Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 12 de enero de 2010

Jefferson a Humboldt





Las historiografías nacionalistas del siglo XX edificaron, a partir de las guerras de 1847 y 1898 y del intervencionismo de Washington en la región, un tópico que atribuía a Estados Unidos, desde sus orígenes, la oposición a la independencia de América Latina y un proyecto de expansión territorial hacia el Sur, constitutivo de la experiencia política de las excolonias británicas.
Una carta de Thomas Jefferson a Alexander von Humboldt, del 8 de diciembre de 1813, reproducida en el último número de la revista Nexos, ayuda a comprender la simpatía real con que los padres fundadores de Estados Unidos vieron los procesos de independencia de Hispanoamérica y, también, la crítica y, a la vez, estereotipada percepción que tuvieron de las dificultades de la construcción republicana al sur del Río Bravo.
Esta carta es reveladora de un momento republicano, en la fundación de Estados Unidos, cuando la idea de una hegemonía regional aún no estaba plenamente conformada. El sombrío pronóstico de Jefferson se cumplió, también en México, donde, a partir de su lectura entusiasta del Ensayo político sobre el reino de la Nueva España de Humboldt, creyó ver la esperanza de una república próspera y libre.



“Creo de lo más afortunado que sus viajes en aquellos países (México, Cuba, Sudamérica) fueran tan a tiempo para darlos a conocer al mundo en el momento en que estaban a punto de volverse actores en su escenario. No tengo la menor duda de que acabarán zafándose de su dependencia europea; pero en qué tipo de gobierno acabará su revolución no estoy tan seguro. La historia, creo, no proporciona un ejemplo de un pueblo jineteado por curas manteniendo un gobierno civil libre. Esto marca el grado más bajo de ignorancia, de la cual tanto sus líderes civiles como religiosos sacarán provecho siempre para sus propósitos. La vecindad de la Nueva España con Estados Unidos y su consecuente intercambio, puede proveer escuelas para los ciudadanos de clase alta y dar ejemplo a los de las clases más bajas. Y México, donde hemos aprendido por usted que no faltan hombres de ciencia, puede revolucionarse a sí mismo bajo mejores auspicios que las provincias del Sur. Estas últimas, me temo, terminarán en despotismos militares. Las diferentes castas de sus habitantes, sus celos y odios mutuos, su profunda ignorancia, serán aprovechados por líderes astutos, y cada uno será el instrumento para esclavizar a otros”.

sábado, 9 de enero de 2010

Derecho a penar


Con frecuencia, la idea de exilio interior se aplica a sociedades cerradas en las que una parte de la ciudadanía es desprovista de derechos públicos y condenada a la muerte civil. Bajo regímenes autoritarios o totalitarios, dictaduras o tiranías, los exiliados interiores son aquellos sujetos invisibilizados por el poder, convertidos en personas sin reconocimiento jurídico ni representatividad política, a las que el Estado y la sociedad colocan en una suerte de limbo, entre el ser y la nada.
El historiador español Gutmaro Gómez Bravo, estudioso del sistema penitenciario peninsular en los siglos XIX y XX, otorga otra acepción al concepto de exilio interior. Para él los exiliados de adentro son, fundamentalmente, los presos políticos de la España franquista, sobre todo, en la época más doctrinaria de ese régimen que fue la década de los 40. Entonces el franquismo, que había vencido en la guerra civil, intentaba consolidarse desde el punto de vista institucional e ideológico.
El exilio interior. Cárcel y represión en la España franquista. 1939-1950 (Madrid,Taurus, 2009) es la mejor historia que se ha escrito, hasta ahora, sobre la reclusión de 300 000 “desafectos al régimen” en la península. La construcción autoritaria no habría sido posible sin la exclusión de aquella numerosa población que, junto con el exilio, conformaba la base social de la oposición al franquismo. A Gómez le interesa historiar no sólo el proceso de reclusión sino las estrategias ideológicas de “redención” que aplicó la dictadura sobre la masa carcelaria.
Gómez sostiene que el franquismo, a diferencia de los totalitarismos alemán, italiano y soviético, no poseía una ideología de Estado con la cual justificar el exterminio. De hecho sugiere una paradoja, aplicable a otras experiencias dictatoriales: “el franquismo no tuvo nunca una vocación de exterminio como la del nazismo o el estalinismo, lo que no significa que fuera más humanitario sino que hizo un uso distinto de la fuerza”.
El Chile de Pinochet y las dictaduras militares del Cono Sur fueron regímenes autoritarios, no totalitarios como el cubano, y, sin embargo, sí poseyeron una “voluntad de exterminio” que en este último, como en el franquismo, se manifestó, fundamentalmente, por medio de la cárcel y el exilio. La tesis de Gómez viene complejizar aún más las tipologías de regímenes no democráticos desarrolladas por historiadores y politólogos, en una materia tan relevante para los mismos como es la metodología de la represión.
A falta de una ideología de Estado, propia de los regímenes totalitarios, el franquismo utilizó la iglesia y la religión católicas como instrumentos de adoctrinamiento nacionalista y regeneración moral de los presos. “El elemento –dice Gómez- de legitimación del poder que más sobresalió en España fue el religioso: el derecho a penar fue concebido como un derecho divino autorizado por la violación del orden sagrado, que quedaba muy lejos del componente racial o estatal de la Alemania nazi, la Italia fascista” o la Rusia estalinista.

