Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 24 de febrero de 2010

El antimarxismo de Marx

El antintelectualismo, provenga de Burke o de Marx, de la derecha o de la izquierda, se vuelve con frecuencia contra algunos de sus principales defensores. Como advertía Richard Hofstadter, en su clásico estudio Anti-Intellectualism in American Life (1963), las protestas contra académicos, escritores, artistas o periodistas, que atribuyen a la “esencia ideológica” de esas actividades autoría de crímenes políticos o complicidad con los mismos, provienen, por lo general, de “otros” intelectuales, muchos de ellos exprofesores o literatos fracasados, que estigmatizan su antigua profesión.
Uno de los peores hábitos del antintelectualismo es la demanda de “perfecta coherencia” en el intelectual al que se critica. Dicha demanda está asociada con la creación de rígidos arquetipos doctrinales en torno a la obra de algún pensador importante. Edmund Burke y Karl Marx, dos intelectuales que se quejaron del abstraccionismo y de la cobardía de la intelectualidad de sus épocas, han terminado siendo víctimas de su propio antintelectualismo.
Es frecuente que el tópico de Burke como “padre del conservadurismo” transfiera al autor de Reflexiones sobre la Revolución Francesa (1790) un carácter contrailustrado y reaccionario que el mismo no tuvo. Burke criticó algunos aspectos de la Revolución Francesa y aborreció a Rousseau, pero, como el whig irlandés que era, siempre defendió la tradición ilustrada de Locke y Montesquieu, el gobierno representativo y hasta la autonomía de los colonos americanos.
En el otro polo del espectro ideológico, esta fabricación de coherencia sin fisuras se aplica también a Karl Marx. El autor de El Capital fue un escritor y, como todo escritor, recurrió a figuras literarias que relativizaban o contrariaban algunos principios de su teoría. Son conocidos los pasajes de los Manuscritos económicos filosóficos (1844) en que Marx utiliza obras de Goethe y Shakespeare para hablar del dinero como “Dios visible”, que logra el “milagro” de que las “contradicciones se besen” y las “imposibilidades se hermanen”.
La típica objeción althusseriana sería que ese joven Marx no había descubierto aún la “ciencia”, pero, como ha visto Francis Wheen, también en El Capital aparece, en más de una ocasión, una idea mística del capitalismo. Cuando Marx mezcla referencias de las literaturas antigua y moderna para ilustrar los poderes milagrosos del dinero pasa por alto, deliberadamente, su propia teoría de los modos de producción históricos.
Más conocido es el abandono de algunas premisas del “materialismo histórico” en ensayos como los que dedicó a la Revolución Francesa de 1848, a Rusia o a América Latina. El 18 Brumario comenzaba con una conocida cita de Hegel que negaba una de las ideas centrales de El Manifiesto Comunista y La lucha de clases en Francia, esto es, que cada revolución es única e irrepetible porque responde a los conflictos de clases de una sociedad en un momento concreto. Y en los textos sobre Rusia y América Latina, Marx sugiere que esas regiones son incapaces de producir el capitalismo por sí mismas.
Los guardianes de la “coherencia”, desde la izquierda o desde la derecha, dirán que muchos de los pasajes antimarxistas de Marx no eran “ciencia” sino “ideología”, es decir, historia, literatura, periodismo, propaganda ¿Realmente es así? En sus estudios sobre El Capital, Francis Wheen ha demostrado que las ideas no marxistas e, incluso, antimarxistas de Marx recorren los momentos más cercanos a la economía política y más distantes de la literatura o la historia.

martes, 23 de febrero de 2010

¿Cabe un reportaje en un blog?

