Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 25 de noviembre de 2009

¿Es gobernable la memoria?



En El País Semanal del pasado domingo Javier Marías defendía la oposición de las sobrinas de Federico García Lorca a que los restos del poeta fueran exhumados en la fosa común del barranco de Víznar. Reclamaba Marías que era necesario comprender la voluntad de una parte de la familia Lorca de no prestarse a ese “folklore de los huesos insignes” y que en esa actitud podía, incluso, destacarse una mayor fidelidad a la injusta muerte del poeta: “la indigna sepultura de Lorca es un recordatorio necesario de la indigna muerte que sufrió, y no respetarla sería, a la larga, poco menos que blanquear a sus verdugos”.
Sin embargo, como sabemos, quienes más interesados están en la exhumación y la posterior consagración de un santuario para Lorca son aquellos que no quieren olvidar los crímenes de Franco y quienes se oponen a todo “lavado” de la memoria sobre la guerra civil. El pasado 20 de noviembre se pudo constatar, en el Valle de los Caídos, que, más allá de esa relación digna con los muertos célebres, que con razón defiende Marías, la memoria es ingobernable. A pesar de que la Ley de la Memoria Histórica de 2007 establece que en ese lugar no pueden celebrarse “actos exaltadores del franquismo”, la abadía ofició una misa en recuerdo del caudillo y un grupo de franquistas se congregó en el lugar y, con el brazo en alto, cantó “Cara al sol”.
Es sabido que cuando Franco inauguró el monumento de Cuelgamuros, en 1959, varios miles de cadáveres de republicanos habían sido enterrados junto a los muertos del bando nacionalista. Antes de la inauguración, el régimen de Franco intentó realizar un censo de “sus muertos” y, naturalmente, sólo exhumó a los “caídos” en la “gloriosa cruzada”. Según la historiadora catalana Queralt Solé, la tumba del dictador fue inaugurada con republicanos dentro, sin identificación siquiera. La mezcla de los muertos no era la vindicación de las dos mitades de España desgarradas en la guerra civil sino un ritual de vencedor que conserva el osario del vencido.

martes, 24 de noviembre de 2009

El discreto encanto del realismo



Las vanguardias del siglo pasado -especialmente, las de los años 20 y 60- la emprendieron contra las narrativas realistas por su supuesta herencia de la cultura burguesa decimonónica. Ahora James Wood (Durham, 1965), el polémico crítico inglés, profesor de Harvard y colaborador de The New Yorker, ha escogido la primera década del siglo XXI –que, a su juicio, marca la decadencia de la estética postmoderna- para vindicar la gran tradición de la novela realista. Su libro, Los mecanismos de la ficción, acaba de ser editado en castellano por la editorial Gredos, en Madrid.
Wood, como muchos, se remonta a Flaubert como padre de la novela moderna. Pero lo interesante no es tanto el origen o el desenlace, sino el trayecto de su genealogía, sobre todo, cuando se interna en el siglo XX: Balzac, Stendhal, Tolstoi, Dostoievski, Proust, James, Conrad, Woolf, Bellow, Roth… Luego de cruzar el medio siglo, Wood se inclina más y más a la narrativa norteamericana, pero no a toda. Así como la novela metafísica, a lo Mann, o la novela mítica, a lo Joyce, no le interesan demasiado, tampoco siente una especial fascinación por fetichistas del estilo, como podrían ser –cada cual a su manera- Hemingway o Nabokov.
Cuando llega a la narrativa contemporánea, los juicios de Wood se vuelven acres. Como Harold Bloom, a quien sigue bastante, pero no del todo, abomina de los experimentos postmodernos, multiculturalistas y mediáticos de buena parte de la novela actual. Le interesa V. S. Naipaul, pero despacha la literatura “postcolonial” como “cosa loca” o “funky” y cataloga a algunos escritores norteamericanos –Don DeLillo, Thomas Pynchon, David Foster Wallace- como “realistas histéricos”. Lo que Wood rechaza en ellos es, naturalmente, la “histeria” y no el realismo, ya que le incomodan los abandonos deliberados de la gran tradición decimonónica.
La aproximación de Wood a la literatura hispanoamericana no deja de ser curiosa. Le gustan Javier Marías y Roberto Bolaño, pero es muy enfático en señalar que prefiere del primero breves novelas como Mañana en la batalla piensa en mí antes que grandes proyectos históricos como Tu rostro mañana. En cuanto al segundo, se queda con una noveleta como Estrella distante en lugar de 2666 o, incluso, Los detectives salvajes. Es en esos relatos donde Wood encuentra la marca de Flaubert, a su entender, santo y seña de la novela moderna.
Si la defensa del realismo de Wood llegara a tener buena recepción en Hispanoamérica, sus efectos sobre una literatura todavía bastante atada al mito refundacional del boom serían saludables. Tal vez, entonces, los argentinos leerían más a Echeverría, a Mármol y a Güiraldes, los mexicanos a Payno, a Azuela y a Guzmán, los colombianos a Isaacs y a Rivera, los peruanos a Palma, Alegría y Arguedas, los venezolanos a Uslar y a Gallegos y los cubanos a Villaverde, Meza, Carrión y Loveira.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La memoria inconsolable



