Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 6 de noviembre de 2024

La nueva literatura cubana en México







Con frecuencia nos quejamos de la desactualización del debate sobre Cuba y su literatura en medios mexicanos y latinoamericanos. Cuando algún suplemento literario toca el tema, reaparecen los grandes apellidos de hace sesenta años (Carpentier, Guillén, Lezama…) o se concentra la visión de la literatura cubana en los pocos autores consolidados en grandes editoriales iberoamericanas como Tusquets y Alfaguara. 

 Por eso es tan promisorio que el Instituto de Investigaciones Filológicas y la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, junto con la editorial Rialta, afincada en Querétaro, hayan organizado unas jornadas académicas sobre “narrativa cubana reciente”, que ofreció un panorama más actual de lo que se está escribiendo en Cuba en los últimos años. 

 El evento, liderado por la profesora e investigadora Ivonne Sánchez Becerril, tocó muy diversos aspectos de la producción literaria cubana actual, su transformación ante la emergencia de los medios digitales y sus estrategias de apertura o rebasamiento del mercado propiamente nacional, controlado por las editoriales del Estado. 

 Las ponencias presentadas en la UNAM abordaron obras de autoras y autores con muy escasa circulación en México y América Latina. Esa desconexión es resultado tanto de la persistencia de la política cultural cubana en sus énfasis ideológicos, especialmente, en la promoción de sus símbolos e ideas en la región, como de una falta de audacia de las editoriales iberoamericanas para cruzar esa frontera imaginaria y apostar por las nuevas poéticas de la isla. 

 Edinson Aladino, profesor de la Universidad de Puebla, abordó el caso de Fumando espero (2003), la novela de Jorge Ángel Pérez, un buen ejemplo de renovación estilística que no se tradujo en una mayor proyección de la nueva literatura cubana en América Latina. La novela, que recreaba el exilio de Virgilio Piñera en Argentina, antes de la Revolución cubana, capta muy bien las obsesiones de la nueva escritura de la isla. 

 Julio Rojas, de la UNAM, trabajó otra novela, El hijo del héroe (2017) de Karla Suárez, tal vez más conocida por su edición en el Fondo de Cultura Económica. La ficción de Suárez se interna en uno de los dramas silenciados de la historia cubana reciente: la prolongada guerra de Angola, en la que intervinieron decenas de miles de soldados de la isla. 

 Christopher Cortés Gómez, también de la UNAM, se ocupó de la llamada Generación Cero (Orlando Luis Pardo, Ahmel Echevarría, Jorge Enrique Lage, Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina…), que crecientemente ha llamado la atención de la crítica, especialmente en el mundo académico de Estados Unidos, pero que circula muy precariamente en México y América Latina. 

 En el evento también se debatió la obra de María Elena Llana, Lorenzo Lunar, Maielis González Fernández, Anna Lidia Vega Serova, Dazra Novak y Elaine Vilar Madruga, de distintas generaciones de la isla. Hubo, por supuesto, intervenciones sobre autores mejor instalados en el mercado, como Reinaldo Arenas, Leonardo Padura o Pedro Juan Gutiérrez, pero el foco de atención estuvo puesto en una producción literaria con menos visibilidad. 

 En la conferencia magistral de la profesora Mabel Cuesta, de la Universidad Houston, se pudieron constatar algunos de los mecanismos que han decidido la mayor o menor visibilidad de autores y obras en la administración de la literatura cubana, como la homofobia o el machismo que, junto con las diversas modalidades racistas, han tenido un peso considerable en la cultura de la isla. 