En el último número de Babelia, donde la defensa del periodismo clásico llega hasta la vindicación, por Carlos Fuentes, no del Albert Camus novelista o filósofo sino del autor de reportajes y columnas en Combat, Jon Lee Anderson, el gran reportero de The New Yorker, concede entrevista a Guillermo Altares. Asegura el autor de la biografía del Che Guevara y de El dictador, los demonios y otras crónicas (Anagrama, 2010), que los blogs, por su velocidad, no permiten el desarrollo holgado de narrativas y que el medio natural de una crónica es el periódico o, preferiblemente, el semanario.
Sin miedo a ser catalogado como “dinosaurio” de la “estirpe reporteril”, Anderson sostiene que la crónica y el reportaje no desaparecerán, ya que son la fuente primordial de la historia moderna. Antes de que se escribieran los primeros tratados sobre la colonización americana, ya había crónicas y reportajes sobre aquel hito: “los primeros periodistas eran frailes que acompañaban a los expedicionarios, son las crónicas, los diarios ¿Qué sabemos de la conquista de las Américas? Nos fascinan por su instantaneidad, nos llevan a un momento que ya no existe, como las cartas de Roger Casement desde el Congo”.
Confiesa Anderson que intentó reportear el terremoto de Haití por medio de un blog y que nunca llegó a sentirse a sus anchas: “no sé si llegué a adquirir el gusto, pero no conseguí quitarme la impresión de que me estaba serruchando el suelo de la narrativa”. Un suelo que tiene que ver más con el tiempo que con el espacio. Anderson piensa que el reportaje o la crónica requieren tiempo: tiempo para ser escritos, tiempo para ser leídos y tiempo, también, para que la inmediatez de los hechos sea procesada por el periodista y el lector.

sábado, 20 de febrero de 2010

Oficio de tinieblas

En el último número de Letras Libres, el joven historiador mexicano Carlos Bravo Regidor (1977) relee el clásico ensayo de Gabriel Zaid, Adiós al PRI (1995). Uno hubiera esperado que la relectura fuera una confirmación más de la lucidez con que Zaid retrató la crisis del sistema político mexicano durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Sin embargo, Bravo Regidor observa que, a pesar de que a la larga el diagnóstico de Zaid fue correcto, la manera en que se produjo la transición mexicana no fue exactamente como la imaginó el autor de El progreso improductivo: el PRI perdió la presidencia en el 2000, pero no todo el poder.
Bravo Regidor no entiende esa imprecisión o esa inexactitud como defecto sino como virtud. El pensamiento, dice, es por naturaleza impreciso o inexacto. Aspirar a la profecía realizada o al vaticinio perfecto tiene muy poco que ver con la práctica intelectual. Lo que hizo acertado el pronóstico de Zaid sobre la caída del autoritarismo del partido hegemónico y el presidente omnímodo, en México, fue, precisamente, su aproximación, no su llegada. Una cita de Cornelius Castoriadis le sirve para entender el acto de pensar como un oficio de tinieblas:
“Pensar no es salir de la caverna, ni reemplazar la incertidumbre de las sombras con el nítido perfil de las cosas mismas, el titubeante resplandor de una llama con la luz del verdadero Sol. Pensar es entrar en el laberinto… Es perderse en galerías que sólo existen porque las cavamos incansablemente, dar vueltas en el fondo de un callejón sin salida cuyo acceso se ha cerrado tras nuestros pasos –hasta que ese girar abre, inexplicablemente, fisuras transitables en el muro que nos rodea”.

