Libros del crepúsculo
jueves, 15 de octubre de 2009
Blog y consolación
Mencionábamos en el post anterior un texto de Umberto Eco sobre José Saramago, aparecido en El País (6/ 10/ 09), que merece comentario. Se trata del prólogo que el gran crítico y novelista italiano antepuso al libro El Cuaderno (Alfaguara, 2009), de José Saramago, en el que se reproducen las entradas que el Nobel portugués publicó en su blog durante la primavera de 2009.
Tiene razón Eco en señalar la diferencia entre la prosa del Saramago novelista –fantasiosa, alegórica, metafórica, poética, como un “tejido de parábolas”, dice- y la del Saramago bloguero: enfático, tajante, inflexible, por momentos, caricaturesco, por momentos, endemoniadamente lúcido.
Saramago arremete sin piedad contra Washington e Israel, contra Bush y Ratzinger, contra derechas e izquierdas. Que un comunista critique a Estados Unidos no es novedad, pero que critique abiertamente a las izquierdas, por “no tener ni la más mísera idea del mundo en que viven”, podría ser leído como sacrilegio entre tantos lectores doctrinarios, interesados en reciclar los viejos comunismos bajo las nuevas izquierdas.
Eco se detiene en el ateísmo de Saramago y pondera algunas de sus afirmaciones -por ejemplo, aquella en que el autor del Ensayo sobre la lucidez escribe que “Dios es el silencio del universo y el hombre el grito que da sentido a ese silencio”, o aquella otra, más contundente aún, en que señala que “si todos fuéramos ateos, viviríamos en una sociedad más pacífica”.
No es raro que Eco mencione a Lenin y a Stalin como “descreídos” y acto seguido recuerde a Ratzinger que muchos nazis, fascistas y falangistas fueron católicos fervorosos. En unos y otros se produjo esa dañina religiosidad política que transforma la ideología en fe, el pensamiento en dogma, la literatura en propaganda y la política en terror.
Tampoco es raro que Eco encuentre en los momentos de mayor beligerancia atea de Saramago el maniqueísmo de las filípicas. El maniqueísmo era, por cierto, uno de los elementos distintivos de la novela de folletín del siglo XIX –y de las telenovelas actuales- que Eco teorizó en su temprano estudio sobre Los misterios de París de Eugene Sue.
En aquel ensayito, Socialismo y consolación (Barcelona, Tusquets, 1970), Eco, de la mano de Marx y Engels, sostenía que la depurada técnica de comunicación literaria con un público masivo, concebida por Sue, descansaba sobre una “estructura de la consolación” que aliviaba el sufrimiento de la población pobre europea. La agresividad de los blogs podría cumplir, hoy, una función similar a la del opio de las religiones y la consolación del folletín.
martes, 13 de octubre de 2009
Crítica y biografía
Hace algunos años el historiador colombiano Eduardo Posada Carbó, profesor de la Universidad de Oxford, escribió para la Revista de Occidente un inteligente artículo sobre el entramado de ficción y realidad que había en las memorias de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla (2002). Demostraba entonces Posada Carbó las múltiples inexactitudes o exageraciones históricas sobre el mundo de las compañías bananeras en el Caribe colombiano, o sobre su propia trayectoria personal y familiar, que abundan en las novelas y en las memorias de García Márquez.
Como bien reconocía entonces el historiador colombiano, poco sentido tiene demandarle a García Márquez la precisión de un historiador. A lo que podría agregarse que poco sentido tiene, también, reclamarle apego a una verdad a la propia historiografía, ya que, como advirtiera Roland Barthes en su gran estudio sobre Jules Michelet, la historia, por su infinitud de datos, es inconcebible sin la pifia o el lapsus. La hipermnesia, o capacidad de recordarlo todo, que Borges atribuía a su personaje Funes, el “memorioso”, no son recomendables al historiador. El olvido e, incluso, el error, como decía Renan, son elementos constitutivos de la cultura.
En la biografía que Gerald Martin ha escrito sobre García Márquez es posible encontrar algunos “recuerdos falsos” de su principal fuente: el propio Gabo. Eso no sería cuestionable si admitimos que el universo de García Márquez es siempre la mezcla de realidad y ficción que distingue su ingenio de prosista. El problema comienza cuando la memoria y la literatura del autor de Cien años de soledad operan, ya no como una poética literaria, sino como “la” ideología latinoamericana. Lo que Enrique Krauze critica, en su ensayo “A la sombra del patriarca” (Letras Libres, Año XI, Núm. 130), no es la gran literatura de García Márquez sino su rol como intelectual público latinoamericano. Un rol que no puede ser asumido y, al mismo tiempo, encubierto tras la magia de una poética, ya que el drama de la historia, a diferencia del de la literatura, es real.
