Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 27 de marzo de 2010

El último Trotski y John Dewey

El historiador francés Jean-Jacques Marie escribió hace algunos años una biografía de León Trotski, titulada Trotski. Revolucionario sin fronteras (2009), que acaba de aparecer, por vez primera, en español, bajo el sello del Fondo de Cultura Económica. Además de historiador, Marie ha sido durante años militante trotskista, por lo que en momentos su estudio es una defensa de sí, además de una defensa de Trotski.
Los eventos fundamentales de esta biografía ya los hemos leído en libros de Isaac Deutscher, Pierre Broué y otros autores trotskistas, aunque aquí el énfasis vindicativo y hasta apologético –cuando trata la vida sexual y sentimental del personaje, por ejemplo- se acentúa. Frente a más de un pasaje de este libro, el lector tiene la impresión de que Trotski acaba convertido en una estatua de bronce, como las que edificaban las biografías decimonónicas, a lo Carlyle o Emerson.
El marxismo-leninismo siempre tuvo una relación ambigua con esa tradición biográfica. Por un lado, la rechazaba, sobre todo en sus representantes del siglo XX –Ludwig, Zweig…-, pero, por el otro, la reciclaba en sus propias monumentalizaciones de Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao, Guevara o Castro. Al tiempo en que rebajaba el “papel del individuo en la historia”, el marxismo-leninismo construía el culto a la personalidad de los jefes comunistas.
A diferencia de la mayoría de los estudios sobre Trotski que conocemos, hay en esta biografía de Marie un trabajo minucioso con la correspondencia del líder ucraniano, un rastreo en las principales fuentes bibliográficas rusas, europeas, norteamericanas y mexicanas y una revisión de la prensa trotskista y sobre Trotski que ayuda a comprender, sobre todo, el último tramo de la vida de este importante político e intelectual de la primera mitad del siglo XX.
El periodo, a mi juicio, mejor trabajado por Marie, y el que más elementos novedosos aporta, es el que tiene que ver con los tres últimos años, los del exilio mexicano. Esos son los años (1937-40) en que Trotski tiene que defenderse de las acusaciones que se le hacen en los procesos de Moscú –fascista, agente de Hitler, asesino de Kirov, enemigo de la URSS- y, además, consolidar la red socialista de opositores al stalinismo, sobre todo en Europa y Estados Unidos, que daría lugar a la IV Internacional.
No es tanto en la descripción de la vida de Trotski en México –narrada cabalmente por Olivia Gall-, sino en su actividad intelectual y política desde México, donde se encuentran los mayores aciertos de la biografía de Marie. La cercanía de Estados Unidos le permitió a Trotski armar una red de partidarios de la “oposición de izquierda” –así llamaba él a su movimiento desde los años 20, ya que el término “trotskismo” le parecía demasiado personalizado- que llegó a crecer considerablemente en Estados Unidos.
Casi todas las biografías reivindicativas intentan dotar a los biografiados de una coherencia inverosímil. Marie no escapa a esa manía y trata de presentar al último Trotski como la prolongación, en otro contexto, del primer Trotski: el líder bolchevique y leninista del periodo 1917-23. Sin embargo, esta biografía aporta elementos suficientes para afirmar no sólo algunas continuidades sino también ciertas rupturas, que resultan incómodas a quienes prefieren entender a Trotski como sucedáneo de Lenin.