viernes, 19 de febrero de 2010

Los nuevos ingleses

En pocas narrativas del mundo se produjo una renovación generacional como la que protagonizaron los escritores británicos, nacidos en la segunda postguerra, entre mediados de los 80 y toda la década del 90 del pasado siglo. Un puñado de novelas, que podrían enmarcarse entre Money (1984) de Martin Amis y Atonement (2001) de Ian McEwan, revolucionó las formas de narrar en la Gran Bretaña y se volvió referencial para buena parte de la literatura de fines del siglo XX.
Esas novelas se tradujeron a la mayoría de los idiomas del mundo y fueron leídas como ficciones paradigmáticas por escritores de las más remotas latitudes. Algunas de ellas fueron llevadas exitosamente al cine, con lo cual esa generación ganó ventaja frente a sus contemporáneas en Europa continental, Estados Unidos y América Latina. A pesar de las diferencias entre sus escrituras, había un aire de semejanza entre aquellos novelistas que, primero, Jonathan Cape y Faber and Faber, los editores londinenses, y luego Jorge Herralde, que los incorporó al catálogo de Anagrama, supieron detectar.
El mismo año de Money apareció Flaubert’s Parrot (1984) de Julian Barnes; en 1989, The Remains of the Day de Kazuo Ishiguro, London Fields de Amis y Sexing the Cherry de Jeannette Winterson; en 1990, El buda de los suburbios de Hanif Kureishi; en 1992, Arcadia de Jim Crace y Escrito en el cuerpo de Winterson; en 1995, Los inconsolables de Ishiguro; en 1998, England, England de Barnes… Para cuando acababa la década, aquella generación había acumulado algunas de las mejores novelas de fines del siglo XX.
Nacidos entre mediados de los 40 y fines de los 50 –Barnes y Crace nacieron en el 46, Amis y McEwan en el 49, Ishiguro y Kureishi en el 54, Winterson en el 59- estos escritores vivieron en su juventud el 68 y en su adultez el 89, con el vértigo de los 70 por el medio. Ese sello biográfico, de sujetos que vivieron cambios culturales profundos o experiencias límites, es legible en sus ficciones. Todos son escritores anticuados y, a la vez, modernos, muy ingleses y, a la vez, cosmopolitas, eruditos y frívolos, capaces de moverse, con una facilidad sorprendente, entre una novela de época y un relato punk.
Hay personajes de esas novelas –pienso, por ejemplo, en Jamal, el psicoanalista de Algo que contarte (2009) de Kureishi o en los sombríos protagonistas de Yellow Dog (2003) de Amis- que son arquetipos generacionales. Hombres y mujeres de clase media alta europea, exhippies que bordean los 60, que abusaron del alcohol y las drogas en los 70, que se volvieron yuppies o escritores o ambas cosas en los 80, que se psicoanalizaron o se normalizaron y, finalmente, desembarcaron en el fin de siglo con nihilismo y lucidez.

miércoles, 17 de febrero de 2010

La vieja novela y la nueva historia


Son cada vez más los escritores que buscan tender un puente entre ensayo y narración. El mutuo acercamiento desde los bordes de uno y otro género tiene que ver, naturalmente, con el agotamiento de formas tradicionales de narrar y ensayar. Pero también con las posibilidades que la novela ofrece como género literario mediático. No necesariamente quienes se acercan a las ficciones ensayísticas son autores que pagan tributo a la tradición de alta literatura como Claudio Magris, Javier Marías o Enrique Vila Matas.
Entre las nuevas generaciones de escritores occidentales, hay algunos, como Jorge Volpi (1968), en México, o Daniel Kehlmann (1975), en Alemania, que han incorporado elementos de no ficción en sus relatos. Dichos elementos no provienen del ensayo, la filosofía, la crítica o la memoria, como en Magris, Marías y Vila Matas, sino de la historia. Pero tampoco de la historia que resulta de la historiografía clásica del siglo XIX y la primera mitad del XX, sino de la historia y la ciencia divulgativas de las últimas décadas, especialmente, de las narradas por la televisión y el cine.
En busca de Klingsor (1999) de Volpi y La medición del mundo (2005) de Kehlmann no son novelas históricas en el sentido descrito por Gyorgy Lukács en su célebre estudio sobre un género, como tantas otras cosas, también en crisis a principios del siglo XXI. Esas son novelas que procesan el material que la historia divulgativa y mediática de las últimas décadas dedicó a fenómenos como la relación entre el nazismo y la ciencia, en el caso de Volpi, o como las vidas paralelas de dos ilustrados alemanes del siglo XVIII, el naturalista Alexander von Humboldt y el matemático Carl F. Gauss.
Volpi y Kehlmann escribieron sus respectivas novelas y fueron internacionalmente reconocidos por ellas, siendo muy jóvenes. Si sus escrituras se comparan con las de otros novelistas de la misma generación se observará que ninguno de los dos corresponde al tipo de narrador hipervanguardista, que trastoca el formato de la novela moderna, o de narrador erudito, que incorpora elementos del ensayo clásico. Lo que distingue a ambos es una mezcla eficaz de novela tradicional e historia mediática, vieja novela y nueva historia. Mezcla de estos tiempos.