jueves, 7 de enero de 2010

Camus, el inasible



Hace unos días se cumplieron cincuenta años de la muerte de Albert Camus, en accidente automovilístico, mientras regresaba a París desde el sur de Francia. La propuesta del presidente francés, Nicolás Sarkozy, de trasladar los restos de Camus al Panthéon ha generado la típica querella por la herencia que persigue a los célebres en la muerte. El debate vuelve a plantear la deprimente pregunta de a quién pertenecen los huesos de un escritor y, sobre todo, vuelve a escenificar esa manía de apropiación de los muertos que sufren políticos e intelectuales.
Su hija Catherine ha escrito que su padre era un “solitario solidario”, cuyo legado no debe ser manipulado por el gobierno francés, el filósofo Michel Onfray ha protestado contra los usos de Camus por políticos de derecha como Bush o Sarkozy y el estudioso Jean Luc Moreau ha publicado el ensayo Camus, l’intouchable, en el que reacciona contra la instrumentación oficial de un símbolo subversivo. Otras reacciones contra la propuesta de Sarkozy no escapan a la propia instrumentación del mismo legado que intentan algunos escritores de la izquierda francesa, para quienes Camus fue un crítico del fascismo y de la democracia, pero no del comunismo.
La figura de Camus, sobre todo entre 1945 y 1960, ofrece la dificultad de una crítica paralela a los dos totalitarismos del siglo XX, el fascista y el comunista, y, también, a las democracias occidentales y a los regímenes coloniales creados por éstas en Asia, África y el Medio Oriente. Pero lo que hace inasible a Camus, en el sentido que da al término Moreau, es la elección de un lugar para la crítica, distante de la moral y la ideología, de los partidos políticos y las élites letradas. En sus relatos (El extranjero, La peste, La caída y El exilio y el reino), en sus piezas teatrales (Calígula, El malentendido, Estado de sitio, Los justos) y en sus prosas El mito de Sísifo y Cartas a un amigo alemán, Camus adoptó una perspectiva, por decirlo rápido, antropológica, en la que los problemas de la sociedad contemporánea eran presentados como problemas humanos.
Esa elección intelectual, que salvaba buena parte de la tradición filosófica antigua, medieval y moderna -que los totalitarismos de mediados del siglo XX intentaron abandonar- hizo de Camus un pensador inubicable en la geografía política de su época. En su ejemplar ensayo El hombre rebelde, en sus carnets de los años 50 y en sus polémicas con Sartre, Jeanson y Les Temps Modernes, aparecidas en la revista Combat, se lee aquella crítica multilateral, ejercida sin miedo a perder el apoyo de cualquier poder, en la que lo mismo se cuestionan las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki que la invasión soviética a Hungría, el realismo socialista que el compromiso sartreano, el mito revolucionario que la razón liberal.
Cuando Camus murió, en enero del 60, estaba en un proceso de reinvención de su escritura, que se percibe en su inconclusa novela El primer hombre (Barcelona, Tusquets, 1994). En esa ficción autobiográfica, sobre la saga de una estirpe alsaciana que emigra a Argelia, a fines del Segundo Imperio, y cuyo padre de familia perece en la Primera Guerra Mundial, fragmentada la cabeza por obús, dejando al hijo huérfano, en la miseria y la ignorancia de los pied noirs, se plasma con fidelidad la elección antropológica de Camus. La vuelta al padre era, para Camus, la verdadera proeza adánica.
Quienes se oponen a la consagración oficial de Camus por parte del gobierno de Sarkozy no dejan de tener razón. Pero habría que preguntarse qué hubiera sucedido si la propuesta del traslado de los restos, del camposanto de la aldea provenzal de Loumarin, al Panteón de París, no hubiera provenido del presidente sino de un grupo de escritores franceses. Entonces, probablemente, habría tenido mejor acogida, ya que, en resumidas cuentas, el Panthéon es un símbolo de la tradición laica y republicana francesa: allí están enterrados Voltaire, Rousseau, Dumas, Hugo, Zola y Malraux.

