en otra parte”, de una “heterología por plenitud” y de una “especie de franciscanismo que convoca a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y volver a irse inmediatamente”.
Por último, tendríamos los interesantes comentarios de Barthes sobre Sarduy en las notas de cursos y seminarios en el College de France, entre 1978 y 1980, año de su muerte. En uno de los tres volúmenes de dichas notas, preparados por la ensayista argentina Beatriz Sarlo para la editorial Siglo XXI (Buenos Aires), el titulado La preparación de la novela (2005), hay dos menciones de Sarduy. Una sobre el ensayo La Doublure, que apareció en Flammarion en 1982 –y en Monte Ávila, ese mismo año. Dado que el libro no se había editado en 1979, Barthes citaba en el aula el manuscrito de un amigo, además de la obra de un autor admirado.
La segunda mención también es íntima. Hablando de los “libros-clave”, que permiten la “comprensión de un país, de una época o de un autor” (Hamlet en Shakespeare, la Divina comedia en Italia…), Barthes asegura que los franceses carecen de un libro clave, a diferencia de los españoles que tienen Don Quijote de Cervantes. A lo que agrega: “Severo Sarduy me hacía notar que era una pena, que habría sido más divertido si hubiera sido La celestina”. Y cerraba con la típica salida sarduyana: “un país puede equivocarse de libro”.

miércoles, 14 de abril de 2010

El totalitarismo como barroco fúnebre


Siempre que se debate sobre tiranías, antiguas o modernas, de derechas o izquierdas, aparece el tema de la cantidad de muertos. Con frecuencia se piensa que una dictadura pasa a ser una tiranía, o que un régimen autoritario se vuelve totalitario, cuando rebasa cierta cantidad de muertos. Desde Tácito, sin embargo, sabemos que no es así.
Las tiranías y los totalitarismos son tales no por el cúmulo de muertos que producen –también las democracias matan- sino por un tipo específico de institucionalización de un terror, que no siempre es letal. Mejor que muchos historiadores y politólogos, Roland Barthes captó esta sutileza en su ensayo sobre Tácito y el “barroco fúnebre”.
El ensayo, publicado en 1959, en L’Arc, fue recogido en la primera edición de Ensayos críticos (Seuil, 1964). La idea de la imposibilidad de contar las muertes del terror, planteada por Barthes, guarda algún parentesco con la “cantidad hechizada” de José Lezama Lima. La misma no sólo sería válida para describir tiranías o totalitarismos sino para pensar culturas barrocas:


“Quizás eso sea el barroco: una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración: en Tácito, de año en año, la muerte genérica es masiva, no es conceptual; la idea aquí no es el producto de una reducción, sino de una repetición. Sin duda sabemos ya perfectamente que el terror no es un fenómeno cuantitativo; sabemos que durante nuestra Revolución, el número de suplicios fue irrisorio; pero también que a lo largo del siglo siguiente, de Büchner a Jouve (pienso en su prefacio a las páginas escogidas de Danton), se ha visto en el terror un ser, no un volumen”.

martes, 13 de abril de 2010

Villaverde, retratista

Como tantos escritores románticos y naturalistas del siglo XIX, el narrador cubano Cirilo Villaverde (1812-1894) recurría, con frecuencia, al retrato físico de sus personajes. En Cecilia Valdés, por ejemplo, abundan retratos, no sólo de personajes de ficción (Don Cándido, Cecilia, Leonardo, Isabel Ilincheta, José Dolores Pimienta…), sino también de personajes históricos. Por ejemplo, los retratos de José Antonio Saco, José Agustín Govantes y Francisco Javier de la Cruz, ante la mirada atenta de los estudiantes de derecho del Seminario de San Carlos
La escena de la novela parece estar ambientada en 1830 –a no ser que algún villaverdista me corrija-, ya que en algún momento se menciona el “año anterior de 1829”. Si es así, con todo su naturalismo y a pesar de que sus protagonistas son personajes históricos, el lector de Villaverde nunca sale de la ficción para entrar en la historia. Saco regresó a Cuba en febrero de 1832 y volvió a exiliarse en 1834, deportado por el Capitán General Miguel Tacón, por lo que en 1830 no podía estar en La Habana, conversando con Cruz y Govantes.

“En la mañana del día que vamos refiriendo, cuando los estudiantes de derecho ponían el pie en el primer escalón de la escalinata, se detuvieron en masa como reparasen en un grupo de tres sujetos en animada conversación cerca de allí, bajo el corredor. El que llevaba la palabra podía tener de veintiocho a treinta años de edad. Era de mediana estatura, de rostro blanco, con la color bastante viva, los ojos azules y rasgados, boca grande de labios gruesos y cabello castaño y lacio, aunque copioso. Había cierta reserva en su aspecto y vestía elegantemente, a la inglesa. El otro de los tres personajes se podía decir el reverso de la medalla del ya descrito, pues a un cuerpo rechoncho, cabeza grande, cuello corto, cabello crespo y muy negros, los ojos grandes y saltones, el labio inferior belfo, dejando asomar dientes desiguales, anchos y mal puestos, agregaba un color de tabaco de hoja que hacía dudar de la pureza de su sangre. El tercero difería en diverso sentido de los dos mencionados, siendo más delgado que ellos, de más edad, de color pálido y aspecto amable y delicado. Este era el catedrático de filosofía, Francisco Javier de la Cruz; el anterior, José Agustín Govantes, distinguido jurisconsulto que regentaba la cátedra de derecho patrio; y el primero, nombrado José Antonio Saco, recién llegado del Norte de América”.

Las expresiones “pureza de sangre” y “color tabaco de hoja” nos remiten a los tópicos raciales de la época. Sin embargo, Govantes es un héroe intelectual en la novela de Villaverde, por haber renovado la jurisprudencia y la enseñanza del derecho en la primera mitad del siglo XIX cubano. Ni su origen humilde o su condición étnica impidieron a Govantes ser –como se comprueba en la famosa representación del Ayuntamiento de la Habana, en 1841, contra la abolición- un tenaz defensor de la trata y la esclavitud en Cuba.