domingo, 14 de febrero de 2010

Cartas a Stalin

Vitali Shentalinski lleva años investigando, en los archivos de la KGB, el tema de las turbulentas relaciones de los escritores soviéticos con el poder totalitario. En esas pesquisas aparecieron las cartas que Yevgeni Zamiatin y Mijaíl Bulgakov, dos de los grandes escritores rusos de la primera mitad del siglo XX, escribieron a Stalin en los años 20 y 30.
Una de esas cartas, la de Bulgakov, del 28 de marzo de 1930, pidiéndole al dictador que le permita abandonar el país con su esposa, ya que “para él no poder escribir es lo mismo que ser enterrado vivo”, era conocida por el efecto que tuvo. En abril de ese mismo año, semanas después de aquella carta, Stalin llamó por teléfono a Bulgakov y le ofreció trabajo en el Teatro Artístico de Moscú.
La mayoría de la correspondencia del propio Bulgakov y de Zamiatin aparece, ahora, por vez primera, en castellano, en el volumen Cartas a Stalin (Editorial Veintisiete Letras). Ambos escritores, condenados al ostracismo –Zamiatin, luego de la prohibición de Nosotros (1921), la primera gran novela antiutópica sobre el comunismo ruso, y Bulgakov, tras la publicación de los relatos de Corazón de perro y Morfina, a mediados de los 20- escribieron a Stalin, pidiéndole, fundamentalmente, permiso para emigrar.
A diferencia de Pasternak o Nabokov, Zamiatin y Bulgakov habían sido burgueses bolcheviques. El primero había participado en la revolución de 1905 y había sido encarcelado y deportado varias veces por el régimen zarista. El segundo rompió con sus hermanos, que se sumaron a la oposición blanca, e intervino como médico y periodista en el bando rojo de la guerra civil. La novela La guardia blanca, a pesar de las críticas y presiones que le generaron, y varias obras de teatro de Bulgakov, fueron admiradas por Lunacharski, Gorki y el propio Stalin.
Ese bolchevismo aparece en las cartas que Zamiatin y Bulgakov escriben a Stalin. Pero el mismo no oculta, tampoco, la profunda decepción que ambos sufrieron con el régimen soviético y el estado de desesperación con que se dirigen al dictador, en busca de clemencia. Aunque no hay respuestas de Stalin es fácil imaginar el disfrute del poder sobre los otros que debió sentir el dictador, al saberse dueño de aquellas vidas al límite.
A pesar de que Nosotros era un libro mucho más subversivo que cualquiera de los escritos por Bulgakov, a Zamiatin se le concedió la autorización para emigrar y se exilió en París, donde murió en 1937. Como él mismo pronosticara en una de las cartas a Stalin, los émigrés parisinos lo recibieron con desprecio, por su pasado bolchevique. Bulgakov, en cambio, murió en Moscú, en 1940, luego de terminar su gran novela El maestro y Margarita.




Dirijo al gobierno de la URSS la siguiente carta: Desde el momento en que se prohibieron todos mis trabajos literarios, comenzaron a alzarse voces, entre muchas de las personas que me conocen por mi oficio de escritor, para darme un solo consejo: escribir "una obra comunista" (pongo la cita entre comillas).

Además, debía dirigir al Gobierno de la URSS una carta de arrepentimiento por la que renunciara a mis anteriores ideas, expuestas en mis trabajos literarios; y en la que asegurara que en el futuro trabajaría como un leal compañero de viaje por la idea del comunismo; el objetivo de esa actuación sería escapar a las persecuciones, a la miseria y a un desenlace final inevitable.