Ante el ascenso del fascismo y el nazismo en Europa y la creciente certidumbre de una próxima guerra, Trotski propuso a sus partidarios una actitud diferente a la de los bolcheviques durante la Primera Guerra Mundial. A su juicio, la estrategia socialista no debía ser la misma en todas las naciones capitalistas, ya que en algunas la democracia era más sólida que en otras. En Alemania y en Japón, Trotski recomendaba el rechazo a la guerra y la oposición violenta para derrocar militarmente a los regímenes fascistas. Pero en Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, los socialistas, a su entender, debían ser más cuidadosos e intentar siempre una “oposición política”, lo que implicaba la aceptación de métodos de la socialdemocracia, que él mismo había combatido veinte años atrás.
Esta mezcla de flexibilidad y pragmatismo del último Trotski aparece en un debate con trotskistas belgas y austriacos. “Supongamos –escribe- que mañana se desencadena un levantamiento en la colonia francesa de Argelia bajo la bandera de la independencia nacional y que el gobierno italiano, movido por sus propios intereses imperialistas, se dispone a enviar armas a los insurrectos argelinos” ¿Cuál debe ser la actitud de los socialistas italianos? Según Trotski, los socialistas italianos, en ese caso, deberían tratar de que las armas italianas llegaran a manos argelinas.
No se trata, a su juicio, de una transacción con el fascismo, como la de Stalin en el Tratado Molotov-Ribbentrop -para Trotski el combate al fascismo y el apoyo a la descolonización eran las dos grandes prioridades de la izquierda a mediados del siglo XX- pero sí de una evaluación precisa de cada coyuntura y de un claro discernimiento entre democracia y fascismo, que ciertas izquierdas todavía no han alcanzado.
Aunque nunca llegó a suscribirla, Trotski estuvo más cerca de una comprensión de las virtudes de la democracia moderna que Lenin y, por supuesto, que Stalin. Esto último no sólo se percibe en su pertinaz defensa de una “oposición” bajo el socialismo o en su clara apuesta por la autonomía intelectual –en aquellos años finales, en México, Trotski escribió con André Breton y Diego Rivera el famoso Manifiesto por un arte revolucionario independiente- sino en su diálogo con pensadores liberales norteamericanos.
Luego de los procesos de Moscú, en Estados Unidos fue creado el American Committee for Defense of Leon Trotsky, al que pertenecieron Edmund Wilson, Suzanne La Follette, Louis Hacker, Norman Thomas, John Dos Passos, Reinhold Niebuhr, George Novack, Franz Boas, John Chamberlain, Sidney Hook y otros intelectuales liberales y socialistas norteamericanos. El presidente de esa comisión, que realizó una investigación independiente sobre los supuestos “crímenes” de Trotski, imputados por Stalin, fue nada menos que John Dewey, uno de los grandes pensadores de la democracia, en Estados Unidos, en la primera mitad del siglo XX.
Desde México, Trotski colaboró resueltamente con dicha comisión. En las dos primeras semanas de abril de 1937, Dewey visitó varias veces a Trotski en Coyoacán y le tomó testimonio para su investigación. En la comitiva que acompañaba al filósofo y pedagogo norteamericano llegó el socialista norteamericano Carleton Beals, quien, según Marie, era agente de Stalin. Pero a pesar del acoso stalinista, la Comisión Dewey terminó su investigación y a fines de ese año absolvió a Trotski de todos los cargos. Según Marie, Trotski agradeció el veredicto de la comisión, pero rechazó la conclusión de Dewey de que el “estalinismo era el producto lógico del bolchevismo y por lo tanto del marxismo revolucionario”.
Asegura Marie que el famoso ensayo de Trotski, “Su moral y la nuestra”, es, esencialmente, una réplica cortés a Dewey. No estoy tan seguro y volveré sobre el tema en un próximo post. Baste tan sólo el recuerdo del diálogo entre Trotski y Dewey para ilustrar, una vez más, que hubo una época en que liberales y marxistas eran capaces de debatir civilizadamente sus diferencias y ponerse de acuerdo en temas vitales como la libertad de expresión y asociación.