Duanel Díaz (1978), autor de un par de libros imprescindibles de la nueva historia intelectual cubana –Mañach o la República (2003) y Límites del origenismo (2005)- acaba de publicar, en la editorial Colibrí que dirige Víctor Batista en Madrid, un tercer volumen, Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución Cubana (2009), donde retoma algunas ideas plasmadas en los anteriores, pero desde un formato menos académico, más cercano a la intervención pública de un ensayista. Se trata, como los otros, de un libro ineludible en el debate intelectual cubano contemporáneo.
El tono del volumen tal vez proviene del origen de los textos: varios de ellos aparecieron en el blog La memoria inconsolable, que Díaz publicó entre el 2006 y el 2007. El libro posee la velocidad en la argumentación y la contundencia discursiva que caracterizan las réplicas del polemista, más que las pesquisas del historiador. Esas cualidades hacen de Palabras del trasfondo un genuino ensayo del siglo XXI, escrito para ser leído a la velocidad de estos tiempos. Un texto que va de la pantalla al libro, como la invención de Abelardo Morell.
Su tema son los intelectuales, la ideología y la literatura, pero, en buena medida, su énfasis está puesto en historiar la literatura cubana producida entre los años 60 y 90 y las posiciones públicas de decenas de intelectuales (Cintio Vitier, Eliseo Diego, Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Ambrosio Fornet, Antonio Benítez Rojo, Miguel Cossío Woodward, Manuel Cofiño, César López, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat, Norberto Fuentes, Eduardo Heras León, Jesús Díaz, Senel Paz, Arturo Arango, Leonardo Padura…) como suscripciones de la ideología oficial.
Díaz comienza aceptando la distinción del politólogo Juan Linz entre la “doctrina de régimen” de un autoritarismo y la “ideología de Estado” de un totalitarismo y asociando, naturalmente, el sistema cubano al segundo caso. Es evidente que bajo el socialismo, la literatura y la mayoría de los escritores han formado parte del aparato de legitimación oficial o han servido de caja de resonancia a este último. La pregunta que queda después de leer el ensayo, convincente en más de un sentido, es si bajo los regímenes totalitarios toda la literatura escrita por autores que respaldan a su gobierno carece de calidad o de formas sutiles de escape o resistencia al lenguaje del poder.
A veces se tiene la impresión de que Díaz, al concentrarse en los momentos en que esos escritores exponen su “complicidad”, elude la mayor parte de la obra de los mismos, antes y después de la Revolución, y la evolución crítica de algunos en las últimas décadas. Tampoco le interesa a Díaz destacar las diferencias –tenues para un contexto democrático, pero decisivas para uno totalitario- que se manifiestan en el posicionamiento público de muchos escritores autorizados por el gobierno cubano.
Con varios pasajes de este libro sucede -aunque en un sentido ideológicamente inverso- lo que en la lectura de los capítulos que J. M. Coetzee dedica a Mandelshtam y Solzhenitsin en Contra la censura (2007). A Coetzee le interesa desmitificar el heroísmo disidente en la URSS y Europa del Este y fija su mirada en la Oda a Stalin de Mandelshtam y en la autocensura que se impuso Solzhenitsin tras la edición de Un día de la vida de Iván Denísovich. En ambos casos, Coetzee encuentra que esos héroes también respetaron las reglas del juego totalitario.
Coetzee subestima las ambigüedades e ironías que definen la subsistencia bajo ese tipo de regímenes y aplica al disidente de un comunismo la moralidad transparente del opositor en una democracia ¿Por qué no leer también Coloquio de Voronezh de Mandelshtam o Archipiélago Gulag de Solzhenitsin? Algo similar se siente en la lectura que Díaz hace de la llamada “literatura de la violencia” (Fuentes, Heras León, Díaz…) como una reproducción sin fisura del lenguaje del poder –sin muchas diferencias, por ejemplo, con el mimetismo ideológico de Cofiño, Valdés Vivó o Navarro- y de la autocrítica de Heberto Padilla como texto inculpatorio u “oficial”.
Como bien ha sugerido Jorge Edwards, cuando Padilla, en su autocrítica, implica a otros escritores (José Lezama Lima, César López, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes…) también está tratando de hacer visible, por medio de la parodia del lenguaje del poder, un estado de malestar en la intelectualidad del país. Es, precisamente, Norberto Fuentes, a quien Díaz lee, casi, como autor del “realismo socialista”, el que en su intervención ante la UNEAC, luego de la autocrítica de Padilla, no se retracta: “yo tengo opiniones, tendré opiniones mientras no se me demuestre lo contrario de mis opiniones”.