El caso de García Márquez presenta al biógrafo un dilema diferente al de Pablo Neruda, Alejo Carpentier y otros escritores comunistas del pasado. Como bien ha escrito recientemente Umberto Eco, a propósito de José Saramago, sólo desde viejos purismos macarthystas se puede condenar a un buen escritor del siglo XX por haber sido comunista. Curiosamente, muchos de quienes no le perdonan a Neruda o a Carpentier su comunismo son los que “comprenden” el fascismo de Pound o el nazismo de Jünger. Pero el caso de Gabo es diferente porque él no ha sido ni es comunista y sus posiciones políticas, dentro de la izquierda latinoamericana, se han caracterizado, más bien, por la heterodoxia.
Krauze es un excelente biógrafo y cuestiona la biografía de Martin en su propio terreno: lo que está en discusión no es la grandeza literaria de García Márquez sino su función como intelectual público. Si García Márquez ha sido y es un crítico de la hegemonía de Estados Unidos en América Latina y, a la vez, un defensor de la democracia –gobierno representativo, pluripartidismo, división de poderes, elecciones competitivas regulares, libertad de asociación y expresión, estado de derecho…- en todos los países de la región, por qué se cuida de no hacer nunca una crítica pública al socialismo cubano. Él mismo confiesa a Martin que comparte esas críticas, pero no las da a conocer por una mezcla de “amistad” con Fidel Castro e instinto de protección del símbolo cubano.
En varios capítulos de su monumental biografía, Martin sostiene que las amistades políticas de García Márquez en América Latina no se han limitado al Panamá de Torrijos, la Nicaragua de los sandinistas o la Cuba de Fidel y Raúl. García Márquez ha tenido buenas relaciones con varios presidentes de Acción Democrática en Venezuela, el PRI en México y con líderes de izquierda y derecha de su natal Colombia. Esas amistades no le han impedido, sin embargo, hacer críticas públicas a las democracias de la región, en las dos últimas décadas, por su evidente incapacidad para construir políticas de Estado que reviertan la pobreza y la injusticia. Las democracias están acostumbradas a que las critiquen, mientras que las dictaduras confunden la crítica con la deslealtad.
Como bien señala Krauze, la relación de García Márquez con un sistema político no democrático como el cubano –partido único, dos líderes perpetuos, economía de Estado, ideología marxista-leninista, control de la sociedad civil y los medios de comunicación- tiene que ver más con el afecto que con la ideología. La pregunta se desplaza, entonces, a si es propio de un intelectual moderno, como García Márquez, que los juicios sobre un país latinoamericano estén subordinados a la amistad con sus gobernantes. La mentalidad “patriarcal”, en la que tanto Krauze como Martin enmarcan la amistad entre Fidel y Gabo, parecería una herencia más del pasado autoritario de la región. Una herencia de caudillos otoñales que tiene poco que ver con la tradición de literatura crítica fundada por Cervantes.
lunes, 12 de octubre de 2009
Luz de Paz
El crítico cubano Enrico Mario Santí, autor de estudios ineludibles sobre José Martí, Pablo Neruda, Fernando Ortiz, José Lezama Lima y otros grandes intelectuales hispanoamericanos, ha reunido en un volumen más de 60 críticas sobre Octavio Paz. La antología recorre cuatro dimensiones fundamentales de la obra de Paz: el poeta, el crítico de arte, el intelectual público y el hombre.
Estas críticas, escritas en el último medio siglo, por autoridades de la literatura occidental, como María Zambrano, Harold Bloom, Nadine Gordimer e Irving Howe, o escritores iberoamericanos de la talla de Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Julio Cortázar, Rodolfo Usigli, Juan Gil Albert, Blas Matamoro, José Miguel Oviedo, Pere Gimferrer, Andrés Sánchez Robayna, Juan Malpartida y Guillermo Sucre, juntan un archivo irremplazable sobre la recepción de la obra poética y ensayística de Paz.
