Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 8 de abril de 2010

La buena costumbre de morir




Manuel Flores va a morir,
Eso es moneda corriente:
Morir es una costumbre
Que sabe tener la gente.

Así dice la “Milonga de Manuel Flores” de Jorge Luis Borges, musicalizada por Aníbal Troilo. La idea de la muerte como garantía del orden social fue expuesta por Jonathan Swift en el tercer viaje de Gulliver, cuando éste llega a la isla Luggnagg. Allí Gulliver conoce a los struldbrugs, criaturas inmortales que, sin embargo, no son felices ni virtuosas.
La parábola reaparece en una novela reciente de José Saramago, Las intermitencias de la muerte (Santillana, 2008), en la que la gente se deja de morir en un país imaginario. Al principio, cuando Saramago cuenta las desgracias que ocasiona el fin de la muerte a las iglesias y los estados, a los reyes y los presidentes, se tiene la impresión de que su sátira va en dirección contraria a la de Swift.
Pero al avanzar el relato, cuando la muerte de la muerte no sólo trastorna a los poderes sino también a las ciudadanías, llevándolas a la violencia y al crimen, a la desmemoria y el egoísmo, a la chohez y el despotismo, comprendemos que ese país de Saramago, en el que “no hay nadie dispuesto a morir”, no es muy diferente a la isla de Swift.
En la novela de Saramago, la muerte “decide regresar” a la tierra, como si hubiera sido temporalmente abducida. Lo más desolador es que su regreso no cambia demasiado las cosas y que aquella buena costumbre de morir, de la que hablaba Borges, pasa a ser, ahora, una intermitencia entre mortalidad e inmortalidad. Los hombres, en esta nueva Luggnagg, serán a veces eternos y a veces efímeros.

miércoles, 7 de abril de 2010

Deuda editorial

Entre los esfuerzos recientes por avanzar en una recomposición del campo intelectual cubano –fracturado por medio siglo de emigración y apropiaciones o escamoteos de los legados del siglo XIX, la República y ya, también, de la Revolución- es identificable el trabajo editorial de la investigadora del Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana, Cira Romero. Hay en ese trabajo la asunción de un deber, que es pago de una deuda.
Entre 2007 y 2009, Romero impulsó la edición de cuatro libros fundamentales para esa reintegración del archivo cultural cubano: Severo Sarduy en Cuba (Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2007), Laberinto de fuego. Epistolario de Lino Novás Calvo (La Habana, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2008), Órbita de Lino Novás Calvo (La Habana, Unión, 2008) y El ángel de Sodoma (La Habana, Letras Cubanas, 2009), la novela de Alfonso Hernández Catá.
En las notas y prólogos de Romero a estas ediciones se lee un compromiso con la recuperación editorial de autores y obras desvanecidos en los referentes literarios contemporáneos de la isla y, en el caso de Novás Calvo y Hernández Catá, tampoco presentes en el espacio literario hispanoamericano. Los libros compilados y editados por Romero, por su naturaleza arqueológica, vienen siendo como novedades antiguas, que hacen de cada lector un historiador y un crítico.
No hay en dichas notas y prólogos, ese exhibicionismo “aperturista”, que tanto abunda en publicaciones institucionales de la isla, donde el rescate editorial se presenta como hazaña, y no como deber elemental, y jamás se aluden las razones históricas de la exclusión. Aquí se habla con naturalidad de exiliados muertos, como Guillermo Cabrera Infante y Jesús Díaz, pero también de exiliados vivos como Manuel Díaz Martínez y Roberto González Echevarría.

Sobre el exilio de Sarduy, apunta Romero:

“No regresó más a Cuba físicamente, pero su obra sería, siempre, expresión de quien en la distancia se forjó una alegoría del terruño persistentemente deseado, y que supo evocar con goce manifiesto, transgrediendo los límites de lo expresable, para así convertir al lenguaje, su lenguaje, en una propuesta de derroche y prodigalidad. Ese instrumento fue, en sus manos de artista de la palabra, como una especie de proyecto o utopía ingeniosos frente a la retórica extática de lo superficial”.

