El texto de Breton fue muchas cosas a la vez: el autorretrato de un grupo intelectual, la exposición de una poética, un manojo de obsesiones y una suma de críticas o improperios contra la cultura oficial francesa y europea en los años que siguieron a la Gran Guerra. Pero hay dos énfasis en el programa surrealista que hoy resultan extrañamente subversivos: la crítica del relato realista y la reivindicación de la locura en la historia.
En el primer fragmento del texto, el escritor francés reclamaba para sí los reinos de la infancia y la imaginación, la libertad y la locura. Elegantemente descartaba el culto al racionalismo de Taine y colocaba a Valéry en una especie de limbo. Se preguntaba si el autor de El cementerio marino se mantendría fiel a la promesa de nunca escribir una frase como “la marquesa salió a las cinco”.
Luego Breton despachaba un pasaje de Crimen y castigo de Dostoievski como una “composición escolar”.
Más adelante reprochaba el ánimo naturalista y clasificatorio que lo mismo se respiraba en las novelas de Stendhal o Anatole France que en los tratados de Santo Tomás y Blaise Pascal. Glosaba también Breton, casi al mismo tiempo, a Proust y a Freud, pero al primero para mal y al segundo para bien. Si Proust era apenas una nota al pie, Freud figuraba como padre espiritual de la revolución surrealista.
Al llegar al pasaje sobre “lo maravilloso”, en que comentaba sus gustos por las ruinas y los maniquíes, comenzaba propiamente el territorio reclamado por el descubrimiento surrealista. No se trataba de un territorio desconocido o no transitado ya, sino algo que, aunque formaba parte del viejo gusto realista, podía ser releído con ojos surrealistas.
Por ahí desfilaban las horcas de Villon, las griegas de Racine y los divanes de Baudelaire.
A partir de entonces, con la defensa del surrealismo como mirada o lectura del ancien régime del arte moderno, arrancaba la nómina surrealista que Breton quería presentar: Soupault, Eluard, Desnos, Vitrac, Artaud, todos escritores.
Luego vendrían los pintores: Picabia, Duchamp, Picasso… Sólo después de exponer la galería surrealista es que Breton comienza a enumerar a algunos precursores: Nerval, Rimbaud, Apollinaire, Lautréamont… Y ya al final es que propone ejemplos de cómo el “automatismo psíquico”, la “creencia en una realidad superior” o la “omnipotencia del sueño” encarnan en algunos textos.
Cita, por ejemplo, las “manufacturas anatómicas” de Soupault, las “orejas reverdecidas” de Eluard, la “cinta roja en el árbol hablante” de Aragon. Cita también un pasaje de Vitrac en que la estatua de mármol de un almirante gira sobre sus talones y le indica, en el plano de su bicornio, la “región en la que debía pasar el resto de sus días”.
El intrigante pasaje se explica con otro momento del Manifiesto, tal vez el único en que André Breton toca la historia. Dice el surrealista, a propósito de la locura y la creación: “fue necesario que Cristóbal Colón zarpara en compañía de unos locos para que se descubriese a América. Y ved como esa locura ha ido tomando cuerpo y ha perdurado”.
Quince años después de aquel escrito programático, Breton llegó a México, donde descubrió la patria prenatal del surrealismo. Con su vislumbre de América como lugar de la locura, la imaginación y el sueño, el intelectual francés abrió el diálogo con escritores de este lado del Atlántico, como Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Octavio Paz, que perdura hasta hoy.
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