martes, 23 de marzo de 2010

El olvidado bien común

Tony Judt, el entrañable historiador londinense que tanto hemos leído en The New York Review of Books, se está muriendo de una esclerosis lateral amiotrófica, conocida como enfermedad de Lou Gehrig. Ese Judt moribundo, que uno pensaría ajeno a las condiciones que se requieren para producir libros como su monumental Postwar: A History of Europe since 1945 o su más reciente Reappraisals. Reflections on the Forgotten Twentieth Century, ha sacado fuerzas para pensar su enfermedad, como puede leerse en el estremecedor texto “Noche”, reproducido en El País (17/ 01/ 10).
En medio de la convalecencia, Judt ha tenido la generosidad y el coraje intelectual de dedicar un ensayo a uno de los conceptos fundamentales de la tradición republicana –el bien común- que algunos liberales, desde Constant hasta Rawls, pasando por Keynes, han compartido, aunque otros, sobre todo en las tres últimas décadas del siglo XX, lo colocaron en un segundo o tercer plano del pensamiento político moderno.
A pesar de la poderosa influencia que, en años recientes, ha ejercido la teoría de la justicia social de John Rawls, la alienación del Estado y, en general, de las políticas públicas, como instancias constitutivas de sujetos modernos, a partir de la mayor satisfacción posible de derechos sociales básicos, generada por la equivocada identificación entre liberalismo y anticomunismo, que cobijó la Guerra Fría, todavía persiste en la mayor parte del mundo.
El libro se titula Ill Fares the Land (New York, Penguin Press, 2010) y en el mismo Judt retoma, por un atajo muy seductor, la crítica a la desocialización del liberalismo que generó la baja Guerra Fría, sobre todo, en el periodo del triunfalismo anticomunista, previo y posterior a la caída del Muro de Berlín. Judt nunca ha ocultado sus simpatías por la socialdemocracia europea, aunque esta última tampoco se libra de sus críticas al narcisismo ideológico de las izquierdas de los 60: “what united the 60’s generation was not the interest of all, but the needs and rights of each”.
En todo caso, el mayor acento de la crítica de Judt está puesto, no en los “malcriados baby-boomers”, sino en el, a su juicio, desastroso saldo de las políticas privatizadoras, desreguladoras y monetaristas de la “Reagan-Thatcher Era”: “the increasing and uncritical adulation of wealth for its own sake. What matters is not how afluent a country is but how unequal it is. The word public was not always a term of opprobrium in the national lexicon”.

lunes, 22 de marzo de 2010

Los tristes pueblos del mar



Al morir, en 2005, el novelista y crítico cubano Antonio Benítez Rojo trabajaba en un volumen de ensayos donde reuniría los escritos sobre plantación, sociedad y cultura en Cuba y el Caribe, que no fueron incluidos en las dos ediciones de La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva postmoderna (1989). La estudiosa cubana Rita Molinero, exiliada en Puerto Rico, se encargó de reunir esos textos que aparecen ahora, en la imprescindible editorial puertorriqueña Callejón, bajo el atinado título de Archivo de los pueblos del mar (2010).
Hay algo de cajón de sastre en este volumen: textos inconclusos, bocetos de ensayos, notas de estudio, aunque también se incluyen piezas acabadas como “Paraísos perdidos”, “Azúcar/ poder/ texto” o “Cómo narrar la nación. La novela de la fundación”, sobre el proyecto de literatura nacional difundido por el círculo delmontino, que Benítez publicó, si mal no recuerdo, en la revista mexicana Cuadernos americanos.
El tono fragmentario, que a unos parecerá virtud y a otros, defecto, no desdibuja la fisonomía de Benítez Rojo como ensayista. Aquí están sus grandes temas: el azúcar, las literaturas “nacionales”, las maquinarias “coloniales”, “republicanas” o “socialistas” de producción cultural, la música y la poesía, la utopía y el naufragio, el exilio y el mar, el carnaval y el barroco. En una palabra, el Caribe. Un Caribe que Benítez intentó reconstruir en su inasible multiplicidad: desde los ritmos afroantillanos hasta el silbido de la trompeta china.
Repetimos lo sabido: Antonio Benítez Rojo es, entre los grandes escritores cubanos de la segunda mitad del siglo XX, el que con mayor decisión recolocó a Cuba en su entorno antillano, desafiando, así, una vieja saga de nacionalismos que alienó la gran antilla del archipiélago que la rodea y la constituye. Si en la Colonia y en la República muchos cubanos creyeron estar más cerca de España o Estados Unidos, que del Caribe, en la Revolución no pocos han creído pertenecer a un segundo mundo socialista, que dejó atrás la cultura antillana.
Benítez veía Caribe en todo, donde lo había -la gran poesía, por ejemplo, de Luis Palés Matos, opacada por la no menos grande pero más visible, de su contemporáneo Nicolás Guillén- y donde no lo había: en la novela virreinal, o más específicamente novohispana, El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi. Benítez cubanizaba aquella novela de Lizardi, de manera similar a como Reinaldo Arenas cubanizó a Fray Servando Teresa de Mier en El mundo alucinante.
Hay, sin embargo, en este libro, como bien advierte Rita Molinero, una familiaridad con el tema del Caribe que otorga a la prosa de Benítez un acento íntimo, confesional. Como si al escribir sobre el Caribe, una vez más, al final de su vida, Benítez hablara con el Caribe mismo, erigido en personaje marítimo. Esto último se percibe en el hermoso pasaje sobre la tristeza de las alegres Antillas, también referida, en algún lugar, por Arcadio Díaz Quiñones. Un pasaje donde, afortunadamente, volvemos a leer a ese maestro de la novela y el ensayo que fue Antonio Benítez Rojo:


“El eterno paisaje del mar nos ha hecho mirar hacia afuera, hacia el horizonte, es decir, ser un pueblo extrovertido, sonriente y generoso con el forastero. Esto no es nada nuevo, pues millares de ingleses, franceses y alemanes lo han reconocido en sus libros de viaje. Pero hay algo más difícil de observar que también es muy nuestro. Una tristeza secreta, que rara vez compartimos, producto de nuestro aislamiento microcósmico, de nuestra soledad en medio de tanto turista. Es esta inconformidad de náufrago la que siempre nos ha empujado a abandonar las islas en busca de otras tierras más amplias, más pobladas, más ricas; capitales científicas y tecnológicas donde se nos ocurre que pasan cosas de importancia mayúscula. Con el tiempo nos desencantamos y viene la nostalgia del mar y de la brisa, de las modestas catedrales, de las fachadas barrocas y los cañones herrumbrosos, de las palmeras, el malecón y el carnaval. A veces morimos sin regresar, y eso es triste. Y es que, para no exiliarnos, necesitamos la idea de que pertenecemos a una gran patria, de que no navegamos solos; necesitamos la certidumbre de que individualmente hemos hecho parte de una gran historia y cultura colectivas; necesitamos, en fin, saber más de nosotros mismos, los Pueblos del Mar”

martes, 16 de marzo de 2010

Paz, Sarduy, la humildad y el compromiso

Los escritores Octavio Paz (1914-1998) y Severo Sarduy (1937-1993) eran muy diferentes pero fueron grandes amigos. Paz publicó a Sarduy en sus revistas Plural y, sobre todo, Vuelta –hay unas cuarenta colaboraciones de Sarduy en esta publicación mexicana, entre 1977 y 1994- y admiró la poesía del cubano, especialmente los sonetos y las décimas, un género sarduyano menos reverenciado por la crítica que sus novelas.
Sarduy, por su parte, confesó su “devoción” por el mexicano, que era tal que en sus viajes a la India, aun sabiendo que Paz no estaba en su casa de Nueva Delhi, visitaba su jardín y le cuidaba las rosas. Cuenta Sarduy que cuando un monzón destruyó el jardín de Paz en la India, escribió al poeta y a su esposa, Marie Jo, con detallado parte de daños. Sarduy admitía entonces que su “India no tenía nada que ver con la que había descrito Paz”.
En algún momento de sus vidas, Paz y Sarduy, como casi todas las personas, echaron un vistazo al pasado y se recriminaron cosas. Pero lo que uno lamentaba era lo opuesto a lo que lamentaba el otro. Paz escribió el gran poema “Nocturno de San Ildefonso”, incluido en un cuaderno sintomáticamente titulado Pasado en claro, a mediados de los 70. Unos conocidos versos de aquel poema decían:


El bien, quisimos el bien:
enderezar al mundo.
No nos faltó entereza:
nos faltó humildad.
Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos,
soberbia de teólogos:
golpear con la cruz,
fundar con sangre,
levantar la casa con ladrillos de crimen,
decretar la comunión
obligatoria.
Algunos
se convirtieron en secretarios de los secretarios
del Secretario General del Infierno.
La rabia
se volvió filosofía,
su baba ha cubierto al planeta.
La razón descendió a la tierra,
tomó
la forma del patíbulo
- y la adoran millones.

Era la valiente confesión de un revolucionario que siente sobre sus hombros el peso de una responsabilidad histórica: la responsabilidad de haber alimentado utopías que luego se convirtieron pesadillas colectivas. En 1990, en unas breves memorias tituladas “Para una biografía pulverizada en el número –que espero no póstumo- de Quimera”, Severo Sarduy, muriéndose de SIDA, rememoraba su exilio en París en los primeros años de la Revolución. A diferencia de Paz, sentía que lo que le faltó no fue “humildad” sino “compromiso”.