 Una mesa con editores de proyectos independientes de la última diáspora, encabezada por Carlos Aníbal Alonso de Rialta, Waldo Pérez Cino de Almenara y Pablo de Cuba de Casa Vacía, permitió comprender mejor las dificultades que enfrenta una nueva generación de escritores, que ya no es prioridad para el Estado cubano y que tampoco accede al mercado iberoamericano.

viernes, 1 de noviembre de 2024

La locura de llegar a América




Se cumple el centenario de la publicación del primer Manifiesto del surrealismo (1924) de André Breton y vale la pena recordar un par de sus ideas, que hoy, por sorpresa, vuelven a sonar desafiantes e, incluso, escandalosas. Vivimos la entronización de una nueva solemnidad cultural, basada en simplificaciones de la historia y aplanamientos de la inteligencia que, por otra vía, recuerdan mucho la moral burguesa que hace un siglo denunciaron los surrealistas.

 El texto de Breton fue muchas cosas a la vez: el autorretrato de un grupo intelectual, la exposición de una poética, un manojo de obsesiones y una suma de críticas o improperios contra la cultura oficial francesa y europea en los años que siguieron a la Gran Guerra. Pero hay dos énfasis en el programa surrealista que hoy resultan extrañamente subversivos: la crítica del relato realista y la reivindicación de la locura en la historia. 

En el primer fragmento del texto, el escritor francés reclamaba para sí los reinos de la infancia y la imaginación, la libertad y la locura. Elegantemente descartaba el culto al racionalismo de Taine y colocaba a Valéry en una especie de limbo. Se preguntaba si el autor de El cementerio marino se mantendría fiel a la promesa de nunca escribir una frase como “la marquesa salió a las cinco”. Luego Breton despachaba un pasaje de Crimen y castigo de Dostoievski como una “composición escolar”. 

 Más adelante reprochaba el ánimo naturalista y clasificatorio que lo mismo se respiraba en las novelas de Stendhal o Anatole France que en los tratados de Santo Tomás y Blaise Pascal. Glosaba también Breton, casi al mismo tiempo, a Proust y a Freud, pero al primero para mal y al segundo para bien. Si Proust era apenas una nota al pie, Freud figuraba como padre espiritual de la revolución surrealista. 

Al llegar al pasaje sobre “lo maravilloso”, en que comentaba sus gustos por las ruinas y los maniquíes, comenzaba propiamente el territorio reclamado por el descubrimiento surrealista. No se trataba de un territorio desconocido o no transitado ya, sino algo que, aunque formaba parte del viejo gusto realista, podía ser releído con ojos surrealistas. Por ahí desfilaban las horcas de Villon, las griegas de Racine y los divanes de Baudelaire. 

 A partir de entonces, con la defensa del surrealismo como mirada o lectura del ancien régime del arte moderno, arrancaba la nómina surrealista que Breton quería presentar: Soupault, Eluard, Desnos, Vitrac, Artaud, todos escritores. Luego vendrían los pintores: Picabia, Duchamp, Picasso… Sólo después de exponer la galería surrealista es que Breton comienza a enumerar a algunos precursores: Nerval, Rimbaud, Apollinaire, Lautréamont… Y ya al final es que propone ejemplos de cómo el “automatismo psíquico”, la “creencia en una realidad superior” o la “omnipotencia del sueño” encarnan en algunos textos. 

  Cita, por ejemplo, las “manufacturas anatómicas” de Soupault, las “orejas reverdecidas” de Eluard, la “cinta roja en el árbol hablante” de Aragon. Cita también un pasaje de Vitrac en que la estatua de mármol de un almirante gira sobre sus talones y le indica, en el plano de su bicornio, la “región en la que debía pasar el resto de sus días”. El intrigante pasaje se explica con otro momento del Manifiesto, tal vez el único en que André Breton toca la historia. Dice el surrealista, a propósito de la locura y la creación: “fue necesario que Cristóbal Colón zarpara en compañía de unos locos para que se descubriese a América. Y ved como esa locura ha ido tomando cuerpo y ha perdurado”. 

 Quince años después de aquel escrito programático, Breton llegó a México, donde descubrió la patria prenatal del surrealismo. Con su vislumbre de América como lugar de la locura, la imaginación y el sueño, el intelectual francés abrió el diálogo con escritores de este lado del Atlántico, como Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Octavio Paz, que perdura hasta hoy.