lunes, 5 de abril de 2010

La nación no es una


En los dos últimos números de Dissent, la mítica revista fundada por Irving Howe, uno de los coeditores, Michael Walzer, invita a ocho intelectuales públicos norteamericanos de las más variadas ideologías y generaciones, y con los más diversos intereses académicos e intelectuales, a debatir problemas de la cultura y la política en Estados Unidos.
El dossier se titula “Intellectuals and Their America” y su lectura deja una sensación muy estimulante. E. J. Dionne Jr., Alice Kessler-Harris, T. J. Jackson Lears, Martha Nussbaum, Katha Pollit, Michael Tomasky, Katrina Vanden Hervel o Leon Wiseltier piensan, cada quien a su manera, esa “America” y le atribuyen problemas culturales y políticos distintos.
Unos citan a Gramsci y otros a Bell; unas a Arendt y otras a Butler. Para algunos los problemas de la nación tienen que ver con la limitación de derechos raciales, sexuales o de género; para otros con las políticas financieras, el deterioro ecológico o la contracción del mercado de trabajo; para otros más, con la persistencia de la “guerra contra el terror” y la carrera armamentista.
No hay una “América” ni un “problema americano” en estas intervenciones. Las divergencias entre estos intelectuales son múltiples, pero, precisamente por la conciencia que todos poseen de esa diversidad constitutiva de la esfera pública, nadie aspira a definir la “nación”, ni a inventarle fronteras ideológicas, fuera de las cuales se segrega a los excluidos o los “antinacionales”.

sábado, 3 de abril de 2010

Pensar y glosar

La obra del filósofo italiano Giorgio Agamben es bastante representativa de cómo el pensamiento contemporáneo responde cada vez más a los mecanismos de la glosa. Su último libro en castellano, Signatura rerum (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009), es una buena muestra del arte de glosar a otros pensadores y a sí mismo.
Agamben comienza advirtiendo que en sus estudios sobre el homo sacer y el musulmán, el estado de excepción y el campo de concentración, no dilucidó plenamente si esos fenómenos históricos eran “figuras”, “arquetipos” o “paradigmas”. Sus glosas sobre Carl Schmitt o Walter Benjamin eran muy audaces, pero el “método” había quedado fuera de sus investigaciones.
Decide entonces volver sobre la árida cuestión del método, interrogando el concepto de “paradigma”. Eso lo lleva a releer y a glosar a Michel Foucault –encuentra, por ejemplo, que la noción de “paradigma” de este último, supuestamente tomada de Thomas Kuhn, es diferente a la plasmada en La estructura de las revoluciones científicas- y, de paso, a completar su propio trabajo.
Releyendo y glosando a Foucault –sobre todo, La arqueología del saber y Las palabras y las cosas- Agamben descubre algo que, a primera vista, puede parecer fútil, pero que, bien pensado, tiene implicaciones importantes para buena parte del pensamiento postestructuralista. A saber, que durante las décadas de apogeo de la lingüística, la hermenéutica y la semiología, los filósofos del siglo XX –con la excepción, tal vez, de Umberto Eco- se desentendieron de los orígenes medievales de la teoría de los signos.
Agamben regresa, pues, al tratado De signatura rerum naturalium de Paracelso y a la doctrina teológica de los signos, como punto de partida de la relectura de lingüistas y antropólogos como Benveniste y Dumézil. Por medio de esta simple arqueología se pregunta por el sentido de la arqueología misma y critica esa recurrente actitud de la filosofía de dar la espalda a la historia. Su mensaje final, como casi toda su obra, es una continuación Benjamin:

“El actual predominio en el ámbito de las ciencias humanas de modelos provenientes de las ciencias cognitivas testimonia ese desplazamiento del paradigma epistemológico. Las ciencias humanas, sin embargo, alcanzarán su umbral epistemológico decisivo sólo cuando hayan repensado desde el comienzo la idea misma de un anclaje ontológico para entender al ser como un campo de tensiones esencialmente históricas”.

viernes, 2 de abril de 2010

Kapuscinski, el Che y los dos Camilos

En la contraportada de esta magnífica edición de Anagrama, de este año, se lee:

“La contraportada de la primera edición polaca de Cristo con un fusil al hombro (1975) exhibía el siguiente texto, escrito por el propio autor:

Poco después de la muerte del Che Guevara, el pintor revolucionario argentino Carlos Alonso pintó un cuadro que inmediatamente se hizo famoso en toda América Latina y que, multiplicado en miles de copias, apareció en forma de cartel en los muros de La Habana y de Caracas, en las aulas universitarias de Lima y Santiago de Chile, en las viviendas de los obreros campesinos mexicanos. Alonso había pintado una figura de Cristo con un fusil al hombro, figura que, por su aspecto y su atuendo, recordaba la de un guerrillero, fuera éste cubano, boliviano o colombiano. En los países de las dictaduras militares, la policía arrancaba el cartel de los muros; en Paraguay dieron con sus huesos en la cárcel los estudiantes que habían aprovechado la noche para pegarlo en las calles de Asunción. El cuadro de Alonso se ha convertido desde entonces en el símbolo artístico del luchador, del guerrillero, del hombre que, arma en mano y en las peores condiciones, combate la violencia y la arbitrariedad en su lucha por un mundo diferente.