“Me dieron una beca para estudiar pintura en Europa y me quedé. Pero no es que decidiera quedarme: me fui quedando. Hoy en día, soy muy autocrítico: creo que debía haber vuelto, que debía haberme comprometido en un sentido o en el otro. Asumir mi karma, hundirme en la contingencia, en la realidad. En definitiva, adopté la solución de facilidad: instalarme en una casa de campo, en las afueras de París, y ponerme a escribir y a pintar. Han pasado treinta años y hoy en día el balance es paupérrimo. No tengo nada y los que debían leerme, que son los cubanos, no me conocen ni me pueden leer. No creo que ya me quede tiempo para terminar mi obra allá. Otra vez será”.

domingo, 14 de marzo de 2010

Tu historia sin ti


La película I’m Not There (2007) de Todd Haynes sobre la vida de Bob Dylan utiliza un recurso narrativo que muchos biógrafos y novelistas han utilizado en los últimos siglos. Seis actores, con nombres diferentes al de Dylan, representan diversas facetas de la vida del músico. Cate Blanchet, por ejemplo, interpreta al Dylan libérrimo y fanfarrón de los 60, el del documental Don’t Look Back, que espanta las buenas conciencias británicas. Heath Ledger, en cambio, interpreta al Dylan aburguesado de los 70, con casa en los suburbios y fracturas familiares.
El film produce un juego de presencias y ausencias muy curioso, en el que Dylan está y no está o, más bien, está, pero siempre incompleto. Son demasiados los elementos que informan al espectador que se trata, en efecto, de la vida de Bob Dylan. Sólo que el relato biográfico es lo suficientemente elusivo como para que la trama sea, de algún modo, la historia de Dylan sin Dylan, su historia sin él.
En la literatura y en la biografía se ha utilizado el mismo recurso. Pienso, por ejemplo, en los intentos de biografías fragmentarias que aparecen en Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig o en las biografías anónimas, desidentificadas, de Marcel Schwob en Vidas imaginarias. Hay un protagonismo rebajado en esos textos, una reducción del héroe a un pasaje o una anécdota, que despoja la historia de su personaje central.
Otra variable posible del mismo desalojo, sería la recreación ficticia de un momento de la vida de algún personaje célebre. El general en su laberinto de Gabriel García Márquez, por ejemplo, o El alma de Napoleón de León Bloy, un tratado teológico sobre el bonapartismo, centrado en los últimos días del emperador en Santa Helena. Aunque más evanescente, La muerte en Venecia de Thomas Mann, donde el protagonista no se llama Gustav Mahler o Thomas Mann sino Gustav von Aschenbach. Los libros de García Márquez, Bloy y Mann son biografías sin biografiados.
Más cerca, por ejemplo, de la técnica de Haynes -o de Zweig- estaría el maravilloso relato Los últimos días de Emmanuel Kant de Thomas De Quincey. El Kant que aparece ahí, retratado por el clérigo Wasianski es, en buena medida, un antiKant: bebedor de café, mundano, dado a la conversación ligera y a la elusión de toda controversia intelectual. Un Kant ligeramente parecido al Nietzsche del popularísimo libro de Irvin D. Yalom, también llevado al cine, pero muy lejos del magisterio de De Quincey o Haynes.