No he seguido ese consejo. Es poco probable que consiguiera aparecer ante el gobierno de la URSS bajo un aspecto favorable escribiendo una carta carente de sinceridad, que se presentaría como una sucia e indecorosa extravagancia política, por lo demás ingenua. En cuanto a escribir una obra comunista, ni siquiera lo intento; ya que sé a ciencia cierta que no seré capaz de componer un escrito semejante.

Madurado en mí el deseo de poner fin a mis tribulaciones literarias, me siento obligado a dirigir al Gobierno de la URSS una carta veraz.

***

Repasando mis álbumes de recortes de periódicos, he contabilizado trescientas una reseñas aparecidas sobre mí en la prensa de la URSS durante mis diez años dedicados a la literatura. De ellas, tres eran laudatorias, doscientas noventa y ocho hostiles e injuriosas.

Esas últimas doscientas noventa y ocho muestran, como el reflejo de un espejo, mi vida de escritor.

A Aleksei Turbín, el héroe de mi obra de teatro, Los días de los Turbín, se le llamó HIJO DE PUTA en unos versos publicados en la prensa; y al autor de la obra se le calificaba como "afligido por una CHOCHEZ DE PERRO VIEJO": se me ha descrito como un BARRENDERO de la literatura, ocupado en recoger las sobras de una mesa después de HABER VOMITADO en ella una docena de invitados.

También han escrito lo siguiente: "El MISHKA ese, Bulgákov, TAMBIÉN ES, PERDÓN POR LA EXPRESIÓN, UN ESCRITOR que rebusca en la NAUSEABUNDA BASURA... Me pregunto cómo tienes tanto MORRO... Soy una persona delicada, pero si le agarro le ARRANCO EL PESCUEZO... Para las personas como nosotros, los Turbín son tan necesarios como UNOS SOSTENES A UN PERRO. Topamos con UN HIJO DE PUTA, TOPAMOS CON TURBÍN, AL CUAL NO LE DESEO NI INGRESOS DE TAQUILLA NI ÉXITO ALGUNO..." (La Vida del Arte, nº 44, año 1927).

También se ha dicho que Bulgákov estaba condenado a ser lo que siempre había sido, UN DESCENDIENTE NEOBURGUÉS, que lanza escupitajos emponzoñados pero impotentes sobre la clase trabajadora y sus ideales comunistas (Komsomolskaia Pravda, 14 del X, año 1926).

También señalaban que me gustaba "la atmósfera perruna que emanaba de cierta pelirroja, esposa de un amigo" (A. Lunacharski, Izvestia, 8 del X de 1926). Y que mi obra Los días de los Turbín hedía (estenograma de una reunión de la Agit-prop en mayo de 1927), y etc., etc.

Me apresuro a aclarar que de ningún modo he citado esos ejemplos para quejarme de la crítica o entrar en cualquier tipo de polémica. Mi objetivo es mucho más serio.

Puedo probar con documentos en la mano que, en el curso de todos esos años de trabajo literario, la prensa soviética, y junto con ella todas las instituciones que están encargadas del control del repertorio, se han dedicado, unánimemente y CON EXTRAORDINARIA CÓLERA, a demostrar que las obras de Mijail Bulgákov no pueden existir en la Unión Soviética.

Y tengo que declarar que la prensa soviética tiene absolutamente toda la razón.

***

El punto de partida de esta carta lo constituye mi panfleto La isla púrpura.

Toda la crítica soviética, sin excepción, consideró esa obra "mediocre, mezquina, sin gancho", y declaró que constituía "un libelo contra la revolución".

La unanimidad fue total, pero se vio súbitamente rota de forma asombrosa, inmediata e inesperada.

En el número 12 del Boletín del Repertorio (año 1928) apareció una reseña de P. Novitski, donde se decía que La isla púrpura era "una parodia interesante e ingeniosa", en la que "se alza la sombra siniestra de un Gran Inquisidor, que destruye la creación artística, cultiva TÓPICOS DRAMÁTICOS, SERVILES, ABSURDOS y aniquila la personalidad del actor y del escritor"; que "el tema de La isla púrpura es la fuerza siniestra, sombría que hace nacer ILOTAS, ADULADORES Y PANEGIRISTAS...".

