En su más reciente novela, Baumgartner (2024), una historia de los amores perdidos de un viejo profesor de Princeton, Auster recupera el drama de la ciudad, ahora bajo una nueva guerra de conquista. La terrible historia de su familia judío-ucraniana emerge en la trama como un afluente de la memoria sentimental del narrador. Variantes de Stanislawów (Stanislau, Stanislaviv, Stanislav), es decir, de la patria de San Estanislao de Cracovia, el obispo polaco del siglo XI, dieron nombre a la ciudad durante el imperio de los zares rusos. Auster entiende esos cambios toponímicos como obra de una sucesión de dominios: el polaco, el austro-húngaro, el alemán, el soviético.
En 1941 vivían en la ciudad cerca de cien mil habitantes, la mitad judíos. Durante la invasión nazi, unos diez mil fueron fusilados detrás del cementerio hebreo y otros diez mil fueron enviados al campo de exterminio de Belzec, en Polonia. Entre 1942 y 1944, los restantes fueron ejecutados de un tiro en la nuca, en las afueras de la ciudad, de veinte en veinte, y enterrados en fosas comunes.
Un poeta local, como aquel Iván Frankó que da nombre a la ciudad, le confirmó a Auster una historia contada por sus abuelos. En 1944, cuando el ejército soviético liberó la región del dominio nazi, la ciudad estaba deshabitada y en vez de personas vivían allí centenares de lobos que la habían convertido en madriguera. Escuchando al poeta, Auster recordó unos versos de George Trakl, escritos en medio del estallido de la primera Guerra Mundial e inspirados en el “frente oriental” de Alemania: “Un páramo de espinas ciñe la ciudad./ Por las escaleras de sangre la luna/ persigue mujeres aterrorizadas./ Lobos salvajes irrumpen en las puertas”. Toda una visión de las guerras que asolarían una y otra vez ese mismo pedazo de Europa.
El poeta estaba convencido de que lo que narraba había sucedido realmente. Auster recuerda que sus abuelos contaban la historia con la misma seguridad. Pero en algún punto se pregunta si aquello era más una leyenda que un suceso fáctico y comprobable. Una historiadora de la Universidad de Leópolis agrandó sus sospechas: no había evidencia alguna de que el pueblo se hubiese convertido en una madriguera de lobos entre 1943 y 1944.
El tema obsesionó a Auster, quien escribió un ensayo justamente titulado “Los lobos de Stanislav” (El País, 1/ 5/ 2020) y luego una conferencia con la que agradeció el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Madrid. En busca de cualquier evidencia, vio películas soviéticas de la época, en las que se repetía la misma escena: unos pocos habitantes del pueblo saludando los tanques victoriosos de Stalin, pero ni rastro de los lobos.
En la novela Baumgartner, el escritor se pregunta si un “acontecimiento tiene que ser real para que se acepte como verdad”, no en el sentido de una fakenews u operación de postverdad sino como aquello que tal vez ocurrió, pero es incomprobable. Qué sucede, dice, “si a pesar de tus esfuerzos de averiguar si tal acontecimiento sucedió o no llegas a un punto muerto de incertidumbre”.
La respuesta del escritor es entrañable: “ a falta de cualquier información que confirme o desmienta la historia que me contaron, he decidido creerle al poeta”, no a la historiadora. Y agrega: “ya estuvieran allí o no, he decidido creer también a los lobos”.
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