martes, 5 de enero de 2010

Una farsa de locos

A propósito del post sobre Aby Warburg, alguien nos preguntaba por el término “abderitismo” o idea de la historia como eterno estancamiento. Dicho concepto aparece en el ensayo “Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor” (1798) que, en traducción de Eugenio Ímaz, fue incluido en la edición de la Filosofía de la historia de Immanuel Kant, publicada, primero, por El Colegio de México en 1941, y luego rescatada por el Fondo de Cultura Económica.
Allí Kant hablaba de tres “estilos de imaginar la historia humana” en relación con su avance moral: el “eudemonista” o “quiliástico”, que afirma que la humanidad vive un permanente “progreso hacia mejor en lo que se refiere a su destino moral”; el “terrorista”, que sostiene que el hombre experimenta un “continuo retroceso hacia peor”; y el “abderitista”, que argumenta que la sociedad se halla en un “eterno estancamiento de sus valores morales”.
Kant, como es sabido, descarta los dos primeros con bastante claridad. La “caída a peor”, propuesta por los terroristas, no es válida porque conlleva un sentido apocalíptico, según el cual el desenlace de la historia humana, por su acumulación de mal, sería la autodestrucción. El “eudemonismo”, con sus “vigorosas esperanzas”, le parece “insostenible”, ya que la idea de un “progreso indefinido promete muy poco a favor de una historia previsora”.
Aunque el “abderitismo” –en la traducción de Ímaz aparece también como “abdeterismo”-, un término con el que Kant alude a la teoría de la acción recíproca del átomo y el vacío de Demócrito de Abdera, le parece “acaso la opinión que disponga de mayores votos a su favor”, tampoco sale ileso de la crítica kantiana. Kant cuestiona la idea de que el bien y el mal se “amalgamen” en el devenir humano, por medio de alguna síntesis -palabra mágica de hegelianos y marxistas-, y sostiene que, más bien, en ese "estilo" de imaginar la historia ambas categorías morales se “neutralizan”, con lo cual se estaría identificando, erróneamente, el estancamiento con la "inacción".
Los “abderitistas”, según Kant, piensan entonces la historia humana como una “agitación vacía en la que el bien y el mal se alternan, de suerte que el espectáculo del afán sobre la tierra de la humanidad consigo misma, a lo que más se pareciera sería a una farsa de locos, lo que no le haría acreedora ante los ojos de la razón de una estimación mayor de la concedida a la actividad de otras especies animales, que tienen en su favor llevar el juego con menos costo y sin derroche de razón”.