Una buena zona de dicha recepción corre a cargo, naturalmente, de los compatriotas del poeta: José Vasconcelos, Jorge Cuesta, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis, José Luis Martínez, Miguel León Portilla, Leopoldo Zea, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Alejandro Rossi, Alberto Ruy Sánchez, Elena Poniatowska, Christopher Domínguez Michael… La lista, incompleta, alude a una diversidad generacional, ideológica y estética que deshace la imagen de Paz como escritor controversial, sectario o polarizante, creada por cierta opinión de izquierda radical.
Paz aparece aquí como un clásico contemporáneo, leído por muchos y desde muchas perspectivas. Pero no como una figura reverenciada, a la manera de algunos poetas modernistas de fines del XIX o escritores “comprometidos” de mediados del XX. Tampoco responde esa recepción heterogénea a la “dialéctica de la tradición poética” o a la “ansiedad de influencias”, formuladas por el joven Bloom a partir de Shakespeare. Paz no es leído como “maestro” por sus “discípulos” sino como un par, como un semejante, lo cual habla de la gran capacidad dialógica del autor de El laberinto de la soledad.
Entre los críticos de Paz, Santí incluye a cuatro cubanos, uno por cada una de las cuatro secciones del libro: Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima, Severo Sarduy y el propio Santí. Los cuatro ensayos dicen mucho de la marca que dejó Paz en la vida intelectual cubana, a pesar de su escasa difusión en la isla. El misterio de un legado tan diverso y, a la vez, perdurable, tal vez resida en el tipo de luz que proyecta la obra de Paz: una luz, como dice Santí, “espejeante”.
La luz de la crítica. En uno de los textos que cierra el libro, titulado “De la revolución a la crítica”, Enrique Krauze describe de manera cabal esa luminosidad:
“Heidegger dice en algún lugar que el hombre no puede saltar sobre su propia sombra. Paz fue, en muchos sentidos, un profeta, pero se movió dentro de los paradigmas vigentes durante su larga y fructífera existencia. Fiel a la estirpe orteguiana (derivada en parte del historicismo alemán), se empeñó en buscar la “naturaleza histórica” de los países y, dentro de ella, la significación o el “ser” de cada etapa, de cada movimiento. La historia como un libreto que no sólo admite una indagación de significados últimos, sino que, de hecho, la reclama para liberarse de sus fantasmas, para ser libre, para salvarse. Esa visión de la historia (y de la visión en la historia) convoca naturalmente a la poesía: sin “visión poética”, decía Paz, “no hay visión histórica”.
Estas críticas, escritas en el último medio siglo, por autoridades de la literatura occidental, como María Zambrano, Harold Bloom, Nadine Gordimer e Irving Howe, o escritores iberoamericanos de la talla de Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, Julio Cortázar, Rodolfo Usigli, Juan Gil Albert, Blas Matamoro, José Miguel Oviedo, Pere Gimferrer, Andrés Sánchez Robayna, Juan Malpartida y Guillermo Sucre, juntan un archivo irremplazable sobre la recepción de la obra poética y ensayística de Paz.
Una buena zona de dicha recepción corre a cargo, naturalmente, de los compatriotas del poeta: José Vasconcelos, Jorge Cuesta, Gabriel Zaid, Carlos Monsiváis, José Luis Martínez, Miguel León Portilla, Leopoldo Zea, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Alejandro Rossi, Alberto Ruy Sánchez, Elena Poniatowska, Christopher Domínguez Michael… La lista, incompleta, alude a una diversidad generacional, ideológica y estética que deshace la imagen de Paz como escritor controversial, sectario o polarizante, creada por cierta opinión de izquierda radical.
Paz aparece aquí como un clásico contemporáneo, leído por muchos y desde muchas perspectivas. Pero no como una figura reverenciada, a la manera de algunos poetas modernistas de fines del XIX o escritores “comprometidos” de mediados del XX. Tampoco responde esa recepción heterogénea a la “dialéctica de la tradición poética” o a la “ansiedad de influencias”, formuladas por el joven Bloom a partir de Shakespeare. Paz no es leído como “maestro” por sus “discípulos” sino como un par, como un semejante, lo cual habla de la gran capacidad dialógica del autor de El laberinto de la soledad.
Entre los críticos de Paz, Santí incluye a cuatro cubanos, uno por cada una de las cuatro secciones del libro: Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima, Severo Sarduy y el propio Santí. Los cuatro ensayos dicen mucho de la marca que dejó Paz en la vida intelectual cubana, a pesar de su escasa difusión en la isla. El misterio de un legado tan diverso y, a la vez, perdurable, tal vez resida en el tipo de luz que proyecta la obra de Paz: una luz, como dice Santí, “espejeante”.