Las denuncias de Duanel Díaz al acoplamiento de literatura e ideología son tan claras, tan tajantes que, por momentos, producen una disolución de matices que merma la persuasión del texto. En varios momentos del libro se tiene la impresión de que, para él, el valor literario de una novela o un poemario está determinado por su mayor o menor anticastrismo. Desde esa perspectiva, los estudios de Roberto González Echevarría sobre Carpentier o de Antonio Benítez Rojo sobre Guillén, dos escritores comunistas y castristas, no tendrían el menor sentido.
Esta vehemencia daña aún más el ensayo cuando se adentra en temas históricos. Díaz no establece distinciones entre el marxismo cubano antes y después de la Revolución, ni entre la visión histórica de Carlos Rafael Rodríguez y la de Sergio Aguirre. El “nacionalismo revolucionario” de 1968, en el que se enmarcan el discurso de Castro Porque en Cuba sólo ha habido una Revolución, los estudios de Jorge Ibarra y Ramón de Armas y Ese sol del mundo moral de Vitier, se presenta como “continuación” del marxismo prerrevolucionario, cuando en realidad fue una ruptura con éste ¿Qué tiene que ver el marxismo de historiadores como Raúl Cepero Bonilla, Manuel Moreno Fraginals y Julio le Riverend, que no estigmatizaron la tradición reformista y autonomista, antes 1959, con la idea antimarxista de “una sola revolución”?
Duanel Díaz reitera el juicio, ya formulado en Límites del origenismo, de que la ideología histórica de José Lezama Lima, Eliseo Diego y Cintio Vitier era, esencialmente, la misma ¿Por qué? ¿No hay diferencias en la historia cubana que cada uno de ellos, antes y después de la Revolución, representaron en sus poemas y ensayos? ¿No hay diferencias, incluso, en la manera en que cada uno de ellos se relacionó con el poder de la isla? ¿Por qué Díaz atribuye al poema “Cuba”, de Eliseo Diego, editado por primera vez en el cuaderno póstumo En otro reino frágil (1999), el mismo sentido de “Pequeña historia de Cuba”, tal vez, su poema más oficialista de principios de los 70?
Podría pensarse, en cambio, que el “sufrimiento”, el “dolor” y la “sangre” a los que se refiere Diego en ese poema no son sólo los del lado “revolucionario” de la teleología vitierista. Aunque más osada, una lectura similar, atenta a las desconexiones, deliberadas o no, que se producen entre ideología y literatura, bajo un régimen totalitario, podría hacerse del poema “Playa Girón” de Antón Arrufat, escrito en abril de 1961. Cuando Arrufat habla de “hermanos suyos”, sus “compatriotas”, “los que murieron viendo un sol diferente”, las “cabezas voladas y deshechas”, la “carne hecha trizas”, las “entrañas volando en el aire”, “porque allí había un corazón violento”, ¿a quiénes se refiere? ¿Únicamente a los milicianos?
Esta última fue, seguramente, la lectura del poder cuando el poema de Arrufat fue publicado. El poder, sobre todo bajo un régimen totalitario, confunde siempre literatura e ideología. La crítica de ese poder, si quiere ser eficaz, no debería hacer lo mismo. ¿Son idénticas las posiciones públicas de intelectuales como el propio Arrufat o Leonardo Padura, por un lado, y Abel Prieto y Miguel Barnet, por otro? ¿Por qué Jesús Díaz es, únicamente, el represor de El Puente y el autor de Los años duros y Las iniciales de la tierra? ¿Es ese el único o el más significativo momento de su biografía intelectual?
Dice Díaz que “el hecho de que Pequeña Historia de Cuba no sea un poema demasiado referencial o explícito no lo salva en modo alguno de su contexto político” ¿Cómo? ¿Acaso no es importante que Diego o Arrufat, entre las miles de páginas de sus obras, sólo hayan dedicado una o dos a establecer contacto con la ideología oficial? Esa elección racional no puede ser soslayada por la crítica, ni debería ser pensada en términos de “salvación” o “condena”, ya que es la que marca la diferencia entre Diego y Arrufat, por ejemplo, y Guillén u Otero, dos escritores que, aunque mucho más comprometidos, tampoco dejaron una obra carente de calidad.
No se trata de “olvido”, “consolación” o “lavado”: se trata de otra manera de ejercer la memoria crítica, capaz de distinguir entre historia y derecho y de evitar la criminalización de las ideologías. La obra intelectual de escritores e historiadores, bajo un totalitarismo, no se puede reducir al testimonio de adhesión al régimen. Ese testimonio no debe ser ocultado a conveniencia, pero sí podría colocarse junto a las distancias que, en dado caso, asume un escritor. Si no quiere caer en la misma confusión totalitaria entre literatura e ideología, la crítica debe estar tan atenta a la conexión como a la desconexión entre ambas esferas.
Como se puede observar, son muchas mis discrepancias con este libro de Duanel Díaz. Reitero, sin embargo, que se trata de un libro imprescindible, como su anterior Límites del origenismo, con el que tengo aún mayores divergencias. Ambos deberían estar en el centro del debate intelectual cubano contemporáneo porque encaran un tema que la crítica literaria académica casi siempre posterga: el de la responsabilidad moral de los escritores bajo una dictadura.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Mercader en la Habana