viernes, 12 de marzo de 2010

Regreso póstumo a La Habana


La colección Órbita de la editorial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba ha dedicado un merecido volumen a Manuel Moreno Fraginals (La Habana, 1920-Miami, 2001), uno de los grandes historiadores e intelectuales cubanos de la segunda mitad del siglo XX. La selección y el prólogo han corrido a cargo de Oscar Zanetti Lecuona, investigador riguroso, discípulo de Moreno, con una nutrida e importante bibliografía sobre la historia económica de la isla, sobre todo, en el periodo que va de 1898 a 1958.
El volumen reproduce textos pertenecientes a los más conocidos libros de Moreno: José Antonio Saco. Estudio y bibliografía (1960), El Ingenio. Complejo económico social cubano del azúcar (1978), La historia como arma y otros estudios sobre esclavos, ingenios y plantaciones (1983), Guerra, migración y muerte: el ejército español en Cuba como vía migratoria (1993), que escribió a cuatro manos con su hijo José J. Moreno Masó. Se incluye también un capítulo de Cuba/ España. España/ Cuba: historia común (1995), el libro que Moreno publicó luego de su exilio en Miami y que, hasta ahora, no ha sido editado en la isla.
Este volumen rescata editorialmente algunos ensayos que Moreno publicó en La Habana entre los años 70 y 90 y que nunca habían sido antologados, como el prólogo a Oppiano Licario de Lezama (1977), “El conde Alarcos y la crisis de la oligarquía criolla” (1981, Revolución y cultura), “Hacia una historia de la cultura cubana” (1986, revista Universidad de la Habana) o “Hacia una filosofía, un lenguaje y un arte imperial” (1989, Unión). También se incluye el valioso inédito “Reflexión sobre el espejo: un análisis sociológico sobre el poema de Silvestre de Balboa”, donde Moreno transcribió ideas que constantemente sostenía en clases y conversaciones.
No están ahí, lamentablemente, todos los textos inéditos o no recogidos en libro de Moreno, que no son muchos. Es difícil entender por qué no se compilaron todos los ensayos publicados por el historiador en revistas cubanas de los años 80 y principios de los 90 –no aparecen, por ejemplo, sus textos en Albur y Credo, las revistas impulsadas por Iván González Cruz en el ISA, especialmente el ensayito “El tiempo en la historia de Cuba” (1994). Más comprensible es la exclusión de algunos ensayos que Moreno publicó durante su breve exilio, como “El anexionismo”, en el volumen Cien años de historia de Cuba (Madrid, Verbum, 2000).
En una entrevista que le hicieron Olga Cabrera e Isabel Ibarra a Moreno, para el homenaje que le rindió la revista Encuentro (Número 10, otoño 1998) –que naturalmente no aparece en la bibliografía-, el historiador mencionaba que, de hacerse una antología de sus ensayos no recogidos en libro, deberían incluirse el estudio sobre Anselmo Suárez y Romero y “Veinte puntos sobre la historia de Cuba” –ambos recogidos en esta Órbita- y un texto por el que Moreno sentía especial cariño, “Agustín de Iturbide, caudillo”, un trabajo escolar que escribió cuando cursaba el Doctorado en Historia en El Colegio de México y que será reeditado próximamente en una revista mexicana.
En todo caso, esta antología es un escalón más en la ascendente e inevitable recomposición del país intelectual cubano. Que la selección y el prólogo hayan corrido a cargo de un historiador serio como Zanetti asegura no sólo el tono académico predominante en el volumen sino la inclusión de breves valoraciones sobre la obra de Moreno de algunos intelectuales y profesores del exilio como Carmelo Mesa Lago, Alejandro de la Fuente o Iván de la Nuez. En esa sección de “Opiniones” se echa en falta, sin embargo, la de Josep Fontana, quien escribió los prólogos a Cuba/ España. España/ Cuba, también reproducido en el homenaje incitable de Encuentro, y al Ingenio en su última reedición de Crítica (Barcelona, 2001)
No puedo terminar esta nota sin referirme a la manera en que Zanetti y los editores de la UNEAC decidieron enfrentar el problema del exilio de Moreno. Aunque la redacción del pasaje del prólogo que se refiere a esa decisión está más cuidada que otras conocidas intervenciones oficialistas sobre la misma, sigue persistiendo la idea de que la calidad intelectual de la obra del autor de El ingenio decayó con su “abierto desacuerdo con la Revolución”. El desacuerdo de Moreno, como sabemos, no fue con la Revolución sino con un gobierno concreto y, como bien dice Zanetti, la “mudanza en las apreciaciones históricas constituye un acto legítimo, como también puede serlo el cambio de conducta política”.

miércoles, 10 de marzo de 2010

¿Iras electrónicas?