Para ser rigurosos, no fue Ernesto Guevara sino el sacerdote Camilo Torres --cuya foto figura en la portada de este libro--, abatido a tiros arma en mano, quien había hecho de prototipo de la figura del Cristo con un fusil. Sin embargo, sólo la muerte del Che, en vísperas de la revuelta del 68 y en mundo inmerso en la guerra fría, dio comienzo a la leyenda que inspiró a los jóvenes rebeldes de los países del Sur, que se desangraban en silencio bajo la férula de unos regímenes tan atroces y genocidas como impunes. Precisamente a ellos, a los que se dejaron la piel luchando por la libertad de sus países y congéneres --ya en Oriente Medio, ya en América Latina, ya en Mozambique--, están dedicados los reportajes reunidos en este volumen.”

Para ser más rigurosos, quien aparece en la foto no es el guerrillero y sacerdote colombiano, Camilo Torres Restrepo, sino el Comandante de la Revolución Cubana, Camilo Cienfuegos Gorriarán. La foto fue tomada el 26 de Julio de 1959, en la recién estrenada Plaza de la Revolución, luego de que Camilo encabezara una marcha de 10 000 jinetes, guajiros partidarios de la Reforma Agraria, que salió de Yaguajay el 17 de julio de 1959 y llegó a La Habana para los festejos por el sexto aniversario del asalto al cuartel Moncada. En el acto de ese día, por cierto, fue que Fidel Castro reasumió el cargo de Primer Ministro, al que había renunciado una semana antes para forzar la dimisión del primer Presidente de la Cuba revolucionaria, el abogado Manuel Urrutia Lleó, crítico del giro comunista que daba el proceso cubano.


miércoles, 31 de marzo de 2010

Roland Barthes, novelista




Alain Robbe-Grillet (1922-2008) y Roland Barthes (1915-1980) sostuvieron un coloquio en el Centro Cultural de Cerisy, en junio de 1977, durante un homenaje que se rindió a Barthes en esa institución. La intervención de Robbe-Grillet en el mismo y otros textos suyos sobre Barthes han sido recogidos ahora por Paidós en el volumen Por qué me gusta Barthes (2009). Si alguien está interesado en saber cómo se sobrellevaba una amistad literaria, incluso una definida como “turbia o sospechosa”, en el París de los años 50, 60 y 70, debería leer este volumen.
Barthes, como es sabido, se interesó mucho en la narrativa de Robbe-Grillet, sobre todo, en los primeros libros, Las gomas (1953), El mirón (1955), La celosía (1970), a los que dedicó estudios recogidos en los Ensayos críticos. Lo que desconocíamos era el envés de aquella lectura: la que hizo Robbe-Grillet de los textos críticos de Barthes. Confiesa el novelista haber aprendido de memoria pasajes enteros de los primeros ensayos de Barthes, El grado cero de la escritura (1953) y el Michelet (1954), por ejemplo, y más tarde de Fragmentos de un discurso amoroso (1977). 
Robbe-Grillet leyó estos libros, sobre todo el segundo, como novelas, y al propio Barthes, no como pensador, crítico o ensayista, sino como novelista. Para Robbe-Grillet, era la novela, y no cualquier novela, sino aquella que exploraba los límites de la ficción, el género literario supremo. Barthes, a su juicio, llegaba al mismo lugar del Nouveau Roman por la vía del ensayo. Así definía Robbe-Grillet al Barthes novelista:

“Su texto y él forman una especie de pareja de torsión, lo cual me parece, al nivel de mi lectura, una característica del tipo de relación que yo mantengo no con un pensador sino con un novelista. En el ¿por qué me gusta Barthes?, Barthes adopta la figura de un novelista. Forma ese personaje muy próximo, para mí, por ejemplo, a Flaubert: no puedo separar la figura de Flaubert de sus textos. Consigo separar al autor de su texto cuando se trata de un pensador, es decir, de alguien cuya producción sería puramente conceptual, pero no cuando se trata de un novelista”.