La luz de la crítica. En uno de los textos que cierra el libro, titulado “De la revolución a la crítica”, Enrique Krauze describe de manera cabal esa luminosidad:
“Heidegger dice en algún lugar que el hombre no puede saltar sobre su propia sombra. Paz fue, en muchos sentidos, un profeta, pero se movió dentro de los paradigmas vigentes durante su larga y fructífera existencia. Fiel a la estirpe orteguiana (derivada en parte del historicismo alemán), se empeñó en buscar la “naturaleza histórica” de los países y, dentro de ella, la significación o el “ser” de cada etapa, de cada movimiento. La historia como un libreto que no sólo admite una indagación de significados últimos, sino que, de hecho, la reclama para liberarse de sus fantasmas, para ser libre, para salvarse. Esa visión de la historia (y de la visión en la historia) convoca naturalmente a la poesía: sin “visión poética”, decía Paz, “no hay visión histórica”.
domingo, 11 de octubre de 2009
Libros no leídos
El comentario de un lector de este blog me hizo volver a hojear un libro leído el año pasado: Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama, 2008), de Pierre Bayard. Este psicoanalista y profesor de literatura francesa de la Universidad de París VII sostiene que, contrario a lo que podría imaginarse, el mundo editorial, de la crítica literaria y de las academias filológicas y humanistas está lleno de personas que hablan de libros que no han leído.
Bayard clasifica los libros no leídos en diversas categorías: “desconocidos”, “hojeados”, “evocados”, “olvidados”, “citados” o “de los que se ha oído hablar”. En las primeras páginas de su ensayo, Bayard recuerda al general Stumm, personaje de El hombre sin atributos de Robert Musil, líder del movimiento Acción Paralela, que intenta regenerar a la nación de Kakania, alegoría del imperio austro-húngaro.
Interesado en sustentar intelectualmente su proyecto político, el general Stumm hace una visita a la biblioteca de la ciudad, donde están depositados más tres de millones de volúmenes, y concluye que para leerlos todos necesitaría vivir diez mil años. Angustiado, Stumm interroga al bibliotecario, quien le ofrece la fórmula mágica: para llegar a conocer todos los libros es preciso no conocer ninguno. El bibliotecario le sugiere al general que lea libros sobre libros, catálogos, bibliografías, diccionarios, enciclopedias, revistas de reseñas, para llegar a saber sobre todos los libros sin necesidad de leerlos.
El argumento de Bayard es que la lectura archivística del bibliotecario es más frecuente que lo que los intelectuales están dispuestos a reconocer. Él mismo confiesa no haber leído nunca el Ulises de Joyce y, al mismo tiempo, haberle dedicado varias páginas de estudio. Luego se centra en varios casos célebres de bibliofilia, como Michel de Montaigne, Paul Valéry o Umberto Eco, que han confesado no haber leído o haber olvidado el contenido de ciertos libros que son materia de análisis en sus ensayos.
Valéry, por ejemplo, no leyó En busca del tiempo perdido, a pesar de que dedicó páginas a comparar a Proust con Gide y Daudet. Cuando, en 1927, lo hicieron miembro de la Academia Francesa y debió ocupar el sillón de Anatole France, pronunció un largo discurso sobre la obra de éste último sin haberlo leído. Lo mismo sucede con el “Discurso sobre Bergson” que pronunció, también, en la Academia Francesa, en 1941, donde Valéry anuncia que “no entrará en su filosofía”, cuando es la filosofía el principal aspecto de la obra de Bergson.
En el hermoso capítulo sobre Montaigne, Bayard describe el drama del olvido del contenido de obras de Cicerón, Virgilio, Guicciardini y Du Bellay, que el gran ensayista francés citaba con frecuencia. Y en el dedicado a Umberto Eco se sostiene que casi todos los tratados antiguos y medievales citados en El nombre de la rosa no fueron leídos por el novelista italiano. Con honestidad que se agradece, Bayard concluye que “el sistema coactivo de obligaciones y de prohibiciones tiene como consecuencia haber suscitado un hipocresía generalizada sobre los libros efectivamente leídos”.
sábado, 10 de octubre de 2009
Polémicas de los 60
En los últimos años ha cobrado interés el estudio sobre las polémicas intelectuales de los años 60 en Cuba. Varios estudiosos, dentro y fuera de la isla, están encontrando en aquel decenio los últimos indicios de un campo intelectual ideológicamente plural, como el que había caracterizado a la experiencia cubana desde el siglo XIX. Una de las guerras culturales más intensas de aquella década fue la sostenida entre Ediciones El Puente, proyecto editorial impulsado por el poeta José Mario entre 1961 y 1965, y la primera redacción de El Caimán Barbudo, encabezada por el narrador y filósofo Jesús Díaz. El surgimiento de esta publicación, en 1966, como suplemento del periódico Juventud Rebelde, órgano de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), se produjo en medio de una despiadada represión contra los escritores de El Puente, muchos de los cuales eran homosexuales, negros y mujeres.