Hay escritores que sólo pueden escribir en estado de ira o, como decían los viejos latinistas, ab irato. Ahora que cada vez más personas se expresan y se comunican por medio de la escritura, a través de los medios electrónicos o de las redes sociales, comprobamos que se trata de una inclinación humana y no, únicamente, de una preferencia estilística. Escribir con rabia, con enojo o con amargura es uno de los actos más comunes de la era digital: un acto que hace apenas medio siglo era documentable en algún periódico, un libro o una carta.
Una observación de las formas de escritura que adopta la comunicación electrónica nos llevaría a cuestionar el tópico de que la expresión predigital, por no estar tan personalizada, se veía más mediada por la esfera pública, que atempera retóricas agresivas. A pesar de la cada vez mayor propagación de la escritura personalizada, en la era digital, la esfera pública sigue ejerciendo su función moderadora. Es la esfera pública, con su moralidad contractual, la que sigue apaciguando los lenguajes más iracundos.
He pensado en el tema luego de la lectura de Enemigos públicos (Barcelona, Anagrama, 2010), el libro que reúne la larga polémica electrónica que sostuvieron Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy en el primer semestre de 2008. Tal vez esa correspondencia haya sido moderada con el propósito de ser editada, pero aún así, permite constatar la persistencia de un código de decencia en dos autores interesados en explorar los límites afectivos de la rivalidad intelectual.
El intercambio comienza con un mensaje de Houellebecq en el que el autor de Las partículas elementales y Plataforma le estampa a Lévy sus diferencias: “todo, como se suele decir, nos separa, excepto un punto fundamental: tanto usted como yo somos individuos bastante despreciables”. Pero ya en la primera respuesta de Lévy, que es quien más atempera el debate, los humos han bajado y la despedida es un “saludo cordial”.
Los dos escritores recorren múltiples temas de discordia: Sartre, la literatura de confesión, la familia, Céline y Proust, el compromiso, el holocausto, la celebridad, la novela y la poesía, el amor, los libros… Hay momentos, como cuando debaten el “deseo de agradar” de los escritores o cuando confrontan sus memorias familiares, que distienden la crispación generada por cuestiones morales o políticas que los llevan a un contradictorio posicionamiento público.
Por ejemplo, cuando debaten la Rusia de Putin. Houellebecq confiesa que al regresar a Occidente, luego de un viaje reciente a Rusia, sintió que “regresaba a la casa de los muertos”. “La vida en Rusia es dura, muy dura, por supuesto, es una vida violenta pero viven, tienen unas ganas desbordantes de vivir que nosotros hemos perdido. Y tuve ganas de ser ruso, ruso e irresponsable en el ámbito ecológico”.
A Lévy le parece horrenda esa nueva exotización de Rusia en Occidente, que hereda de las anteriores, la del zarismo y la del stalinismo, el gusto por un otro autoritario: “a diferencia de usted, no tengo ninguna, pero ninguna gana de ser ruso ni de volver a Rusia. Amé una idea de Rusia. Defendí y amé esta idea de la cultura rusa que, en los años 70 y 80, invocaban, revueltos, Solzhenitsyn y Sájarov, los eslavófilos y los europeístas, los discípulos de Pushkin y los de Dostoievski, los disidentes de derecha, los de izquierda y los que, como decía el matemático Leonid Pliuchit, no pertenecían ni a un campo ni al otro, sino al campo de concentración”.
“Pero lo que ha llegado a ser Rusia –concluye Lévy-, lo que se ha visto de Rusia cuando se desmoronó el comunismo, su debacle, su deshielo o su derretimiento, han revelado, a ella misma y al mundo, la Rusia de Putin, la de la guerra de Chechenia, la Rusia que asesina a Anna Politkóvskaya en la escalera de su casa, y la que la propia Politkóvskaya, justo antes de que la asesinaran, describe en ese hermoso libro que es Diario ruso, la Rusia de las bandas racistas que persiguen, en pleno Moscú, a los rusos no étnicos, la Rusia que da caza a los chinos en Irkutsk, a los daguestanos en Rostov…”
La respuesta de Houellebecq parecerá a unos, cínica, a otros, realista, y a otros, superficial: esa Rusia es la que prefiere la mayoría de los rusos, la que “vota masivamente a Putin y a Medvedev, que considera que no hay otra alternativa creíble; que piensa, de acuerdo con sus gobernantes que las reprimendas de Occidente (sobre Chechenia, u otras cuestiones) son injerencias inaceptables. Hay que reconocerlo: el gobierno ruso está en absoluta sintonía con su población en estos asuntos”.
La correspondencia se crispa también cuando Houellebecq confiesa, para decepción de Lévy, no saber distinguir entre una guerra justa y otra injusta. Pero unos días después, los rivales vuelven a la tensa cordialidad que han construido desde las dos primeras cartas: compartir lecturas (desde Kant o Comte hasta Spinoza o Althusser), incluso lecturas discordantes, es un modo de volver a la calma. Hay un tomarse en serio, un respeto mutuo, un haberse leído y una complicidad de grandes lectores, en estos polemistas, que permite que, en los momentos de mayor divergencia, no desaparezca del todo la cortesía.