sábado, 2 de enero de 2010

El arquitecto, su esposa, la amante y la república


Ignacio Abel, el protagonista de La noche de los tiempos (Barcelona, Seix Barral, 2009), la voluminosa novela de Antonio Muñoz Molina -¡958 páginas!- es un arquitecto, que se formó en la Bauhaus con Walter Gropius y Mies van der Rohe , y que al triunfo de la II República española ofrece sus servicios al nuevo gobierno. Juan Negrín, personalmente, le encarga la construcción de varios edificios en la ciudad universitaria de Madrid.
Aunque no se considera un político, en los años previos a la guerra civil Abel se afilia al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), fundado por Pablo Iglesias a fines del siglo XIX, y apoya los gobiernos del Frente Popular en la primera mitad de los 30. Su amistad con Negrín lo coloca en el centro de las disputas políticas de aquella España dividida, no sólo entre izquierda y derecha, sino entre diversas corrientes dentro de la propia izquierda.
Esa ubicación de Abel, en el centro del torbellino, lo convierte en testigo privilegiado de la fractura española. A través de Abel, Muñoz Molina describe a los intelectuales y políticos republicanos con la agudeza de un contemporáneo. Las semblanzas de unos y otros se suceden en la novela, con admirable agilidad, dejando al lector la sensación de haber vivido aquellos años turbulentos. El extremismo de Alberti y Bergamín, el desencanto de Moreno Villa, la retórica de Ortega y Azaña, el bolchevismo de Largo Caballero se van perfilando, no desde el análisis del historiador, sino desde la ficción de un novelista que sabe colocarse en el pasado.
Abel, como Negrín -figura retratada con suma amabilidad-, está siempre en el medio de la tensión. Rechaza tanto el nacionalismo y el falangismo, que tiene cerca, en la familia de su esposa, como el comunismo y el anarquismo que tanto atrae a los constructores de sus obras. Simpatiza con el sentido práctico de la política que posee un científico como Negrín y toma distancia de la política letrada, a lo Azaña, y de la política populista, a lo Largo Caballero. Una excesiva conciencia del centro, de la moderación, atormenta a Abel.
A esa localización en el medio del conflicto político, Muñoz Molina agrega un triángulo amoroso, que hace crisis en 1936, justo cuando estalla la guerra civil. Abel se enamora de una joven norteamericana que llega a Madrid a confirmar imágenes literarias de la ciudad, construidas en lecturas de Washington Irving, Benito Pérez Galdós y John Dos Passos. El romance entre Abel y la joven es, también, el choque entre la crítica de la cultura española –toros, santos, vírgenes, folklore…- del arquitecto vanguardista y la mirada turística de la estudiante norteamericana.
El desenlace de la vida de este arquitecto republicano es, como el de cientos de miles de españoles de su generación, el exilio. Su salida del conflicto, a pesar de la nota esperanzadora del reencuentro con la joven amante en Nueva York, es un mensaje en torno a la imposibilidad del equilibrio en un contexto de guerra civil. Cuando la violencia se apodera de cada extremo enfrentado y el mundo se divide, rígidamente, en amigos y enemigos, héroes y traidores, el único destino posible del moderado es el exilio.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

La herética ortodoxia de Joseph de Maistre

El pensador saboyano Joseph de Maistre es presentado, con frecuencia, junto al británico Edmund Burke, como uno de los fundadores del conservadurismo decimonónico. Es cierto que ambos fueron críticos de la Revolución Francesa, el segundo en sus Reflexiones (1790) y el primero en sus Consideraciones sobre Francia (1796). Pero las críticas de uno y otro al fenómeno revolucionario respondían a motivaciones intelectuales diferentes: para Burke la mayor amenaza de la Revolución se hallaba en la suplantación del derecho consuetudinario, protector del individuo, por una visión abstracta de los derechos naturales, generadora de la dictadura de la mayoría; para De Maistre, lo peor de la Revolución era su “maldad”: su implementación de una nueva religiosidad política, a su juicio, anticristiana.
En los dos últimos siglos, a las tradiciones ideológicas jacobinas, bolcheviques y comunistas –no tanto a la liberal, la socialdemócrata o la democristiana- les ha costado trabajo discernir entre el pensamiento político de Burke y el de De Maistre. Muchos han preferido no dar importancia a que Burke fue, en realidad, un old whig más que un new tory, es decir, un defensor del sentido representativo y constitucional de la monarquía británica, sin visos de absolutismo, como los que aparecen en la rígida lealtad borbónica de De Maistre, y sin una idea teológica de la política como la que desarrolló este último a partir de su formación jesuítica. Si Burke se entiende como conservador, en el sentido moderno y no antiliberal del término, De Maistre puede ser entendido como reaccionario.
Como muchos reaccionarios de los dos últimos siglos, De Maistre fue un pensador hábil, elocuente y polémico. Hay momentos en que se manifiesta en él una ortodoxia herética, por utilizar un oxímoron, que lo vuelve difícilmente ubicable en el conservadurismo de su época. No porque se acerque al liberalismo, como Burke, sino porque se aleja de las ideas conservadoras por el extremo derecho del espectro ideológico del siglo XIX. Esta dislocación se observa, por ejemplo, en el espléndido Tratado sobre los sacrificios, que han rescatado este año los inteligentes editores de Sexto Piso. No es raro que la defensa del sacrificio y de la “salvación por la sangre” del monarquista De Maistre haya sido aprovechada por más de un republicano y nacionalista francés a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Al igual que en otros textos suyos –las Consideraciones, el Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas o Sobre el Papa-, De Maistre se enfrentaba a pensadores ilustrados franceses, como Condillac y Voltaire, que entendían los sacrificios humanos como prácticas salvajes de la antigüedad clásica o de culturas bárbaras. Según De Maistre, esos pensadores no entendían que hacer sacrificios a Dios era una necesidad de la condición culpable y pecaminosa del hombre, que confirmaba la fuerza de la religión en todas las culturas. Al defender el sacrificio como práctica religiosa, De Maistre se apartaba de muchos estereotipos ilustrados, que atribuían al paganismo, al hinduismo e, incluso, a las cosmogonías precolombinas de América una esencia “bárbara”.
El rito de arrancar el corazón y exprimir la sangre en la boca del ídolo, entre los aztecas, o el de las mujeres de la India, que se lanzan sobre las llamas, luego de recitar el Sancalpa, le parecen a De Maistre testimonios de la “horrible buena fe de esos pueblos”. Lo importante del sacrificio, aún del sacrificio humano, es ese espectáculo de entrega del hombre, finito, ignorante y culpable, a la grandeza, virtud y sabiduría de Dios: “no hay nada –concluye- que demuestre de una manera más digna de Dios lo que el género humano ha confesado siempre, incluso antes de que se le hubiese enseñado: su degradación radical, la reversibilidad de los méritos de la inocencia que redime al culpable, y la salvación por la sangre”.
Por la vía de la ortodoxia católica y contrailustrada de la época de la Santa Alianza –De Maistre, como es sabido, fue, entre 1802 y 1817, ministro plenipotenciario del rey de Cerdeña, Carlos Manuel IV, ante la corte del Zar Alejandro I, a quien asesoró en temas de política europea- este reaccionario se convertía, casi, en un defensor de la dimensión religiosa de las culturas paganas, precolombinas e hinduistas. Culturas que la mayoría de los liberales, conservadores y socialistas del siglo XIX consideró manifestaciones supersticiosas, heréticas y, cuando menos, primitivas, que ofendían o desvirtuaban al cristianismo y que debían ser superadas o transformadas por medio de la razón científica o de la “verdadera fe”.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Mendel y los libros