Leonardo Padura ha demostrado ser uno de los escritores más profesionales de la literatura cubana contemporánea. Su disciplina de trabajo, su destreza narrativa y su privilegiada condición de autor editado dentro y fuera de la isla, le han ganado una fiel comunidad de lectores iberoamericanos en las dos últimas décadas. Pocos escritores cubanos actuales han logrado lo que él: construir un público.
Padura admira a Carpentier y a Piñera, a quienes ha dedicado ensayos, pero su prosa tiene pocas conexiones con el primero o el segundo. En sus libros hay frecuentes alusiones a los grandes maestros de la novela cubana de los dos últimos siglos –Villaverde, Meza, Carrión, Novás Calvo, Montenegro, Labrador…-, pero tampoco es ese el origen de su escritura. Padura proviene directamente del realismo de la narrativa y el periodismo revolucionarios de los años 60 y 70: José Soler Puig, Lisandro Otero, Jesús Díaz. El principal crítico literario de esa corriente estética, Ambrosio Fornet, fue una figura central en la formación estilística de Padura.
La prosa de Padura no es tan moderna como la de Pedro Juan Gutiérrez, Jorge Ángel Pérez o Ena Lucía Portela, ni tan refinada como la de Abilio Estévez, Antonio José Ponte o José Manuel Prieto. Esa prosa posee, sin embargo, una eficacia comunicativa que no habría que relacionar tanto con la estética como con la política. El creador del detective postrevolucionario Mario Conde es un escritor político que ha transformado el género policíaco en Cuba. Con Padura, la novela policíaca deja de ser un panfleto de exaltación de la Seguridad del Estado y el Ministerio del Interior y se convierte en una modalidad de la crónica y la crítica social.
La política de Padura podría resumirse en la suscripción de un socialismo reformista, que todavía reclama para sí buena parte del legado de la Revolución y sus máximos líderes y que, sin proponer un cambio de régimen, defiende la necesidad de una moderada apertura económica y política del sistema cubano. Esa política no sólo ha sido expuesta en declaraciones y artículos del escritor sino que es legible, también, en su serie negra sobre Mario Conde y hasta en sus dos ficciones más ambiciosas: La novela de mi vida (2002) y El hombre que amaba a los perros (2009).
Si en la primera Padura articulaba la narración en tres momentos históricos –la vida José María Heredia en el México de la Primera República Federal (1824-1836), la del hijo del poeta, el masón José de Jesús de Heredia, en La Habana de principios del siglo XX, y el regreso a Cuba del exiliado Fernando Terry en los años 90 del pasado siglo- en esta segunda novela se cuentan, nuevamente, tres historias paralelas: la de los exilios de León Trotski, hasta su asesinato por órdenes de Stalin en Coyoacán, en 1940, la del asesino de Trotski, Ramón Mercader del Río, y la del veterinario y escritor Iván, que intenta reconstruir la historia de aquel crimen y el paradero del asesino en La Habana de la primera década del siglo XXI.
Ambas novelas son profundamente políticas. Los temas de la primera son la lealtad y la traición, el exilio y el regreso que caracterizan a un sistema cerrado, rígidamente codificado desde una moral y una ideología estatales, como el cubano. El tema de la segunda es nuevamente la lealtad y la traición, el exilio y el crimen que rodearon la herejía de Trotski y su fanática persecución y descalificación por parte de la ortodoxia comunista del siglo XX. En su valoración de la experiencia comunista, no sólo del estalinismo, sino de todo el periodo soviético, Padura se aparta abiertamente de la posición oficial del partido y los líderes que han gobernado Cuba en el último medio siglo:

“Con la glasnost, primero, y con la desaparición inevitable de la URSS, después, y la ventilación de muchos detalles de su historia pervertida, sepultada, escamoteada, escrita y vuelta reescribir, se obtenía una imagen coherente y más o menos real de lo que había sido la existencia oscura de un país que había durado, justamente, lo que la vida de un hombre normal: setenta y cuatro años”.

Y agrega:

“Todos aquellos años habían sido vividos en vano desde el instante en que la Utopía fue traicionada y, peor aún, convertida en la estafa de los mejores anhelos de los humanos. El sueño estrictamente teórico y tan atractivo de la igualdad posible se había trocado en la peor pesadilla autoritaria de la historia, cuando se aplicó a la realidad, entendida, con razón (más en este caso), como el único criterio de la verdad. Marx dixit”.

Sin embargo, la crítica de Padura no rebasa ciertos límites. La novela recuenta la historia -ya contada por los historiadores y por José Luis López Linares y Javier Rioyo en el documental Asaltar los cielos- de los itinerarios de Trotski y Mercader hasta el crimen de Coyoacán y luego sigue la pista del asesino, encarcelado en Lecumberri, liberado en 1960 por el gobierno de Adolfo López Mateos, a solicitud de Moscú, repatriado a la URSS y finalmente protegido por el gobierno de Fidel Castro en La Habana de los 70, donde murió. En la perspectiva cubana, desde la que escribe Padura, el final habanero de Mercader era el asunto de mayor interés y, sin embargo, el novelista sólo dedica al mismo un par de páginas (492 y 493) cuando la novela está a punto de concluir.
La interdicción que se autoimpone Padura es tan evidente que por sí misma constituye todo un argumento literario. Un escritor “socialista” puede criticar apasionadamente el crimen de Trotski y cuestionar sin ambages el “autoritarismo” soviético –el término que usa Padura-, pero no puede responsabilizar a Fidel Castro y a su gobierno por haber dado refugio a un homicida estalinista. A pesar de sus límites, es mucho lo que esta novela avanza en la dirección de una historia crítica del totalitarismo comunista del siglo XX. Una historia que, por desgracia, todavía no es pasado en la isla.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El socialismo de Tejera