Se decía que "si existía semejante fuerza siniestra, LA INDIGNACIÓN Y EL CORROSIVO INGENIO DE ESTE DRAMATURGO, ENCUMBRADO POR LA BURGUESÍA, ESTABAN PLENAMENTE JUSTIFICADOS".

Cabe preguntarse: ¿dónde está la verdad? ¿Qué es finalmente La isla púrpura? ¿"Una obra mezquina, mediocre" o "un panfleto ingenioso"?

La verdad se halla en la reseña de Novitski. No me propongo juzgar hasta qué punto mi obra es ingeniosa, pero reconozco que en ella se alza realmente una sombra siniestra y esa sombra es el Comité Central del Repertorio. Es el que hace surgir ilotas, panegiristas y personas atemorizadas y serviles. Es el que asesina el espíritu creativo. Es el que se empeña en destruir la dramaturgia soviética; y la destruirá.

No manifesté tales pensamientos cuchicheando en una esquina. Los plasmé en mi panfleto dramático y puse en escena ese panfleto. La prensa soviética, interviniendo a favor del Comité Central del Repertorio, escribió que La isla púrpura era un libelo contra la revolución. No hay libelos contra la revolución en la obra por muchos motivos, de los cuales por falta de espacio tan sólo expondré uno: escribir un libelo contra la revolución es IMPOSIBLE debido a su extraordinaria grandeza. El panfleto no es un libelo y el Comité Central del Repertorio no es la revolución.

Pero cuando la prensa germana escribió que La isla púrpura es "la primera llamada a la libertad de expresión que tiene lugar en la Unión Soviética (Molodaia Gvardia, nº 1, año 1929), decía la verdad. Lo reconozco. La lucha contra la censura, cualquiera que sea, y cualquiera que sea el poder que la detente, representa mi deber de escritor, así como la exigencia de una prensa libre. Soy un ferviente admirador de esa libertad y creo que si algún escritor intentara demostrar que la libertad no es necesaria se asemejaría a un pez que asegurara públicamente que el agua no le es imprescindible.

***

Ese es uno de los rasgos esenciales de mi obra, lo suficientemente importante como para que mis libros no sobrevivan en la URSS. Con ese primer rasgo están relacionados todos los demás que aparecen en mis obras satíricas: los negros y místicos tintes (SOY UN ESCRITOR MÍSTICO) con los que suelo destacar las innumerables monstruosidades de nuestra vida cotidiana, el veneno que impregna mi lengua, mi profundo excepticismo [sic] respecto del proceso revolucionario que tiene lugar en mi atrasado país y al que opongo mi preferencia por el concepto de Gran Evolución; y lo más importante: la representación de los terribles rasgos de mi pueblo (...).

No hay ni que decir que la prensa soviética no pensó seriamente en resaltar todo eso, sino que se ocupó en demostrar de forma poco convincente que la sátira de M. Bulgákov era "UNA DIFAMACIÓN".

Sólo una vez, cuando mi nombre empezaba a ser conocido, mi producción literaria fue descrita con un matiz como de altivo asombro: "M. Bulgákov quiere llegar a convertirse en el autor satírico de nuestra época" (Kingonosha, nº 6, año 1925).

El verbo "querer" es utilizado erróneamente en presente. Habría que trasladar el tiempo al pasado: M. Bulgákov se HA CONVERTIDO EN UN AUTOR SATÍRICO, y precisamente en un momento en que cualquier sátira auténtica (me refiero a aquella que penetra en zonas prohibidas) resultaba absolutamente inconcebible en la URSS.

No tuve el honor de expresar en la prensa esa idea criminal. Idea que se expuso con absoluta claridad en un artículo de B. Blium, cuyo significado se pone de manifiesto de forma brillante y precisa en la siguiente fórmula: EN LA URSS, TODO AUTOR SATÍRICO ATENTA CONTRA EL RÉGIMEN SOVIÉTICO.