Una tarde lluviosa de 1929, Stefan Zweig entra empapado al café Gluck de Viena. El deja vu se le vuelve insoportable e intenta reconocer ese lugar, que le resulta tan familiar, por sus objetos. Finalmente da con una mesa que le devuelve la memoria: en esa misma mesa, en ese mismo café, durante los años de la Primera Guerra Mundial, se sentaba con todos sus libros Jakob Mendel, un anciano judío de Galitzia, que entre los dos poderes del alma de la religión hebraica, había elegido el sechel (intelecto) antes que la emunah (fe).
Alguna vez, en 1915, Zweig había consultado a Mendel sobre bibliografía para el estudio del magnetismo mesmerista, el sonambulismo, la hipnosis, la ciencia cristiana, el espiritismo y Madame Blavatsky. Más de diez años después, Zweig entraba al mismo café y no encontraba a Mendel en su mesa, rodeado de libros. Luego de indagar con bartenders y meseros se entera de que Mendel fue arrestado aquel mismo año, acusado de ¡triple espía! -de Francia, Gran Bretaña y Rusia- y enviado a un campo de concentración.
Zweig logra, finalmente, reconstruir la historia del viejo bibliófilo. La policía secreta austríaca había interceptado la correspondencia de Mendel con libreros franceses, británicos y rusos, en 1915, y luego de repasar los volúmenes que solicitaba el sabio judío –el Bulletin bibliographique de la France, los últimos números de la Antiquarian- a Jean Labourdaire, en París, y a John Aldridge, en Londres, había concluido que se trataba de mensajes secretos que revelaban la ubicación de posiciones militares estratégicas del imperio austro-húngaro.
Acusado de traición, como Alfred Dreyfus, Mendel fue recluido en un campo de concentración, donde pudo haber muerto de disentería, inanición o locura. Durante su desaparición y todavía en los años posteriores a la guerra, a Mendel le llegó correspondencia de sus amigos libreros europeos a la dirección del café Gluck, en Viena. Zweig pudo consultar aquellos libros la misma tarde de 1929, en la misma vieja mesa del café, y entre volúmenes de teología, espiritismo, hipnosis y mesmerismo, encontró un tomo de la Bibliotheca Germanorum erotica et curiosa, de Hayn, que no imaginó nunca como lectura del devoto Mendel.
Esta es la historia que cuenta Stefan Zweig en Mendel el de los libros, un raro librito publicado por Acantilado (Barcelona) este año. Podría pensarse que el tema central del relato es el antisemitismo, pero no es así. El tema central es el olvido. Zweig termina el relato recriminándose haber olvidado, en pocos años, a aquel erudito que, en más de una ocasión, lo ayudó en sus investigaciones: “yo me había olvidado de Mendel el de los libros. Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos del inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.