La decapitación también ha sido practicada en fechas recientes por el terrorismo islámico. Las imágenes de occidentales decapitados, reproducidas en videos o en canales de la televisión europea o norteamericana, proyectan un mensaje similar. No se trata, únicamente, de matar al enemigo sino de hacerlo por medio de un acto –separar la cabeza del cuerpo- que antropólogos y psicoanalistas ubican dentro de los pánicos ancestrales del subconsciente.
En la antigua Roma, la decapitación era un tipo privilegiado de ejecución, reservado a los ciudadanos del imperio. Tal vez, hoy, los narcotraficantes decapiten a otros narcotraficantes, afirmando la pertenencia de las víctimas al mismo estamento del verdugo. A San Pablo Apóstol, por ejemplo, le cortan la cabeza en el año 67, por órdenes de Nerón, porque antes del camino a Damasco y la conversión al cristianismo era un ciudadano romano, Saulo de nombre. De no haber sido romano, San Pablo habría sido crucificado como Cristo.
La decapitación fue también, desde la antigüedad, un tipo de muerte que garantizaba al verdugo el trofeo de la cabeza de su víctima. Ese es el caso, por ejemplo, de San Juan Bautista, degollado por los hombres de Herodes, a petición de Salomé, y la célebre imagen de la cabeza en la bandeja, como regalo del Rey a la joven danzante. En las decapitaciones del narcotráfico, unas veces los cráneos son escondidos y otras exhibidos.
Cuando la cabeza aparece junto al cadáver, el mensaje de los criminales busca la eficacia mediática más que la preservación de un trofeo. Desde el punto de vista simbólico, sus implicaciones son muy parecidas a las decapitaciones de reyes y “enemigos del pueblo” durante las revoluciones británicas y francesas. Es famosa la exclamación atribuida a Sieyés, durante la votación sobre la suerte de Luis XVI en la Convención, en el verano de 1793: “la mort, sans phrases”. La decapitación era y es un tipo de muerte que silencia cualquier retórica.