La historia oficial cubana del último medio siglo se relaciona de dos maneras con los actores políticos e intelectuales del pasado: o los estigmatiza, como antecedentes de los opositores actuales, o los canoniza como precursores del gobierno de Fidel y Raúl Castro. Las dos vías son distorsionantes, ya que asimilan los sujetos históricos a rígidas genealogías ideológicas, construidas a partir de las demandas de legitimación del Estado.
En dicha historia, el poeta y político cubano, Diego Vicente Tejera (1848-1903), figura siempre como un precursor del comunismo insular. Los comunistas cubanos anteriores a la Revolución de 1959 así lo asumieron y el Partido Comunista actual, refundado en 1965, coloca al socialista Tejera, junto al republicano José Martí, en el origen de su linaje ideológico. Sin embargo, a diferencia de Carlos Baliño (1848-1926), otro socialista que sí vivió el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia e intervino en la creación del primer partido comunista cubano, en 1925, Tejera murió en el segundo año de la República, cuando no había surgido el comunismo insular.
En una antología de los escritos de Tejera, prologada y compilada por su biznieto Eduardo J. Tejera, Diego Vicente Tejera. Patriota, poeta y pensador cubano (Madrid, Compañía de Impresores Reunidos, 1981), se puede leer el tipo de socialismo que defendía Tejera. Como su amigo Martí, Tejera era, ante todo, un republicano que rechazaba con la misma vehemencia las opciones autonomistas y anexionistas de la soberanía cubana. Tras la muerte de Martí, Tejera, radicado en Key West, concibió intelectualmente las bases del primer partido socialista cubano, cuyo manifiesto se dio a conocer a la ciudadanía de la isla, en febrero de 1899, tras la caída del régimen colonial español.
Tejera comenzó leyendo a Marx, pero terminó leyendo a George Sorel, a Louis Blanc, a Henry George y comulgando con un socialismo que él adjetivaba “liberal, democrático y republicano”. Ese socialismo, decía Tejera, se “diferencia del comunismo” porque “admite los estados de holgura, riqueza y opulencia”, porque “salva el arte y el lujo, flores exquisitas de la civilización”, porque rechaza la “preponderancia del Estado” y porque “busca emancipar al obrero sin destruir al ciudadano”. “Si algo grande realizó la Revolución Francesa, escribió, fue la creación, digámoslo así, y la consagración de la individualidad”.
El socialismo “liberal, republicano y democrático” de Tejera se proponía entrelazar las nociones de libertad política, propia del liberalismo, y de “bien común”, propia de la tradición republicana. Pero Tejera, a diferencia de muchos liberales y republicanos de su generación hispanoamericana, no tenía dudas acerca de la conveniencia de la democracia como régimen político. En su conferencia “Los futuros partidos políticos de la República Cubana”, pronunciada el 3 de octubre de 1897 en el teatro San Carlos de Cayo Hueso, sostendrá que el sistema de partidos más conveniente para la nueva república sería uno tripartito que permitiera la competencia electoral entre una corriente liberal, otra conservadora y otra socialista.
Tanto el Partido Socialista, como el Partido Popular, creados por Tejera, tenían como dos premisas fundamentales la “paz” y la “evolución”. En nombre del republicanismo martiano, Tejera defendía la vida parlamentaria y la alianza entre clases: “seguro de la bondad de su causa y confiado en la honradez de principios en que viviremos el Partido Socialista Cubano no empleará más medios que la propaganda, la discusión y la fuerza moral de las inmensas masas que moverá y dirigirá, esto es, la palabra libre, la pluma libre y el voto en el Parlamento. No queremos, no iniciaremos la guerra de clases, convencidos de que la violencia no da triunfos tan complejos y duraderos como los de la razón y el amor”.
No fue por tanto, Tejera, un precursor del comunismo cubano sino uno de los primeros partidarios de la socialdemocracia o del socialismo democrático en la isla. En el obituario que le dedicó Manuel Márquez Sterling, en El Fígaro, el 3 de noviembre de 1903, se resumían las fuentes doctrinales de su pensamiento político: además de Marx, Sorel, Blanc y George, Grave, Hauptmann, Kropotkin y el anarcosindicalismo finisecular. De aquellas teorías de la izquierda del siglo XIX salió Diego Vicente Tejera convertido, según Márquez Sterling, en un “realista soñador”.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Poetas a caballo