Una historiadora de la Universidad de Sao Paulo, Sílvia Cezar Miskulin, acaba de publicar el mejor estudio que se ha hecho, hasta ahora, sobre aquella polémica: Os intelecuais cubanos e a política cultural de la Revolución (Sao Paulo, Alameda Casa Editorial, 2009). Miskulin reconstruye el valioso proyecto editorial de El Puente, que en cuatro años logró publicar cerca de cuarenta títulos, algunos, como De la espera y el silencio (1961) del propio Mario, Algo en la nada (1961) de Gerardo Fulleda León, Silencio (1962) de Ana Justina Cabrera, Las fábulas (1962) de Ana María Simo, El orden presentido (1962) de Manuel Granados, Santa Camila de la Habana Vieja (1963) de José R. Brene, Teatro (1963) de Nicolás Dorr, Tiempos del sol (1963) de Belkis Cuza Malé, Amor, ciudad atribuida (1964) de Nancy Morejón o Isla de güijes (1964) de Miguel Barnet, de referencia obligada para el estudio de la literatura cubana más joven de aquella época.
Miskulin retrata la agresividad con que El Caimán Barbudo reaccionó contra aquel proyecto editorial relativamente autónomo. En su polémica con Ana María Simo, Jesús Díaz caracterizó a El Puente como un “fenómeno erróneo política y estéticamente” y cuestionó la moralidad “disoluta” de sus autores, término que fue leído como declaración sexista, homófoba, elitista e, incluso, racista. La persecución y estigmatización de los escritores de El Puente, emprendida por el Estado cubano, tuvo a su favor el indudable talento y el apasionado vanguardismo de jóvenes escritores, estudiados por Miskulin, como el propio Díaz, Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Orlando Alomá, Eduardo Heras León, Raúl Rivero o Víctor Casaus.
El estudio de Miskulin no es maniqueo ni ignora que hubo víctimas del Estado cubano en ambos grupos generacionales. Pero al enmarcarse, un tanto rígidamente, entre 1961 y 1975, quedan desdibujadas las divergentes evoluciones políticas de muchos de aquellos intelectuales a partir de los años 80 y 90. Este valioso libro nos persuade de que las guerras de la memoria, que vive la cultura cubana actual, no pueden librarse por medio de la mutilación de biografías, pero, tampoco, de una interesada o involuntaria negación del carácter cambiante y, por momentos, paradójico de las posiciones políticas de los escritores, aún bajo un régimen no democrático.
jueves, 8 de octubre de 2009
Modo de producción asiático
Además de poeta cubano, entre los mejores de su generación, Emilio García Montiel es uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura japonesa en Iberoamérica. Con una Maestría en El Colegio de México y un Doctorado en la Universidad de Tokio, García Montiel se ha ubicado en el más alto nivel de los estudios japoneses en esta parte del mundo.
Su tesis de Maestría en El Colegio de México, Muerte y resurrección de Tokio (Colmex, 1998), es un texto fundamental entre los conocedores de la historia de la arquitectura y el urbanismo contemporáneo japonés. El más reciente título de García Montiel, en colaboración con otro niponólogo cubano, Amaury A. García Rodríguez, se titula Cultura visual en Japón. Once estudios iberoamericanos (Colmex, 2009).
El libro coordinado por García Montiel y García Rodríguez reúne a los más autorizados expertos de la cultura japonesa en Iberoamérica –toda una hazaña en materia de redes intelectuales. Pero, además, se trata de un volumen que no se ciñe a la historia del urbanismo o la arquitectura de la modernidad japonesa, el tema más trabajado por García Montiel, sino que abarca el tratamiento visual, en Japón, de buena parte de los aspectos de la vida globalizada contemporánea.