¿Es posible imaginar en la URSS a una persona como yo?

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Y, finalmente, los últimos rasgos aparecen en mis obras destruidas, Los días de los Turbín, La huida, y en mi novela La guardia blanca: se trata de mi obstinación en representar a la intelligentsia rusa como el mejor estamento del país. Y en particular, la representación según la tradición de Guerra y paz de una familia noble de la intelligentsia, que por voluntad de un destino histórico irrevocable es arrojada al campamento de la guardia blanca durante los años de la guerra civil. Esa representación es algo completamente natural para un escritor profundamente comprometido con la intelligentsia.

Pero representaciones de ese tipo conducen a que su autor reciba en la URSS (a pesar de sus grandes esfuerzos PARA SITUARSE INDIFERENTE POR ENCIMA DE LOS ROJOS Y DE LOS BLANCOS), al mismo tiempo que sus héroes el calificativo de guardia blanco, y, en consecuencia, pudiéndose considerar una persona acabada en la URSS, como cualquiera comprenderá fácilmente.

***

Mi retrato literario está terminado; también es un retrato político. No puedo valorar el grado de criminalidad que subyace tras él, pero sólo pido una cosa: no buscar nada fuera de sus límites. Ha sido hecho con absoluta buena fe.

***

En este momento estoy aniquilado.

Ese aniquilamiento ha sido recibido por la opinión pública soviética con absoluta felicidad y ha sido considerado como un "LOGRO".

R. Pikel, para definir mi aniquilamiento, ha enunciado un pensamiento liberal (Izvestia, 15 del IX del año 1929): "No queremos decir con esto que el nombre de Bulgákov haya sido borrado de la lista de los dramaturgos soviéticos".

Y daba esperanzas al escritor acabado asegurándole: "Que el comentario se refiere a sus obras dramáticas antiguas".

Sin embargo, la vida, personificada en el Repertkom Central, ha demostrado que el liberalismo de P. Pikel carece de todo fundamento.

El 18 de marzo de 1930 recibí un oficio del Comité Central del Repertorio, en el que se comunicaba lacónicamente que, no una de mis obras antiguas, sino mi nueva obra, La cábala de los devotos (Molière), NO HABÍA OBTENIDO EL PERMISO DE PUBLICACIÓN.

Seré breve: en un par de renglones escritos en papel oficial quedaban sepultados mi trabajo de biblioteca, mi fantasía y mi obra; que había sido calificada de brillante en innumerables opiniones expresadas por especialistas teatrales cualificados.

R. Pinkel estaba equivocado. No sólo están condenadas mis obras anteriores sino también las actuales, al igual que todas las que escriba en el futuro. Y yo personalmente, con mis propias manos, he arrojado al fuego el borrador de una novela sobre el diablo, el borrador de una comedia y el comienzo de una segunda novela: Teatro.

Todas las cosas que he escrito se encuentran en una situación desesperada.

***

Le pido al gobierno soviético que preste atención al hecho de que yo no soy un hombre político sino un literato y que he entregado toda mi producción teatral a la escena soviética.

(...)

Le pido que considere que, para mí, el no poder escribir es lo mismo que ser enterrado vivo.

***

LE PIDO AL GOBIERNO SOVIÉTICO QUE ME AUTORICE URGENTEMENTE A ABANDONAR LA URSS EN COMPAÑÍA DE MI ESPOSA LIUBOV EVGUÉNIEVNA BULGÁKOVA.

***

Apelo al humanitarismo de las autoridades soviéticas y les pido que actúen magnánimamente conmigo, un escritor que no puede ser de ninguna utilidad a su patria, y me concedan la libertad.

***

Si lo que acabo de escribir no resulta convincente, y estoy condenado a guardar silencio para siempre en la URSS, le pido al gobierno soviético que me dé un trabajo de mi especialidad y me encomiende un puesto de teatro en calidad de director de escena titular.