Comentábamos que Alfonso Reyes identificó a su padre, don Bernardo, con José Martí, y que llamó a ambos “poetas a caballo”. La frase se encuentra en Charlas de la siesta, donde recuerda que en algún momento sugirió al general que abandonara la política y se concentrara en escribir sus memorias. Decía entonces Reyes que siempre “había sentido a su padre poeta, poeta en la sensibilidad y en la acción; poeta en los versos que solía dedicarme, en las comedias que componíamos juntos durante las vacaciones por las Sierras del Norte; poeta en el despego con que siempre lo sacrificaba todo a una idea, poeta en su genial penetración del sentido de la vida; y en su instantánea adivinación de los hombres; poeta en el perfil quijotesco; poeta lanzado a la guerra como otro Martí, por exceso de corazón. Poeta, poeta a caballo”.
En El deslinde, Reyes menciona nuevamente a Martí y encuentra en su descripción del rostro de la actriz Jane Hading –“cara dramática, ojos húmedos, nariz ancha y agitada, boca blanda y fina, vasta y temible cuenca del ojo, pómulos de voluntad…, el rostro todo, una desolación de amor, un pastel de La Tour”- lo que él llama “la palabra única de la literatura”, ese “rayo de unicidad intuitiva que casi produce escalofrío”. En otro texto de Reyes, Sobre la tumba de Graca Aranha, reaparece Martí, quien, a su juicio, “ofreció a la patria el sacrificio del mejor temperamento de escritor nacido en América, y pasa por el cielo de Cuba metamorfoseado en relámpago”. Aquí Reyes, prácticamente, repite los versos que Justo Sierra dedicó a Martí en un soneto publicado en la Revista Azul, el 2 de junio de 1895.
La frase “poeta a caballo” recuerda el título que Jean Lacouture utilizó en su biografía de Michel de Montaigne, Montaigne a cheval (1996), que fuera reeditada, en 1999, por la colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Pero a Lacouture no le interesaba la dimensión sacrificial del poeta sino el lado mundano del ensayista: el bios tanto como la grafía. Cuando Montaigne descendía del cerro de Montravel en su yegua no era para inmolarse frente a las tropas enemigas: era para perseguir muchachas en las orillas del Lidoire o del Léchou, del lado de Montpeyroux o del molino de Pombazet, sobre todo en Mussidan, donde, según su biógrafo, era "muy esperado" por las doncellas de la comarca.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Alfonso Reyes y su padre

El historiador mexicano Javier Garciadiego, presidente de El Colegio de México, ha escrito una breve biografía de Alfonso Reyes, editada este año por la editorial Planeta. Garciadiego se ha dedicado, fundamentalmente, a la historia intelectual y política: es un gran conocedor de la Revolución Mexicana y ha investigado las pugnas intelectuales durante el Porfiriato y los orígenes de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su mirada sobre la vida de Alfonso Reyes está más cerca, por tanto, de la biografía política que de la crítica literaria.
Garciadiego le da mucha importancia al origen de Reyes: hijo de Bernardo Reyes, militar liberal y porfirista, gobernador del estado de Nuevo León, Secretario de Guerra por un breve periodo, aspirante a la vicepresidencia con Díaz, rival de José Yves Limantour y el grupo de los “científicos”, candidato a las primeras elecciones presidenciales democráticas de México, en 1911, frente a la popular opción que encabezaba el líder revolucionario, Francisco I. Madero. El final de don Bernardo, derribado por la metralla mientras galopaba contra las tropas de Victoriano Huerta, frente a Palacio Nacional, marcó a Reyes para toda la vida.
El padre de Reyes no era un revolucionario, era un político del antiguo régimen, que se inmoló por la Revolución. El propio Reyes, como intelectual, sería algo parecido: un escritor clásico arrastrado por la vorágine de las vanguardias iberoamericanas. En sus exilios y sus misiones diplomáticas en Madrid y París, en Buenos Aires y Río de Janeiro, Reyes sería, de algún modo, el representante de ambos Méxicos: el porfirista y el revolucionario, el viejo y el nuevo. Cuando regresó definitivamente a su patria, en 1939, ya la Revolución comenzaba a ser asunto del pasado. La erudición y el refinamiento de Reyes tendrían entonces oportunidad de poner a prueba su vocación fundacional, con la creación de la Casa de España y El Colegio de México, y su inagotable voluntad de estilo en poesía y prosa.
Como el propio Reyes diría en la Oración del 9 de febrero, una prosa donde narraba la muerte de don Bernardo, su vida y su obra serían la constante interrogación sobre el sacrificio de su padre. Reyes no olvidaba que el general porfirista había sido quien primero le puso un libro de Rubén Darío en las manos e insistía en considerar a su padre “poeta” y “romántico”. “Poeta a caballo”, lo llamará alguna vez, equiparándolo, por cierto, con José Martí, que también murió inmolado frente al fuego enemigo:




“Tronaron otra vez los cañones. Y resucitado el instinto de la soldadesca, la guardia misma rompió la prisión. ¿Qué haría el romántico? ¿Qué haría, oh, cielos, pase lo que pase y caiga quien caiga (¡y qué mexicano verdadero dejaría de entenderlo!) sino saltar sobre el caballo otra vez y ponerse al frente de la aventura, único sitio del poeta? Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día. Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto”.