Barthes, naturalmente, no aceptó el elogio y confesó sus tres “resistencias” a la novela:

“Me apetece mucho escribir una novela, y cada vez que leo una novela que me gusta, tengo ganas de escribir una, pero me parece que hasta ahora me he resistido a ciertas operaciones supuestamente de la novela. Por ejemplo, la capa, lo continuo. Me pregunto si se podría hacer una novela mediante aforismos, con fragmentos. La segunda resistencia sería la relación con los nombres, con los nombres propios; no sé, no me veo capaz de inventar nombres propios, y creo en serio que toda la novela está en los nombres propios. He pensado por mucho tiempo que habría una tercera resistencia: emplear el “él”, ese “él” de la novela, el personaje en tercera persona; pero he empezado a aclimatar ese problema mezclando el “yo” con el “él” en Barthes por sí mismo. En cuanto a la relación entre la figura del pensador y la figura del novelista, habría que recordar aquí el caso de Sartre, cuya figura se impone ineluctablemente como la de un “pensador”, y que, sin embargo, escribió novelas; pero no se impuso como novelista.

martes, 30 de marzo de 2010

¿Suicidio de un imperio?


Es impresionante la convergencia intelectual que pueden alcanzar poderes políticos, supuestamente ubicados en polos ideológicos contrapuestos. En medios académicos oficiales de Washington, La Habana y Moscú, por ejemplo, predomina una visión histórica muy parecida sobre la caída del Muro de Berlín en 1989 y la descomposición de la URSS entre 1991 y 1992.
Vladislav M. Zubok dio forma a esa visión en su libro Un imperio fallido. La Unión Soviética durante la Guerra Fría (Barcelona, Crítica, 2008). El libro de Zubok está sofisticadamente documentado, pero su tesis es simple: la Unión Soviética cayó porque sus líderes, especialmente Mijaíl Gorbachov, se encandilaron con Occidente y, sin querer, desmantelaron el sistema comunista:

“Por equivocado que estuviera, el “nuevo pensamiento” de Gorbachov garantizó un final pacífico a una de las rivalidades más peligrosas y prolongadas de la historia contemporánea. El colosal poder militar de la Unión Soviética, amasado a lo largo de décadas y décadas, no supo y no pudo compensar sus graves defectos, la erosión de la fe ideológica y la voluntad política del Kremlin y de sectores influyentes de las élites soviéticas. Gorbachov y los que lo apoyaron no estaban dispuestos a derramar sangre por una causa en la que no creían y por un imperio del que no sacaban provecho alguno. En lugar de responder combatiendo, el imperio socialista de la URSS, tal vez el más curioso y singular de la historia moderna, prefirió suicidarse”.

Zubok, profesor de historia en Temple University, lleva años estudiando la URSS y sus dos libros anteriores, Antiamericanism in Russia: From Stalin to Putin e Inside the Kremlin´s Cold War: From Stalin to Krushchev, son textos de referencia para la comprensión del fenómeno soviético. Sin embargo, su último libro tiende a la simplificación historiográfica por medio de una concentración del análisis en las élites del poder.
Zubok le resta importancia a la crisis económica e ideológica del comunismo entre los años 60 y 80 y a la movilización de las sociedades civiles y las disidencias en Europa del Este y la URSS. El cambio, a su juicio, vino de afuera, casi, como recepción afirmativa por parte de las nomenclaturas de la famosa sugerencia de Ronald Reagan: “Mr. Gorbachov, open this gate. Mr. Gorbachov, tear dawn this wall”.
La mejor refutación de esa tesis que he leído no proviene de un historiador sino de un periodista: el reportero de Newsweek en Berlín Oriental, durante los años 80, Michael R. Meyer. El libro El año que cambió el mundo (Norma, 2009) de Meyer sostiene que la caída del socialismo real se debió a las contradicciones de ese sistema, a los excesos de la estatalización económica y del control de la sociedad civil y al choque entre nuevas generaciones cambiantes y una burocracia aferrada al poder.
Los protagonistas del libro de Meyer no son Reagan, Thatcher, Gorbachov o el Papa, sino Havel y Walesa, Pozsgay y Patocka, Solidaridad y Carta 77, la juventud berlinesa y los disidentes soviéticos, los pueblos checos y polacos, húngaros y alemanes que se lanzaron a las calles a demandar la apertura. Fue esa presión social, que Meyer no duda en llamar “revolución”, la que llevó al colapso la prolongada crisis del antiguo régimen comunista.