Aquí se estudian la erótica y el budismo, la comedia infantil y el sincretismo religioso, la cerámica del té y el imaginario bélico, la propaganda nacionalista, la cultura mediática y el movimiento feminista bajo una sociedad machista. Un poco en la línea del texto clásico de Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra (1933), los autores vuelven, a veces sin querer, sobre la singularidad estética del mundo japonés. Un verdadero dolor de cabeza para la gran tradición de la filosofía del arte occidental desde Baumgarten hasta Bloom, pasando por Kant y Marx.
El escritor lector
Hay escritores que entienden la literatura como una artesanía o un oficio, cuyos misterios se develan fuera de la literatura misma. Escritores a la manera de Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway o Roberto Bolaño, para los que el arte de la narración era, casi, un don natural, abastecido por un puñado de lecturas básicas, sobre todo, de los grandes maestros de la novela francesa y rusa del siglo XIX.
El escritor lector sería un arquetipo diferente al del escritor artesano, por muy virtuosa que pueda llegar a ser su narrativa. Los casos de Jorge Luis Borges, Claudio Magris, Ricardo Piglia o Enrique Vila Matas podrían servir para ilustrar esa idea de la literatura como práctica lectora. Escritores que leen para escribir, que escriben sus propias lecturas y que mezclan lo escrito y lo leído en un discurso referencial, signado por el comentario o la glosa.
El novelista mexicano Juan Villoro es un escritor lector. Los ensayos de Villoro, Efectos personales (Anagrama, 2000), presentaban a un contemporáneo que exponía sus deudas con los maestros del siglo XX: Nabokov, Calvino y Bernhard, Rulfo, Monterroso y Pitol. Su nuevo libro, De eso se trata (Anagrama, 2008), va más atrás: a los orígenes de la novela moderna en Cervantes y Shakespeare, en Goethe y Rousseau.
Una de las mayores virtudes de estos ensayos es, por decirlo así, su heterodoxia lectora. Villoro lee a dramaturgos como Chéjov y a poetas como Yeats, convencido de que la lectura, a diferencia de la escritura, carece de géneros. El escritor lector es omnívoro por naturaleza, ya que los textos tienen para él un valor no determinado por la ficción o la lírica, la fábula o el drama.
La desembocadura de estos ensayos de Villoro es, una vez más, la gran narrativa del siglo XX: Hemingway, Lowry y Lawrence, Onetti, Bioy Casares y Saer. El ensayo sobre Onetti, titulado “Fisonomía del desorden”, es un recorrido zigzagueante y seguro entre El pozo y Los adioses. Una frase de Villoro sobre Onetti –“la personalidad literaria de Onetti implica una entrega radical a la literatura. No hay un afuera. El mundo es el libro”- podría aplicarse también al autor de El testigo y El disparo de argón.
El escritor lector sería un arquetipo diferente al del escritor artesano, por muy virtuosa que pueda llegar a ser su narrativa. Los casos de Jorge Luis Borges, Claudio Magris, Ricardo Piglia o Enrique Vila Matas podrían servir para ilustrar esa idea de la literatura como práctica lectora. Escritores que leen para escribir, que escriben sus propias lecturas y que mezclan lo escrito y lo leído en un discurso referencial, signado por el comentario o la glosa.
El novelista mexicano Juan Villoro es un escritor lector. Los ensayos de Villoro, Efectos personales (Anagrama, 2000), presentaban a un contemporáneo que exponía sus deudas con los maestros del siglo XX: Nabokov, Calvino y Bernhard, Rulfo, Monterroso y Pitol. Su nuevo libro, De eso se trata (Anagrama, 2008), va más atrás: a los orígenes de la novela moderna en Cervantes y Shakespeare, en Goethe y Rousseau.
Una de las mayores virtudes de estos ensayos es, por decirlo así, su heterodoxia lectora. Villoro lee a dramaturgos como Chéjov y a poetas como Yeats, convencido de que la lectura, a diferencia de la escritura, carece de géneros. El escritor lector es omnívoro por naturaleza, ya que los textos tienen para él un valor no determinado por la ficción o la lírica, la fábula o el drama.
La desembocadura de estos ensayos de Villoro es, una vez más, la gran narrativa del siglo XX: Hemingway, Lowry y Lawrence, Onetti, Bioy Casares y Saer. El ensayo sobre Onetti, titulado “Fisonomía del desorden”, es un recorrido zigzagueante y seguro entre El pozo y Los adioses. Una frase de Villoro sobre Onetti –“la personalidad literaria de Onetti implica una entrega radical a la literatura. No hay un afuera. El mundo es el libro”- podría aplicarse también al autor de El testigo y El disparo de argón.
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