Pido precisamente una ORDEN CATEGÓRICA, LO PIDO COMO ÚLTIMA INSTANCIA, ya que todos mis intentos por encontrar un trabajo dentro del único campo en el que puedo ser útil a la URSS, esto es, como un especialista extraordinariamente cualificado, se han saldado con un completo fiasco. Mi nombre se ha hecho tan odioso que las solicitudes de trabajo realizadas por mi parte han sido acogidas con ESPANTO (...).

Me ofrezco a la URSS con absoluta honradez, sin sombra alguna de sabotaje, como actor y realizador especializado (...).

Pido que se me nombre realizador auxiliar del primer Teatro Artístico (...).

Si no soy nombrado realizador, pido un puesto titular de figurante. Si tampoco es posible ser nombrado figurante, pido un puesto de tramoyista.
Si eso tampoco es posible, pido al gobierno soviético que proceda conmigo como crea más conveniente, pero que proceda de alguna manera; porque yo, un dramaturgo que ha escrito cinco obras, suficientemente conocido tanto en la URSS como en el extranjero, EN EL MOMENTO ACTUAL me encuentro abocado a la miseria, a la calle y a la muerte.


M. BULGÁKOV,
Moscú, 28 de marzo del año 1930.

sábado, 13 de febrero de 2010

Habermas criticado


En uno de los capítulos del libro El desacuerdo. Política y filosofía (Buenos Aires, Nueva Visión, 2007), el específicamente dedicado a la racionalidad del disenso, Jacques Rancière formula su crítica central a Jürgen Habermas. Dice el neomarxista francés que el filósofo frankfurtiano, con su defensa de una esfera pública transparente y de una acción comunicativa basada en el diálogo y la deliberación, deja fuera formas más radicales de litigio o desacuerdo.
Rancière sintetiza su crítica en una pregunta: “¿por qué hay que elegir entre las luces de la racionalidad comunicativa y las tinieblas de la violencia originaria o la diferencia irreductible?”. Aunque no creo que Habermas plantee dicha alternativa de un modo tan maniqueo, Rancière tiene razón al abrir un espacio para la interpelación. Aún para aquellas interpelaciones que parten de una contradicción conceptual insalvable.
Por ejemplo, la contradicción que habría entre dos personas que debaten sobre la “revolución”, el “socialismo” o la “democracia”, entendiendo por estos tres conceptos cosas distintas. Habría en ese litigio, una “diferencia irreductible” que, sin embargo, es muy frecuente en los espacios deliberativos creados por el internet. Constantemente, las discusiones electrónicas reflejan fracturas semánticas no racionalizadas, en las que los interlocutores ni siquiera formulan la pregunta “¿me comprendes?”.
Cuando los interlocutores se dan por comprendidos, sin comprenderse realmente, se manifiesta un tipo de desacuerdo más radical que el que tiene lugar en un marco deliberativo, en el que, por ejemplo, dos personas con ideologías diferentes asumen que tienen nociones contradictorias sobre la libertad o la igualdad. Sin embargo, hay un punto en que Rancière parece coincidir con Habermas y es cuando afirma que el disentimiento, por muy frontal que sea, forma parte de un “mundo común”.
“La política moderna obedece a la multiplicación de las operaciones de subjetivación que inventan mundos de comunidad que son mundos de disentimiento, y a la multiplicación de los dispositivos de demostración que son, en cada momento, al mismo tiempo argumentaciones y aperturas de mundo. Aperturas de mundos comunes –lo que no quiere decir consensuales-, mundos donde el sujeto que argumenta se cuenta siempre como argumentador”. Es decir, como sujeto autónomo, que dice lo que piensa, no como ventrílocuo.
En este último punto reside, tal vez, la principal diferencia entre el neomarxismo y el marxismo. El primero parece haber abandonado aquellas visiones estructuralistas que impedían comprender la autonomía de los sujetos. En el nuevo marxismo, cada quien es lo que es. En el viejo, cada quien era lo que ocultaba ser. Detrás de cada palabra, de cada gesto, había una entidad sumergida, una “estructura” impersonal y abstracta que hablaba por uno.